Luchar por vivir (y viceversa) – 120 pulsaciones por minuto (2017)

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Como un corazón que late hasta el final, 120 pulsaciones… bombea vida y esperanza hasta el último minuto, transmite con fidelidad la enérgica lucha de un movimiento en busca de justicia y reconocimiento, y filma con detalle la forma en que el activismo envuelve las vidas de sus protagonistas. Dejando de lado las convenciones tradicionales de la narrativa, el film de Robin Campillo pone la cámara en todas partes, casi como cinema verité, y la deja rodar: atiende a los conflictos cotidianos, las disputas ideológicas y la incertidumbre permanente causada por la enfermedad. Dura 140 minutos, y debería durar más: ser parte de una de las grandes manifestaciones sociales del siglo XX requiere de mucho tiempo, un corazón abierto y un espíritu combativo.

120 pulsaciones… no tiene un protagonista perfectamente definido ni una historia lineal y sencilla. Presenta, a través de diversos escenarios, la lucha activa del ACT UP francés, movimiento dedicado a crear conciencia sobre la crisis del SIDA y exigir políticas públicas y aprobación de medicamentos para la población VIH positiva. Los protagonistas incluyen a Sean, activista veterano y VIH positivo, uno de los más comprometidos con las manifestaciones radicales de protesta. También está Nathan, recién llegado al movimiento, quien, a pesar de no ser VIH positivo, ha decidido ser parte de las protestas. Quien sí es VIH positivo es Jérémie, quien de a pocos ve cómo su salud se deteriora de a pocas. Somos testigos de cómo escala la lucha, a pesar de las presiones de la élite conservadora, poderosas corporaciones y un gobierno displicente.

La película se mantiene viva hasta al final gracias al trabajo de los protagonistas. Cada interpretación es vigorosa, pasional y frágil, capaz de asumir una identidad muy distinta, pero siempre manteniendo un aura universal: una sensación activa de impotencia ante la justicia, la cual solo puede ser contenida con la manifestación pública, con el grito de rechazo. Algo que, por supuesto, no es ajeno a cualquiera que haya experimentado una situación de opresión, cualquiera que sea.

Existen dos películas en 120 pulsaciones…, en una dialéctica constante entre el espacio público y el espacio privado del activismo. Durante la primera parte del filme, somos testigos de los quehaceres políticos de los protagonistas. Campillo no se aleja de las activas discusiones en las asambleas, las posturas contrarias (radicalismo versus moderación) y la constante disputa por el liderazgo. Construir un grassroot movement no es sencillo y requiere de espacios abiertos de disputa. A diferencia de otros filmes, aquí los espacios son escenas clave, donde los personajes hablan sin tapujos. La rapidez del diálogo nos ayuda a seguir prestando atención. Poder ver los engranajes detrás de una protesta o manifestación nos ayuda a comprenderla más, no solo a nivel conceptual e ideológico, sino también a nivel emocional: al entender los pensamientos más profundos de los protagonistas, expuestos en espacios seguros, podemos entenderlos mejor.

De esa misma forma, somos testigos de los numerosos actos de protesta: intervenciones performativas que atentan contra la propiedad y rutina de las corporaciones; distribución gratuita de contenido sexopositivo para todas las edades; marchas constantes por las calles de París con banderolas ondeando y arengas coreadas por miles de activistas. Vemos, entonces, las distintas caras del activismo, los distintos medios de choque con el sistema y las expresiones culturales que los componen. El discurso activista no es uno solo, sino que, frente a la urgencia de su causa, debe diversificarse y buscar distintos puntos de inflexión. Campillo no aleja la cámara de dolorosos momentos, como cuando ACT UP arroja sangre en las oficinas de una farmacéutica. Para ser un luchador social, al parecer, uno debe ensuciarse las manos. Es un acto escalofriante, pero poderoso en su alegoría. “Nos están matando”, dicen los protagonistas. En otra escena, Sean levanta la bandera del movimiento en las calles parisinas, siendo por una vez libre y seguro de su destino. La búsqueda de justicia es un compendio de emociones contradictorias, difíciles de procesar, pero necesaria.

Inteligentemente, Campillo vira su historia hacia la vida íntima de los protagonistas. Una vez que somos parte de su contienda, nos acercamos al día a día de cada uno. Jérémie debe confrontar su propia mortalidad. Sean y Nathan empiezan una relación. Somos testigos de dolorosas escenas conforme la enfermedad y el temor invade la vida de los protagonistas. Ante tales circunstancias, a los personajes solo les queda confiar los unos en los otros. No es un proceso sencillo, por supuesto. Pero parece ser la única solución ante el estado de duda constante en el que viven los ACT UP.

Volvemos al contraste público-privado. ¿Existe verdaderamente una diferencia entre los dos? Campillo indaga en posibles respuestas, las cuales no son del todo definitivas. Por un lado, diríamos que la diferencia no solo existe, sino que es necesaria. Frente al nivel de presión de los actos públicos, los protagonistas deberían asegurarse espacios para ser quienes son: espacios para cultivar relaciones sexoafectivas, para alejarse del conflicto político y ser ellos mismos. Por otro lado, con su film, Campillo demuestra que tal contraste más bien parece ser un cierto acuerdo simbiótico: frente al nivel de compromiso de los activistas, y lo desesperado de su causa, el espacio privado parece ser una extensión del público. Ampliar la lucha implica más chances de ganar, sobre todo en los espacios más íntimos y de mayor vulnerabilidad. Sean y Nathan mantienen una relación no hegemónica como forma de rechazo al estigma VIH. Jérémie usa su muerte como protesta en un acto de redención.

Al final, la experiencia de ver 120 pulsaciones… resulta bastante exigente e incluso agotadora, sobre todo para nuestro corazón. Vemos a los protagonistas luchar, llorar, sufrir, decepcionarse, enfermarse, amarse y volver a enfermarse, todo comprimido en pocos minutos frente a la pantalla. Duele, por supuesto. Duele saber que, como Sean, Nathan y los demás hubo muchos otros, incluso más vulnerables frente a las injusticias del sistema. Pero reconforta saber que, a pesar de todo, su voz sigue presente, tanto en la lucha como en el cine. Eso es lo que hace un film así. Nos hace visibles.

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Anselmi

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