Qué difícil es ser hombre – No Country For Old Men (2007)

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Todo comienza con un maletín en el desierto: como arquetipo de cine, representante perfecto de la ambición y el conflicto, el maletín desata una tragedia, casi shakesperiana, en los desolados páramos del Midwest estadounidense. El film de los hermanos Coen, una fascinante vuelta al thriller, una sigilosa (y siempre inquietante) revisión de la maldad, se mantiene relevante a más de 15 años de su estreno. Como cualquier clásico, No Country for Old Men contiene distintas lecturas posibles. Para muchos, es la confrontación generacional: el mundo de “antes”, de valores tradicionales, pequeños pueblos de cofradía y compadrazgo, versus el mundo moderno, cada vez más impersonal, violento e inclasificable. Parece ser también una suerte de fábula moralista, que, desde la mirada más sencilla, presupone una cierta condena a aquellos que se dejan seducir por la codicia, mientras permite que otros tantos terminen impunes por sus acciones. Todas estas lecturas, sin embargo, parecen ser influenciadas por una cierta mirada en común, una especie de filtro que les da sentido: los dilemas en torno a la masculinidad y sus distintas oportunidades, debacles y conflictos.

Evidentemente, No Country For Old Men es una historia de hombres, de roles masculinos, o lo que se le parezca. Tiene a cuatro hombres protagonistas. Su historia transcurre en espacios tradicionalmente masculinos: moteles clandestinos, círculos de droga, territorio de cacería, cuarteles de policía y otros tantos huecos nocturnos. Es una historia, además, que se pregunta, y no sugiere respuesta correcta, por la masculinidad y su devenir en el mundo moderno. Ser hombre, para Ed Tom Bell, no parece lo mismo -ni remotamente cercano- a la definición de Lewelyn Moss o Carson Wells. Ser hombre, según el caso, la coyuntura y los conflictos, responde a una serie de exigencias diferentes, incluso contradictorias, aún cuando estos cuatro sujetos convivan en el mismo film.

Ed Tom Bell vive necesitado de propósito. Constantemente se le enfoca como sujeto de silencios y miradas extrañas, de andar cansado y culpa en la voz. Ed Tom es un hombre que ya no se reconoce en el mundo en el que vive, forzado a retirarse de la policía, aún cuando no sabe hacer otra cosa. Para Ed Tom, la barrera parecería ser de tipo generacional -los tiempos son más violentos y más crueles, suele decir- pero su cruzada parece ir mucho más allá: es finalmente, la consecuencia de un modelo masculino que él no entiende. Para Ed Tom, los hombres son sujetos comprometidos con el bienestar público, sujetos ejemplares, corteses, determinados. Por algo el film abre con uno de sus monólogos, en el que recuerda, con melancolía y temor, el tiempo en que su abuelo, también sheriff local, salía a hacer sus patrullas sin pistola. Esa es la imagen ideal del hombre para Ed Tom: firme y valiente, sin ser violento, disciplinado sin recurrir a la coerción, valiente, pero sin dejar la razón. No es el hombre, sin embargo, que se encuentra en el camino, ni el que el crimen le fuerza a ser.

Ed Tom suele funcionar a partir de ejemplos e historias que los demás no suelen comprender del todo. Acertadamente, los Coen adoptan los monólogos de Cormac McCarthy casi palabra por palabra, fijan la cámara en Tommy Lee Jone y dejan que narre, aun cuando esto contribuye al sopor general de un film de por sí bastante parco y poco imaginativo. Lo que parece ser un recurso inteligente en la prosa de McCarthy se vuelve, en las manos adecuadas, una serie de dolorosas confesiones, fragmentadas, dispersas y contradictorias, de un sujeto que ha perdido su lugar en el mundo y que no le queda otra opción más allá de seguir viviendo. Ed Tom no entiende la maldad y no puede hacer nada para evitarla.

Anton Chigurh es, por un lado, todo lo que teme Ed Tom, y, por otro, un tipo de riesgo totalmente diferente a lo que podría esperarse. Chigurh, como teme Ed Tom, es un sujeto que, desde un perfil metódico y disciplinado, se compromete activamente con la violencia, casi como modus vivendi, como razón de ser. Encuentra en la violencia -y el azar- algún tipo de ejercicio de poder que nunca se agota y que parece intensificarse según la misión asignada. En una gasolinera, decide jugar la vida del dependiente mediante el lanzamiento moral de una moneda. El azar, la posibilidad de alternativas, hacen que Chigurh tenga un código, retorcido, eso sí, pero que, de alguna manera, lo separa de un sujeto simplemente violento. En ese sentido, Chigurh es eso que extraña Ed Tom: un sujeto comprometido con su causa, con cierto código moral y ciertas limitaciones en sus acciones.

Chigurh se parece a los criminales de los que habla Ed Tom (el asesino de perros o los secuestradores de ancianos) en la medida en que se distancian, casi por completo, del sujeto sobre el que ejercen violencia, a fin de permitirse -y legitimar- cierto grado de perversión y dominación. En Chigurh, esa suerte de retorcido código moral es lo que permite librar su consciencia. Y aquí la diferencia importante. A diferencia de los otros, Chigurh parece creer en lo que predica. Somete cada crimen a un orden superior (el azar). Permite que las víctimas tengan otra oportunidad. Busca formas de distanciarse del dolor que genera: cierra las cortinas antes de disparar, levanta los pies para evitar verse salpicado de sangre. La masculinidad de Chigurh, entonces, es dependiente de la cultura de la violencia, una que no se queda en legitimar y promover su uso, sino de reconocerla como estado natural. La masculinidad de Chigurh es de códigos, de honor y compromiso. Es, además, a partir del código, una que se permite “ajustar cuentas” sin importar el riesgo que resulte.

Al ser quién decide robar el dinero y despertar la cacería en su contra, Lewelyn Moss es el protagonista del film, aquel que une la historia de los cuatro hombres. De por sí esta decisión parece decir mucho. Moss, codicioso, demasiado seguro de sí mismo y dispuesto a correr los riesgos que otros no, parece enarbolar bien esa contradicción entre un tiempo y otro. Como Ed Tom, Moss tampoco se halla en un mundo de violentas transiciones y poco espacio para los “retirados”. Como ex militar, su consagración parece ida y su rutina es constreñida por dificultades económicas (aunque no demasiadas) y una vida parca (aunque no demasiado parca). En ese sentido, Moss parece robar el dinero porque eso, al menos, parece ser la prueba que necesita, para darle a su vida algún tipo de sentido.

Moss también se parece a Chigurh, en la medida en que no se reconoce en los códigos tradicionales y no tiene reparos en sacrificar a otros -y sacrificarse a sí mismo- por saciar su ambición. Moss, sin embargo, parece ser un producto mucho menos libre -y por tanto más trágico- de una cultura de masculinidad errática, que consagra la rebeldía y la ambición por encima de la prudencia o el reconocimiento de la debilidad. Moss se reconoce capaz, de forma ingenua y claramente equivocada, de superar a un sicario profesional, una banda de narcotraficantes y un departamento de la policía entero. Su rol como anti héroe trágico, así como otros tantos en el cine y la literatura, responde a una suerte de determinismo pesimista: parece que, al haber esquivado tantas opciones razonables para salvar su vida y a su familia, él ha decidido -o es casi obligado- a seguir con la misma empresa violenta y morir por ella. Los Coen se dieron el trabajo -incluso más que con Ed Tom Bell- de presentarnos una radiografía de Moss y su entorno. Conocemos a su familia, su rutina, sus aciertos y limitaciones. Pero, a diferencia de Ed Tom y en cercanía con Chigurh, jamás se nos son explícitas sus motivaciones. Callado, duro y terco, Moss no deja el maletín, sin saber bien por qué. Como muchos otros, ha aprendido que, en un mundo sin ley, es mejor nunca decir lo que uno siente y es mejor depender solo de sí mismo y sus intentos, sin importa el costo.

Carson Wells no tiene tanto tiempo de metraje como los otros tres, pero su rol parece mediar entre los tres protagonistas. Demasiado confiado de sí mismo, pero capaz de reconocer el mundo horrible en el que vive, más prudente que Moss, pero dispuesto a correr más riesgos que Ed Tom, Wells parece ser una víctima más del mercado de la carne: como cazarrecompensas, acostumbrado a negociar con personas y su muerte, no le queda otra opción. Su cinismo, ejemplo crucial del estado de ánimo del EEUU de la posguerra, en poco tiempo se torna desesperanza y horror: el cazarrecompensas termina rogando por su vida.

Los Coen, entonces, recurren a todo el armazón de estrategias y posibilidades (la comedia negrísima, la relación con la tragedia clásica, la excesiva retórica pueblerina y la desoladora vuelta de tuerca en la historia que escriben) para que la audiencia reconozca estos modelos de masculinidad, les tenga cierta aversión y cariño, pero, sobre todo, reconozca su inevitabilidad y correspondiente fracaso. Aquí no hay moralismo que valga: Moss sufre más de la cuenta por sus acciones, Wells desaparece del mapa, Ed Tom Bell se resigna a no entender el mundo ni a sí mismo, y Chigurh, a pesar de una que otra sorpresa, sale impune. No parece haber un orden coherente ni ninguna máxima que se aplique de formas iguales. En contextos de violencia y aflicción, ser hombre, al parecer, se parece más al azar de Chigurh: implica soltar una moneda al aire y, así como así, esperar lo mejor. Es descorazonador a su modo. No siempre parece haber respuesta.

Puntuación: 5 / Votos: 1

Acerca del autor

Anselmi

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