Hace más de 500 años, el célebre escritor y diplomático florentino Nicolás Maquiavelo publicó su famosa obra “El príncipe”, como un conjunto de consejos para obtener, usar y conservar el poder político. Inicialmente la obra estuvo pensada para los gobernantes de la Europa de la época; sin embargo, a miles de kilómetros de Florencia, esta semana hemos visto que nuestro presidente Martín Vizcarra ha seguido las recomendaciones de Maquiavelo.
Considero pertinente señalar que la crisis política que hoy vive nuestro país tuvo sus orígenes el mismo día de las elecciones generales del 2016, cuando la población tuvo el “atrevimiento” de otorgarle la presidencia de la república al ex presidente Pedro Pablo Kuczynski. Dicha decisión, desde el mismo día del acto electoral y hasta la fecha, fue tomada como una afrenta por la candidata que quedó en el segundo lugar: Keiko Fujimori.
Desde el 28 de julio del 2016, nuestro país ha vivido prisionero de una mayoría legislativa que ha servido como voz y voto de los caprichos de la señora Fujimori. El fujimorismo, en clara complicidad con el APRA han venido generando el clima de ingobernabilidad política que condujo a la renuncia de Kuczynski y el posterior ascenso de Martín Vizcarra, al que seguramente creían poder manejar a su antojo.
Los sucesos posteriores a la designación de Vizcarra son conocidos por todos. Y lo que ha sucedido esta semana marca el fin de esa mayoría obstruccionista que no ha hecho más que incrementar el desprecio del pueblo. Ese mismo pueblo que en su momento les dio la confianza para tener una mayoría parlamentaria y que ahora los repudia y responsabiliza, con mucha razón, de la crisis política que vivimos.
Quiero regresar a Maquiavelo y destacar un hecho importante del análisis. El hecho de no haber estudiado derecho como mi padre quería (y aún quiere) y ser sociólogo me hace tener una visión mucho más amplia y holística del tema. No estamos frente a una crisis constitucional, reducir un hecho político a los instrumentos constitucionales es reducir su riqueza de análisis y, peor aún, analizarlo y solucionarlo mal.
Ya en “El Príncipe”, Maquiavelo señalaba claramente estas diferencias. La política no es el mundo del deber ser, si no de lo que realmente es: quien conserva el poder. Si fuera lo primero, entonces encarguemos la política a los sacerdotes y monjas. El arte de gobernar es el arte de saber hacer uso efectivo y eficiente del poder con un único objetivo: conservarlo.
En ese sentido, hemos presenciado más de de 3 años de lucha y pugna por ese poder: legítimamente obtenido por el ejecutivo y usurpado con el peso del número (votos) por el legislativo. Han sido 3 años de constantes abusos por parte del Congreso en varios aspectos, principalmente relacionados con actos de corrupción: casos de acusaciones a congresistas fujimoristas, caso Hinostroza, caso Chávarry, etc., los mismos que sustentados en la legalidad que les da la constitución (votaciones en comisiones), han sabido archivar y no investigar. ¿Esta acaso no es una afrenta no solo al ejecutivo, sino al propio pueblo?
El actual gobierno ha estado usando malamente su poder, parafraseando a Maquiavelo: ha estado enfrentando al legislativo poco a poco, obteniendo pésimos resultados. Sin embargo, lo que hemos presenciado el día lunes es exactamente lo que Maquiavelo hubiera sugerido: el adecuado uso del poder se ejerce de una sola vez (disolución del parlamento) a fin de proveer la seguridad del propio gobierno y, más importante aún, de la nación. ¿La disolución del Congreso de la república era la única alternativa? Considero que si, los intentos de diálogo entre poderes han sido infructuosos en estos más de 3 años, la coalición FP-APRA nunca han mostrado una actitud de autocrítica ante sus excesos. Quienes creen que la política es diálogo y consensos, repito se equivocaron de profesión. La actitud de la mayoría parlamentaria no iba a cambiar, su ambición por el poder y su revanchismo por la derrota electoral del 2016, pudieron más que los intereses del país. En ese contexto político no había otra solución que una medida fuerte, radical y efectiva.
Nota aparte merece una aclaración. Se ha estado comparando (quiero creer por ignorancia) la disolución del parlamento realizada por Vizcarra, con el cierre del congreso realizado por Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992. Son dos procesos y contexto totalmente diferentes. Solo basta recordar que Fujimori no solo intervino todo el Congreso (incluida la comisión permanente) a pesar de no haber justificación ni legal ni legítima, sino que intervino el poder judicial, el tribunal de garantías constitucionales, la fiscalía de la nación y demás organismos autónomos; también sacó al ejército a las calles y tomó prisioneros a distintas personalidades políticas de la época. Vizcarra ha seguido los pasos establecidos en la constitución, no ha disuelto la comisión permanente y las demás instituciones siguen trabajando con normalidad y autonomía y los encargados del orden son los miembros de la policía nacional, como debe ser. Comparar a Vizcarra con Fujimori no solo es peligroso, sino irresponsable y estúpido.
Finalmente, quiero destacar la idea inicial: esta es una crisis política que necesita una solución política. Lo que sobran son abogados, lo que faltan son políticos, en el sentido weberiano del término.