Amour es la historia después de la historia. De alguna manera, es el amor después del amor: la rutina, o, más que la rutina, el quiebre: el devenir, casi siempre degradante y a veces insostenible, que asumen las personas que se aman. Esto, por supuesto, lleva a la crisis, al enfrentamiento. El paso del tiempo es cruel e inevitable y, cuando la tragedia invade a los protagonistas, la audiencia se hace a un lado para no verlo. Michael Haneke nos obliga a ver. Cree que existe algo único en el sufrimiento de pareja, sobre todo en el envejecimiento: una vocación por explorar los sentimientos más conflictivos, más espontáneos, más humanos. Nos invita a enfrentarnos a ellos. Hace que nos aferremos hasta el cierre.
Para Georges y Anne, la rutina se vive de forma plácida, siempre sacándole provecho. Aprovechan el retiro y permanecen cerca uno a otro. Todo eso se quiebra cuando Anne sufre un accidente cerebro-vascular. Georges, a pesar de la edad y la incertidumbre, decide hacerse cargo de su mujer, cuidándola permanentemente. De a pocos, la situación de Anne va empeorando: sus facciones se endureces, sus respuestas motoras disminuyen y es cada vez más dependiente de su esposo. A pesar detodo, Georges rechaza la ayuda externa y decide hacerse cargo por su cuentan. Con el tiempo, la tarea se hace titánica: las necesidades de Anne aumentan, así como la amargura de Georges al ver lo que sucede con el amor de su vida y saber que no puede hacer para evitar ni frenar la regresión de Anne.
Esta es una película que siempre se piensa en términos mínimos: una locación, dos protagonistas, un guion corto (60 páginas), un solo conflicto. Tras a cámara, un cineasta acostumbrado a la crudeza. Haneke trabaja con un estilo rudo y poco apologético con la audiencia: fascinado por la violencia y su rol predominante en la naturaleza del ser humano. Sus cintas, por obvios motivos, están construidas con el fin supremo de ser controversiales: meter el dedo en la llaga, hacer las preguntas correctas y dejar que la audiencia haga el resto. Su fascinación por lo mórbido, y la tranquilidad, incluso nihilismo ante lo que filma, lo hacen un observador como pocos: detallado, meticuloso como cirujano, cerebral y poco emotivo. Quiere que la audiencia haga lo mismo. Quiere que, a través de la contemplación, comprendamos el daño y la crisis moral a la que se enfrentan sus protagonistas. Si su violencia se caracteriza por un realismo ascético y demasiado cercano, la enfermedad de Anne funciona casi como cinema verité, como espejo del mismo miedo fundacional que cualquier a puede (y probablemente llegue) a sentir: el miedo al abandono, en este caso, al abandono del otro, de aquel a quien amamos.
Amour destaca, sin duda, por su puesta en escena. El estilo abandona los detalles insignificantes, los elementos distractores, y se enfoca en lo importante, a pesar de que, en ocasiones, este pueda ser imperceptible. La cámara de Haneke se mantiene estática durante el film, fija en los protagonistas. La sucesión de escenas se da sin música, sin prisas, recreando la parsimonia diaria. La ausencia de sonido, aumenta la inquietud en la pantalla. De a pocos, observamos los desvaríos de Anne, directamente proporcionales a la frustración de Georges. Evidentemente, es más escalofriante que un film de terror, en la medida en que no podemos controlar lo que le sucede a Anne y, como Georges, nos dejamos llevar, casi en automoción, en pura terquedad. Lo preferimos así. Para acercarnos a la pareja y vivir lo que viven ellos, necesitamos que nuestra atención esté concentrada exclusivamente en los detalles, en sus actos diarios, en sus reacciones, en lo que no suele decirse.
Haneke no limita su mirada a lo superficial, sino que indaga en los pequeños cambios de los personajes, en el agotamiento y la tensión. Estudia, poco a poco, los rituales cotidianos bajo el twist de la enfermedad, probando que la rutina, vivida con terquedad y silencio, puede ser tortuosa e insuperable, igual que cualquier otro suplicio. Georges trata de que Anne se alimente diariamente, a pesar de sus quejas constantes por no poder tragar bien los alimentos y el dolor en su cuerpo. Georges insiste. La baña y le toca su música preferida. Le viste y le habla como si nada. Quiere pretender algún tipo de normalidad en un contexto ajeno, como un mal sueño.
Haneke filma a Trintignant con la mirada gacha, en una pose rendida y con actitud descorazonada. El rostro de Georges sugiere una inminente contradicción: la tenacidad con la que mantiene el cuidado por Anne y la frustración inminente al asumir que ese cuidado es, en el fondo, inútil. De igual forma, la cámara de Haneke se enfoca en las expresiones descolocadas de Emmanuelle Riva, su vulnerabilidad y evidente desvarío. Su enfermedad no es unilineal ni coherente, sino que es un mosaico de distintas expresiones, crisis y mejoría, esperanza y desesperación: es la mirada aniñada; pero consciente, la ira y ternura ante su enfermedad; una mujer adulta que, a pesar de su resistencia, es tratada como niña por su esposo.
La elección de Riva y Trintignant es clave. Por años, nos hemos acostumbrado a verles haciendo de jóvenes vigorosos, arquetipos de la Nouvelle Vague y la Francia moderna. Aquí se les filma en el albur de sus días, como cuerpos abyectos, en dejadez, incapaces de confrontar al paso del tiempo. Ni siquiera los íconos del cine permanecen estáticos en la pantalla, sino que son víctimas la violenta intervención de factores exógenos, nuevas audiencias, nuevos dilemas y, en este caso, una mirada a las relaciones afectivas, igual de rebelde que la Nouvelle Vague.
Todo esto regresa a modo de duda. La sobriedad evita maniqueísmos y manipulaciones. La puesta en escena, entonces, permite hacer las preguntas que nadie nunca quiere hacerse, en un intento por recrear la realidad de tal forma en que ni las barreras del lenguaje o contexto cultural puede evitar una relación directa, muchas veces impensada, entre aquel que ve y aquel que sufre. Será que Habeke, en el cenit de su filmografía, es capaz de identificar la responsabilidad moral que viene con la representación de la violencia y, una vez más, esgrime una violencia invisible, pero, esta vez, capaz de entrampar a la audiencia a través de lo cotidiano, eso que tanto suele doler.
Se acrecientan las disyuntivas morales. ¿Debe Georges hacerse cargo de Anne por sí solo, incluso arriesgando su propio estado? Uno puede verlo como un acto de sacrificio, la necesidad de ofrecer la atención dedicada y precisa. O, de alguna forma, puede ser visto como un acto de rebeldía sin probabilidad de éxito, el último intento de un viejo testarudo por aferrarse al amor de su vida. La duda aumenta conforme el estado de Anne. ¿Debería Anne seguir intentando, o debería abandonar el dolor, y de alguna forma ser libre? Gracias a la parsimonia del film, a la audiencia le da tiempo -y motivación- para someter los actos de Georges y Anne a juicio.
Podríamos decir que Haneke rompe con su tradición de espectador neutral, impasible frente a actos de crueldad. Si la audiencia veía con nihilismo y morbo a la pareja acosada en Caché (2003) o diseccionaba los incontables conflictos en La cinta blanca (2009), aquí: actúa con miedo e impotencia, con juicio crítico, con estrés y desesperanza. No hay espacio para la objetividad. Tiene que ver, seguro, con la inestabilidad de Georges y Anne y la dialéctica quietud/violencia, en una violencia inevitable. Esta vez, no queremos -ni podemos- engañarnos; nos cuesta sostener la barrera entre ficción y realidad, más cuando la cámara, sin filtros y sin retoques, es demasiado cercana.
De todas formas, Haneke no se reconoce como moralizador. No pierde el tiempo desviando a la audiencia ante cierto juicio o conclusión. Deja que nosotros decidamos. Acepta que puede no haber respuesta correcta o que al menos él puede hallarla. La audiencia, entonces, se queda con la intrincada tarea de procesar los hechos y ver qué hace con ellos. ¿Deberíamos perdonar a Georges por lo decidido? ¿En qué escenario Anne estaría mejor? Es difícil saberlo. No llegamos a conclusiones. Solo seguimos viendo.
Amor según Haneke no se trata de evitar la prueba y error, sino de evadir la culpa, y con ella, el perdón. Perdonar, a fin de cuentas, es reconocer la falta en toda su dimensión. En el caso de Georges y Anne, frente al irreversible daño corporal y la desgastante exigencia del cuidado, no sabemos si existe falta en primer lugar. Quizás no. Lo cual, de alguna manera, es más trágico: no parece existir baremo moral suficiente para lidiar con el abandono de alguien a quien queremos. Aún así, el amor parece encontrar su espacio, su razón de permanencia. ¿No es eso lo que hace siempre?
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