Es el rostro curtido y ensimismado de Marion Cotillard, la mirada cabizbaja y desesperanzadora que muestra al deambular por las calles cualquiera, la contradictoria mistura entre duda y resiliencia que compone su figura. Ese es, pues, el rostro de la crisis. La prueba tangible, impresa en el celuloide, de una Europa decaída, debilitada, sin rumbo. Una Europa que, por supuesto, no es ajena a los Dardenne. Son ellos quienes, con una cámara, una idea y una actriz, tramitan severo statement político, extraña advertencia sobre el sistema y sus aflicciones, un acto de introspección sobre la crisis. No tienen que inventarse una trama. Solo deben filmar a Cotillard en cualquier barrio obrero del Viejo Continente y dejar que décadas de austeridad y rechazo se hagan cargo. El drama viene por sí solo.
Como siempre en un film de los Dardenne, la premisa es innecesaria. Es, pues, apenas una excusa, un punto de partida, nada más. Sabemos muy poco, como los cineastas quieren que sea. Vemos que Sara, madre, esposa y trabajadora, está a punto de perder su plaza en una pequeña empresa local. La idea, por supuesto, es retorcida, pero, aun así, esperable dentro de los designios neoliberales: son sus compañeros quienes podrían echarla. El dilema es sencillo: o Sara se va, o los sueldos se reducen para todos. Qué cruel estratagema del capitalismo, hacer que los trabajadores asciendan traicionándose entre ellos, dividir fuerzas, acabar con la confianza. Sara, por supuesto, preferiría no hacer nada. Desde la primera escena, nos queda claro: no es alguien que guste de meterse en problemas. Parece adoptar un perfil bajo, con todo lo que ello implica. Pero, al parecer, las circunstancias son desesperadas. Sara tiene que pasarse un fin de semanas yendo puerta por puerta, casa por casa, tratando de impedir lo que parece inevitable: convencer a sus compañeros. Tiene que apelar a la empatía en un mundo que intenta reducirla al mínimo.
La radiografía social de los Dardenne viene, como de costumbre, en medio de una encrucijada moral. Este cine es, finalmente, un cine de decisiones, decisiones que, para el contexto en el que se encuentran los personajes, siempre parecen ser las erróneas. Tomemos atención al dilema del film. ¿Hay acaso una opción correcta? El espectador, de arranque, y al verlo todo desde la perspectiva de Sara, diría que sí. Uno pensaría que Sara está siendo vulnerada por aquellos que supuestamente debían protegerla. Pero, de a pocos, entendemos que las respuestas no son fáciles de emitir. No cuando entendemos el mundo que rodea a la protagonista.
La clave del film, entonces, es entrometernos a la fuerza, casi como Sara, en la vida de la clase obrera local, en sus tribulaciones, sus dudas y anhelos. La cámara va trazando las distintas historias que, de alguna forma, componen ese mosaico conflictivo y contradictorio que es Europa. Migrantes que necesitan el trabajo para poder arañarse a esta suerte de tierra prometida. Hombres duros y envejecidos que deben mantener su “hombría” trayendo pan a la mesa. Idealistas de clase obrera que quieren montar un negocio propio. Mujeres y amas de casa dispuestas a dejar de serlo y sacar a sus familias adelante. Trabajadores de edad madura, resignados a cualquier trabajo para seguir de paga en paga. Con pocos minutos cada uno, todos estos personajes se presentan y se enfrentan a sus miedos, sus riesgos, sus planes arrimados.
Nos damos cuenta de que, a la larga, conocer a las personas es un acto natural, directo, algo que, al parecer, apenas si toma unos minutos. Sara toca la puerta de cada uno de sus compañeros y, por unos pocos minutos, los escucha. Nosotros también lo hacemos. Una vez más, queda claro que el sistema, veloz, impropio y ajeno, nos ha hecho autómatas, máquinas individualistas del progreso y la producción. Ya no acostumbramos hablar con la gente. Sara no lo hace. Si lo hiciese regularmente, se le haría mucho más sencillo acercarse a los demás y pedir ayuda. No podemos culparla. Ya no es sencillo entender al otro, acercarse, más en un estado de incertidumbre, competencia y resignación. Al parecer, son solo estas circunstancias extraordinarias, extrañas, las únicas capaces de acercarnos cómo personas.
Eso, por supuesto, solo aumenta la vergüenza y, con ella, la incertidumbre. ¿Resulta legítimo pedir algo así? ¿Es sencillo, acaso, exigirle a alguien que renuncie a sus planes solo para poder seguir subsistiendo? La solidaridad, entonces, valor deseado por todos, parecer ser un capricho de pocos y su ejecución, un lujo de unos cuantos. Conforme avanza el film, de a pocos, nos damos cuenta de la solidaridad, en tiempos como estos, es tan solo un adorno, una excusa a la cual anhelar. Pensemos en los trabajadores que deciden acompañar a Sara en su búsqueda. En su rostro se evidencia el forzamiento, la duda. Esa gente es solidaria en la medida de lo posible, en lo que las circunstancias los permitan. Tienen que ayudar a regañadientes, a ver si sus acciones, de alguna manera, pueden hacer algún cambio.
El estilo de los Dardenne no cambia. Ningún tipo de música, cámara pegada al actor/actriz de turno, una sensación de entrampamiento en el dilema del personaje, cámara movediza y sin cortes. Necesitamos ese realismo estoico y escueto, sin ningún tipo de impedimento prosaico, para que podamos concentrarnos en la tensión de la protagonista. Resulta trascendente, entonces, seguir notando el rostro conflictivo de Marion Cotillard mientras sube y baja del auto, mientras regresa a casa en decepción y culpa, mientras parece enfrentarse ella sola a una auto-impuesta condena. Cotillard se nos muestra inquietante, desarmada, con una tos ronca que le inhibe de poder hablar de forma clara. Estamos, entonces, ante una de las interpretaciones más leales que hemos visto en estos años de cine independiente: leal porque nunca baja la emoción, el sigilo; nunca abandona esa marcha lastimera frente a un final indeseable.
Las películas de los hermanos Dardenne están trazadas con el mismo lápiz. Y en el caso de los belgas, el grafito es realismo puro. Con su sigilosa cámara y sobrio retrato, los cineastas captan la injusticia y el pasar de la vida diaria con una envidiable naturalidad. Estos dos días junto a Sara se nos hacen muy cortos: apenas ideas y venidas, choques directos con tantas personas, con la presión de la familia y los amigos encima. El montaje corta sin temor las escenas en el medio, nos pasea a voluntad por los distintos barrios obreros y, cuando queremos conocer más a quienes invaden la pantalla, le perdemos de vista. De alguna forma, así funciona el sistema: relaciones impersonales, velocísimas, poco cercanas.
Eso nos conmueve. El final termina siendo poco sorpresivo, pero, de todas formas, inusitado. De alguna forma, entendemos que, como Sara, ningún desenlace será positivo. Si Sara obtiene lo que busca y se hace con el empleo, entonces tendrá el rechazo silente de muchos trabajadores. Si Sara pierde el trabajo, deberá comenzar de nuevo. De todas formas, el sistema parece ganar y ganar sin tregua. Vemos desfilar a numerosos trabajadores, justo después de emitir su voto, enfrentándose a una decisión que, de todas maneras, puede salir mal. Hay algo de extraordinario en una situación tan común. Cuando está por darse el veredicto, la gente se amontona, responde por Sara. De alguna forma, la gente confía, confían unos en otros. Los Dardenne cierran una nueva fábula entre la incertidumbre, la ambiguedad y, de alguna forma, la esperanza. Aunque no se vea a simple vista.
1 Comentario
¿Donde puedo ver esa película, por fa???!!!!