Días de ira – Relatos Salvajes (2015)

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Relatos Salvajes parte de una pregunta igual de sencilla que imposible: ¿hasta dónde se puede llegar? El filme asume las condiciones naturales de la humanidad y su organización social -la cortesía, la burocracia, la moral- y decide hacerlas estallar. Nos coloca en circunstancias ordinarias y las manipula hasta lo extraordinario. Decide tomar cada excusa posible para estudiar las pulsiones perversas y naturales del ser humano, y hacerlas parecer más cercanas de lo que la gente cree. Hay espacio para todo: ira, arrogancia, rencor, lujuria, falsedad, envidia, ambición. Por generaciones, la sociedad ha buscado todo tipo de formas para controlar los demonios internos de sus habitantes: pecados capitales, leyes estrictas, sanciones sociales sin control. Cada intento, sin embargo, parece más torpe y fútil que el anterior. Las personas siempre encontrarán alguna buena razón para dejar salir lo peor de sí mismas, las acciones más despreciables. Las fuerzas más detonantes no tardan en salir. El fuego llega y arrasa con todo. Tan solo falta la mecha.

Seis historias. No tiene sentido revelar las intricadas y manías del guion, que generan, por partes iguales, constante sorpresa e indignación. La idea, nuevamente, está en la cotidianidad. Unos pasajeros encuentran una inquietante verdad al subirse a un avión. Un abandonado restaurante es el escenario de un duelo que ha sido cultivado por años de vejámenes y rencor acumulado. Una autopista provincial se vuelve el campo de batalla cuando dos conductores deciden arreglar sus diferencias de forma incivilizada. Un ingeniero de demoliciones es lentamente supurado por la malévola burocracia estatal, lo que parece afectar su relación con familia. Un acto horrible fuerza a una acaudalada familia evitar que su bien más preciado se pierda para siempre. Una novia felizmente casada se enfrenta a un oscuro secreto el mismo día de su boda, arruinándole la celebración. Son, sin duda, casos cotidianos.

Las historias de Damián Szifrón van ascendiendo en la escala musical, se van agudizando, haciéndose más maduras, más complejas y estilizadas. Así como el ser humano aprende de sus errores solo para volver a cometerlos de forma más grandiosa e imbécil, así las historias de Szifrón se atreven a pisar el acelerador, cuestionar lo políticamente correcto y permitir, sin ningún tipo de tapujo, todo el drama posible. Podríamos catalogarlas de una comedia de errores, en la que los errores no son trucos de guion, sino reacciones naturales frente a un mundo cada vez más absurdo e inútil. Todo calculado. Todas las historias, desde el inicio, parecen dejar sentadas bases del conflicto. Ninguna historia parte de un punto y acaba en uno completamente distinto, sino en un solo escenario. Las historias se suceden en unas cuantas horas, máximo unas semanas. El conflicto, por más grande que sea, no hace que el mundo cambie.

La pregunta viene sola: ¿por qué reímos? Reímos por identificación. Porque sabemos reconocer que estamos en las mismas. Dicen que mientras más serios somos frente a algo, más ridículos parecemos. Siempre el absurdo por delante: absurdo en el sistema vial de Buenos Aires; absurdo en la inmensa corrupción del sistema policial; absurdo en las disputas callejeras y en los secretos que, por supuesto, saldrán a la luz en cualquier momento. Nos reímos, además, por el atrevimiento. Szifrón no se asusta al escandalizar. El humor, según su perspectiva, puede con todo: la muerte salvaje, la muerte pasional, asesinar a alguien a sangre fría y hacer un acto terrorista; el sexo y el desenfreno. Nos reímos para hacer todo eso más manejable.

Hay una curiosa relación entre violencia y estética, una dialéctica inquietante, pero efectiva: violencia-belleza, brutalidad hecho arte. Demasiados cineastas -Scorsese, Tarantino, Vinterberg, Sorrentino, Kubrick- han sabido sacar brillo y rubor de lo grotesco, de lo salvaje, de lo brutal. Parte del cine, en su rol del arte, de formar estética, se trata de apelar al gusto visual de la audiencia, de construir escenarios agradables e imponentes que estimulan. Szifrón activa nuestras propias pulsiones, nuestro morbo por lo prohibido y hace que la belleza y la violencia se entrecrucen. Nos gusta. Los elementos estéticos en el film hablan por sí solos. Una fotografía realista y incandescente. Las tonadas de Santaolalla azuzando los sentidos de la audiencia. Un montaje ágil y agradable. La violencia pocas veces se ha visto tan bien, generando disfrute en quien, culpas aparte, sigue mirando. 

Lo curioso de cada historia, lo cual también parece escalar conforme estas avanzan, es que las situaciones de mayor violencia podían ser resueltas de la forma más sencilla posible. Ello aumenta el absurdo. ¿Qué le costaba a cierto personaje evitar lanzar un insulto al aire o al menos no responder después de ser insultado por otro? ¿Qué tanto necesitaba otro personaje el tener que enfrentarse con la autoridad local y contra un sistema que no tiene arreglo? ¿Qué tan difícil era ser honestos, a fin de evitar lo evitable? La lección principal en el film de Szifrón es que, a la larga, somos mucho menos racionales de lo que pensamos. Si todo se tratase de una cuestión de costo-beneficio, de posibilidades y perjuicios, muchos de los conflictos cotidianos no sucederían, y las historias en el film no tendrían razón de ser. Pero, al parecer, somos quienes somos por las emociones que acarreamos. Somos nuestro orgullo. Somos nuestra rabia. Somos todo eso que negamos ser y mucho más. Nos consta. Nos asusta. 

¿Qué nos llevamos del film de Szifrón, además de las risas? Quizás, una lección. Es probable que no podamos desligarnos de nuestro lado más salvaje. Pero, al menos, podamos mitigarlo. Quizás esto se les escape a aquellas personas que se quedan con la parte más satírica y escandalosa. En cada una de las viñetas, a pesar de todo, encontramos alguna mínima nota de bondad, actos que, sepultados por los estímulos impasibles de la violencia, parecen desapercibidos. Un psiquiatra desesperado intenta convencer a un hombre dolido a que cambie su posición. Una mujer se compadece de aquellos que le hicieron daño. Un hombre, luego de haber castigado a su enemigo, se arrepiente y decide auxiliarle lo antes posible. Un trabajador fallido encuentra personas que le apoyan y le dan amor, a pesar de sus crímenes. Una familia sin escrúpulos y decidida a cometer actos abiertamente inmorales encuentra a alguien arrepentido y que decide, a pesar de todo, hacer lo correcto, o eso parece. Una boda llena de secretos y dolores se vuelve un espacio de (curiosa) reconciliación que nadie pudo prever. Como hay un lado salvaje, también existe un lado compasivo, cercano, amoroso. Y ese vale la pena. Para aplacar a la bestia. Para mejorar.

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Acerca del autor

Anselmi

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