Sobre el arte de pintar casas – The Irishman (2019)

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Contiene spoilers 

Las películas de gánsteres, naturalmente, tienen temas en común. Pensémoslo a fondo: la lealtad y el acuerdo filial, la idealización del jefe, la banalidad de la violencia, la culpa y el legado, las rencillas entre pares. Bien. The Irishman, por supuesto, habla de todas estas cosas, con una diferencia puntual: las reconoce con claridad. Las reconoce y espera que la audiencia también lo haga. Estamos, pues, ante la meta-película de gánsteres, el homenaje o, más bien, la deconstrucción. Su modus operandi es, a la larga, utilizar los elementos reconocibles —el arquetipo— y cuestionarlos directamente, entender su impacto, su raíz, hacerlo a la par que el público lo hace. En una era marcada por lo posmoderno, era de esperarse. No hay que olvidar, sin embargo, qué implica el film para Martin Scorsese. Scorsese no hace films de acuerdo a su era. Él, más bien, filma sobre su fuero interno: la rabia incontenible —causada, en buena medida por la incursión en drogas—, es Taxi Driver; la culpa católica —capaz de someter a uno mismo a las más impensadas situaciones— es Mean Streets y, en buena medida, es la búsqueda de redención en The Last Temptation of Christ. The Irishman es otro Scorsese. Es el Scorsese post adicción, post culpa. Es el hombre que se mira en el espejo y siente el peso de su cine sobre sí mismo. Es el hombre que reflexiona sobre su pasado y cómo este le ha influido directamente. Necesita enfrentarse a ese pasado, interpelarlo, hacerlo creíble, relevante, adueñarse de él. Inevitablemente, el pasado son sus creaciones. Y sus creaciones, en muchos casos, son películas de gánsteres.

The Irishman es la historia de Frank Sheehan. Y es su historia, principalmente, porque abarca un grueso de su vida o, según lo que él mismo cree, toda su vida: la vida como matón a sueldo, como la mano derecha de los poderosos, como representante sindical en las mañanas y secuaz de mafioso por las noches. Sheehan cuenta su historia desde el ocaso: postrado en una silla de ruedas, en un asilo de ancianos, con una rutina basada en el silencio y en confesiones regulares con el sacerdote. Rememora, por ejemplo, su tiempo al lado de Russel Buffalino, jefe de la mafia en Philadelphia. Al final, se trata de una relación afectiva, casi filial con “Russ”. Él le presenta a Jimmy Hoffa, líder sindical con enorme poder y numerosas relaciones con el mundo del hampa. Esta relación invitará a Sheehan a inmiscuirse en el mundo del poder y la política, acciones con numerosas implicaciones en las décadas venideras.

The Irishman es una película de detalles. Una película que toma un giro agresivo: dedicar unos 120 minutos de su metraje  (210 en total) a construir situaciones y relaciones entre personajes, casi a modo de anécdota, solo para que todo estalle en la última hora y media del film. Eso, por supuesto, no hace que esta primera parte del film no sea robusta: a su estilo, Scorsese compone un film de gánsteres cómo él lo conoce. Hace escenas rápidas y marcadas por una peculiar ironía; utiliza el voice-over, clásico en su filmografía, para reflexionar, de forma íntima, sobre los escabrosos escenarios que vemos en la pantalla. Mantiene su peculiar dialéctica sobre la violencia: violencia bella, marcada por música pop, escenas filmadas con realismo y maestría, violencia que, en ocasiones, parece estar justificada y que se ve bien. La otra dialéctica —la del gángster y la vida privada, de la que nace el efecto “Tony Soprano”— también está mejor profundizada: la doble vida de la mafia es, en verdad, un duelo entre el poder del barrio y el poder de casa. Aquí, importa mucho cómo la relación de Sheeran con el exterior —en especial, con su familia— se va degradando conforme dedica su vida a la ambición y a la seguridad. Son, pues, lugares comunes.  Sin embargo, aquí hay otro giro peculiar: por una vez, la historia no la cuenta el “capo” —no es Nicky Santoro, Jordan Belfort o Henry Hill— sino, “el matón”, el que hace el trabajo sucio. Eso consigue dos efectos: por un lado, nos da una visión directa y bien ilustrativa de aquellos pecados cometidos por el hampa y, además, hace que la acumulación de estos —la culpa que se aglomera— sea una carga mucho más difícil de llevar por el protagonista y, por ende, también para la audiencia.

Así, por ejemplo, tenemos la relación entre Sheeran y su hija Peggy, que decae con el tiempo. Tiene sentido: al exponer a su hija a episodios de violencia desde pequeña, la joven le rehúye al padre y prefiere aferrarse a Jimmy Hoffa, personaje protector y supuestamente dedicado al bien. Tal relación es comprensible, si entendemos que Hoffa, a pesar de ser un criminal de poca monta como el resto, no se ensucia las manos, no es un matón y, al final, parece verse redimido al pecar por una buena causa, “su sindicato”. Lo mismo no puede decirse de Frank: él utiliza la excusa de “proteger a su familia”, cuando en realidad, parecía protegerles de sí mismo, de la vida que él ha construido. Este conflicto, por supuesto, no se nos es dicho. Es evidente, sin embargo, en escenas cortas entre Anna Paquin y DeNiro, intercambios de miradas, pequeñas frases que realiza Sheeran en su narración, diciéndolas casi de refilón, con vergüenza.

Otro punto que se cuece de forma lenta es aquel trinomio Sheeran, Russ y Hoffa. La idea, en principio, se basa en la lealtad, en los códigos morales y la recepción de estos que deben tener los gánsteres. Sheeran, al inicio, parece deberle todo a los Buffalino, al leal y protector Russ. Sin embargo, conforme avanza el metraje, el asunto está en cómo su relación con Hoffa, que parece más aspiracional que paternal, puede entrometerse en el camino. El contraste entre estos dos es impresionante: Russ, contenido y elegante, mantiene siempre la quietud de su lado, brindándole a Pesci la oportunidad para lucirse sin hacer mucho. Hoffa, a su vez, es un personaje particularmente absorbente: un personaje maníaco —como bien los sabe interpretar Al Pacino— y marcado por una serie de patrones rígidos, como su amor desmedido por el control de su sindicato, su intolerancia con quienes llegan tarde, o su necesidad de mantenerse por encima, cueste lo que cueste, de forma terca y, en ocasiones, aprehensiva. Hoffa simboliza, a su manera, los estragos del sistema capitalista americano: corrupción por todas partes, necesidad de trazar con élites para conseguir beneficios y tener que manejar redes violentas para que los trabajadores tengan voz. Scorsese no es tan afamado a la crítica política, aunque esta le salga natural —pensemos en The King of Comedy, The Wolf of Wall Street o Gangs of New York— y aquí lo hace a buen ojo: el sistema está podrido y no hay camino que no conduzca al mal. Pragmatismo por pragmatismo.

Todo llega a buen puerto, por supuesto, en la última hora y media de metraje, que es, indudablemente, de lo mejor que ha hecho Scorsese. Comienza de forma cómica: un trinomio de conflictos, Russ vs. Hoffa con Sheeran haciendo de intermediario, lo que desencadena una serie de amenazas de ida y vuelta, una muestra de juegos de poder. Entonces todo se agrieta: hay dos frentes y Sheeran debe escoger. La tribulación emocional y moral del personaje principal va en aumento; su desesperado intento por contentar a todos no puede ir bien. En una escena fascinante, Sheeran es homenajeado por sus años de servicio en el sindicato. Notemos que las acciones positivas que merecen este homensaje nunca son evidentes en el film, haciendo hincapié en la dialéctica gánster-hombre bueno, y en que Sheeran ahora solo se reconoce como lo primero. Allí, en plena ceremonia, el protagonista intenta desesperadamente unir a sus dos mentores. Allí, nuevamente, confrontación: Sheehan y Russ, Sheehan y Hoffa, Hoffa y Russ. Sheeran se da cuenta de que no tiene agencia alguna. Que ha vivido toda su vida sirviendo a otros. Y, una vez que el conflicto es irremediable, solo le queda seguir sirviendo. ¿Existe un lado correcto? ¿Debería haberlo?

Las dudas se acrecientan. El camino culposo de Sheeran recién comienza. Entendemos, entonces, que, tras ese débil velo de amistad, Sheeran es principalmente servil, que, a pesar de los favores y obsequios, sus mentores siguen manteniendo la jerarquía sobre él. Y así, con esa revelación que no es revelación en lo absoluto, Sheeran va a hacer su misión, a pesar de estar en contra de ella. Scorsese filma sin sonido alguno, con un montaje rápido y con tomas recurrentes al rostro contrariado de DeNiro, mientras se acerca el momento de cumplimiento, mientras todas las piezas comienzan a encajar. Lo que sigue, en unos 50 minutos de metraje, no es tampoco sencillo de ver. El dolor y remordimiento se acumulan en el protagonista y, conforme pasan los años, también la decadencia. Aquí el twist de Scorsese: mostrar a los mafiosos retirados, arruinados por la edad y la culpa, viejos y reprimidos en la prisión. Nada —ni siquiera el cierre de Goodfellas— captura mejor la desazón y hartazgo de “la vida después de”.  Ya lo vimos antes: Sheehan envejeciendo, viendo que, tanto física como espiritualmente, es difícil seguir siendo matón.

Al final, tenemos a un Sheeran anciano, solitario y atormentado por su pasado. La dialéctica de Scorsese consigue ese efecto: pasar de filmar redadas violentas y asesinatos magníficos a mostrarnos, de forma sencilla, a un viejo en el asilo. Culpa católica, paso del tiempo, redención. Inevitable soledad. Pasado agreste. Los cuentos de gánsteres parecen no tener finales felices.

Puntuación: 5 / Votos: 2

Acerca del autor

Anselmi

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