Imagen y Cuerpo en Gilles Deleuze . Marisa Gómez

Imagen y Cuerpo en Gilles Deleuze

Por: MARISA GÓMEZ

Imagen y Cuerpo son dos temas fundamentales en la obra del filósofo francés Gilles Deleuze. Podríamos decir que, junto con la noción de Tiempo, constituyen el núcleo de su pensamiento. El Cuerpo Sin Órganos y la Imagen como encarnación de la filosofía constituyen la base de su “nueva imagen del pensamiento” y su relación puede ejemplificarse a través del cine pero también, por ejemplo, en la obra pictórica de Francis Bacon. En el presente texto trataré de plantear la relación entre cuerpo e imagen expresada tanto en sus estudios sobre cine como en Lógica de la Sensación, obra correspondiente a su última etapa filosófica, más centrada en la estética.

Sin embargo, es necesario partir de la consideración de que el análisis crítico de estos dos temas no se limita únicamente a sus reflexiones sobre estética. De hecho, resulta enormemente complejo debido a que estas nociones se insertan en una enmarañada red conceptual tejida por el autor a lo largo de su carrera y aparecen diseminados en una obra extensa y fragmentaria.

Así, resulta muy difícil explicar su noción de Cuerpo sin Órganos tomada de Artaud, aplicada a la pintura de Bacon y aplicable a su propia concepción del cine como experiencia de conocimiento, sin comprender el programa filosófico de Deleuze, la esquizofrenia, sus concepciones del ser y el sujeto y la tan repetida “inversión platónica” de este autor.

Del mismo modo, para Deleuze –como para Bergson- la Imagen es todo, inseparable de las cosas y del movimiento en el plano de inmanencia que es el universo, inseparable del Tiempo, una especie de variable independiente sobre la que se sitúa este plano de inmanencia y que debe ser introducida en todos sus parámetros. Y comprender esta noción de Tiempo, que es de algún modo telón de fondo en todo su pensamiento, requeriría una aproximación previa a conceptos como Devenir, Diferencia o Repetición y su relación con otros filósofos como Nietzsche o Bergson así como a sus concepciones, por ejemplo, de Eterno Retorno y Memoria, respectivamente.

Teniendo en cuenta esta complejidad, nuestra aproximación a las nociones de Imagen y Cuerpo en Deleuze no pretende ser exhaustiva[1], sino que será necesariamente parcial y se desarrollará desde los márgenes, es decir, desde el acercamiento a otros conceptos de su filosofía. Imagen y Cuerpo son el hilo conductor, casi una excusa, para plantear algunas reflexiones sobre el pensamiento rico e inagotable, aunque también criticable en algunos aspectos, de Gilles Deleuze.

Las Claves del Pensamiento de Deleuze

El primer punto de partida para comprender el programa filosófico de Deleuze será su noción de “imagen del pensamiento”[2]. Esta sería el campo de posibilidades de una orientación del pensamiento que hace visible y enunciable aquello por lo que el pensamiento es afectado en un momento dado, como una especie de “Imaginario filosófico”, diferente en cada época. Para Deleuze habría predominado, desde Platón, una imagen dogmática, basada en lo verdadero como idea invariante y abstracta a la que se dirige el pensamiento pero que está fuera de éste y que actúa como ley o imposición. Lo que este autor postula, y busca a lo largo de toda su obra, es la necesidad de una nueva imagen del pensamiento, ya no basada en la repetición y la identidad en función de la verdad, sino, en la línea de Nietzsche, como inmanencia o juego de potencias que son las que, de alguna manera activan el pensamiento, que se plantea ahora y de este modo como un proceso creativo y no reproductivo: es el primer paso de la “inversión platónica” entendida como eliminación de lo trascendente y del simulacro como simple copia para pasar a concebirlo ahora como potencia en sí misma. Así, lo que regiría ahora el pensamiento, sería la noción de Diferencia como oposición a la identidad y un modelo rizomático en lugar de arborescente.

En función de esta formulación fundamental, expresada por Deleuze ya en sus primeras obras, resulta más sencillo entender el que tomo por segundo punto de partida, que es su noción de Cuerpo sin Órganos tomada de Artaud[3], en base a su concepción del Ser y el Sujeto. Basándose en Spinoza o Nietzsche, Deleuze considera que el Ser es unívoco. Se concibe como un Todo en el que confluyen distintas potencias singulares que suponen la diferencia en lo inmanente. Esto plantea un ser múltiple, como conjunto que no responde a un centro (Yo, Ente, Idea, Sujeto) ni a una ley (Sistema, Estado, Religión). Trasladándonos a un ejemplo de pensamiento en imágenes, Deleuze define con esto el Cuerpo sin Órganos opuesto al “cuerpo capitalista”[4]: un cuerpo sin organización, sin verdad, sin elementos preexistentes, definido sólo por los cambios de intensidad de las potencias que lo componen y que afectan a su naturaleza. Por este motivo, el ser así concebido sería pre-individual y pre-subjetivo, sin condiciones a priori de la experiencia, a la que deberíamos liberar de la subjetividad.

En relación a estas dos ideas podemos introducir otro elemento clave en el pensamiento de Deleuze en referencia al Tiempo: la idea de Devenir. Si ya no nos movemos en el mundo de las ideas, lo inmutable es sustituido por devenir. Por ello también el ser se concebirá ahora como Ser-Devenir, igualado a la Duración Temporal, según concepciones bergsonianos. La duración se entendería como un cambio cualitativo incesante que viene dado por el movimiento cualitativo[5] y la apertura al tiempo como creación de algo nuevo que va más allá del tiempo cronológico. Esto tiene también una implicación con respecto a la “imagen del pensamiento”, y es que, precisamente por su condición de imagen creativa, ya no puede sustraerse a las fuerzas del tiempo, que, como decía, se convierte en un parámetro a tener siempre en cuenta.

En función de todo lo expuesto, nos quedarían por tratar dos cuestiones metodológicas importantes para el tema que nos ocupa. Una es la Lógica. Si todo es devenir como cambio creativo en el que tendrá gran peso el azar, nos hallamos en Deleuze ante un caos activo ante el cual, la asociación de ideas supone una cierta resistencia. Plantea como dinámica para este Cuerpo sin Órganos, una lógica de la experiencia basada, obviamente, en una organización anterior a toda sistematización en órganos que sería el medio a través del cual podríamos pensar la sensación, la impresión y el propio cuerpo, a través del cual podríamos fijar el devenir del propio cuerpo.

La otra es la idea de Taxonomía, que es una lógica de categorías físicas, pertenecientes al plano de inmanencia. Esta noción está ligada a la importancia de la construcción del lenguaje en el pensamiento deleuziano y a la lógica de los signos, y la función que cumple es desestructurar las organizaciones en todos los aspectos del cuerpo, la sensación, la impresión, la imagen, etc. a través del aislamiento de categorías.

Pensamiento, Lenguaje e Imagen Cinematográfica

Antes de sus dos estudios sobre cine, Deleuze ya había influido en la teoría del cine a través de las críticas al psicoanálisis llevadas a cabo junto a Felix Guattari en El Anti-Edipo. Allí, condenaban el “imperialismo analítico” del complejo de Edipo como forma de “capitalismo perpetrado por distintos medios”[6], planteándose así destruir los dos pilares de la semiótica del cine, que eran Saussure y Lacan[7]. Abandona la idea lacaniana de que el deseo cinematográfico se desarrolla entorno a la “carencia” surgida del vacío entre un significante imaginario y su significado, y los métodos filmolingüísticos de Metz para pasar a basarse en la Teoría de los Signos de Pierce. También se opone a la semiología saussureana porque, según él, vacía al cine de su sustancia vital, que es el movimiento.

En función de estas ideas, y modificando la idea de Metz de que el cine es un lenguaje pero no un sistema lingüístico, Deleuze dice que “la lengua sólo existe como reacción frente a una materia no lingüística que ella transforma”[8]. Esta materia no lingüística se llamará “enunciable”, con elementos verbales pero también kinésicos, intensivos, afectivos y rítmicos, siendo “una masa plástica previa al lenguaje, una materia asignificante y asintágtica, una materia que no esté lingüísticamente formada, aunque no sea amorfa y esté formada semiótica, estética y pragmáticamente”[9]. Así, según el propio Deleuze[10], los fines del cine serían el auto-movimiento y la auto-temporalización, de modo que puede revelar algo sobre el espacio y el tiempo que no pueden revelar las otras artes. Si la imagen se hace sintagma y se reduce a enunciado, dejamos fuera su carácter constitutivo, que es el movimiento. La narración, por tanto, deriva del Especio y del Tiempo, que son la esencia del cine.

De este modo, la narración se fundaría en la imagen, dependería de ella, y el cine quedaría liberado del texto que lo hace “inalcanzable”, para pasar a expresarse en signos ópticos y sonoros puros. Si en el cine las imágenes son signos, que son los productores de Ideas, y la percepción es sustraer a la imagen lo que no nos interesa[11], el cine tendría la capacidad de restituir aquello que le falta, es decir, puede lograr una equivalencia entre lo que percibimos y la imagen. Así, podríamos decir que para Deleuze, el cine tendría la capacidad de acercarnos a una especie de mirada pre-humana. Sería capaz de liberar realmente el movimiento, entendido como encuentro entre percepción y materia, porque participa de imágenes materiales inmanentes, previas a la representación subjetiva, aunque se detenga en percepción, acciones efectos.

Para llegar a esta conclusión, Deleuze lleva a cabo una clasificación de las imágenes, una taxonomía en el sentido que ya hemos explicado, pero es la filosofía la que clasifica. Deleuze defiende que al cine deben aplicársele conceptos propios[12], puesto que, como hemos visto, también “piensa por sí mismo”, más allá de la imagen: no representa nada porque el cine es movimiento y tiempo mismo en un solo plano de inmanencia. La imagen ya no es una copia, sino que es el elemento que define algo exterior donde se desenvuelve el pensamiento. Es la filosofía la que debe constituir el plano de inmanencia, trazando nuevas regiones que pueblan los conceptos, también los cinematográficos: así se constituye la imagen del pensamiento, como superposición de imágenes en un tiempo estratigráfico. Lo que se nos está planteando aquí de nuevo es la creación de la nueva imagen del pensamiento: el cine no sólo puede estimular las capacidades críticas y creativas, sino que muestra también cómo funciona el pensamiento hasta su propio límite[13]. Este es el valor filosófico del cine para Deleuze: encuentra en él una reproducción del propio pensamiento a partir de la aplicación al cine de las teorías bergsonianas[14].

El Signo y otras Imágenes Artísticas

La idea del signo como productor de conocimiento no es exclusiva en Deleuze de sus estudios sobre cine. Recordemos que ya en Proust y los Signos se preguntaba: “¿En qué consiste la superioridad de los signos del Arte sobre todos los demás?[15]. La respuesta es que eran inmateriales, espirituales, siendo su esencia la unidad de signo y sentido, capaz de revelar el tiempo en estado puro y regida por las potencias de la diferencia y la repetición[16]. Esta esencia del arte se encarnaría materialmente en la pintura para el pintor, en el sonido para el músico, en las palabras para el escritor y, podría añadirse, en las imágenes para el cineasta.

En la imagen artística, tendríamos que aprender a discernir entre unas imágenes debilitadas y otras más fuertes que lleven a la transformación de nuestros modos de ver, es decir, a lo estético como forma de pensamiento o a la experimentación filosófica.

Esto ocurre no sólo en el caso del cine, sino también con la pintura. Para él, un ejemplo es la obra de Francis Bacon.

Si con respecto al cine Deleuze encarnaba la filosofía en la imagen, en Lógica de la Sensación la encarna en el cuerpo, puesto que aquí no considera el cuadro como imagen, sino como figura. Si la máxima representación de la “nueva imagen del pensamiento” es el Cuerpo sin Órganos, ante la pintura de Bacon podemos experimentarlo como sensación, a través de la relación del ojo con la figura, que es la sensación misma: la unión de lo que mira hacia adentro y lo que mira hacia afuera. Ésta se basará en la lógica de las sensación, que como ya hemos visto, se basa a su vez en el devenir. Si se trata de establecer un modelo sin organización y que rompa con las formas dogmáticas del pensamiento, Deleuze propone superar la figuración para aislarla en la Figura, de lo que pone como ejemplo a Cezánne.

Para explicarlo, Deleuze introduce la noción de actualidad como lo que está presente, en el sentido del Cronos estoico o del presente bergsoniano. La Figura es la forma sensible que actúa directamente sobre el sistema nervioso y provoca el pensamiento, sin tener nada de figural, de subjetivo: se atiene al hecho, no presenta historia ni organización, de modo que transmite sensación pura. Esta cuestión aparece también en sus estudios sobre cine: en La Imagen-Tiempo Deleuze afirma de nuevo que la esencia artística de la imagen es “producir un choque sobre el pensamiento, comunicar vibraciones al córtex, tocar directamente al sistema nervioso y cerebral”[17]. Pero dice a continuación que esta esencia sólo se da cuando el movimiento se hace automático, y obviamente, la imagen pictórica no tiene movimiento automático.

Si pensamos en su concepción de la teoría del cine como la aplicación filosófica de conceptos específicos que él mismo genera, podríamos pensar que la pintura tendrá también sus propios conceptos específicos: en este caso la esencia artística no se daría con el movimiento, sino con la materia pictórica, como hemos visto. Hemos dicho también que esta materia se encarna en la Figura, de modo que podemos afirmar que es ésta la que produce la sensación pura y con ella el pensamiento.

¿De qué manera la Figura produce la sensación pura? Haciendo visibles las fuerzas invisibles, y ello se logra “haciendo” movimiento, afirma Deleuze[18], algo que, por ejemplo Bacon, consigue gracias a la deformación de las figuras: son estáticas pero reflejan la potencia del movimiento, que es devenir. Con esto, podemos volver sobre lo que acabamos de decir sobre el cine y decir que también en la pintura así concebida la esencia se da por el movimiento, y esto conseguiría introducir también el tiempo en la pintura. Esto es una consecuencia lógica si consideramos, en la línea del pensamiento deleuziano, que la pintura de Bacon es la encarnación de Cuerpo sin Órganos: si éste era la forma del Ser-Devenir, también la pintura se hará devenir.

Continuando con la analogía entre esta concepción de la Figura como Sensación y el cine, podemos ver también como la sensación pura sería análoga a los signos ópticos y sonoros puros que, según Deleuze, caracterizarían al cine moderno, a la Imagen-Tiempo: éstos también serían sensación. Podríamos considerar la Figura aislada como un signo óptico puro, y llegar a la conclusión de que si, en el caso del cine, estos signos puros podían producir una imagen directa del tiempo, también la pintura restituye una imagen directa del tiempo, donde el movimiento está subordinado a éste, puesto que en el aislamiento de la Figura, la narración, las relaciones sensoriomotrices, han desaparecido. Si los procesos de producción de sensación en cine y pintura son análogos, podemos afirmar que el cine de la Imagen-Tiempo es también una representación del Cuerpo sin Órganos y que responde también, en el pensamiento de Deleuze, a la lógica de la sensación pura.

Notas

[1] De hecho, sólo trataré aquí la noción de Cuerpo sin Órganos, que no es más que una imagen metafórica en torno a la Deleuze articula su idea de una “nueva imagen del pensamiento”, que ejemplifica mediante la imagen plástica o cinematográfica. Sin embargo, cabría considerar también su noción de cuerpo fundamentada en las ideas de Autómata, Momia y en la idea de que el cuerpo “ya no es obstáculo que separa al pensamiento de sí mismo, lo que éste debe superar para conseguir pensar”[i], sino que el pensamiento se produce en el cuerpo, se sumerge en él para poder pensar lo impensado.

[2] La idea de partir de este punto de la filosofía de Deleuze proviene de un artículo titulado precisamente La Imagen del Pensamiento en Gilles Deleuze. Tensiones entre Filosofía y Cine, de Enrique Álvarez Asaín, publicado en la Revista Observaciones Filosóficas, Nº 5, 2007, que ha sido muy revelador para el presente análisis.

[3] Esta concepción nace en Artaud de su imposibilidad de pensar de forma articulada, lo que le lleva a liberarse de la organización y buscar la esencia de la palabra, tal como expresa en su correspondencia con Rivière.

[4] Como explica en El Anti-Edipo, el Cuerpo Capitalista sería sedentario, idéntico al un Yo, de espacio-tiempo material, con la idea de uno y de Ser como unidad, preexistente, Informativo, intentando reproducir una imagen y planteado como un Interior que resulta de algo Exterior, situado en el plano trascendente. El Cuerpo sin Órganos, sin embargo, sería nómada, basado en el Devenir y en un tiempo espiritual, con una idea múltiple y de Ser como devenir, en creación, expresivo y sin imagen, siendo interioridad y exterioridad a la vez y situado en el plano inmanente.

[5] Recordemos que para Bergson y Deleuze, el movimiento es inseparable de las cosas y consiste en una sucesión de instantes en el espacio. Pero el tiempo como verdadera duración no puede ser simplemente la medida del movimiento, sino que debe progresar en intensidad, aumentando el número de dimensiones en una especie de sucesión de presentes.

[6] Deleuze, G., El Anti-Edipo: Capitalismo y Esquizofrenia.

[7] Al primero lo atacaron porque pasaron del uso de metáforas lingüísticas para tratar la cultura a un vocabulario de flujos, energías y máquinas deseantes. Al sujeto edípico sojuzgado por una ilusión de Lacan, en base a que Edipo se había convertido para Freud en un mecanismo de represión útil para el capitalismo patriarcal porque reprime los deseos indisciplinados, Deleuze y Guattari proponen una forma utópica del deseo, donde la esquizofrenia no es una patología sino una subversión de los procesos del pensamiento burgués.

[8] Deleuze, G., La Imagen-Tiempo, Pág. 50.

[9] Ídem., pág, 45. Con relación a este aspecto, Deleuze se detiene también en analizar las teorías lingüísticas del cine en Pasolini, en las que también se basa en cierta medida.

[10] Entrevista con Gilbert Cabasso y Fabrice Revault d’Allones, en Cinema, n.º 334, 18 de Diciembre de 1985.

[11] Volvamos al Plano de Inmanencia Bergsoniano: las imágenes-cosas-movimiento actúan y reaccionan unas sobre otras, pero hay un tipo de imágenes especiales que sólo lo hacen en función de una de sus caras. Es el intervalo o Conciencia, donde sustraemos a la imagen lo que no nos interesa para la supervivencia.

[12] Íbid., nota 12.

[13] «La esencia del cine, que no es la generalidad de los films, tiene por objetivo más elevado el pensamiento, nada más que el pensamiento y su funcionamiento (…) El pensamiento, en el cine, es enfrentamiento de su propia imposibilidad y sin embargo de aquí obtiene una más alta potencia o nacimiento». Gilles Deleuze, La imagen-tiempo, pág. 225.

[14] “Los grandes autores del cine podrían ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos”. Deleuze, G., La Imagen-Movimiento, Paidós, Barcelona, 2003. Pág. 12.

[15] Deleuze, G., Proust y los Signos, Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 50.

[16] Ídem., Cap. IV, Los Signos del Arte y la Esencia.

[17] Íbid., nota 10. Pág. 209.

[18] Deleuze, G., Francis Bacon, Lógica de la Sensación, Arena, Madrid, 2002. Pág. 65.

Fuente: http://interartive.org/index.php/2010/07/imagen-cuerpo-deleuze/ Leer más

SOBRE EL CINE. Entrevista con Gilles Deleuze

SOBRE EL CINE
Entrevista con Gilles Dele
uze

21.3.05

Cien años de cine…, y esta es la primera vez que un filósofo se propone enunciar los conceptos propios del cine. ¿Cómo interpretar esta ceguera de la reflexión filosófica?

– Es cierto que los filósofos se han ocupado muy poco del cine, y eso los que han llegado a hacerlo. Sin embargo, se da una coincidencia. En el mismo momento de aparición del cine, la filosofía se esfuerza en pensar el movimiento. Pero puede que esta misma sea la causa de que la filosofía no reconozca la importancia del cine: está demasiado ocupada en realizar por cuenta propia una labor análoga a la del cine, quiere introducir el movimiento en el pensamiento, como el cine lo introduce en la imagen. Más que de una posibilidad de encuentro, se trata de dos investigaciones independientes. A pesar de todo, los críticos cinematográficos, al menos los mejores, se convierten en filósofos desde el momento en que proponen una estética del cine. No son filósofos de formación, pero se convierten en filósofos. Esta fue la aventura de Bazin.

¿Qué pediría usted en este momento a la crítica cinematográfica? ¿Qué papel debería desempeñar?

– La crítica cinematográfica se encuentra ante un doble escollo: tiene que evitar limitarse a una simple descripción de las películas, pero también debe cuidarse de no aplicar al cine conceptos que le son extraños. La tarea de la crítica es formar conceptos, que evidentemente no están dados en cuanto tales en las películas, pero que a pesar de ello sólo son aplicables al cine, a tal género cinematográfico o a tal película. Conceptos que son propios del cine, pero que sólo se pueden formar filosóficamente. No se trata de nociones técnicas ( travelling, continuidad, rupturas de la continuidad, amplitud o profundidad de campo, etc.), la técnica no vale nada si no está al servicio de los fines que implica pero que no se explican por ella.

Esos fines son los que configuran los conceptos cinematográficos. El cine realiza un auto–movimiento de la imagen, incluso una auto– temporalización: esta es su base, y este es el aspecto que yo he intentado estudiar. Pero, ¿qué puede revelarnos el cine acerca del espacio y del tiempo que no revelen las demás artes? Un travelling y una panorámica no presentan el mismo espacio. Es más, puede suceder que el travelling deje de trazar un espacio para sumirse en el tiempo (en Visconti, por ejemplo). He intentado analizar el espacio en Kurosawa y en Mizoguchi: en uno, es un continente que engloba, en el otro es una línea universal, y ambas cosas son muy distintas, no sucede lo mismo en un continente globalizador que en una línea universalizante. Las técnicas están subordinadas a estas grandes finalidades. Ahí radica la dificultad: se precisan monografías de los autores, pero hay que incorporar a esas monografías una diferenciación de los conceptos, de las especificaciones, de las reorganizaciones, que pone en juego al cine en su totalidad.

Su pensamiento está atravesado por la problemática de las relaciones entre cuerpo y pensamiento, ¿cómo excluir de tal problemática al psicoanálisis y su relación con el cine? ¿Cómo excluir a la lingüística y, en suma, a todos esos “conceptos ajenos”?

Es el mismo problema. Los conceptos que el psicoanálisis proponga en lo referente al cine deberían ser específicos, es decir, aplicables únicamente al cine. Siempre podemos relacionar el encuadre con la castración y el primer plano con el objeto parcial, pero no veo que eso pueda aportar algo al cine. Dudo incluso de que la noción de “lo imaginario” sea válida para el cine, que produce realidad. Se puede aplicar el psicoanálisis a Dreyer, pero esta aplicación, en este campo como en tantos otros, no añade gran cosa. Mejor sería una confrontación entre Dreyer y Kierkegaard, ya que este último pensaba también que todo consiste en “hacer” el movimiento, que sólo la “elección” podía hacerlo: esta decisión espiritual se ha convertido en un objeto apropiado para el cine. En nada nos ayudará un psicoanálisis comparado de Kierkegaard y Dreyer a la hora de avanzar en ese proble-[98]ma filosófico– cinematográfico. ¿Cómo puede llegar a ser objeto del cine la determinación espiritual? Es el mismo problema que, de modo muy diferente, encontramos en Bresson o en Rohmer, y en él está comprometido el cine en su totalidad, no un cine abstracto, sino el más emotivo, el más fascinante.

Lo mismo puede decirse de la lingüística: se ha contentado con suministrar conceptos que se aplican al cine desde fuera, como por ejemplo el concepto de “sintagma”. Al hacerlo, la imagen cinematográfica queda reducida a un enunciado, dejando entre paréntesis su carácter constitutivo: el movimiento. La narración es, en el cine, como lo imaginario: se trata de una consecuencia muy indirecta que se deriva del movimiento y del tiempo, no al revés. Lo que el cine narra es sólo aquello que le permiten narrar los movimientos y los tiempos de la imagen. Si el movimiento se regula mediante un esquema sensomotor (si presenta un personaje que reacciona ante una situación), entonces tendremos una historia. Al contrario, si el esquema sensomotor se desploma en provecho de movimientos no orientados, discordantes, entonces tendremos formas diferentes, devenires más que historias…

– En ello radica la importancia, en la que su libro profundiza, del neorrealismo. Una ruptura radical, vinculada evidentemente a la guerra (Rossellini o Visconti en Italia, Ray en América). No obstante, Ozu, antes que ellos, y Welles después, escapan a todo intento de periodización demasiado riguroso…

– Sí, si la ruptura decisiva tiene lugar tras la guerra, con el neorrealismo, es precisamente porque el neorrealismo da cuenta de la inutilidad de los esquemas sensomotores: los personajes ya no “pueden” reaccionar ante unas situaciones que les sobrepasan, porque son demasiado horribles, o demasiado bellas, o irresolubles… Nace entonces una nueva estirpe de personajes. Pero nace, sobre todo, de la posibilidad de temporalizar la imagen cinematográfica: es tiempo puro, un poco de tiempo en estado puro, y no ya movimiento. Esta revolución cinematográfica se estaba preparando, en otras condiciones, en Welles, y en Ozu mucho antes de la guerra. Welles produce un espesor temporal, capas distintas de tiempo que coexisten, reveladas por la profundidad de campo, en un escalonamiento propiamente temporal.

Lo que tienen de cinematográfico las célebres naturalezas muertas de Ozu es que expresan el tiempo como forma inmutable en un mundo que ya ha perdido sus referencias sensomotrices.

– Pero, ¿a qué criterios podrían referirse tales cambios? ¿Cómo podrían ser evaluados, tanto estéticamente como de otras maneras? En suma, ¿en qué puede apoyarse la valoración de una película?

– Creo que hay un criterio especialmente importante, que es la biología del cerebro, una micro–biología. Está en constante transformación, acumulando descubrimientos extraordinarios. Los criterios no los podrán suministrar ni el psicoanálisis ni la lingüística, sino la biología del cerebro, porque se trata de una disciplina que no presenta el inconveniente de las otras dos (aplicar conceptos ya formados).

Podríamos considerar el cerebro como una materia relativamente indiferenciada, y se trataría, entonces, de saber qué circuitos, qué tipo de circuitos se trazan (imagen–movimiento o imagen–tiempo), puesto que los circuitos no preexisten.

Consideremos una obra como la de Resnais: es un cine cerebral, incluso aunque sea de lo más divertido o de lo más emotivo. Los circuitos implicados en los personajes de Resnais, las ondas en las que se instalan, son circuitos cerebrales, ondas cerebrales. El cine en su totalidad vale tanto como los circuitos cerebrales que consigue instaurar, precisamente gracias a que la imagen está en movimiento. “Cerebral” no quiere decir intelectual: hay un cerebro emotivo, pasional… Sobre este asunto, el problema fundamental atañe a la riqueza, a la complejidad y a la textura de estos dispositivos, conexiones, disyunciones, circuitos y cortocircuitos. La mayor parte de la producción cinematográfica, con su violencia arbitraria y su erotismo blando, revela una deficiencia del cerebelo, en lugar de invención de nuevos circuitos cerebrales. El ejemplo de los clips es emblemático: se abría la posibilidad de un nuevo campo cinematográfico muy interesante, pero ha sido inmediatamente conquistado por esa deficiencia generalizada y organizada. La estética no es indiferente a estos problemas de cretinización y de cerebralización. Crear nuevos circuitos es algo que corresponde
tanto al cerebro como al arte.

–A priori, el cine parece mejor instalado en la ciudad que la filosofía. ¿Qué tipo de práctica podría colmar esa separación?

–No estoy seguro de que sea así. No creo, por ejemplo, que los Straub, incluso considerados como cineastas políticos, hayan gozado de una inserción cómoda en la “ciudad”. Toda creación tiene un valor político y un contenido político. El problema es lo mal que todo esto se aviene con los circuitos de información y de comunicación, que son circuitos prestablecidos y degenerados de antemano. Todas las formas de creación, incluso la posible creación televisiva, tienen en esos circuitos su enemigo común. Sigue siendo una cuestión cerebral: el cerebro es la cara oculta de todos los circuitos: pueden triunfar los reflejos condicionados más rudimentarios tanto como los movimientos más creativos, los que tienen conexiones menos “probables”. El cerebro es un volumen espaciotemporal: corresponde al arte trazar en él nuevas vías de actualización. Puede hablarse de sinapsis, conexiones y desconexiones cerebrales: no hay las mismas conexiones, ni se trata de los mismos circuitos, por ejemplo, en Godard y en Resnais.

Pienso que la importancia o el alcance colectivo del cine depende
de este tipo de problemas.

Cinema, n.º 334, 18 de Diciembre de 1985, entrevista con Gilbert Cabasso y Fabrice Revault d’Allones

Fuente: http://tijuana-artes.blogspot.com/2005/03/sobre-el-cine.html Leer más

El museo de la memoria y de cómo entendemos la cultura.

El museo de la memoria y de cómo entendemos la cultura

Por: Gisela Cánepa-Koch

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A propósito del ofrecimiento del Gobierno alemán de dos millones de dólares para la construcción de un museo de la memoria en Perú, un proyecto recomendado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en el marco de las acciones simbólicas dirigidas a lograr la reconciliación así como generar consciencia de lo ocurrido en los años de violencia (1980-2000), se ha abierto un debate público acerca de su pertinencia. Más allá de la importancia de poder concretar la realización de un museo de esta naturaleza, considero que visto desde una perspectiva que entiende los museos como arenas de deliberación pública en vez de edificios inanimados,1 este ya empezó a construirse.
La sola posibilidad del museo de la memoria ha abierto un debate necesario sobre si se desea construir una cultura ciudadana saludable y democrática. Por esa razón, considero que tiene la misma importancia seguir abogando para que el proyecto se haga efectivo, así como por mantener abierto el debate. Esto último, ciertamente, puede resultar mucho más difícil que la edificación del museo, ya que requiere de la implementación de un proyecto a largo plazo que esté atento a la inclusión de las sensibilidades, demandas y formas de acción cultural de distintos actores, así como de la revisión crítica de nuestros sentidos comunes; y este es un reto mayor.
Por otro lado, el debate en cuestión está contribuyendo a explicitar concepciones acerca de la memoria y la reconciliación, así como intereses y lugares de enunciación, implícitos en los argumentos esgrimidos y que requieren ser críticamente revisados. Si bien el debate es ciertamente político e ideológico, propongo que también vale la pena abrirlo a un debate académico en el que se reflexione críticamente acerca de nociones como cultura, museo y lo público, que enmarcan el modo en que se conceptualizan y llevan a cabo las políticas públicas de la cultura. Entre los argumentos que han sido esgrimidos en contra del museo de la memoria se encuentran, por ejemplo, aquellos según los cuales las políticas de Estado de un país pobre como el Perú deben priorizar la inversión en la producción ya que la cultura constituye algo accesorio,2 o que este no es el momento pertinente para un museo de la memoria porque tal museo no va a contribuir a la reconciliación.3 Por otro lado, entre los argumentos a favor, destaca aquel según el cual los museos son necesarios porque educan, sensibilizan y curan.4
Si bien estos argumentos son expuestos desde posiciones ideológicas distintas, coinciden con respecto a una cierta manera de entender la cultura, según la cual esta se identifica con la alta cultura y los valores universales. Tal aproximación a la cultura no sólo es excluyente y discriminatoria, sino que implica una noción estática y cosificadora de ella, según la cual esta es una cosa que “se tiene”, de la que “se carece” o que eventualmente “se adquiere”. Dentro de esta misma lógica, también la memoria es vista como una cosa encarnada en una colección de objetos ilustrativos que se encuentra depositada en un museo y que puede ser adquirida por aquel que tiene acceso a él. Desde tales perspectivas, la cultura, el museo, la memoria y lo público se conciben como realidades cuyos contenidos se dan por sentados, corriéndose el riesgo de reproducir formas de exclusión y discriminación social, cultural y política.
Dar por sentada la memoria o creer que se puede encontrar una única verdad de lo sucedido implica manejar la idea de que existe una sola memoria posible. De ese modo se es excluyente de los múltiples actores que estuvieron involucrados en los años de violencia y que la ejercieron o sufrieron desde distintas posiciones. Pasar por alto la existencia de múltiples memorias conlleva además a desconocer la diversidad de formas de recordar, así como las formas culturalmente específicas de lidiar con el dolor y que a su vez están relacionadas con nociones acerca de lo que pertenece al ámbito público y privado, como queda expresado en la recientemente estrenada película de Claudia Llosa, La teta asustada.5
El diseño e implementación de un museo de la memoria no se restringen al tema de la memoria, sino que implican asuntos más generales de políticas culturales en torno a la diversidad y las ciudadanías culturales. El museo de la memoria no es el único proyecto que se ocupa de la memoria y de la reconciliación. Existen muchas otras prácticas en torno a esta problemática que se llevan a nivel local, como aquellas vinculadas a las estrategias de mujeres quechuas para lidiar con el miedo y el dolor de la experiencia de las violaciones y cuyo carácter público es relativo a audiencias específicas. (Theidon 2006) Lo que una población local necesita publicitar con el fin de generar respuestas colectivas, no necesariamente requiere ser publicitado en entornos más grandes; existen incluso formas cuya eficacia depende del hecho de mantenerse en el plano individual o familiar y que también requieren ser reconocidas y facilitadas. La reconciliación que se busca con un museo de la memoria, por lo tanto, no se logra de manera mágica, sino que implica dar cabida a distintas memorias, formas de recordar y de publicitar, garantizando así la inclusión y respetando la diversidad cultural. En otras palabras, de lo que se trata es de garantizar la fuerza performativa de cualquier forma de memoria. La reconciliación no tiene que ver con el perdón y la culpa, sino más bien con la posibilidad de que la víctima se convierta en actor del proceso de reconstrucción social. Y esto último implica una política cultural que reconozca la diversidad cultural y que sea inclusiva de prácticas alternativas de recordar y generar consensos y pactos sociales.
En tal sentido, un museo de la memoria debe imaginarse más allá de su materialidad y de sus particulares formas expositivas y comunicativas para acoger y hacer visible de manera contextualizada las memorias de los distintos actores implicados. Resulta necesario que en toda exposición museográfica se problematice acerca de quién recuerda, qué se recuerda, cómo se recuerda, para qué se recuerda y a quién se comunica tal recuerdo.
Además, un museo de la memoria debería mediar y promover de manera descentrada otras formas de hacer memoria. El lenguaje museográfico no es el único mecanismo para poner en escena la memoria. Existen otros como la literatura, el cine, las artes plásticas, la música y la etnografía que han venido tematizando experiencias diversas de los años de violencia y que incluso se encuentran en diálogo entre sí. Estos son los casos de la etnografía de Kimberly Theidon, titulada Entre prójimos, que da inspiración a la película de Claudia Llosa, La teta asustada,6 pero también de la película Vidas paralelas de Rocío Lladó y la novela De amor y de guerra de Víctor Andrés Ponce, las cuales confrontan la versión del Informe Final de la CVR.7 Habría que agregar otras formas de recordar o de lidiar con el dolor como son la música, la imaginería, la tradición oral, el ritual.8 En otras palabras, el trabajo de la memoria no tiene por qué reducirse a los lenguajes documentalistas y etnográficos, también la ficción y la imaginación pueden contribuir con esa labor, así como es necesario también pensar la publicidad de la memoria en términos relativos a públicos diversos y temáticas particulares.
Reducir la idea de museo, de memoria y de lo público, ya sea a un edificio y a un conjunto de objetos materiales, o a una realidad fija y preestablecida, en vez de comprenderlos como medios heurísticos para enunciar, debatir y consensuar acerca de temas de interés, no sólo implica una aproximación pobre en términos conceptuales, sino que limita las posibilidades de hacer de los museos, así como de otras formas culturales, un mecanismo efectivo para la inclusión social y la construcción de ciudadanías responsables que fortalezcan modelos democráticos participativos. Dentro de esta perspectiva, la reconciliación, que es uno de los objetivos del museo de la memoria, tampoco debe entenderse como una transformación mágica que se vaya a lograr recorriendo los recintos del museo. Esta, por el contrario, se logrará en la medida en que museo, memoria y lo público estén abiertos a un debate y a su redefinición con la participación del conjunto de actores involucrados y a través de prácticas culturalmente específicas.
Como he indicado líneas arriba, resulta necesario realizar un debate académico en torno a la definición de un conjunto de conceptos que se encuentran implicados en la discusión sobre el museo de la memoria, precisamente porque nos permiten proponer marcos conceptuales más amplios para pensar las políticas culturales en el país. De este modo, el propio museo de la memoria podría diseñarse e implementarse como parte de políticas más generales. En tal sentido, propongo continuar con una discusión acerca de esfera pública y de derechos culturales.
Esfera pública: exclusion y derechos culturales
La discusión sobre esfera pública sin duda se configura en torno a la definición que hiciera Habermas (1989) de ella como un espacio institucionalizado de asociación libre y acción discursiva, cuyo sentido político se deriva de su función crítica y su capacidad de generar una opinión pública. Como ha sido ya discutido, el desarrollo de la esfera pública estuvo asociado a la configuración de una cultura distintiva, propia de la burguesía emergente del siglo XVIII y XIX. Esta consistía de formas de expresión y de comportamiento público que se caracterizaron por un estilo virtuoso, viril y racional. A través de estas, la burguesía emergente lograba distinguirse tanto de las élites aristocráticas que buscaba desplazar como de los diversos estratos populares y plebeyos a los que aspiraba gobernar (Fraser 1997:102). La legitimación de una retórica basada en la argumentación racional como la garantía para una discusión y reflexión crítica, racional e independiente de la identidad social de los sujetos deliberantes, permitió a la burguesía, depositaria de tal estilo retórico, constituirse en la clase moralmente solvente para el ejercicio público, a la vez que otras formas culturales para argumentar, debatir y llegar a consensos fueron deslegitimadas. El dominio de las normas de expresión de un grupo sobre las de otros, implicado en este proceso, se convierte en la condición no solo para participar legítimamente de la esfera pública, sino además para encarnar la voz representativa de lo que es de interés general.
Una consideración de este tipo lleva a identificar dos puntos centrales de la discusión en torno a la esfera pública: a) el carácter excluyente de esta y b) el hecho de que tal exclusión no solamente se da en términos del acceso a ella, sino que además se lleva a cabo a través de los repertorios y competencias culturales que la distinguen. En consecuencia, para dar cuenta del carácter excluyente de la esfera pública hay que considerar tanto las diferencias estructurales que determinan el acceso al espacio público hegemónico, y a los medios de producción y circulación de discursos, como a las diferencias culturales que se encuentran codificadas en los estilos y repertorios deliberativos propios de públicos distintos. De este modo, por ejemplo en el Perú, individuos de origen étnico indígena son admitidos como congresistas, siempre y cuando se delibere en español. El quechua — sin mencionar las formas de argumentación y legitimación propias del mundo campesino quechua — no es un lenguaje aceptado como válido en el ámbito de la política formal, reconociéndose su validez solo en el campo de la cultura (tradición oral, poesía, canto).
Por otro lado, la exclusión de otras formas discursivas públicas en el plano político e ideológico se traduce en el poco interés que la investigación académica ha mostrado en estudiar el potencial crítico y político de repertorios deliberativos y de acción pública alternativos, así como en la subestimación de lo que se juega en el campo de la cultura, de los medios y de las industrias culturales.9 Este sesgo está fundado en una tradición ideológica y teórica según la cual la capacidad de reflexión y argumentación solo se desarrolla a través de la palabra, y mejor aún la palabra escrita, dejando fuera otras formas de generación de conocimiento, de diálogo intersubjetivo y de consenso, a las que se les ha atribuido además un carácter prepolítico.
En tal sentido, el interés general de la antropología por la diversidad de formas de cultura expresiva y escénica que comprometen tanto la palabra como la acción corporal, así como su reflexión más específica sobre el carácter reflexivo, argumentativo y consensual del ritual, el teatro, la danza y las expresiones visuales pueden ser un aporte para una revisión crítica del concepto de esfera pública. Por otro lado, la vieja vocación de la antropología por explorar la relación entre cultura y política ha sido en gran parte investigada precisamente a través del estudio de las formas de cultura expresiva. A propósito de este interés, hay que precisar que este no se reduce al estudio de repertorios culturales que pueden ser calificados de performativos en el sentido de que comprometen una puesta en escena y al cuerpo en acción, sino que implica además el estudio de tales repertorios desde un enfoque preformativo. Tal enfoque implica tomar toda expresión cultural como una puesta en escena, es decir, tomar en cuenta la acción de los individuos o grupos involucrados en ella, así como el contexto del cual estos extraen y encauzan significados posibles. Tal enfoque ha permitido argumentar por el poder constitutivo de las expresiones culturales, siendo este precisamente el que le otorga eficacia política.
Problematizar la esfera pública a partir de los estudios sobre política y cultura expresiva en estos términos es importante no solo porque amplía el espectro de posibles formas de acción pública, sino porque plantea la necesidad de pensar la diversidad de formas de acción pública en el marco de la transformación del propio campo político y, por lo tanto, de las formas de hacer política. Desde la antropología, el concepto de ciudadanía cultural discute precisamente el derecho de grupos específicos a no ser excluidos de participar en la esfera pública sobre la base de marcas culturales, raciales, de género o físicas que los distingan del modelo universalista implicado en las definiciones convencionales de ciudadanía. Sería, precisamente, la aceptación de formas de participación culturalmente específicas la base para lograr una inclusión efectiva y una ciudadanía plena (Rosaldo 1997).
Al respecto, es importante señalar que el reclamo por los derechos culturales y la constitución de una esfera pública más democrática no implica solo un asunto de representación, es decir de tener voz, sino que debe estar centrado en garantizar a cada grupo la producción y gestión de su diferencia. Es, en tal sentido, que quiero argumentar precisamente que la constitución de una esfera pública más inclusiva y respetuosa de los derechos culturales se mide por las posibilidades de participación; en otras palabras, tiene que ver con un asunto de performatividad. Esto es, la posibilidad de que la iteración — la puesta en acción — de una práctica cultural específica, ya sea esta una forma de cultura expresiva o una práctica cotidiana, realizada en el marco de una constelación institucional e histórica particular tenga eficacia política; es decir, capacidad constitutiva y transformativa de la realidad que enuncia o expresa. En otras palabras, una esfera pública más democrática y participativa sería aquella en la que la acción pública no solo tuviera un sentido deliberativo, sino además fuerza práctica; es decir, capacidad de intervención directa en la configuración de la vida y el orden social, de modo que opinión y acción se complementen de manera eficaz.
Hay que señalar que este asunto está vinculado a uno de los temas que preocupa a Nancy Fraser cuando distingue entre públicos fuertes y públicos débiles. A través de tal distinción, la autora llama la atención sobre la posibilidad de que la opinión no se traduzca en decisión y que, por lo tanto, la opinión pública quede despojada de su fuerza práctica. Es precisamente este problema el que exige pasar de un modelo representacional a uno participativo, tanto para pensar lo cultural como para actuar a través de él.
Para ampliar mi argumento sobre acción pública y performatividad quiero introducir una discusión en torno a la relevancia de tomar en cuenta formas expresivas culturalmente distintas o incluso formas cotidianas como mecanismos de acción pública. Desde una perspectiva antropológica, estas prácticas son de interés no sólo por su particularismo cultual, sino por a) el hecho de que muchas de estas formas son de naturaleza performativa, es decir, que involucran una puesta en escena, y por b) el hecho de que en la coyuntura actual la cultura y sus formas expresivas han potenciado su fuerza performativa.
Cultura pública: del discurso a la acción
Con respecto a la naturaleza performativa de ciertas formas de acción pública, quisiera tomar como ejemplo el caso de las fiestas religiosas que comunidades de devotos de origen andino realizan en honor a los santos patrones de sus pueblos de procedencia. Son de especial interés aquellas que se realizan en el centro histórico, ya que las actividades implicadas en su realización suponen el acceso y uso tanto de espacios de culto — templos y altares — como de espacios públicos — las calles y plazas del Centro de Lima — que son emblemáticos de una tradición limeña criolla. En tal sentido, es importante señalar que los devotos de las imágenes andinas celebradas en el centro de la ciudad no viven allí. Sin embargo, no escatiman esfuerzos en colocar sus imágenes en los templos ubicados en la zona. Mi argumento es que en el contexto de la declaración del centro histórico como patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO, la puesta en acción de un repertorio cultual como son las fiestas, adquiere un carácter político. A través de él, grupos diversos y de origen distinto luchan por ocupar, administrar y custodiar legítimamente el espacio público de la ciudad así como su patrimonio cultural.
Para que una imagen pueda ser albergada en una iglesia, la comunidad devota debe haber llevado a cabo complejas negociaciones con las autoridades religiosas de la parroquia. Estas otorgan una urna lateral donde la imagen en cuestión es colocada, comprometiendo la participación de una feligresía importante en las actividades litúrgicas y sociales a lo largo del año. La hermandad devota se hace cargo de los cuidados de la imagen, lo que comprende trabajos de limpieza y mantenimiento, así como de restauración y tallado. La realización de la fiesta exige adicionalmente negociaciones con el municipio y el Instituto Nacional de Cultura (INC). En el marco de la declaración de Lima como patrimonio cultural y del proyecto Recuperación del Centro Histórico, tales negociaciones se tornan polémicas. En el primer caso, porque se decreta una ordenanza municipal — la 062–1994 — según la cual, en el Centro de Lima solo pueden realizarse las celebraciones religiosas y cívicas tradicionales como la fiesta de la Virgen del Carmen de Barrios Altos, la fiesta del Señor de los Milagros, el Corpus Christi y el aniversario de Lima. Por otro lado, la implementación del proyecto de recuperación en su aspecto de restauración arquitectónica cuenta con la supervisión del INC que cuida que los trabajos se realicen de acuerdo con criterios arquitectónicos, históricos y estéticos que respeten el carácter colonial y republicano de las edificaciones y plazas.
En tal sentido, el acceso y uso de los espacios públicos, así como los trabajos de restauración y arreglo de los templos comprometidos en la realización de las fiestas religiosas andinas constituyen formas de acción estratégicas a través de las que distintos grupos de migrantes interactúan con la Iglesia y el Estado, e intervienen en y sobre calles, plazas y templos para reclamar el reconocimiento e inclusión de sus miembros como residentes legítimos de la ciudad, al mismo tiempo que negociar su participación en el proyecto Recuperación del Centro Histórico, implementado precisamente en el marco de la Declaración del Centro como Patrimonio Histórico y Cultural, y las políticas de promoción de la cultura y el turismo a favor del desarrollo.
Por lo tanto, la fiesta no debe reducirse a su función representacional, como un espacio de expresión y argumentación en el que grupos de migrantes de origen andino dan expresión a sus identidades regionales y locales, e incluso contestan las imágenes públicas que vinculan a los migrantes al mundo de la informalidad, el caos y los problemas de la ciudad, o en el mejor de los casos a la figura del provinciano emergente, que los sitúa en el ámbito productivo, pero no les confiere valor cultural y moral. La fiesta es sobre todo acción y, en tal sentido, no se agota en el reclamo por la inclusión, sino que le otorga fuerza práctica a este en la medida en que la realización progresiva en el tiempo de las fiestas y las actividades vinculadas a ella puede llegar a transformar el calendario festivo y los sitios de culto, y la propia naturaleza del culto religioso. Hay que anotar que a pesar de las resistencias del municipio y la Iglesia a permitir las fiestas de origen andino en el centro histórico, estas empiezan a ser de interés para varios párrocos que ven en ellas una posibilidad de trabajo pastoral, y para las agencias de turismo que incluyen las celebraciones más vistosas en su oferta turística.
En otras palabras, se trata de la posibilidad de refundar la tradición religiosa y festiva limeña y transformar el propio centro histórico como lugar. En un sentido político, esto se traduce en la posibilidad de que las comunidades de devotos de origen migrante adquieran agencia cultural, constituyéndose en los legítimos intérpretes y custodios de las tradiciones y monumentos del centro histórico. De tal manera, la acción festiva como una forma de acción pública no solo avanza un argumento dirigido al reconocimiento cultural, sino que puede hacer efectivo tal reclamo al constituir a los devotos de origen migrante en los legítimos intérpretes y custodios de las tradiciones y monumentos del centro histórico.
En resumen, es a través de la iteración de una tradición y repertorios festivos, en el marco de un contexto particular, que una forma de cultura expresiva se convierte en acción pública. Es bajo estas condiciones que el reclamo por el reconocimiento adquiere fuerza performativa y puede traducirse en participación efectiva.
La fuerza performativa de la cultura en la coyuntura actual
Quiero referirme a continuación al hecho de que la eficacia de ciertas prácticas culturales no sólo se debe a su naturaleza preformativa, sino a que en el orden actual los puntos de intersección entre cultura, economía y política se ven multiplicados de modo que, más que nunca, una variedad de prácticas culturales adquieren fuerza performativa.
El momento actual que ha sido definido como la “coyuntura culturalista” (Turner 1999) se explica por el impacto que los procesos económicos, tecnológicos y comunicacionales contemporáneos tienen sobre el campo de la producción y práctica culturales. Esta “coyuntura culturalista” ha traído consigo la definición y puesta en práctica de la cultura como diferencia, así como su instrumentalización como recurso (Turner 1999; Yúdice 2002). Según Turner, en el marco de los desarrollos económicos de la globalización, la crisis del estado-nación y de la emergencia de una clase media que se caracteriza, distingue y reproduce a sí misma a través de estilos de vida que requieren de un consumo cada vez más sofisticado, la cultura y más específicamente la “diferencia cultural”, emergen como un campo para la autorreproducción y acción política. Las identidades “culturales” como etnicidad, religión, género o indigeneidad se han convertido en el medio privilegiado para asegurar poder social, demandar derechos, y reclamar reconocimiento e inclusión. La consecuencia ha sido la politización de las luchas por la autorrepresentación cultural.
Por otro lado, una economía basada en la producción de servicios y bienes de consumo impone a los grupos que luchan por la autorrepresentación el reto de tener que lidiar con el hecho de que el Estado se está apropiando y mercantilizando sus bienes y repertorios culturales, los medios de comunicación y el mercado, cada uno de los cuales tiene sus propias agendas para promocionarlos, publicitarlos o comercializarlos. La representación cultural y la lucha por la autorrepresentación sucede pues en el marco de una cultura pública, en la cual se entretejen de manera compleja y a veces contradictoria agendas políticas, sociales y culturales con entretenimiento y consumo. Por esta misma razón, movimientos sociales de reivindicación étnica dan lugar a una diversidad de agendas y formas de intervención que incluyen movimientos como el de los zapatistas en México (Yúdice 2002), quienes han instrumentalizado los medios para el activismo político, o iniciativas como la de los asháninkas en el Perú que diseñan sus reclamos por el derecho a la tierra y la protección de su entorno a través del ecoturismo, actividad a través de la cual instrumentalizan los discursos del desarrollo a favor de intereses políticos locales (Espinosa 2005; Correa 2006).
Es precisamente en esta línea que autores como Appadurai y Breckendrige (1995) proponen romper con la correlación entre lo público y la sociedad civil europea, así como entre literacidad, comunidad pública y política que la definición original de esfera pública implica. Para ellos la producción de lo público y la acción pública sucede más bien en el marco de un conjunto de arenas que surgen en una variedad de condiciones históricas, y en las que se “articulan el espacio entre la vida doméstica y los proyectos del estado nación donde distintos grupos sociales (clase, etnicidad y género) constituyen sus identidades a través de la experiencia de formas mass-mediaticas en relación con las prácticas de la vida cotidiana. El público en este caso deja de tener una relación necesaria o predeterminada con la política formal, acción comunicativa racional, capitalismo impreso o las dinámicas de emergencia de la burguesía letrada” (Appadurai y Breckenridge 1995:4 5). Estos autores definen la cultura pública como una “zona de debate cultural” donde los repertorios de la cultura nacional, la cultura de masa y la cultura folk son los recursos de tal interacción discursiva, y cuya economía política se encuentra triangulada por la acción entre públicos diversos, las industrias culturales y el Estado.
Desde tal perspectiva, lo público se configura a través de un arreglo de textos y experiencias de los que a la vez emergen contextos particulares, de tal modo que la “vida cotidiana entreteje de manera compleja las prácticas y experiencias domésticas e íntimas de los sujetos con los discursos, prácticas y eventos compartidas que provienen de la cultura pública” (Appadurai y Beckenrigdge 1995: 13). La reflexión en torno a la producción de lo público trasciende aquí la concepción espacializada de la esfera pública que ha predominado en la literatura (Mah 2000), y recupera el sentido de Öffentlichkeit que alude más exactamente a una condición o circunstancia que a un espacio delimitado y definido por estructuras propias y separadas de los dominios privados y domésticos, del cual se puede entrar y salir. El concepto de cultura pública borra las fronteras entre lo privado y lo público; admite otros lenguajes, corporales, visuales, escénicos, como formas de argumentación y reflexión discursiva para la creación de opinión, y propone un sujeto público siempre situado, tanto en términos de su lugar en la estructura social como con respecto a la producción, distribución y legitimación de formaciones discursivas, pero también en relación con los afectos implicados en su vínculo con distintas comunidades de opinión (la familia, los amigos, el mundo laboral y profesional, el barrio, el grupo religioso, etcétera), y cuyas agendas y formas de acción discursiva dan lugar a complejas y a veces contradictorias formaciones de identidad.
Tal perspectiva se encuentra alineada con una serie de estudios que se han ocupado en estudiar distintas formas de recepción, interpretación, apropiación y resignificación de contenidos trasmitidos a través de una variedad de formas discursivas que incluyen desde las académicas, las literarias, las visuales, las espectaculares y experienciales, considerando al consumidor de estas, no como un lector, espectador o participante abstracto, es decir como un consumidor pasivo, sino como un actor. García Canclini, particularmente, ha argumentado que el campo del consumo constituye en la coyuntura actual un campo de acción ciudadana fundamental (2005).
Es precisamente en el marco de la coyuntura culturalista que practices culturalmente específicas — no solamente las que caen bajo la clasificación de géneros performativos del tipo que hemos descrito más arriba, sino también prácticas cotidianas — pueden en contextos específicos adquirir eficacia política y constituirse en acciones públicas para la demanda de derechos culturales, económicos y políticos. Ejemplos de esto son acciones como Lava la bandera, a través de la cual una acción cotidiana se buscaba explicitar la necesidad de reflexionar y tomar posición con respecto al problema de la corrupción; o como la campaña anti-minera en el caso de Tambogrande, donde parte de la campaña se organizó en torno a slogans que a través de la reivindicación de derechos culturales plantearon un debate acerca de dos modelos de desarrollo, uno basado en la economía agroexportadora — específicamente de limón — y el otro basado en la explotación minera.
En la línea de lo expuesto hasta aquí y en el contexto de la celebración de la multiculturalidad, sería necesario, por ejemplo, estudiar el boom de la música tropical, de la gastronomía, de la moda étnica, de las series de televisión que se ocupan de personajes de la cultura popular urbana, y la incorporación de figuras del folclore en las propuestas publicitarias y de marketing, con el fin de explorar los procesos y los términos de reconocimiento de la diversidad cultural que están en juego, las multiples interpretaciones, apropiaciones y recontextualizaciones de las que son objeto repertorios culturales específicos, así como la economía política que ordena la producción y distribución de la cultura. Es central comprender con respecto a casos específicos y adecuadamente contextualizados, cómo se entrelazan política, mercado y cultura, de modo que se puedan diseñar políticas culturales adecuadas que instrumentalicen las posibilidades que ofrece el mercado, al mismo tiempo que evite la incorporación de la diversidad cultural en términos puramente mercantiles.
Reflexiones finales
Para finalizar quiero enumerar algunos puntos conclusivos con respecto al tema más general de los derechos culturales y la esfera pública, así como al tema más específico de la memoria.
– Con respecto a los derechos culturales es importante señalar que el reclamo por el derecho a la diferencia no implica sólo un asunto de representación, sino que debe estar centrado en garantizar a cada grupo la producción y gestión de su diferencia; en otras palabras, se trata de garantizar la participación.
– Propongo una mirada menos idealizada de la esfera pública, lo cual obliga a considerar que su espectacularización y mercantilización no necesariamente implica su debilitamiento, sino eventualmente su ampliación a una diversidad de formas culturales de deliberación y de generación de opinión, así como su acomodo a condiciones económicas y tecnológicas especificas que determinan la producción y distribución de las interacciones discursivas en la actualidad.
– Considero que la agenda democrática no se debe limitar a introducir temas y agentes nuevos, sino que debe estar dirigida al diseño de políticas culturales que promuevan la inclusión como una práctica y experiencia de la vida cotidiana. La idea es intervenir en la configuración de una cultura pública — y esto implica intervenir sobre las condiciones y recursos de producción y distribución de los repertorios que la integran — de modo que cada individuo y colectividad se encuentre en la capacidad de poner en acción su identidad ciudadana, local, de género, étnica, religiosa o generacional, de manera continua y consistente, y en diálogo con los marcos discursivos y prácticos que rigen el orden instituido, de modo que pueda participar en la generación de nuevos contextos y significados, así como en su reencauzamiento hacia la consolidación democrática. Una verdadera democratización de la política implica crear las condiciones para que el ejercicio político se realice de manera cotidiana, de modo que el poder no esté únicamente en manos de los políticos ni en el campo exclusivo de la política.
– Por último, y en la línea de lo que he argumentado líneas arriba, la memoria es un proceso en curso y, por lo tanto, debe entenderse como una verdad culturalmente específica y contextualmente constituida. En tal sentido, el museo de la memoria debe ser pensado más allá de una edificación levantada en Lima y de un concepto museográfico acorde con las más actuales tendencias. Este debe concebirse más bien como una oportunidad para poner en acción las memorias sobre los años de violencia de manera descentralizada e inclusiva. Tal posibilidad requiere, por ejemplo, realizar un registro de las diversas formas culturalmente determinadas de lidiar con el dolor y el miedo que están en curso, así como de una reflexión crítica de los alcances y límites de estas encontextos sociales específicos, de modo que se pueda diseñar una estrategia inclusiva y que garantice la viabilidad y replicabilidad de aquellas experiencias que están dando resultados efectivos.

Notas
1 Al respecto, sería necesario hacer balance y reflexión crítica en torno a los distintos lugares de memoria edificados a los que no se les da uso alguno y que por lo tanto pierden poder preformativo para hacer efectivos los objetivos por los cuales fueron construidos. Como ejemplos se puede mencionar el Parque de la Memoria de Abancay, promovido por organizaciones no gubernamentales de derechos humanos y el gobierno regional; o la efigie a la paz levantada por la CVR y la Defensoría del Pueblo en Huamanga. En ambos casos se trata de edificaciones deterioradas y que la población no utiliza. (Conversación personal con Ricardo Caro).
“Si yo tengo personas que quieren ir al museo, pero no comen, van a morir de inanición. [… Hay prioridades”, apuntó el titular de Defensa. Este también afirmó que de tener a la canciller alemana, Ángela Merkel, frente a frente, “le agradecería” por el ofrecimiento pero le haría otra propuesta: “Le diría: qué te parece si empleamos esto en algo más necesario para el país”. http://www.rpp.com.pe/2009-02-26-flores-araoz—crear-museo-de-la-memoria-no-es-prioridad-para-el-peru-noticia_166846.html.
3 “La posición del Gobierno Peruano que expresó la Cancillería (al Gobierno de Alemania) es que no creemos que el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) haya servido a la reconciliación, por ello creemos que no es el momento ni la oportunidad para crear un museo que va a mantener abiertas las heridas”. http://www.elcomercio.com.pe/impresa/notas/no-momento-museomemoria/20090310/256782.
4 “Los museos son tan necesarios para los países como las escuelas y los hospitales. Ellos educan tanto y a veces más que las aulas y sobre todo de una manera más sutil, privada y permanente que como lo hacen los maestros. Ellos también curan, no los cuerpos, pero sí las mentes, de la tiniebla que es la ignorancia, el prejuicio, la superstición y todas las taras que incomunican a los seres humanos entre sí y los enconan y empujan a matarse. Los museos reemplazan la visión pequeñita, provinciana, mezquina, unilateral, de campanario, de la vida y las cosas por una visión ancha, generosa, plural. Afinan la sensibilidad, estimulan la imaginación, refinan los sentimientos y despiertan en las personas un espíritu crítico y autocrítico”. http://www.elcomercio.com.pe/impresa/notas/peru-no-necesita-museos/20090308/256015.
5 Al respecto, es interesante cómo se trata en la película el asunto del miedo y el dolor. El quechua, el canto y las prácticas culturales y rituales relacionadas con la muerte funcionan allí como los lenguajes apropiados para darles expresión, así como los medios a través de los cuales se delimitan los entornos sociales dentro de los cuales estos son comentados y compartidos.
6 Al respecto, se puede leer la entrevista a Kimberly Theidon alojada en http://www.reportajealperu.com/noticias/con-ustedes-kimberly-theidon-la-autora-intelectual-de-la-teta-asustada/.
7 Véase http://www.cinencuentro.com/2008/09/30/vidas-paralelas-2008/, http://www.librosperuanos.com/autores/va-ponce.html, http://www.comisiondelaverdad.galeon.com/.
8 Al respecto, se puede mencionar las investigaciones de María Eugenia Ulfe sobre los retablos ayacuchanos, de Johnathan Ritter sobre el género del Pun Pin, y de Ricardo Caro sobre la conmemoración a los muertos durante los años de conflicto en Sacsamarca.
9 Sólo recientemente, en el Perú se ha empezado a explorar la eficacia que prácticas que pertenecen al campo de la cultura pueden tener en la deliberación de asuntos de interés público, la generación de memoria, de sentidos de colectividad y de responsabilidad social, así como en la canalización de la acción pública. Al respecto, se puede ver
Cánepa, Gisela y Ulfe, María Eugenia (eds.). 2006. Mirando la esfera pública desde la cultura en el Perú. Lima: CONCYTEC.
Alfaro, Santiago. 2005. “Las industrias culturales e identidades étnicas del huayno”. Carmen María Pinilla (ed.). Arguedas y el Perú de hoy. Lima: SUR.
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– Gisela Cánepa-Koch
Este ensayo se publicó originalmente en Memoria: Revista sobre cultura, democracia y derechos humanos, No. 5, 2009.www.pucp.edu.pe/idehpucp. Y ha sido tomado de la web del Hemisferic Institute
Gisela Cánepa-Koch es Profesora asociada y coordinadora del programa Antropología Visual en el Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú en Lima. Leer más