Rubén se paseaba descalzo por ese cuartito que se fue añejando con sutileza, con siluetas en el marco de la puerta, con rostros riendo en la mesa de la cocina al beber el café, con manos aterciopeladas acariciando cabellos como el de Jimena o el de Basilio. Y así se fue quedando solo. Así quedó la vieja idea de amor, quedó tan vacía, tan sola junto a algunos libros viejos que solo eran posadero de polvo. Ni las fragancias envueltas en ambientes como el cuarto de alfondo, tan solo le acariciaban los fantasmas de los buenos tiempos, los sencillos aromas bienhechores de la felicidad. ¿Qué es la felicidad? se preguntó Rubén desde su balcón donde percibía autos blancos y amarillos atiborrándose en el jirón. Quería inventar métodos retrospectivos para frágilmente rozar el rostro de Magdalena, de compartir copas de vino con Marianito y Guevara en el Queirolo. Ya no hay cura, pensó. Ya no hay remedio alguno, pensó sollozando.
Hay tiempos extraños y difíciles para gente con fe como Rubén. La Biblia en el mueble opaco y desgastado y resignado; el café esperando los labios arrugados de Rubencito que ya camina sin apuro, cuyos pasos se van perdiendo en el tiempo; la radio siempre encendida con sus pasillos y el recuerdo de los caminos toscos de su Huaraz. ¡Oh, mi Huaraz!, exclamó. ¿Magdalena?¡Tráeme mi sombrero, por favor! Y solo el viento limeño ondula su camisa beige. Rubén recuesta su cabeza en el mueble y va perdiendo fuerza hasta cerrar los ojos.