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Otra vez la vería

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Otra vez la vería. Las converse gastadas, el cabello ondulado, el pantalón caído y con una sonrisa que nunca había visto. Reconocería el contacto espontáneo de la luz con su cabello castaño; la autenticidad que solo la naturaleza origina en algunos afortunados. Hay en ella la belleza de lo propio. Una conversación con ella es como un movimiento de reggae que explora ligeramente los sentidos. Solo de verla uno siente que se independiza de cualquier estado propuesto por la realidad. Sus palabras confrontan cualquier emoción. Otra vez la volvería a ver.

La sensación del recuerdo que es instantánea al cruce de una mirada solo puede ser superada con la suma de las nostalgias naufragando del vino. Le propondría recordar, porque solo así ambos nos daríamos la oportunidad de reconocernos. Y, si la situación lo propicia, cantaríamos. Hay una grieta en mi corazón, un planeta con desilusión… Luego nos reiríamos de todo y de nada. Aparentaríamos ser perfectos imperfectos, y solo por eso tendríamos la insolencia de querernos de nuevo. No la idea romántica del amor como un I love you , sino la que nosotros mismos habíamos creado: la del “Te recuerdo”. Porque no hay mejor forma de querer a alguien que recordarla.

La vería tan gentil y diferente a los demás. Verla transitar entre esas personas intrusas en la imagen sería un magnífico Jackson Pollock. Ella ahorraría fuerza en abrazarme y, en vez de ello, la invertiría en decirme en qué he cambiado. Me contagiaría de su imprudencia, de sí misma. Quizá porque casi la quise. Digo casi, porque quererla hubiese sido algo extraordinario que solo un aventurero hubiera podido lograr. Creo que por eso restringimos la expansión de nuestros sentimientos. En aquel momento, lo mejor era solo intercambiar experiencias, hablar de nuestros escritores favoritos, criticar ciertas películas, y beber hasta actuar enloquecidos por Lima. La Lima que ha sido muy perturbada por nuestras frustraciones, insolencias del hecho de vivir en este país.

La voy viendo a lo lejos. Se encuentra a tantos metros de mí que solo su cabello la distinguiría de muchas chicas que vienen riendo por algún comentario banal. Siento sus pasos y su figura confundirse con el tiempo; le pertenecemos al tiempo, después de todo. Avanzo sorteando la mirada de personas que nunca había visto y que, muy posiblemente, jamás volvería a ver. Esa misteriosa idea de que existen personajes secundarios en nuestro filme autobiográfico. Y, de pronto, las cosas se vuelven parte de un azar o un destino ya fijado. Cualquier teoría respondería al instante en que dos cuerpos que han abundado en pasos y escenarios se topen por primera vez. Cada rumbo se va interceptando con el otro hasta compartir el mismo camino. Otra vez la vería, lo sé. Las converse rojas con los pasadores desatados, el cabello ondulado revoloteado, el pantalón verde caído y… ¡Qué extraña sonrisa tiene esa chica que viene!

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