El detective alado y el cine grunge – The Batman (2021)

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¿Era necesaria una nueva versión de Batman? ¿Qué más podría decirse, que otro giro, qué alegoría? Las expectativas no tendrían por qué ser tan elevadas. Honestamente, si lo vemos a fondo, más allá del ímpetu comercial y la renovación corporativa, las reediciones de películas de superhéroes apuntan a lo mismo, una reconfiguración de un mito fundacional a partir de los arquetipos de siempre y una cómoda selección de escenas de acción, montaje rápido y guiños a los más fanáticos. Son historias previsibles, particularmente cómodas, poco riesgosas con sus pretensiones. Historias que, si nos ponemos exigentes, pueden no valer la pena. Así con casi todos los héroes de máscara y capa, sin importar su casa de origen. Casi todos, excepto Batman. Quizás sea un injustificado fanatismo, tengo que admitirlo. Pero pensémoslo bien. Batman, el vengador, el vigilante antisistema, la noche. Batman, ídolo de las clases privilegiadas y de los más desfavorecidos. Un súper héroe gótico, steam-punk, de cine negro, de música rock, de psicoanálisis, nihilismo moral, dramón existencialista y todo lo demás que provenga de la misma crisis de valores de la sociedad estadounidense. Batman es un mito que, por sus propias características, parece siempre tener una historia nueva, una diferente tragedia, una revisión. Hacerlo, eso sí, implica casi siempre ir contracorriente. Será por eso que las adaptaciones siguen sin parecernos excesivas, y renuevan su potencial de riesgo. 

Matt Reeves, con un presupuesto enorme a su favor y el fiasco del multiverso DC pisándole los talones, parece haber reconocido exactamente lo mismo. Hace un Batman incómodo con los arquetipos y las precondiciones, la historia de un superhéroe que no es sino la tragedia de una ciudad y de su tiempo. Reconoce el carácter sintomático del héroe alado: cada historia sobre Batman parece alegorizar con suficiencia algún aspecto de la crisis -sea colectiva como individual- que parece replicarse en la sociedad moderna. El Batman de Tim Burton anunciaba funestamente el fin del capitalismo industrial y el auge de la cultura Wall Street y la pantomima neoliberal; el Batman de Nolan era el epitafio de los exitosos 90 y el producto  de la guerra contra el terror y la crisis financiera. Así, el Batman de Reeves es un Batman que, aunque quiere jugar a ser generación X, es evidentemente millennial, posmoderno, un producto de la era digital, la angustia de la era de la posverdad, el trumpismo y el auge del extremismo online. Es un Batman que se apropia un estado de crisis que todavía no ha sido nombrado, pero cuya presencia es inminente, Una película que se reconoce como más delirante que la trilogía Dark Knight, y menos catatónica que Joker (2019). Se imagina a un Batman proto-punk, salido de una ópera de rock gótico de los ochentas, cuya narrativa se hace intensa, excesiva, parsimoniosa, y hasta insolente.

Pensemos en la primera escena, una secuencia que se filma desde la perspectiva del villano, totalmente ad intra. La voz del acertijo y sus anhelos. No es nada común. Se filma desprovista de elementos fantásticos y sin recurrir a un montaje rápido o una intensa fotografía. Es una escena que consume la atención de la audiencia y le fuerza a fijarse en el estado de mente del villano, luego del protagonista. En ese sentido, y sin querer abusar de las comparaciones, es muy anti Nolan. La puesta en escena, escalofriante y algo realista, como un film horror. Luego, la narración voice-over, a cargo del mismo superhéroe, ofrece una visión mucho más íntima del superhéroe. Una narración en primera persona, común en el film, que renueva la imagen de un Batman que, en producciones anteriores, solía ser desentrañado por otros. Una Ciudad Gótica en permanente tormenta, húmeda, ultramoderna, pero a la vez decadente, una puesta en escena a lo Blade Runner, como si se tratase de  un neo noir a la Frank Miller y con el estilo de David Fincher.

Es difícil mantener un estilo así por casi tres horas de metraje. Reeves lo sabe, y por eso intenta que la fuerza de la historia no resida en la caracterización de Gótica ni en la de su vigilante, sino que pueda desentrañarse a partir del caos, la corrupción generalizada, el misterio y demás elementos en permanente estado de flujo. La historia de The Batman es algo desordenada,  difícil de seguir, pero que se sostiene ante la búsqueda existencial del protagonista, que habita en un mundo siempre contradictorio: es un mundo en permanente estado de decadencia y desesperación, una ciudad que siempre está en llamas; pero, a la vez, es el único lugar que se siente como suyo. La puesta en escena no aminora ese conflicto inicial y se ubica casi siempre en una suerte de segundo plano. Siempre prima el conflicto interno del protagonista, mucho más visceral y contradictorio en comparación a otras películas, porque Batman en sí mismo encarna esa misma tensión. Un superhéroe que se comporta como un villano, que financia sus acciones con dinero sucio, producto del capitalismo corrupto (acaso un epíteto) un ícono que replica las mismas malas prácticas de la ciudad y legitima sus más perversos vicios: la violencia, el nihilismo, la desazón.

Batman es un superhéroe que se posiciona desde el hartazgo y la decepción, que funciona en la desesperanza: un vigilante millonario, condenado a servir alguna suerte de idealización de las clases altas o clases bajas, que funciona como una suerte de panóptico contra la villanía pobre o enloquecida, un superhéroe conservador o un anti héroe anarquista, según cómo se lee. Ese Batman es llevado al extremo en el filme de Reeves, con una peculiar diferencia: su Batman es carne y hueso de forma visceral, totalmente distinta al de Nolan. El Batman de Nolan es la crisis moral, y aquí es la crisis del espíritu. Un Batman enfrentado a lo místico, condenado a la salvación de otros para evadir la de sí mismo, un Batman generación X, que va en motocicleta con Nirvana de fondo. Un Batman que persigue su labor monásticamente, que se retuerce ante su labor, que abraza la violencia como una creencia de núcleo, que no puede rechazar el mandato que se ha impuesto. En ese sentido, el  Batman de Robert Pattinson es un superhéroe encaminado por una misión casi religiosa, disruptiva, que debe apegarse a una sensación de constante carencia y desesperación. No sabemos qué lo ha llevado hasta aquí, y por qué se ha encaminado a una tortuosa redención, que no siempre se cumple.

Bruce Wayne, (alguien con una personalidad real y problemas reales, no como el millonario Playboy de filmes anteriores)  me recuerda, en su composición  al trabajo etnográfico de Loic Wacqant, que inspecciona la vida del boxeador como una suerte de compromiso religioso, una entrega de carne y hueso a la disciplina, una constante exigencia que supera la rutina normal, que implica la transformación del cuerpo, y también el espíritu. Es exactamente lo que encarna este Batman, que todavía lleva los ojos maquillados de negro para que calce con su máscara, que sufre en su cuerpo la pesadez de una rutina de violencia y riesgo, que altera sus movimientos, sus gestos, su voz, que modula todo y transforma lo que necesita. Las tres horas de metraje le permiten a Reeves preocuparse mucho más por esta faceta del personaje. A la vez, The Batman funciona como un delicioso misterio que, sin ser particularmente nuevo, sabe mover bien las cuerdas y jugar con los mejores elementos del cine negro, con femme fatale incluida: Zoe Kravitz es una muy inteligente adición al cañón del murciélago, en buena medida porque Reeves le da un personaje de verdad y una excusa narrativa, lo que es un avance notable.

Batman es el mejor superhéroe, y no parece haber mayor controversia al respecto, porque habita en la liminalidad constante, en la quirúrgica línea entre el bien y el mal, en el meollo del debate sobre lo que puede o no puede hacer un vigilante alado. Su presencia en Ciudad Gótica, desde cualquier diseño y ejecución, funciona, casi sin quererlo, como un experimento mental sobre la ética del super héroe. Si en el Batman de Nolan el debate se centraba en el justiciero como figura política (y su relación con la guerra contra el terror y el anticapitalismo en EEUU), el Batman de Reeves encarna la contradicción desde la psicología del personaje, y su propia vulnerabilidad. Y no es el único. Pensemos, si no, en el desquiciado Acertijo que interpreta Paul Dano. El villano de las buenas intenciones, o, al menos, de un articulado statement político, salido del movimiento infeliz y la cultura YouTube. Que sea espejo de Batman solo refuerza el debate moral. Su supuesta ética de la virtud versus motivos utilitaristas, aunque, sí lo pensamos bien, notaremos que  el código moral de Batman siempre parece estar sujeto a reajustes y que, en el fondo, resulta profundamente utilitario. Ese es el Batman de Reeves. La noche que no se acaba nunca. Y, por supuesto, bien queremos que siga siendo así.

Puntuación: 5 / Votos: 1

Acerca del autor

Anselmi

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