Primero Túnez, luego Egipto, más tarde Libia. La Unión Europea falló en el diagnóstico sobre la estabilidad de los regímenes; llegó tarde y con el paso cambiado a las protestas y, lo peor, sumamente dividida a las revoluciones. Lo primero ya se ha reconocido: el comisario de Vecindad, Stefan Füle, lo ha dicho alto y claro a su paso por Madrid. Y le honra porque muestra que el estándar de exigencia que aplicamos a las instituciones europeas y a sus responsables es a veces más alto que el que aplicamos en el nivel nacional. Porque, siendo justos, las capitales nacionales han sido más responsables que Bruselas de una política mediterránea que se ha mostrado equivocada, pero no han rendido cuentas por ello. Lo segundo, la lentitud de reflejos, es comprensible, pues la prudencia es el reflejo natural del diplomático, algo que incluso Obama ha tenido que padecer a pesar de tener una inmensa maquinaria de política exterior a su disposición y liderazgo para dirigirla. Lo tercero, la división entre los europeos, es hasta cierto punto inevitable pues cada Estado miembro de la UE tiene su propia historia e intereses, no siempre comunes. Esto, que se olvida con frecuencia, es importante, pues si la unidad fuera el punto de partida, no harían falta ni líderes ni instituciones que crearan una política exterior común, solo funcionarios que dócilmente la ejecutaran.
Para eso precisamente están los líderes y las instituciones europeas, para crear políticas comunes partiendo de intereses distintos. Por eso, la paradoja que nos ofrece el momento en el que nos encontramos es bien evidente. Durante 10 años nos hemos lamentado porque Europa carecía de instituciones de política exterior. El Alto Representante, entonces Javier Solana, tenía mucha voluntad, pero pocos medios, y unas instituciones muy débiles, lo que le obligaba a saltar de crisis en crisis pidiendo aviones prestados y haciendo encaje de bolillos con un pequeño gabinete y un presupuesto de funcionamiento inferior a lo que la Comisión Europea gastaba en limpiar sus edificios oficiales. Ahora, al parecer, nos encontramos en la situación inversa. Después de cruentas y sucesivas peleas institucionales entre Consejo, Comisión, Parlamento y Estados hemos creado, por fin, un Ministerio de Exteriores europeo que lo es en todo menos en el nombre. Y le hemos dado un presupuesto enorme, un servicio diplomático propio y, lo que es mejor, todo el poder que antes se fragmentaba entre tres instituciones (el Consejo, la Comisión y la presidencia rotatoria) que se solapaban y tropezaban continuamente entre sí. Con el Tratado de Lisboa en la mano, Europa es una y trina, y la Alta Represente, todopoderosa. Y sin embargo, esa política no termina de despegar. Así que ahora que por fin tenemos las instituciones, no parece que tengamos alguien que ejerza un liderazgo fuerte.
Las revoluciones árabes han sometido a la política exterior europea a una dura prueba. Tras año y medio en el cargo, las críticas al desempeño de Ashton (unas más justas y otras más injustas, que de todo hay) se extienden. Desde los medios de comunicación se le acusa de ser alérgica a los focos, rehuir a la prensa y preferir un discreto segundo plano. Y en las capitales nacionales tampoco parecen entusiasmados porque, según nos cuentan, en el Consejo Europeo extraordinario sobre Libia, Sarkozy abroncó públicamente a Ashton por su pasividad sin que, llamativamente nadie saliera a defenderla, ni siquiera su compatriota Cameron. Sus defensores alegan que Ashton recibió una misión imposible: hacer el trabajo que antes hacían tres personas y reinar sobre 27 egos nacionales que se consideran todos más capaces que ella. Todos tienen parte de razón y, precisamente por eso, parte de culpa: Ashton no quiere dar puñetazos en la mesa y a Sarkozy le encanta darlos. Viendo el órdago que acaba de lanzar El Asad en Siria y viendo los precedentes de Túnez, Egipto y Libia, es obvio que la soldado Ashton corre grave peligro de quedar aislada tras las líneas enemigas.
Por eso es urgente organizar una misión de rescate que salve el resto de su mandato, del cual todavía quedan tres años y medio. Idealmente, deberían ser los ministros de Exteriores de los Veintisiete los que se presentaran voluntarios para el rescate e insuflaran energía en la política exterior europea. Pero, ¿están dispuestos realmente a ello? ¿No son ellos, con sus actuaciones, y también con sus omisiones, los principales responsables de la situación actual? Hasta dónde estén dispuestos a llegar con la Siria de El Asad, la otra gran mimada de muchas diplomacias europeas, nos dará pronto la respuesta a estas preguntas.