Morir adrede

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Tardé mucho en darme cuenta que estaba muerto. Los aromas no son los mismos, se distorsionan y saben ligeramente a momentos que uno nunca quiere olvidar. De pronto, sentí angustia, una fina sensación girando en mi pecho como si los sentimientos recorrieran mis órganos como Teseo en el laberinto. Sentía una parálisis que me limitaba a ver rostros que me acompañaron muchos días de otoño, como si en cada rostro hubiese una historia filmada por mí. Ahora solo habría detenimiento, besos sin besos, miradas sin miradas, y la ausencia absoluta de lo vivido. Ya no podría soñar, ya lo soñado era una realidad. Los colores se fueron difuminando y el ambiente se fue tornando nublado como si los lentes se hubiesen empañado. Lentamente fui trasgrediendo umbrales inubicables, porque no quería irme. Quería levantarme y recorrer descalzo la casa de San Isidro. Quería sentir mis lágrimas o el intenso impulso de querer llorar. Nunca terminé mi rumbo, solo fui retrocediendo hasta renacer de a poquitos. Fui sintiendo el abrazo del silencio. Usted no comprendería lo que es estar así. Me conformaría con dejar de sentir, pero ya no hay remedio. Ya sus ojos distinguen el sueño perpetuo y yo lo veo dormir serenamente. Lo veo y está tan callado, tan sereno, tan amable con el mundo. Lo acompaño en su destino, en los sortilegios que anochecen su visión. Duerme y siento envidia de no tener tanta sutileza con la vida como él, tantos goces invisibles y pasiones soñolientas. Ya no le podría oír hablar de política, de diferenciar a populistas con oradores eruditos. No se le oiría. No le oiría quejarse de la vida. Su sonrisa se desfiguraría hasta menguarse, convertirse en el reflejo lánguido de la ironía. Allí se va transfigurando aletargadamente hasta sonreírle al tiempo. De pronto solo pude ver eso que se ve cuando se muere: a mí mismo caminando.

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