Mommy lleva la interpretación freudiana de la infancia —o lo que popularmente se entiende de ella— a niveles particularmente violentos, apenas tolerables desde el cine. Es la relación entre un adolescente-problema y una madre que ya no puede perdonarle, filmada a partir del atrevimiento y la polémica, con un estilo tan rebelde como su protagonista. El film, algo maniático y constantemente caótico, pero siempre honesto, es capaz de hacer las preguntas correctas, aunque no sean agradables. La propuesta de Dolan, concebida desde el desahogo y la osadía, puede por ratos incomodar a la audiencia, pero, a pesar de sus excesos, se atreve a priorizar el punto de vista de los marginados, empaquetado en una suerte de cuento de hadas posmoderno, sin final feliz.
Mommy comienza, como muchas otras historias, con una contradicción el sistema. El protagonista, Steve, no tiene chance. Un gobierno ultraconservador en Canadá propone recluir a los “niños problema” en hospitales auspiciados por el Estado. Steve, debido a su TDAH y a conductas violentas, llama la atención de los funcionarios y prácticamente se pone la soga al cuello. Antes de que sea tarde, su madre, Die, decide llevárselo a casa. Por supuesto, Steve no deja de causar problemas. La temperamental Die, sumida en una serie de caos propios, no sabe qué hacer con él. Como Die, puede que muchas otras se encuentren en la encrucijada. Pero este es el cine, y algún tipo de solución —Deux Ex Machina, si se quiere— debe haber. Aquí, la solución es Kyra, joven y amable cuidadosa, quien, altruistamente (y por qué no sabe qué otra cosa hacer con su tiempo) decide ayudar a Die con Steve y tratar de convertirle en alguien mejor, si eso es posible.
Mommy es, por partes iguales, narración honesta y propuesta particularmente artificial. Se siente honesta por una serie de aciertos estilísticos de Dolan: pocos cortes, adecuada selección de actores, una historia lineal, directa y cercana a una realidad que parece posible. Aun así, por momentos, los episodios de violencia, bastante llamativos, parecen acercarnos más al teatro, a una visión muy intensa del conflicto. Quizás Dolan necesita filmar de esa manera para convencernos de los extremos perversos de nuestra adolescencia. Quizás Dolan, como moralizador, no quiere que nos encariñemos con Steve y necesita que sus brotes de violencia justifiquen un castigo. Quizás solo quiere escandalizar, lo cual no está necesariamente mal si el escándalo está bien filmado.
Hablemos del aspecto estético. ¿Por qué filmar en formato académico, con la imagen cuadriculada y limitada, demasiado apretada para lo que filma? Podría tratarse de un capricho estético de Dolan (que ya muchos tiene). Podríamos irnos por lo intuitivo, y es creer que, tal ratio es capaz de acercarnos más a los protagonistas: con la pantalla estrecha nos enfocamos más en el centro, en los rostros; en la confusión creciente de Didie, en la impotencia de Steve, en el contraste que marcan las cálidas facciones de Kyla frente al resto. Jugar con lo que transmiten rostros puede parecer un recurso simplón, pero, a fin de cuentas, parece efectivo, sobre todo por el tipo de violencia que filma: a pesar de que los actos ya no estén en la pantalla, la violencia se mantiene en el rostro desencajado de la madre, en el temor de Kyra y en la ambivalencia de Steve.
Pensemos en una tercera posibilidad. Es posible que Dolan, a través de este formato, detalle las limitaciones de los protagonistas: lo limitado de su visión del mundo, sobre todo de Steve, que ve las cosas a partir de la violencia, a partir del caos y la disrupción. Su mente está desordenada y guiada por la ira. La violencia no la elige, sino que parece insertada en su psiquis, atornillada a su cerebro. No es sorpresa que, una vez la cosa parece ir mejor, la pantalla se ensancha. Sí: literalmente se ensancha. Suena Wonderwall, una canción que todos hemos escuchado muchas veces. Steve, Kyra y Die, ahora cabiendo cómodamente en la pantalla de tamaño natural, sonríen. Sí, es un momento cursi. No por eso nos gusta menos. Es de esas curiosas decisiones que, a pesar de su pretensión, tienen algo valioso detrás. Luego de ver a Steve siendo un potencial riesgo para su círculo cercano (sobre todo para sí mismo), cualquier forma de optimismo es bienvenida, a pesar de que, una vez más, sea artificial.
No siempre es sencillo filmar la violencia. Uno corre el riesgo de que, mediante algún filtro estético, uno termine embelleciéndola y así, glorificándola. Empatizar con quien lo ejerce, por medio de trucos de guion, tampoco ayudaría. A pesar de todo, Dolan no le tiene miedo a lo que filma. La proximidad con la que Dolan se acerca a la temática es inquietante, pero también reconciliadora. Es inquietante porque, al filmar sin mayor solemnidad o rechazo frente a los actos de violencia, parece hallar cierta lucidez entre el caos, cierta belleza en el horror, como una estética del conflicto. ¿Es el rol del cineasta rechazar aquello polémico que filma? ¿Debería serlo? Dolan, cuya ópera prima es la equiparablemente controversial Yo maté a mi madre (2009), ya demuestra su fascinación por las turbulentas relaciones entre madre e hijo, la ruptura de familia tradicional y la familia moderna, el caos que implica una adolescencia sin restricciones. Y no filma con miedo. No corta en las escenas complejas. No abandona los primeros planos. Y eso, a su vez, parece ser reconciliador. Que alguien pueda comprender temáticas tan dolorosas —y tan tabú—, parece ofrecer una solución frente al rechazo: el cine parece ser una salida medianamente pertinente frente a la crisis.
La clave del dilema del film es que, a la larga, no parece haber solución correcta. Si Die entrega a su hijo a las autoridades, lo más probable es que reciba un destino desolador en un hospital psiquiátrico, con pocos incentivos del estado para protegerlo. Si Die deja a su hijo totalmente libre, es probable que, por alguna reacción violenta, Steve termine generando una nueva víctima y, de alguna forma, Die sea moralmente responsable. Si Die se queda con Steve en casa, es muy probable que su vida se mantenga en el mismo caos de siempre. ¿Es más responsable Diane por Steve que el Estado? ¿Es más responsable el Estado por el abandono y el extremo que Diane por desplomarse ante Steve? ¿Alguno de los dos es más responsable por Steve que él mismo? Aquí la parábola sobre el rol maternal (y la carga desigual que se ha impuesto a las madres) es muy evidente, tanto que, una vez más, Die carga con las penurias de su hijo. Pero Dolan ni filma a Die como mártir, sino como una mujer contradictoria, una madre en conflicto con su hijo y su rutina. A veces, parece que ella es incluso más rebelde que Steve.
Aquí el filme, a través de Steve, cuestiona el rol de familia y Estado en la formación del sujeto y su proclividad a la violencia. No nos da respuestas sencillas. Nos ofrece a un personaje como Kyra, un tercero objetivo, para que su historia sea más creíble y así, más trágica. No es una historia esperanzadora, pero tampoco lo necesita. Filmar la violencia ingenua, a fin de cuentas, no necesita condescendencia. Dolan nunca la tiene.
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