Morir por amor. Concepto arriesgado, esquizoide, seguramente literario, justificado débilmente por un exceso de romanticismo; en verdad, un acto imposible. Nadie muere por amor. El amor es, tal vez, —más para fines narrativos—, poco más que una excusa; una argucia para hilar personajes en una sola trama o darle dramatismo. Las películas de amor no hablan del amor sino de cosas en función a éste: son otros temas, los principales, los que aparecen como subtexto o detalles sin tanta importancia, aquellos que en verdad importan. Aunque a veces no lo parezca.
En el inicio, Benjamín Espósito narra. En verdad, parece que si tuviese que confesar algo: como si fuese indispensable pedir disculpas por lo acontecido, a pesar de ser él solo un testigo. Como detective, fue testigo de un crimen horrendo. Al parecer, uno aún sin solución. Al narrar un crimen, inevitablemente, habla de sus motivaciones: amor, desamor, deseo. Y, todo eso, sugiere lo mismo: una mujer. Tal vez de ahí provenga la culpa: paralelo al crimen de obsesión, —el asesinato y posterior venganza de Liliana Coloto—, existe otro crimen, quizás más sutil y poco denunciable: el crimen del silencio. Reprimir las emociones, el deseo, el todo, sin una razón aparente. Con el tiempo, Irene Martínez Hastings se vuelve la víctima de su propia supresión y falta de atrevimiento. Ella, su jefa, probablemente lo ame. Sin embargo, el silencio, autoimpuesto y despótico, vence al deseo. Es el crimen irresoluto que más afecta a Benjamín.
Desde lo superficial, queda claro, y con suficiente razón, que El secreto de sus ojos no es una historia de amor, o, al menos, no pretende serlo. Tenemos frente a nosotros un thriller policíaco, con suspense y misterio, de detectives y fríos asesinos seriales: lugares comunes. Entonces, nos vemos obligados a mirar más en el fondo. Encontramos unos cuantos elementos curiosos. Hay una relación sentimental. Hay obsesión, locura y muerte. Hay un objeto de deseo. ¿No son esos, acaso, los pilares intuitivos en cualquier narrativa amorosa? Tal vez, dentro de un esquema preconcebido y cerrado, conviene replantearnos el filme de Juan José Campanella, pensarlo en terminos más allá de su trama noir. Verlo de tal forma que no nos quede duda de su intención: rebuscar entre todo tipo de emociones —desde las más aceptadas hasta las verdaderamente repudiables— y entremezclarlas de forma inesperada, a veces, en una misma escena. Como si el filme quisiera describir relaciones interpersonales en conflicto, reprimidas, pero aún genuinas.
Pero no deberíamos pensar que el filme apueste por demasiada complejidad. El cine de Juan José Campanella va por lo básico: un hombre y una mujer . Un juego de miradas. Una cámara preocupada en captar las expresiones faciales, la tristeza tácita en el rostro de Ricardo Darín o la represión tangible de Soledad Villamil conforme avanza el misterio. Así, mientras recién se conocen, mientras empiezan a trabajar juntos en distintos casos, el deseo es evidente sin la necesidad de una sola palabra. Pero no solo es el deseo, sino, el doloroso acto de mostrarse cómo en verdad son, sin tapujos. Y a pesar de que ambos lo sientan, ninguno lo dice.
Esa incoherencia entre emociones puede ser aplicada a la estética del filme. El estilo de Campanella es, definitivamente, contradictorio: es sobrio y elegante con su misterio, a la par que salvaje y desenfrenado con la brutalidad del asesinato; resulta contemplativo y preocupado por cada plano para que, en la siguiente escena, se rompa el status quo con un montaje frenético, escenas sin aliento y una serie de sorpresivas revelaciones —como piezas sueltas de puzle— que fuerzan a reinterpretar la historia. Ahora, ¿no es esa la esencia de su historia? Ser contraproducente. Contradecirse. Tiene sentido. Es comprensible que, en un film necesariamente melodramático, los protagonistas sean comediantes de carrera como Darín o Francella. No parecen opción inmediata. La audiencia necesita sentirse igual de contradictoria; necesita sentirse extraña y cuestionarse lo que está viendo. Los actores parecen asumir este estado de tragedia y lamento y, sin embargo, no caen en la caricatura.
Incluso algo tan vano como la persecución de tipos buenos contra malos —arquetípico, usual— se vuelve algo valioso en el filme: Campanella capta con ahínco como el asesino se mueve entre las filas de enfurecidos fanáticos de Racing Club durante un partido de fútbol. Plano secuencia, una cámara movediza, una escena que deja ganas de más. Y ahí, en ese momento, vuelve a ser relevante la idea de la pasión, del sacrificio: la cámara enfoca al estadio desde el cielo, a los miles de almas gritando gol, a la voz del narrador, todos los elementos propios de la pasión futbolística. Misma sensación parece yacer en el asesino, obsesionado con la figura de Coloto, y en Espósito y los suyos, empeñados en cogerle.
La idea central, entonces, sigue teniendo más de neo-noir que de romance, aunque ambos llegan a complementarse. La pasión y el sacrificio enfrentados a la represión Morir en vida. Y hacerlo por amor. Aunque el acto, por sí mismo, no se limita a la atracción física. El sacrificio proviene de todo tipo de relación confidente. Pablo, mejor amigo de Espósito, se enfrenta al asesino en la casa de éste. Él es confundido con Benjamín. Sabiendo que el asesino piensa silenciar al enemigo, decide seguirle el juego y ser asesinado. Cuando los policías llegan a la casa descubren un detalle inquietante: todos los marcos de las fotografías estaban para abajo. Esto es particularmente revelador: Pablo no solo asumió el sacrificio por su amigo, sino que lo hizo de forma premeditada y meticulosa. La idea de pasión por el otro, de entregarse por aquel al que se quiere, tiene una connotación totalmente distinta. Obviamente, esta revelación hace pedazos todo sentido de identidad en Espósito. Su presente se vuelve instantáneamente su pasado, uno lejano y olvidado, oprimido por su dolor. Deja a Irene y deja el crimen. Luego, dictadura. Si la represión ya es interna, ahora lo es en el exterior: en las calles, en la mente y en el colectivo. Con los años, volvemos a Espósito e Irene, repensando todo lo que les ha sucedido —todo lo vivido y, principalmente, todo lo perdido— tratando de entender a dónde ir.
Todo esto, por supuesto, se nos presenta en desorden. En saltos temporales de aquí y allá. Uno debe ver el film con calma. Tratar de entender su laberinto. Para que todo esto resulte bien articulado, es esencial que las escenas —pasado y presente— se cohesionen, funcionen al unísono. En esta especie de racconto, de argumento espiralado, la historia no pierde fuerza por confusa, sino que adquiere valor por la forma en que una época complementa a la otra. El paso entre un tiempo y el otro es empático con la audiencia, es legible y lento. Así, cuestiona. Espósito mira el pasado, mira a Irene y se pregunta si pudo ser distinto. Esa melancolía, sangrante e incontrolable, solo se produce con el eterno ¿y sí?, con la duda razonable frente a la oportunidad perdida. La narración de Espósito, además de astuta, es, adrede, poco reveladora: quiere que las dudas persistan, al menos, hasta la revelación del criminal.
Estamos pues, ante un misterio bastante sencillo de comprender. Pero, como toda buena película de suspense, no lo parece hasta el final. Cuando llega la última vuelta de tuerca, el último giro de guion, la historia parece haberse vuelto solo sentimientos, solo ese rol de miradas y silencios, lo que nos obliga a ir detrás de nuestros propios pasos para entender qué acaba de suceder. Pero más allá de resolver el crimen de Liliana Coloto y sus implicaciones, nos importa ese otro misterio, esa inquietud que es propia de la audiencia y de los protagonistas: ¿Pueden Benjamín e Irene —viejos, cansados, cínicos— sobrellevar el dolor, la pérdida y hasta la dictadura, dejarlo todo atrás, y seguir con su romance? Recordamos a Pablo y la escena del discurso en la taberna; recordamos a sus palabras sobre el amor a la camiseta, que puede ser el amor a otro. Y es que, como queda claro en la última escena del filme —Irene y Benjamín juntos, frente a frente y piel con piel—, hay cosas propias a nuestra naturaleza: en verdad, y, ante todo, el hombre no puede renunciar a su pasión.
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