Fiesta. Derroche. Distracción. Paolo Sorrentino compone, a su muy particular estilo, una parábola definitiva sobre la vida moderna. La Roma de noche, entre sus luces y espectáculos a oscuras, entre el silencio de una plazuela y el ruido ensordecedor de la música, entre hombres de burguesía y tipos pobres de espíritu, es, definitivamente, una contradicción. Por eso Jep Gambardella nos gusta tanto: un hombre que, en lo más irónico de la naturaleza humana, acepta, y con certeza, que él mismo es un ser contradictorio. Escribió una obra maestra hace muchísimos años, solo no volver a escribir más. Ingresó en el populoso mundo de la parranda burguesa, solo para sentirse más perseguido por la soledad. Amó profundamente para luego olvidarse de su amada. En su aspecto muy serio y más elegante, yace quizás, el tipo de hombre más humilde: ese que admite necesitar del resto.
En el inicio, el film de Sorrentino parece tener un estilo preciso: el que desborda. Roma como un capricho. La burguesía celebra en lo alto de la ciudad: es el último piso de un elegante edificio. Dame tu colita mamita rica; la gente baila al compás del ritmo latino y abraza el caos. Vemos a un hombre de frac y cigarrillo en la boca: se voltea plácidamente al son de la música. Jep Gambardella sonríe mientras celebra su cumpleaños, sin sospechar que, en el fondo, la carencia se hace cada vez más perceptible. Es cuestión de tiempo antes de que la fachada en la que monta su vida se derrumbre. Un rumor sobre un amor de antes, uno inconcluso, forzará a Gambardella, junto a su entorno, a enfrentarse a aquello de lo que pensaban estar a salvo: lo frágil de su existencia y lo tenebroso que eso resulta.
El filme de Sorrentino se sirve de muchas cosas que hemos visto antes, pero entrecruzándolas de una forma impensada y diferente: extrañeza sin llegar a lo bizarro; originalidad sin necesitar de pretensión. Tenemos al hombre que enfrenta su madurez sumido en una feroz crisis interna. Tenemos a una sociedad culta y lujuriosa que necesita construir estructuras enormes —desde lo intelectual o lo artístico— para disfrazar su decadencia. La base no cambia, los arquetipos, tampoco. Sin embargo, es la forma de tejerlo todo en el film —a veces, disparatadamente— lo que le hace memorable. Sorrentino constantemente se pasa de la ralla: exagera hasta el cansancio, hace que el glamour estalle en la pantalla, arriesgándose a repeler a la audiencia, que no entiende como una narrativa puede hablar de tantas cosas, reunir tantas anécdotas, presentar tantas fábulas imaginarias, y que todo eso quepa en una sola historia. Como un puzle que destraba la contradicción del propio Jeb a través de numerosas vueltas de tuerca: la libido de los religiosos, la bondad de los avariciosos, el vigor sexual de los ancianos. Toda oposición suma.
La grande belleza es pues, Roma, y cualquier otra metrópoli que se le parezca: piezas dispares, hiperbolizadas, emociones apenas cohesivas, personas que no se soportan y que, sin embargo, siguen juntos porque la idea de alejarse les es insoportable. Eso es la melancolía: querer seguir en el supuesto, en el abstracto y no tener que confrontar la dependencia por el otro. Y así, mientras Jep toca las puertas de los personajes más excéntricos de Roma, mientras observa como ente ajeno —en su calidad de periodista— y como participante —al ser protagonismo de este mundo que quizás desprecie— nosotros también observamos; entendemos de qué va eso de decadencia: una vez que no dejamos de aferrarnos, nos repetimos, nos volvemos un estigma, una exageración. Somos el ridículo. El placer que se ha vuelto rutina. Eso que odiamos, pero de lo que no nos podemos desprender.
Jep nota eso. Como un Henry James que despotrica de la aristocracia y que, sin embargo, adora ser parte de ella. Y como James, Jeb no dejó de buscar, de insistir, de escarbar, aunque, por muchos años, no se haya dado cuenta. Aunque haya fallado. Allí otra gran belleza: la eterna búsqueda, la necesidad de ser un viajero permanente. Esa belleza inmaterial —la del hombre frente a su absurdo— se complementa con lo material: las tomas deliciosas por palazzos, campos nutridos de flores o piezas del barroco y del clásico; la estética simboliza —tanto en las mejores escenas del filme como en Roma por sí misma— la única solución del hombre para intentar responder o evitar esta cuestión.
La belleza inmaterial, desde lo visual, seduce. Pocas películas rozan lo onírico con tanta facilidad. Resultaría justo precisar que el film no lo hace de forma gratuita: las imágenes no funcionan como mero acompañamiento, sino que hacen de representaciones gráficas del estado de ánimo de los protagonistas, o incluso, de los espectadores. Volvemos a los arquetipos: burgueses desencantados y vestidos de negro, ruinas decadentes para representar la soledad o colores fosforito que describen el bacanal y la vanida. Lo visual cobra un sentido incluso más arriesgado: no solo reemplazan a la narrativa, sino que, en ocasiones, parece cuestionarla. Con paneos por jardines y callejuelas de Roma, con tomas de enormes piezas de arte y diseños a la moda, con la peculiar mezcla entre surrealismo policromático y miradas de desconfianza, confusión y hastío, Sorrentino es bastante claro: las emociones no se dicen, sino que se ven y, más específicamente, se infieren en la pantalla.
Claro; esto suena, a priori, un desmerecimiento del texto. He ahí el error: pensar que las imágenes suprimen siempre a las palabras, cuando saben convivir con ellas. A través de unos cuántos diálogos, el aparato humano termina por desnudarse por completo; las palabras engrandecen al personaje, lo ridiculizan, lo confrontan. Pensemos en el diálogo entre burgueses descontentos: los cínicos, orgullosamente representantes del sistema neoliberal y la descontenta, pasional y ligeramente ingenua defensora de izquierdas. En esta escena no hay puntos focales concretos o imágenes apabullantes: tan solo, conversación. Y a través de esta conversación —puntillosa e incisiva—, se da una feroz crítica a los valores occidentales modernos. Eso se consigue mediante palabras; las adecuadas. El humor y la picardía alivianan un ensayo densísimo sobre temas que nos desagradan.
Estamos pues, ante una pieza barroca de humanidad, entremezclando realismo mágico y angustia existencialista; todo, además, con mucho humor. Funciona porque en ningún momento pretende ser fábula o lección; se mantiene, inteligentemente, entre la sensatez y la sátira. Se compara a Sorrentino con Fellini, pero lo suyo parece estar más cerca de ser una suerte de Boccaccio moderno. Es a través del placer, de la fascinación por creerse libres, por no hacer nada —el dolce far niente, como dicen los italianos— que nos aproximamos a lo más inherente de nuestra naturaleza. El placer, como la risa, son quizás lo que nos define. También lo decía Aristóteles: el hombre es hombre porque puede reír. Porque busca el placer. Y como es mediante el placer que puede hallar su naturaleza, es mediante él que puede perderla. Eso trata de hacer, desesperadamente y con poco éxito, Jep Gambardella: tratar de que el placer, en vez de ser pieza necesaria en el aparato humano, se vuelva la sustancia que corroe el sistema y arruina la mecánica.
Resulta espontáneo. Divertido. Sobre todo, bastante franco. Y eso no lo hizo Fellini.
Deja un comentario