Un film de Salvador Mallo – Dolor y gloria (2019)

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Contiene spoilers

Cine y memoria. Relación estrecha y umbilical: lazo fortalecido por las autoficciones, por confesiones dispuestas sobre la pantalla, escritas desde el lenguaje cinematográfico para hacerse permanentes. Para Almodóvar, hacer cine implica siempre escarbar —y muy profundo— en aquello que parece no perdurar, pero igual persiste, sea en el inconsciente, a modo de dolor o de deseo. Esa parece ser la razón que provoca Dolor y gloria. Hablar de cine desde el cine. Hablar de cine desde el cine para, a la vez, hablar de sí mismo, para aceptar que, en el fondo, se llegue a la expiación.

Salvador Mallo no es Pedro Almodóvar, pero se le acerca. Por años ha gozado de éxito con sus filmes, hasta que, de un momento a otro, se estanca. Quizás sean las enfermedades: los dolores del cuerpo —en las vértebras, la cabeza y el esófago— que no lo dejan tranquilo. Quizás sea por otros dolores, los del alma. Luego de haber perdido a su madre, los recuerdos de su infancia y los constantes arrepentimientos en su adultez parecen venir de nuevo a consumirle. Entonces, como un acto igual de fortuito que necesario, un encuentro con el protagonista de una de sus películas lo hace probar nuevas experiencias y someterse a los viejos recuerdos. Mientras trata de escapar del dolor en una vorágine de negación y adicciones, vemos al otro Salvador, al Salvador niño, recién mudado junto a su madre a una pequeña aldea de pescadores, donde las oportunidades escasean y los placeres son delimitados por uno mismo.

Uno no ve una película de Almodóvar por la linealidad de la trama. Este es, de hecho, el factor menos relevante en su cine. Los saltos temporales, pasado y futuro que se cruzan sin avisar, eso es el corazón de sus filmes Las emociones dispuestas en los colores brillantes de los decorados, de los vestuarios, los primeros planos y los planos generales que lo muestran todo. Las emociones en los diálogos honestos, salpicados de tragedia y confesión, en los monólogos que nos regala Salvador aun cuando se siente agotado y herido. Por eso, a Dolor y gloria hay que disfrutarla escena por escena, reconociendo el trabajo de Almodóvar por evocarse a través de cada plano. Olvidarse de ese principio de la narrativa que es “a dónde se quiere llegar”. Eso no importa. Aquí importa el “a dónde está llegando” con cada pieza de metraje. La desidia, evidente en los planos americanos de Salvador, consumiendo drogas, escribiendo, o simplemente viendo al horizonte. La curiosidad natural de la infancia en esa maravillosa escena cercana al clímax, en la que el joven Salvador descubre pulsiones que le marcarán hasta la adultez. La peculiar tristeza y arrepentimiento en los momentos de choque y roce entre actores; el duelo de ego y poder entre Axier Etchevarría y Antonio Banderas.  La relación madre e hijo, fecundada en esas escenas íntimas entre Banderas y Julieta Serrano. Almodóvar toma un poco de todo: una idea aquí y una idea allá, ideas que, en muchos escenarios, no formarían una sola película, al menos, no una coherente. Entonces, el cine: como el hilo conductor de las distintas piezas narrativas, como la razón de ser de una escena y otra. Solo una película así —con los respectivos tintes autobiográficos— podía incluir un poco de todo y sentirse natural.

Cualquiera que vea Dolor y gloria y que conozca la carrera de Almodóvar sabe bien a lo que se enfrenta. El filme, finalmente, tiene tanto de confesión como de compendio. Pocas veces una película ha sabido encapsular casi todos los detalles únicos de su realizador. Pero he aquí el intento. Las escenas de colegio católico, la relación cercana con la madre, el poder curativo del cine, la homosexualidad, las drogas, la amistad resquebrajada, los recuerdos apretujados, los amores perdidos. Tiene sentido. Para que Almodóvar hable de sí mismo, tiene que echar mano a todos los elementos que han definido su estilo, que lo han hecho quien es.

Aquí, sin embargo, el diálogo entre elementos es más surtido que nunca. Cine dentro de cine, en los roces por el éxito de “Sabor”, reminiscente a las primeras películas de Almodóvar. El uso del teatro, con un soliloquio impresionante de Alberto Crespo, que toma más tiempo de lo que esperaríamos. El teatro, sin embargo, sigue siendo cine: mientras Alberto da su monólogo, un misterioso sujeto es seguido por la cámara hasta llegar al teatro. De ahí, juego de miradas: la interpretación descorazonada de Crespo, la tristeza impresa en los ojos del espectador. Así como en Hable con Ella (2002), el teatro somete a la audiencia a ese tándem actor-espectador, en el que ambos son igual de responsables por el desarrollo dramático. También entra la pintura, o la escritura, como los espacios de libre descubrimiento para el joven Salvador y, con ellos, una búsqueda marcada por la curiosidad y el erotismo. Todos esos elementos, de alguna manera, han hecho que el director halle inspiración. Ahora los homenajea.

Ese es el Dolor y gloria de Almodóvar, pero no el único. Lo de Banderas merece un punto aparte. Con el rostro cansado, la mirada incierta, la voz suave que homenajea a su director, el rol del español es someterse a un duro proceso de cambio, a una transformación completa, para volverse su antítesis: ya no es galán, sino hombre viejo, herido. La tristeza se siente en su paso decaído y en sus roncos susurros. Las escenas de mayor poder emocional —particularmente, en los encuentros con personas que han definido su vida—tienen una belleza sutil, una interpretación que nunca estalla de emociones y que nunca debería hacerlo. El momento cumbre, por supuesto, está en el encuentro con Federico, su antiguo amante, interpretado por Leonardo Sbaragalia, el espectador en el teatro. Allí, en una noche, un par de miradas y recuerdos, queda claro quién es Salvador, a pesar de que él puede haberlo olvidado. Y qué tan importante es el cine, incluso para mantener el vínculo imaginario con quien ha debido ser el amor de su vida.

Vida y cine. La lección, ante todo, es clara: lo único que tiene sentido en la vida de Salvador Mallo es volver a rodar. Es eso, en el fondo, lo que le da tanto miedo y lo único que puede salvarle. Muchos quieren comparar Dolor y gloria con otras cintas sobre cine como Otto e mezzo (1963) de Fellini o Stardust Memories (1980) de Woody Allen. Ojo que la diferencia principal está en la motivación. En Otto e mezzo, hacía falta la inspiración, en Stardust Memories, la valentía para enfrentarse a una comedia. En Dolor y gloria, sin embargo, va más allá: el cine es un modo de vida, una forma de ser, y Salvador Mallo no está seguro de que quiere seguir viviendo. El miedo del protagonista no es el no poder filmar bien o no saber qué filmar, sino el temer que no podrá darlo todo —todo su cuerpo, toda su alma— al celuloide. Para poder hacer cine, Salvador debe curarse a sí mismo primero.

El cine termina por exorcizarle. Deja las drogas, los temores; decide concentrarse en escribir. Piensa en su infancia, en su madre, y decide hacer un film sobre ello. Entonces, como en toda buena película de Almodóvar, aparece otro encuentro fortuito —como todos los que vemos en el filme— que desata al pasado. Desde la simpleza de un dibujo encontramos un testimonio tierno y sincero de cariño, añoranza. Desde un recuerdo, instantáneamente, nace un rodaje, un filme. Como en sus cintas anteriores (La mala educación [2004], Los abrazos rotos [2009]), siempre parece quedarnos el cine. Cerramos nuevamente con un rodaje. Las escenas del Salvador niño han sido otro cine dentro de cine, rodadas por el Salvador adulto. El círculo comienza de nuevo. Así, Pedro Almodóvar.

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Acerca del autor

Anselmi

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