Licorice Pizza parece una suerte de excusa para que Paul Thomas Anderson se aleje del dramón mórbido y la parábola religiosa y, luego de mucho, vuelva a filmar con espíritu groovy, cierta ternura y poca restricción, casi como un sueño lúcido, el homenaje a un mundo que, sino mejor, al menos es más memorable. Aun así, más que un alivio, el film responde a la misma ambición común en el cine de PTA: hilos narrativos manipulados a voluntad; personajes que van contra la norma; una relación muy estrecha entre estilo y narración, como si una no se puede entender por sobre la otra y, finalmente, una propuesta que, amoral e incrédula, nos deja con una lección necesaria. No se puede evitar la adultez, pero el proceso hacia ella no tiene por qué ser sufrido.
En la primera escena de Licorice Pizza, un adolescente bastante precoz para el amor, Gary Valentine, encuentra a Alana, algo mayor que él, y le invita a salir. Sorprende la actitud confiada y hasta condescendiente de Gary, actor en distintas producciones y rostro de una empresa de marketing, pero sorprende más que ella le diga que sí. Alana y Gary, más amigos que otra cosa, se enfrentan al L.A. de los 70, en plena fiebre liberal, crisis energética y música disco. El film les sigue en aventuras y desventuras sin orden aparente, casi como si el verano fuese eterno. Y, en ese dolce far niente, Alana y Gary parecen aprender un poco más de sí mismos al aprender del otro, aún cuando el romance parece medianamente esquivo, como para otra película.
Aunque no lo parezca, y aun cuando la historia quiera hacernos creer otra cosa, Licorice Pizza es, finalmente, la historia de una mujer que no se halla en el mundo. Tanto por lo que implica para nuestro protagonista, como por su presencia en la pantalla, es claro que el film le pertenece a Alana. Alana, rozando los veinticinco años, en un trabajo que odia y todavía viviendo en casa, se frustra ante la eminente falta de propósito de su rutina, se regocija ante el desinterés y cierta negación. Anderson la filma así: la mirada contrariada, a veces al vacío, a veces fija en la nada, desentrañando significados que no existen; la actitud silente, casi inmutable frente a lo que sucede a su alrededor, solo para desembocar en un súbito impulso; la curiosidad natural con la que se entromete en la vida de pseudo-estrellas de Hollywood; y el ímpetu de control, como de hermana mayor, que le permite ser confidente de Gary y otros.
PTA podría haber ido por el camino sencillo (cómo parece haberlo hecho siempre) y filmar a Alana a partir de lo que Gary siente por ella, idealizarla o hacerla mínima, entramparla en un punto de vista ajeno. Tendría sentido, si Anderson no suele priorizar el punto de vista femenino casi nunca: casi todas sus historias las protagonizan hombres en dilemas y conflictos “de hombres”; y, para cuando filma mujeres (como Alma Elson en Phantom Thread) lo hace desde el punto de vista masculino. Por supuesto, la forma en que Gary ve a Alana, -dada la idealización sexual de la adolescencia y la condescendencia de un actor de cine- es bastante torpe y limitada, aún siendo dulce. Si el film se centrara en él y su romance, las cosas habrían sido otras, y la propuesta de Anderson se hubiese quedado cómodamente en el lugar común de la mayoría de coming of age. Aquí, sin embargo, Alana es agente. PTA la sigue desde su rutina, la filma a solas y enfrentada a su familia, la filma al fallar y al lidiar con las consecuencias de su fallo. Deja que la audiencia se enfoque en ella y abandone el punto de vista principal.
Mucho tiene que ver el trabajo de Alana Haim, quien, coincidencia o no, se desenvuelve con naturalidad en la pantalla, casi como si estuviesen filmando su día a día y sin que ella se diese cuenta. Sabe encarnar el estado eminentemente liminal de su personaje, que no sabe si acomodarse en una adolescencia tardía o confrontar de una vez la vida adulta. Según la escena, Alana es una u otra: es firme y protectora con Gary, pero particularmente ingenua y temerosa con el chico del que está enamorada que es un amigo del primero; es ambivalente frente a sus padres y hermanas, a quienes ve como su principal soporte y principal atadura.
Tiene sentido que Alana sea la protagonista si se toma en cuenta la que parece ser la temática central del film: encontrar un propósito suficiente, una suerte de legado fijo en un mundo cada vez más movedizo y distante. ¿Acaso hay algún protagonista en el cine de PTA que no quiera esto y no lo intente por todo medio necesario? Dirk Digler quiere ser conocido en la industria porno por el tamaño de su miembro, mientras que T.J. Mickey quiere ser éxito superventas al hablar de domar mujeres. Lancaster Dodd quiere mantener su legado en el culto religioso que funda y Daniel Pleinview quiere controlar cuanto pozo petrolero encuentre solo por el placer de hacerlo. En cada caso, el poder simbólico importa más que el poder material, el acceso al legado se establece a través de distintos significados sociales. Y, en cada caso, el poder se accede mediante la transgresión. Aquí, la marginalidad y rebeldía, relacionadas al poder, se mantienen como una constate (por algo hay tantísimas drogas, vandalismo y el aura libre de los 60-70), pero con una diferencia notable: parece que Anderson evita el cinismo o la distancia crítica, en preferencia de la dulzura, incluso, la ingenuidad. El torpe camino de Alana hacia la validación, lleno de idas y venidas, permite fácilmente la empatía de la audiencia, que se reconoce en esa espontaneidad.
Esta suerte de “flexibilidad” en el film también es bastante evidente desde el trabajo de Anderson. Licorice Pizza es una película flotante: no se fuerza en seguir una trama coherente ni tampoco se acomoda dentro del empaquetado coral o de cine por viñetas; más bien, elige un flujo narrativo espontáneo y sin presiones (si tal cosa es posible), en el que los personajes, puestos a libertad, hacen lo que quieren, confiando en que la cámara les seguirá a donde vayan. PTA abandona la rigidez de composiciones de Phantom Thread en favor de los planos secuencia, los travelings constantes y un trabajo de montaje más discreto. La cámara parece danzar en torno a los personajes, se mueve al ritmo de la música, deja que la luz artificial llegue a su punto más evidente y se fije en el primer plano. Aquí parece existir una suerte de doble efecto: por un lado, el dinamismo de las escenas permite una sensación de constante espontaneidad y frescura (lo que las hace más cercanas al día a día); por otro lado, debido al trabajo de iluminación, el uso de música y los filtros de colores de Anderson, las secuencias tienen cierto onírico, como salidas de un viaje por LSD o alguna droga recreativa, pero consumida en la dosis necesaria.
El trabajo audiovisual se compensa con el texto de Anderson, quien, en su labor observacional, deja que las escenas duren lo que tengan que durar, mantiene los diálogos hasta donde parezcan genuinos y no se preocupa tanto por la consistencia narrativa como si por la relevancia individual de cada escena. PTA sabe que sus personajes no son como cualquier otros (no todos los adolescentes son pseudo niños estrella ni mujeres de 25 que se enamoran de adolescentes) y los narra desde su extrañeza. El humor, que recuerda al PTA de décadas pasadas, toma relevancia por encima de la tragedia. Volvamos a la primera escena: la cámara sigue a Gary y Alana en una suerte de tándem, de ida y venida, con suficiente ironía y confrontación. En un contexto de economía de diálogos en el cine, PTA confía en lo que escribe y se mantiene terco.
Licorice Pizza puede parecer excesiva y desordenada, pero, si entendemos el estado liminoide de Gary y Alana, parece que todo encaja en su lugar. Crecer implica caos, desidentificación y marginalidad, un espacio grisáceo y tambaleante, y ese parece ser parte de su encanto. Al final, si Alana y Gary viven una historia de amor tradicional o no es poco relevante. De cualquier forma, la hemos pasado bastante bien.
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