Al escribir estas líneas se ha cumplido un mes desde que te fuiste de este mundo terrenal para encontrarte con tus padres, hermanos, hermanas, con tu esposa y con Martín, con tus colegas y amigos del colegio Independencia Americana. Ha pasado un mes, pero he sentido cien meses, han pasado 31 días y siento como si hubieran sido miles. Pasará toda la vida y en el lecho de mi muerte te seguiré recordando, llorando y queriéndote. Ha pasado un mes y aún te extraño.
Extraño las veces que iba a tu cuarto a leer tus libros, la enciclopedia “Lo sé todo” que repasábamos una y otra vez. Extraño cuando me enseñabas las tablas de multiplicar “primero en orden y después salteadas”, todos los días en las tardes hasta que por tu paciencia las aprendí todas. Extraño cuando me contabas esos cuentos de terror, como el del “cura sin cabeza” o el de las monjas que preparaban el “charquicán de panza” de un muerto. Extraño las tardes en que me contabas tus anécdotas de cuando trabajabas en el banco, en Tacna, cuando recién habías salido del colegio y le entregabas todo tu sueldo a tu mamá, para los gastos de la casa. Extraño cuando me hablabas con tanto respeto de tu padre, quien por no aceptar las condiciones que los chilenos le impusieron durante la ocupación de Tacna, terminó por cerrar su farmacia y migrar a Puno. Extraño verte lavando tu ropa, lustrando tus zapatos, planchando tus pantalones, acomodando tus ternos y camisas. Extraño verte hacer el nudo de la corbata todos los días, porque tu no guardabas las corbatas anudadas. Extraño verte hacer algunos arreglos en la casa: bancos, mesas de noche, forrando mesas, o esa vez que estabas arregalndo el gallinero y te caíste, haciéndote una herida en la cabeza y preocupando a todos en la casa. Extraño mi infancia contigo.
Extraño cuando me hacías madrugar a las 5 de la mañana para ir a cobrar tu pensión al Banco de la Nación y hacíamos largas colas en las que te encontrabas con tus amigos y colegas y conversaban hasta las 8:30, hora en que el banco abría. Extraño todas las veces que, luego de cobrar tu pensión, nos íbamos a comer un pollito a la brasa, ya que habíamos salido de la casa sin tomar desayuno. Extraño cuando me pedías que te eche mostaza (que tanto te gustaba) o cuando me preguntabas si el ají estaba picante o cuando al terminar me preguntabas “¿No me he ensuciado? Sino tu mamá y la Mami van a decir que hemos comido en la calle y no nos van a servir almuerzo en la casa”. Extraño cuando luego de cobrar la pensión y de llegar a la casa, empezábamos con la “repartición del sueldo” y me decías: “600 para los gastos de la casa, 50 para tu mamá, 50 para la Tere, 20 para ti, 20 para Gilmar, 20 para Alex, 10 para Jeca y 10 para Rosita” y siempre te quedabas con muy poco, solo el “sencillo para los pasajes”. Extraño cuando me llamabas los sábados para jugar la Tinka, cuando sacabas la bolsita con los números para escoger los que tu creías ganadores, cuando hacías planes para cuando te ganaras el premio mayor: “Primero para la iglesia de San Agustín, después te voy a comprar un carro, y lo que sobre para la Mami”. Extraño verte intentar leer con una lupa, cuando la maldita ceguera empezó a cortar tu visión. Extraño leerte el periódico, revisar una y otra vez todos tus documentos personales ya que “siempre es bueno que sepas que hay, para cuando yo no esté”. Extraño acompañarte a la UGEL a recoger tus boletas de pago, llenar tus declaraciones juradas, irnos a la esquina a tomar la combi y de regreso el taxi. Extraño cuando fuiste mi padrino de confirmación. Extraño el amor a Dios que me enseñaste y la devoción al Señor de los Milagros, a quien nunca dejabas de ir a rezar y ver todos los días de octubre. Extraño recostarme a tu lado, mirar el techo y contarte mi día. Extraño mi adolescencia contigo.
Extraño cuando te alegrabas con mis logros, como cuando ingresé a la universidad, cuando acababa cada año en el primer lugar y te traía, para leerte, los diplomas y reconocimientos. Extraño esos días en los que ya empezabas a perder la vista y me pedías que te afeite. Extraño el día en que me dijiste “ya no puedo ver, así que aféitame todo el bigote para no estar perdiendo el tiempo” a pesar de que te prometí afeitarte siempre para que “sigas teniendo el bigote que siempre tuviste”, pero que tu terquedad y ceguera hicieron que tu mismo te lo quites. Extraño el día en que, consciente de tu imposibilidad para leer, me regalaste tus estante con todos tus libros. Extraño leerte los libros de sociología que tenía que estudiar para mis exámenes en la universidad. Extraño tu rostro el día en que me gradué y te llevé mi título profesional y sacaste tu lupa para tratar, infructuosamente, de leerlo. Extraño cuando íbamos a las picanterías, sin que nadie en la casa sepa, a darnos algún gustito. Te extraño en mi juventud.
Extraño cada domingo cuando te iba a ver, conversábamos, te tendía la cama, te afeitaba y te cambiaba la ropa. Extraño las navidades contigo y tus cumpleaños. Extraño verte sentado, cuidando a la Mami cuando ella estaba tan mal. Extraño tu fortaleza para seguir a su lado a pesar de su enfermedad. Extraño cuando íbamos al cementerio a verla. Extraño cuando lo veías a Martín, enfermo, en cama y siempre te acercabas a besarlo. Extraño cuando te enseñé mi diploma de magíster y te leí la dedicatoria de mi tesis que era para ti. Extraño verte sentado tomando el sol con tu sombrero, primero en tu silla, luego en tu sillón y finalmente en tu silla de ruedas. Te extraño en mi adultez.
Extraño tu carácter, ese mismo que te generaba problemas no solo cuando íbamos al hospital y te molestaba la actitud de las enfermeras y te parabas a llamarles la atención porque se demoraban mucho y estaban “tonteando”; sino también con tu propia familia, ya que muchas veces no supimos comprender que todo lo hacías por nuestro bien, por el bien de tus hijos, los mismos que muchas veces te juzgamos, levantamos a voz y te faltábamos al respeto. Extraño tu amor por tu familia, al extremo de perdonar las ofensas de todos con el amor que solo un padre puede sentir.
Escribo estas líneas a un mes de tu partida, luego de ir a verte al cementerio. Disculparás que no lo haga todos los domingos, pero creo que verte ahora cuando ya no estás físicamente con nosotros, no tiene sentido. A veces (muchas, creo) valoramos más a las personas cuando no están entre nosotros, o por lo menos disimulamos frente a nuestras amistades y conocidos que estimábamos o queríamos a la persona que se ha ido, cuando en vida no sentíamos nada por ella. Sabes perfectamente que ese no era mi caso, te quise siempre, desde que nací, te he querido toda mi vida, te querré siempre.
Escribo estas líneas con los ojos llenos de lágrimas, por sentir que una parte de mi también ha muerto, por sentir mi corazón desgarrado y con una tristeza que creo difícil poder superar. Escribo estas líneas porque te extraño y te extrañaré toda mi vida, hasta el día en que nos volvamos a encontrar y te de un fuerte abrazo y un beso. Hasta siempre Papi.
Escribir con el corazón.
Genial, profe.
Efectivamente Alain, con todo mi corazón.