El New York de Spike Lee es un New York de tensiones; un escenario frenético, caótico, convulso: representa, finalmente, un New York moderno o híper moderno, en el que cada sujeto hace lo posible por encontrarse en el común aún reclamando su individualidad.25th Hour no se aleja de esas pretensiones: es la historia de un tipo normal en una circunstancia excepcional; una revisión de la libertad y el arrepentimiento y eso que le debemos a los otros, un testimonio compasivo sobre la oportunidad de redención, aún cuando esta no es posible.
De arranque, Monty Brogan nos parece disruptivo. Ha amasado una gruesa fortuna en el negocio de las drogas, lo que le permite una vida cómoda junto a su novia, Nathalie. Eso, sin embargo, no esconde algo que, a la larga, parece llevarle a la ruina: Brogan no sabe cuando dejar el negocio y decir basta. Su ambición lo lleva a la caída: es interceptado por la policía y condenado a 7 años de prisión. Eso le deja con una última noche antes de su encierro una noche marcada por la culpa frente a los otros, la necesidad de descubrir al soplón y el miedo a la cárcel. En estos momentos, Brogan no está solo: sigue dependiendo de sus amigos; Frank, stock bróker y receloso de su mejor amigo; Jacob, profesor triste y solitario, enamorado de una de sus alumnas de la escuela secundaria.
25th Hour, en esencia, es un réquiem. Una historia sencilla filmada con un estilo épico. Tiene sentido: por más realistas que sean los eventos que relata, nada puede hacerse frente al significado de esas horas finales y su significado en la vida de sus personajes. Las últimas horas de Brogan son, en definitiva, el punto de quiebre para una serie de relaciones marcadas por la dejadez y la represión: es Nathalie perdiendo al amor de su vida y siendo benefactora de un negocio inmoral; es Jacob atreviéndose a lo prohibido; es Frank atomizado por la culpa, impotente ante la evitable caída de su amigo; es el padre de Brogan, sumido en el reproche y la autocompasión. El juego de Lee y Beinhoff está en interconectar sutilmente a estos personajes y mostrar como un hecho particular —el ir a la cárcel— hace y deshace relaciones, desata riesgos, acaba con un hombre. Para Lee la prisión no solo te restringe la libertad material, sino que, a nivel simbólico, derruye la libertad espiritual, las conexiones que formamos, los vínculos emociones que definimos. 25th Hour funciona, entonces, a modo de crítica al sistema penitenciario —ineludible para Spike— y también como inflexión conceptual en la noción de antes y después: un hecho y su capacidad de llevarse todo a su paso. La última noche se recuerda en tu totalidad: cada gesto o su ausencia, cada mirada y acción de rutina.
Todo esto resulta trágico. Entendemos el tono alarmista y melancólico del film, marcado por el blues triste de Terence Blanchard, por la fotografía sombría —como de film noir—, los coros y marchas solemnes, wagnerianas, que indican el camino inevitable de los protagonistas hacia su confrontación final. Está, además, el trabajo visual de Lee, que funciona como sistema de relojería: pieza a pieza, los momentos sirven para ofrecer visiones distintas, paralelas, del conflicto. Está todo: dolly shots que refuerzan la soledad de los personajes; la paleta de colores brillantes que pintarrajean las escenas del club nocturno; los flashbacks de colores saturadísimos. La noche se enfrenta a una evidente contradicción: por sus pretensiones oníricas parece una pesadilla y, aún así, se siente particularmente real.
Por eso, el discurso individual viene acompasado del discurso político. Se dice que Lee ha elaborado el film definitivo de la América post 9/11. Tiene sentido: el clima de violencia y rechazo, la ira contenida y catárquica, la necesidad de buscar subsistencia en una carrera egoísta y paranoica; todos son, al fin y al cabo, elementos comunes del “terror” de los 2000. Esto, sin embargo, ignoraría el análisis profundo que parece estar atado al filme: la noción de otredad, propia de lo moderno. De forma común, cada personaje duda del otro y, así, va estableciendo una brecha inmensa entre él mismo y el resto. Brogan hace caso omiso a las advertencias de sus amigos y se mantiene en el crimen. De igual forma, empieza a sospechar de su mujer, creyendo que ella es la causante de su arresto. Así también otros personajes buscan mantenerse a raya: Jacob decide alejarse de su alumna a raíz de la culpa que le genera, lo cual, sin embargo, solo aumenta su deseo. Esta noción de otredad, sin embargo, no depende exclusivamente del individuo. Pensemos en el monólogo de Edward Norton, el cual, celebra lo moderno —o su versión neoyorquina— a partir del cinismo: funciona a modo de homenaje y feroz recordatorio de las heridas de una metrópoli. New York y sus personajes son descritos sin tapujos ni contenciones. Tiene sentido: en mundo marcado por la otredad, el concepto de un “yo” atolondrado e indeciso solo puede estar en consonancia con el odio al otro, su rechazo, el hacerlo inferior, menos que uno y, así, crecer de espaldas. La ciudad más cosmopolita engendra, a su vez, el discurso xenófobo y paranoide luego de la tragedia.
Se entiende que, para muchos, este film haya dejado un mal sabor de boca: no te dice mucho y lo poco que te dice está acorazado entre gritos furiosos, jerga rápida y slang neoyorquino, además de referencias a una rutina que desconocemos. Nada de esto, sin embargo, nos aparta de la idea de libertad. Brogan es por fin libre esa noche porque no está atado a ningún compromiso; es libre porque conoce a sus amigos y novia en la adversidad, así que los conoce de verdad; es libre porque sabe que al día siguiente no lo será. Dos escenas se quedan en la retina: Brogan desesperado y honesto, pidiendo un “favor” violento para pasar desapercibido en la cárcel; el padre de Brogan relatándole su “plan de huida” y la fantasía de una vida distinta, quizás mejor. Aunque sea por 25 horas.
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