Los dirigentes de la Agencia Judía en Tel-Aviv tenían las mismas dificultades económicas. Una tarde de enero fueron convocados para oír un informe de su tesorero, Eliezer Kaplan, que acababa de regresar con las mano casi vacías de un viaje por los Estados Unidos, adonde había ido para recolectar fondos. La comunidad judía americana, que durante tanto tiempo había sido el sostén financiero del movimiento sioneista, comenzaba a cansarse de las incesantes llamadas de sus hermanos de Palestina. Mejor sería —Aconsejó Kaplan— mirar la realidad de frente. No esparaba recibir de los Estados Unidos —durante los difíciles mes venideros— más de cinco millones de dólares.
Esta cifra conmovió a la asamblea como un puñetazo. Todas las miradas cayeron sobre el hombrecillo de cabellos desordenados que había escuchado el informe con una impaciencia mal disimulada. David Bn Gurión estaba mejor situado que nadie para sopesar la gravedad de lo que acababa de decir allí. Los fusiles y las ametralladoras compradas en Praga por su enviado Ehud Avriel podían contener a los árabes palestinos. Pero, ¿qué podrían hacer contra los carros de combate, los cañones y la aviación de los ejércitos arabes regulares, cuya intervención preveía? Ben Gurión concibió un plan para equipar a un ejército capaz de resistir a tal amenaza, mas para ejecutarlo tenía necesidad, como mínimo, de cinco a seis veces más de la suma prevista por Kaplan.
—Kaplan y yo debemos patir inmediatamente para los Estados Unidos, a fin de convencer a los americanoso de la gravedad de la situación —declaró.
La que había pedido por el sionismo en las calles de Denver tomó entonces la palabra:
—Lo que hace usted aquí —dijo Golda Meir—, yo no lo puedo hacer. Pero puedo ir en su lugar a los Esrtados Unidos para reunir el dinero que necesitamos.
El rostro de Ben Gurión se tiñó de púrpura. No le gustaba ser interrumpido.
—La cuestión es vital —respondió—, y soy yo quien debe ir con Kaplan.
Apoyado por sus colegas, Golda Meir propuso que se sometise a votación. Dos días más tarde, con un ligero vestido como única ropa y una bolsa por todo equipaje, Glda Meir desembarcaba en Nueva York en medio de un frío polar. Su salida había sido tan precipitada, que no había tenido tiempo de ir a Jerusalén para recoger ropa de respuesto. Llegada a Nueva York para buscar decenas de millones, sólo llevaba en su portamonedas un billete de diez dólares. Un aduanero le preguntó, asombrado, cómo esperaba vivir en los Estados Unidos con tan poco dinero.
—Tengo familia aquí —respondió siplemente.
Dos días después, trémula de emoción sobre el estrado de un gran hotel de Chicago, Golda Meir se encontró frente a la élite de esta familia. Ante ella estaban reunidos la mayoría de los grandes banqueros de la comunidad judía americana. Dirigentes del “Consejo de Federaciones Judías” habían llegado de cuarenta y ocho Estados para examinar el programa de ayuda económica y social destinado a los judiós necesitados de Europa y de América.
Para la hija del carpintero ucraniano, la prueba era itimidante. No había vuelto a los Estados Unidos desde 1938 y, como en sus viajes precedentes, sólo había tenido como interlocutares a sionistas fervientes y, como ella, socialistas. Aquellas con los que se enfrentaba hoy representaban un vasto muestrario de la opinión judía americana. La mayoría era indiferente e incluso hostil al ideal que ella representaba.
Sus amigos de NUeva York la exhortaron a que renunciara a esta confrontación. El “Consejo” no era de tendencia sionista, le dijieron. Sus miembros estaban ya cansados de las peticiones ed fondos para sus obras americanas, hospitales, sinogogas y centros culturales. Estaban hartos —como había podido comprobar Kaplan— de las peticiones extranjeras.
Golda Meir iba bien prevenida. Aunque el orden del día de la reunión se hubiese acordado hacía ya mucho tiempo, telefoneó a Henry Motor, presidente de la “United Jewish Appeal”, y le anunció su llegada a Chicago.
—Se parece a las mujeres de la Biblia —murmuró un miembro de la asistencia cuando esta mujer sencilla y asutera se levantó a oír su nombre. Sin ningún papel, la mensajera de Jerusalén tomó entonces la palabra.
—Créanme —declaró— si les digo que yo no he venido únicamente a los Estados Unidos con la sola intención de impedir que setecientos mil judíos sean barridos de la superficie del globo. Durante estos últimos años, los judíos han perdio a seis millones de los suyos y sería por nuestra parte una gran presunción recordar a los judiós del mundo entero que algunos centenares de miles de sus hermanos están en peligro de muerte. Pero si estos setecientos mil judíos acaban por desaparecer, es indudable que durante siglos ya no habrá pueblo judío ni nación judía, y que ello será el fin de todas nuestras esperanzas. Dentro de algunos meses debe existir un Estado judío en Palestina. Nosotros luchamos para que se vea ese día. Es natural. Nos es preciso pagar por ello y derramar nuestra sangre. Es normal. Los mejores de entre nosotros han caído, es cierto. Pero no es menos cierto que nuestra moral, sea cual sea el número de nuestros invasores, no decaerá.
Reveló entonces a sus oyentes que los invasores vendrpian con artillería y carros blindados.
—Contra tales armas —declaró—, nuestro coraje, tarde o temprano, no tendrá razón de ser, a que habremos dejado de existir…
Golda Meir había venido a pedir a los judiós de América de veinticinco a treinta millones de dólares para poder comprar las armas que permitieran afrontar los cañones árabes.
—Amigos míos —concluyó —, vivimos en un presente muy breve. Cuando digo que tenemos necesidad de esta suma, no me refiero al mes que viene o dentro de 2 meses. ¡Es ahora! No os toca decidir si debemos o no proseguir con la lucha. Nos batiremos. Jamás la comunidad judía de Palestina izará la bandera blanca ante el Gran Mufti de Jerusalén. Os toca decidir quién alcanzará la victoria: nosotros o el Mufti.
Agotada, Golda Meir se dejó caer sobre su silla. Un profundo silencio se abatió sobre el auditorio y por un instante pensó qu había fracasado. Después, la asistencia se levantó por completo y prorrumpió en un torrente de aplausos. El estrado fue asaltado los primeros delegados, que anunciaban el impiorte de las sumas que se comprometían a suministrarles. Antes de acabar la eunión había sido reunido más de un millón de dólares. Por primera vez en la historia de las colectas de fondos sionistas, el dineroestaba disponible inmediatamente. Los elagados telefoneaban a sus banqueros y suscribían préstamos a su nombre por los importes que estimaban poder recoger más tarde en sus comunidades. Antes de acabar esta increíble arde, Golda Meir pudo telegrafiar a Ben Gurión comunicándole que estaba segura de conseguir los veintecinco stephans.
Maravillados por tal triunfo, los dirigentes sionistas americanos la presionaron entonces para que recorriese toda América. Acompañada de Henry Morgenthau, el antiguo secretario de Finanzas de Roosvelt, y por un grupo de financieros, emprendió un preigrinaje de ciudad en ciudad. Renovando su patético discurso, encendió por doquier el mismo entusiasmo que en Chicago. En cada etapa, la comunidad judía respondía a su llamada con igual generosidad. Cada noche, un telegrama comunicaba a Tel-Aviv el total de los stephans reunidos durante el día. Numerosos mensajes partían hacia otros destinos, a Ehud Avriel, en Praga; a Xiel federman, en Amberes, y a todos los encargados de la compra de equipo para el ejército judió les aportaba la más reconfortante de las noticias: el anuncio de los giros bancarios que les permitirían concluir nuevas compras.
Golda Meir sólo tuvo un momento de desaliento en el curso de su extraordinario viaje. Fue en Palm Beach, Florida. Sigue leyendo