Han pasado 24 años desde que aquel infausto 5 de abril de 1992 en que el ex presidente y hoy preso Alberto Fujimori destruyera el sistema democrático, carcomiera las instituciones sociales e implantara la semilla de la corrupción en lo más profundo del imaginario social.
Ese día no solo la democracia fue destruida, sino que todos los valores que la sostienen se vieron dinamitados por la ambición de poder absoluto de un autócrata y de su asesor Valdimiro Montesinos. La libertad, los derechos humanos, la vida, la verdad, el libre pensamiento, el respeto a las minorías y a las diferencias fueron las primeras víctimas del denominado autogolpe.
Las instituciones y el aparato estatal también sufrieron los estragos del accionar de Fujimori y Montesinos: el poder judicial, el Congreso de la República, el Tribunal de Garantías Constitucionales y un largo etcétera (en todos los niveles de gobierno), fueron puestos a órdenes de la pareja mafiosa de los noventas para lograr un solo objetivo: perpetuarse en el poder a toda costa.
Pero como si lo anterior no fuese suficiente para mandar a Fujimori al olvido de la historia e inscribir ese apellido en las páginas más vergonzosas de nuestra historia republicana, fue la institucionalización de la más galopante y escandalosa corrupción que le ha costado a nuestro país (según estudios de Transparencia Internacional) la friolera suma de 6 mil millones de dólares. Si creían que el Perú no figuraba en ningún ránking internacional, se equivocan, ya que el gobierno de Fujimori figura en el top 10 de los gobiernos más corruptos del mundo.
Si bien es cierto, como lo reconociera Mauricio Mulder, en “todos los gobiernos se robó”; ningún gobierno nos ha dejado la terrible herencia de la corrupción como modo de vida, como la ley del más fuerte, el más corrupto; la corrupción como anti valor de la democracia se ha interiorizado en la cultura y el imaginario social y ha ocupado el lugar de un valor, de algo deseado, de algo que es valioso para la sociedad: si no eres vivo, si no coimeas, eres un sonso. Si todo el mundo lo hace (incluido el presidente), ¿por qué yo no?
Es esa mala semilla la que hoy empieza a producir sus primeros y preocupantes frutos: cerca del 35% de los electores piensa votar por la señora Keiko Fujimori, la hija y primera dama de década más oscura de nuestra historia. No es que nos hayamos olvidado, es que preferimos no recordar, preferimos hacernos los de la vista gorda: “aquí no pasó nada”; seguimos creyendo que esa viveza e indiferencia es lo único que vale. Seguimos creyendo de que fue Fujimori quien derrotó al terrorismo y estabilizó la economía y que sus “errores” fueron el precio necesario a pagar por tener un mejor país.
Al parecer todo sigue igual que hace 24 años; sin embargo, he visto una pequeña esperanza, miles de jóvenes marchando en contra de lo que la Sra. Fujimori representa, no pidiendo su exclusión electoral, sino que haciendo notar a todos que la indiferencia no los domina, que el conformismo no es su bandera y que el Fujimorismo no puede ni debe, por las vías democráticas de las elecciones, llegar nuevamente al poder.