Leviathan es un film que explora la contradicción de la bondad. Quien hace el bien termina sufriendo, incluso de forma irreversible. Quien hace mal luego hace el bien, aunque no parezca motivado para hacerlo. Quien hace mal es la figura que defiende el bien, y es absoluto por la principal fuente de bien en la comunidad (el patriarca ortodoxo). Y así, el mal y el bien son categorías poco fijas, arbitrarias, y el castigo divino no discrimina entre santos y pecadores. Muchos ven en el film una suerte de alegoría sobre la corrupción sistemática y crisis moral de la Rusia contemporánea, pero, en el fondo, hay un conflicto mucho más espiritual y doloroso, uno que, a partir de la parábola religiosa, inspecciona la eterna depresión del ser humano y su caída en la fe.
Leviathan es la historia de Kilya, mecánico y hombre respetado en la comunidad, que está a punto de ser expulsado de su casa por un alcalde corrupto. Él y su segunda esposa, Lilya, deciden acudir a Doma, un abogado de confianza y amigo de Kilya, para sobornar al alcalde y evitar el desalojo. Sin embargo, la presencia de Doma parece ser el punto de partida de una serie creciente de desgracias entre los protagonistas. Algunas de las tragedias parecen evitables (por ejemplo, la aventura entre abogado y esposa; las amenazas del alcalde) y algunas otras parecen ser una suerte de cruel broma del destino. En cualquier caso, mientras más desgracias les azotan a los protagonistas, más deciden alejarse de sus convicciones morales y seguir sus impulsos primarios.
Como ya sugerimos, Leviathan es una película sobre los temas más universales: sexo, religión y muerte. Sexo, porque los dos protagonistas se disputan el amor de Lilya, no tanto porque la quieren, sino porque Lilya, con su semblante afable y actitud parsimoniosa, se vuelve una solución a sus problemas, una suerte de su escape a la ansiedad existencial que sufren. Religión, porque las creencias fundamentales de los protagonistas entran en conflicto cada vez que se enfrentan a una nueva disputa moral, solo para darse cuenta de que sus creencias no eran tan robustas como lo pensaban. Muerte, porque las desgracias de los protagonistas terminan trayéndose todo abajo, sobre todo, cuando el espiral de violencia afecta a personas que no lo consintieron.
Es curioso que Zvyagintsev haya elegido filmar con planos amplios, poco interrumpidos, que terminan anchando nuestra perspectiva de los protagonistas y los minimiza ante la inmensidad del pasaje, urbano o rural. Hay muchas razones para esto. Quizás se trata de amplificar la creciente sensación de soledad de los protagonistas ante al absurdo en el que viven, lo que se relaciona, por supuesto, con la incapacidad (sobre todo de Kilya) de resolver ninguno de los retos que la vida les impone. Los sujetos se ven ínfimos frente a construcciones, paisajes naturales y otros sujetos. Quizás sea porque, con cada nueva prueba que sufre el protagonista, debe aceptarse que su presencia en el universo es mínima, y que cada problema palidece cuando aparece otro de mayor magnitud. Por eso las composiciones son rígidas y la cámara se mantiene estática. Y, al evitar el close up, sentimos una cierta distancia entre los personajes y la audiencia. No los conocemos, por lo que el misterio que rodea sus acciones solo se acrecienta.
Zvyagintsev filma con desamparo. Su visión de la Rusia contemporánea es particularmente pesimista: casi todos los personajes ahogan su ansiedad y depresión en vodka, chistes maliciosos y sesiones de caza y disparos. Es una puesta en escena increíblemente seca, casi igual que la personalidad de sus protagonistas: pocos colores, muy filtrados y desprovistos de brillo, muchos silencios o música muy triste; escenas en el día que no parecen el día, una suerte de invierno permanente. La puesta en escena (sobre todo, por la representación de personajes secundarios), fue particularmente criticada en Rusia por la representación de sus compatriotas. Creo que la crítica está mal enfocada: la película es particularmente misántropa prácticamente con toda clase social y todo sistema organizado de creencias. Rusia puede intensificar el impacto, (sobre todo con la presión de la religión ortodoxa), pero la universalidad se mantiene.
Nuevamente, aquí todo se trata de las distancias. La distancia entre padres e hijos, la distancia entre esposo y esposa, entre alcalde y su pueblo. Cada quien se encierra en su tristeza y, lejos de empatizar con el otro, responde con ira y rechazo. De alguna manera, todos sufren el peso de Dios. Cada quien hace lo posible por acabar con la desazón y la ira. La parábola religiosa es particularmente efectiva, porque la religión está donde no debería estar: Kilya no es religioso, pero debe reconocer el poder de Dios (o el destino, o la naturaleza) sobre sus decisiones; el alcalde, a pesar de ser un sujeto cruel y que se regocija en su poder, debe acceder a algún tipo de confesión al discutir con el líder religioso local. Parece que, debido al peso del absurdo (y el miedo a la tragedia), cada quien busca algún tipo de absolución espiritual, sin importar la maldad de su rutina.
A diferencia de la parábola del santo Job, esta historia no tiene a un protagonista ejemplar o devoto, sino un hombre común, quizás hasta desagradable, que no entiende por qué el mundo se le está viniendo encima. No hay motivos para querer al protagonista. Kilya, más allá de sus fallas, no nos genera empatía porque, en cada oportunidad que tiene parar ser un hombre mejor, se deja llevar por la terquedad y la furia, se deja controlar por sus impulsos y orgullo y, a pesar de todo, cree estar en lo correcto: cree ser un buen padre al censurar a su hijo, cree actuar como buen esposo al controlar a Ilya, y se repite que es buen vecino al meterse a un pleito que no puede ganar.
Pensemos en la imagen más atrayente del film. El hijo de Kilya, luego de ver a su papá hacer el amor con su mujer (luego de que esta acaba de engañarle) huye descorazonado, enfrentándose con el momento de fricción entre la realidad que esperaba y la realidad que vive. La cámara le sigue hasta llegar a la costa. Se ve un enorme cadáver de ballena. La escena se parece a otras escenas, en las que corazas de buques encallados se cubren de una gruesa capa de arena. El cadáver y las corazas de buques, a medio hundirse, degradados por la espera, que replica, evidentemente, el sufrimiento de los protagonistas, la lenta derrota que sufren ante el castigo del universo.
Lo mejor de un film así, a pesar de la excesiva parsimonia con la que desarrolla su historia, es que, a partir de la distancia con los personajes y la lentitud de la trama, se permite la ambigüedad: jamás sermonea a la audiencia. Es más, cuando el sacerdote ortodoxo da su sermón, casi todo proviene del subtexto. La cháchara filosófica siempre se queda a la mitad. Recuerdo una escena antes de la mitad del film, en el que se dice que el hombre es el animal más peligroso. Parece ser el más peligroso porque, a pesar de haber construido todo un sistema moral y político para evitar ese lado suyo, termina utilizando esas mismas estructuras para generar mucho más daño y destruirse a sí mismo. Eso no lo dice nadie en el film (aunque podrían), sino que lo intuimos.
No sé qué sucede en Rusia, cuyos productos culturales más paradigmáticos (desde la literatura al cine y quizás algo en la música) están estrechamente vinculados a la crisis existencialista, la angustia y la acumulación de las desgracias. Y pues, sin querer forzar algún cliché de análisis, hay algo de chejoviano en la propuesta de Zvyagintsev: una familia que espera y no se cansa de esperar, aunque las desgracias se acumulan y la espera cada vez es más insostenible. Pero, a pesar de todo, la espera se justifica, aunque los personajes no sepan bien por qué. Y, en la espera, aunque intentan hallar algún tipo de brillo y algún tipo de resolución, tienen que enfrentarse a la triste realidad de que, a pesar de sus intentos, una vez más, el hombre hace planes y Dios se ríe. O, en este caso, el hombre no hace planes, sino que sueña, y allí la reacción de Dios no es risa, sino ira.
1 Comentario
Increíble el post, gracias 😉