The Quiet Girl, tanto desde su planteamiento como su ejecución, parece sugerir una suerte de reconocimiento -y hasta consagración- a la rutina, en tanto que celebra su poder transformativo y su eficacia simbólica. Es, desde la gran pantalla, un ejemplo preciso de eso que la antropóloga Joanna Overing llamó “elogio a lo cotidiano”, una suerte de defensa del valor de las acciones del día y de su representación. Por supuesto, no sorprende que el film resalte por su evidente carácter etnográfico, en la medida en que la cámara de Colm Bairéad se fija en comportamientos rutinarios, apenas corta cuando es necesario y permite que las interacciones del día a día determinen la secuencia del texto y no al revés. El film ofrece, en apenas hora y media, una mirada compasiva a las relaciones de familia, la soledad y el afecto.
Lo que más se recuerda de esta pequeña película irlandesa, filmada principalmente en gaélico y sorprendentemente nominada al Óscar como Mejor Película Extranjera, es la presencia, casi fantasmagórica, como un sigilo, de su protagonista, Cáit, una niña que encuentra amor en una familia que no es la suya. Se recuerda su semblante alicaído, su débil sonrisa: los primeros planos que sugieren, a pesar de su corta edad, un tipo de temor acumulado con el tiempo, consecuencia de vivir una vida que no se siente como suya. Es lo que más recordamos no solo por la representación honesta de la soledad y apego, sino porque el film elige abandonar toda pretensión narrativa más allá de este encuentro.
Y aquí la novedad en el enfoque. Podríamos sugerir que el cine, por sus evidentes pretensiones de espectáculo, no parece ser un arte que constantemente replique lo cotidiano. Incluso las propuestas independientes, cercanas al verité o al drama social, parecen aprovecharse de la escalabilidad de conflictos, vueltas de tuercas del guion y demás revelaciones. Este no es el caso: The Quiet Girl es, en pocas palabras, el recuerdo de un verano. Cáit deja a su familia (numerosa, poco afectiva y bastante disfuncional) para pasar unos meses junto a familiares lejanos, los Cinnsealach. Las escenas parecen funcionar como postales independientes entre sí, pero que, al final, conforman un solo armónico recuerdo: Cáit ayudando a Eibhlín, su tía, a recolectar frutos en los prados; Cáit buscando aproximarse a un silencioso Sean y aprendiendo a confiar en él; la nueva “familia”, adaptándose a su rutina.
El punto de vista de Cáit resulta clave para que el film funcione. Es a partir de esta narrativa observacional, mucho más desconfiada y sigilosa, que desentrañamos el vínculo entre los personajes. Replicar el punto de vista de la niña no solo ayuda a comprender su tristeza (y eventual esperanza) sino que evita un enfoque impositivo con la audiencia: la cámara de Colm Bairéad no nos dice qué es lo que tenemos que ver y por qué. Eso se lo deja a nuestra curiosidad. Evidentemente, Cáit no confía en las personas. Durante los primeros minutos, el film se enfoca en sus huidas: esconderse en un cajón, refugiarse en una esquina del salón de clases, alejarse de sus padres y hermanos. Su mirada parece sugerir una suerte de permanente tristeza, o, mejor dicho, inmensa melancolía. Su mirada irá cambiando conforme avanza el film, pero es muy probable que no lo notemos, al menos, no en una primera pasada.
Si bien Cáit y su soledad son el punto medular del film, Eibhlín, su tía y prima lejana de su madre, es el eje emocional de la historia, que garantiza su relevancia. Es amable, muy amable, de espíritu cálido y desinteresado: su afecto por Cáit parece genuino, placentero y a la vez melancólico; feliz, pero no tan feliz, atento, quizás más de lo necesario. El rosto de Carrie Crowley transmite el tipo de confianza que uno suele proyectar en otro, más como un tipo ideal que como una representación genuina de amor. Aun así, nos creemos lo que siente. Su presencia en el film sugiere que, de vez en cuando, el cariño, sincero e inagotable, puede ser la emoción primaria en un personaje y una relación.
Volvamos a la idea de lo cotidiano. El film es crítico con la nación de cuidado: en los primeros minutos, muestra el declive de las relaciones familiares, producto de la pobreza, la depresión y la enfermedad. El cuidado, en contextos como este, es una condena. El film, sin embargo, es astuto en contraponer esta primera noción con la secuencia en casa de los Cinnsealach, donde la situación de Cáit -más por acción de otros que por su propia voluntad- mejora constantemente. La niña habla más, se anima a sonreír y ya no se esconde de los adultos.
El cuidado, entonces, no debería entenderse necesariamente como una carga moral injusta, o asociarse con el sufrimiento. El cuidado puede ser un vínculo afectivo vivo, simbiótico, imperfecto, pero de valor. Eibhlín disfruta de cuidar a Cáit, sonríe ante sus preguntas, insiste en que su esposo se despida de ella cada noche, la baña y la cuida cuando siente miedo. Encuentra una dicha genuina en abrazarla y hacerla sentir querida. Joanna Overing, en distintos trabajos etnográficos, reconoce una suerte de elogio a lo cotidiano, que se refleja a partir de acciones concretas que se celebran comunitariamente: cuidar del otro, hacerse cargo de la casa y de las labores domésticas, atender el cuerpo propio y ajeno.
Así como los Piaroa, comunidad amazónica, celebran las acciones de cuidado como forma de vincularse con el otro -y establecer un vínculo de parentesco- con las muy evidentes diferencias del caso, el film celebra la relación entre Cáit y sus nuevos cuidadores. Se reconoce el poder transformativo de un gesto, una palabra afable, una mirada, un acto altruista. La relación de parentesco entre Sean y Cáit, por ejemplo, se construye a partir de distintas etapas: una primera etapa de reconocimiento y desconfianza; una segunda etapa de mayor confidencia y espacios de aprendizaje y vinculación; y, finalmente, una tercera etapa de aceptación del vínculo, reflejado en las palabras que Cáit le susurra al oído (Daddy, “papá”, se llega a escuchar antes de que la pantalla se ponga en negro).
The Quiet Girl, como etnografía del afecto, lo describe desde aristas muy genuinas, contradictorias. El afecto es silencio y pérdida: es el hijo que perdieron los Cinnsealach, la relación conflictiva con el pasado, el acuerdo implícito de dejar ir, incluso cuando no se quiere. Cáit, con curiosidad infantil, indaga en el pasado, pero, al encontrarse con la tragedia, responde con silenciosa complicidad, para que sus preguntas no hagan daño. El afecto, entonces, también se expresa en la necesidad: Cáit necesita una figura en la que puede reflejarse, una autoridad confidente; los Cinnsealach necesitan abandonar parte de su dolor a partir de abrirse a una nueva relación de cuidado, a nuevas formas de proteger y preocuparse por la persona cuidada. El afecto es la producción de nuevos recuerdos, símbolos y palabras confidentes, los que Cáit solo reconoce en su nueva familia.
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