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94 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Margarita de Oingt

94 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA MARGARITA DE OINGT

AUDIENCIA GENERAL DE 3 DE NOVIEMBRE DE 2010

SANTA MARGARITA DE OINGT

Queridos hermanos y hermanas:

Margarita de Oingt, de la cual quiero hablaros hoy, nos introduce en la espiritualidad cartuja, que se inspira en la síntesis evangélica que vivió y propuso san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque algunos la sitúan alrededor de 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de antigua nobleza del Lyonesado, los Oingt. Sabemos que su madre también se llamaba Margarita y que tenía dos hermanos —Guiscardo y Luis— y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, donde más tarde le sucederá como priora.

No tenemos noticias acerca de su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor ilimitado de Dios, ella valoraba muchas imágenes vinculadas a su familia, en especial las referidas a las figuras de su padre y su madre. En una meditación reza así: «Dulce y buen Señor, cuando pienso en las gracias especiales que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me has custodiado desde mi infancia, y cómo me has preservado del peligro de este mundo y me has llamado a dedicarme a tu santo servicio, y cómo me has provisto de todo lo que necesitaba para comer, beber, vestir y calzarme, (y lo has hecho) de modo que no he tenido que pensar en todas estas cosas, sino sólo en tu gran misericordia» (Margarita de Oingt, Scritti spirituali, Meditación v, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).

También por sus meditaciones intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejándolo todo y aceptando la severa regla cartuja, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con él. Escribe: «Dulce Señor, dejé a mi padre, a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, puesto que las riquezas de este mundo no son más que espinas punzantes; y quien más posee es más desafortunado. Por esto me parece que no he dejado más que miseria y pobreza; pero tú sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiera disponer de ellos a mi antojo, lo abandonaría todo por tu amor; e incluso si tú me dieras todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me sentiría satisfecha hasta que no te tuviera a ti, porque tú eres la vida de mi alma, y no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti» (ib., Meditación II, 32, p. 59).

También de su vida en la Cartuja poseemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, acontecida el 11 de febrero de 1310. En cualquier caso, sus escritos no manifiestan virajes particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la plena configuración con Cristo, el cual es el Libro que hay que escribir, que hay que grabar diariamente en el propio corazón y en la propia vida, de modo especial su pasión salvífica. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor «había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Había puesto tan plenamente al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso presente, con un libro cerrado en su mano, para instruirla» (ib., I, 2-3, p. 81). «En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta la ascensión al cielo» (ib., i, 12, p. 83).

Cada día, desde muy temprano, Margarita se aplica al estudio de este libro. Y, tras haberlo mirado bien, comienza a leer en el libro de su propia conciencia, que revela las falsedades y las mentiras de su vida (cf. ib., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de su vida. Y esto para que la vida de Cristo esté impresa en el alma de modo estable y profundo, hasta llegar a ver el Libro dentro, o sea, hasta llegar a contemplar el misterio de Dios Trinidad (cf. ib., II, 14-22; III, 23-40, pp. 84-90).

A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos datos de su espiritualidad, permitiéndonos conocer algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco provenzal y también esto es algo raro: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente al querer aferrarlo y la inadecuación del lenguaje humano para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de captar sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, el impulso del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, uniendo su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido es significativo un pasaje de una carta a su padre: «Dulce padre mío, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en los buenos pensamientos; de hecho tengo tantas cosas que hacer que no sé por dónde empezar. No hemos recogido el trigo en el séptimo mes del año y la tempestad ha destruido nuestros viñedos. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a rehacerla en parte» (ib., Lettere, III, 14, p. 127).

Una monja cartuja delinea así la figura de Margarita: «A través de su obra nos revela una personalidad fascinante, con una inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con cierto humorismo una afectividad totalmente espiritual» (Una monja cartuja, Certosine, enDizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valoriza la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con mayor prontitud y ardor la acción divina. El motivo reside en el hecho de que la persona humana ha sido creada a imagen de Dios y, por esto, está llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose comprometer totalmente por su iniciativa.

El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo la fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo al Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Afirma que la cruz de Cristo es semejante al lecho del parto. Compara el dolor de Jesús en la cruz con el de una madre. Escribe: «La madre que me llevó en su seno sufrió agudamente al darme a luz, durante un día o una noche, pero tú, dulce y buen Señor, por mí fuiste torturado no una noche o un día solamente, sino más de treinta años (…); ¡cuán amargamente sufriste por mi causa durante toda tu vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu sufrimiento fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió en gotas de sangre que corrían por todo tu cuerpo hasta el suelo» (Scritti spirituali, Meditación I, 33, p. 59).

Margarita, evocando los relatos de la Pasión de Jesús, contempla estos dolores con profunda compasión: «Tú fuiste puesto en el duro lecho de la cruz, de tal modo que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros, como suele hacer un hombre que padece un gran dolor, puesto que te extendieron completamente y te hundieron los clavos (…) y (…) desgarraron todos tus músculos y tus venas. (…) Pero todos estos dolores (…) todavía no te bastaban, hasta el punto de que quisiste que te traspasaran el costado con la lanza de un modo tan cruel que tu manso cuerpo quedó completamente surcado y torturado; y tu preciosa sangre brotaba con tanta violencia que formaba un largo reguero, casi como si fuera un gran arroyo». Refiriéndose a María afirma: «No hay que asombrarse de que la espada que te desgarró el cuerpo haya penetrado en el corazón de tu gloriosa madre que tanto amaba sostenerte (…) puesto que tu amor fue superior a todos los demás amores» (ib., Meditación II, 36-39.42, p. 60 s).

Queridos amigos, Margarita de Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y la de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestra existencia. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y de los demás. Con Margarita digamos también nosotros: «Dulce Señor, todo lo que has realizado por amor mío y de todo el género humano me impulsa a amarte, pero el recuerdo de tu santísima Pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por esto me parece (…) que he encontrado lo que tanto he deseado: no amar nada más que a ti o en ti o por tu amor» (ib., Meditación II, 46, p. 62).

margarita de oingt krouillong comunion en la mano sacrilegio

A primera vista esta figura de cartuja medieval, así como toda su vida y su pensamiento, parecen muy lejanos a nosotros, a nuestra vida, a nuestro modo de pensar y de actuar. Pero si miramos lo esencial de esta vida, vemos que nos toca también a nosotros y debería llegar a ser esencial también para nuestra existencia.

Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el cual se ve también la propia conciencia. Y por este espejo entró la luz en su alma: dejó entrar la palabra, la vida de Cristo en su ser y así quedó transformada; su conciencia se vio iluminada, encontró criterios, luz, y quedó limpia. Precisamente esto es lo que necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que se vea iluminada, y comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; para que nuestra conciencia se vea iluminada y quede limpia. La basura no está sólo en algunas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto, imitemos a santa Margarita mirando a Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la verdadera vida. Gracias.

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93 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostolico a Santiago de Compostela y Barcelona

93 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y BARCELONA

AUDIENCIA DEL 10 DE NOVIEMBRE DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y BARCELONA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero recordar con vosotros el viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona que tuve el gozo de realizar el sábado y domingo pasados. Fui allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no defrauda y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios a todos los hombres.

La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida pude experimentar el afecto que las gentes de España albergan hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y fervor. En este Año Santo Compostelano quise hacerme peregrino junto a quienes, en gran número, han acudido a ese célebre santuario. Pude visitar la «Casa del Apóstol Santiago el Mayor», el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que, en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, sin imputar a los hombres sus culpas.

En la imponente catedral de Compostela, al dar con emoción el tradicional abrazo al Santo, pensaba en que ese gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual, por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la buena nueva que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o someterla a otros intereses, y, por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.

Al ver el número de peregrinos presentes en la solemne santa misa que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba sobre el hecho de que lo que impulsa a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso, es el deseo de alcanzar la luz de Cristo, a la que anhelan en el fondo de su corazón, aunque a menudo no lo saben expresar bien con palabras. En los momentos de desconcierto, de búsqueda, de dificultad, así como en la aspiración a fortalecer la fe y a vivir de modo más coherente, los que peregrinan a Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí mismo la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas a donde el mal ya no tiene poder, a donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, provenientes de todas las partes del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades impregnadas de catolicismo.

En esa solemne Eucaristía, vivida por los numerosísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que quienes peregrinan a Santiago reciban el don de convertirse en verdaderos testigos de Cristo, que han redescubierto en las encrucijadas de los sugestivos caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que a lo largo de los siglos han recorrido el «Camino de Santiago», sigan manteniendo vivo el genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a las modas. Ese camino, entramado de sendas que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, ha sido y sigue siendo un lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más distintas proveniencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.

STG87.SANTIAGO DE COMPOSTELA, 06/11/2010.- El papa Benedicto XVI vestido de peregrino, una capa con la concha de vieira y la Cruz de Santiago, saluda a las personas congregadas en la plaza de la Quintata antes de cruzar la Puerta Santa de la Catedral de Santiago de Compostela. EFE/Lavandeira jr ***POOL***

Precisamente la fe en Cristo es lo que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, responda plenamente a su vocación y misión en el mundo. Por eso, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiando en su futuro de esperanza, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás continentes.

Después, el domingo, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré basílica menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medievo, que han marcado profundamente la historia y la fisonomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida —riquísima en simbología religiosa, preciosa en la trama de las formas, fascinante en el juego de las luces y de los colores— casi una inmensa escultura de piedra, fruto de la fe profunda, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el cielo, adonde Cristo entró para presentarse ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, ha sabido representar de modo admirable el misterio de la Iglesia, a la cual los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1 P 2, 5).

Gaudí concibió y proyectó la iglesia de la Sagrada Familia como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un canto de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente puso su genialidad al servicio de la belleza. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, así como las innovadoras técnicas arquitectónicas y escultóricas, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la cual estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de la construcción de esa iglesia, su vida quedó marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, al sentir la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cf. Ef 2, 22), fortaleciéndolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad con Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la ciudad un edificio digno de Dios y, por eso mismo, digno del hombre.

En Barcelona visité también la Obra del «Nen Déu», una iniciativa ultracentenaria, muy vinculada a esa archidiócesis, donde cuidan, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicional de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y muchos otros profesionales y voluntarios, que colaboran con dedicación encomiable en esa institución. También bendije la primera piedra de una nueva residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no sólo por lo que hace.

Mientras estaba en Barcelona oré intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a los que sufren, especialmente en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presentes, al mismo tiempo, a los jóvenes —que me acompañaron en toda la visita a Santiago y a Barcelona con su entusiasmo y su alegría— para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se hace para sostener el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que aumenta la grandeza del hombre y su inviolable dignidad, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.

Queridos amigos, doy gracias a Dios por los intensos días que viví en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al rey y a la reina de España, a los príncipes de Asturias y a todas las autoridades. Dirijo una vez más mi saludo agradecido y afectuoso a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, así como a cuantos se han prodigado generosamente a fin de que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuera fructuosa. ¡Fueron días inolvidables, que quedarán grabados en mi corazón! En particular, las dos celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición musical de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo él sabe hacer; que la santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando su camino con su protección. El año que viene, si Dios quiere, iré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada mundial de la juventud. Encomiendo desde ahora a vuestra oración esta próvida iniciativa, a fin de que sea ocasión de crecimiento en la fe para muchos jóvenes.

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91 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Catalina de Siena

91 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA CATALINA DE SIENA

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE NOVIEMBRE DE 2010

 

SANTA CATALINA DE SIENA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada vez más pleno.

Nació en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

Cuando se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

Catalina sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.

La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.

En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

Ilustra esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.

En torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.

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También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo en Cristo dulce Jesús».

Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario, carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).

Aquí podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia, como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (…) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

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90 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Juliana de Norwich

90 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JULIANA DE NORWICH

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE DICIEMBRE DE 2010

JULIANA DE NORWICH

Queridos hermanos y hermanas

Todavía recuerdo con gran alegría el viaje apostólico que realicé al Reino Unido el pasado mes de septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a numerosas figuras ilustres, que con su testimonio y sus enseñanzas embellecen la historia de la Iglesia. Una de estas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que quiero hablaros esta mañana.

Las noticias de las que disponemos sobre su vida —no muchas— están tomadas principalmente del libro en el cual esta mujer amable y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió de 1342 a 1430 aproximadamente, años tormentosos tanto para la Iglesia, desgarrada por el cisma que siguió al regreso del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Pero Dios, incluso en tiempos de tribulaciones, no cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

Como ella misma nos cuenta, en mayo de 1373, probablemente el 13 de ese mes, de improviso se vio afectada por una enfermedad gravísima que en tres días parecía que la llevaría a la muerte. Después de que el sacerdote —que acudió a su cabecera— le mostrara el crucifijo, Juliana no sólo recuperó prontamente la salud, sino que recibió las dieciséis revelaciones que sucesivamente puso por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue precisamente el Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. «¿Querrías saber qué quiso decir tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que él quería. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor… Así aprenderás que nuestro Señor significa amor» (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

Inspirada por el amor divino, Juliana hizo una opción radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir en una celda, situada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el nombre del santo al que estaba dedicada la iglesia cerca de la cual vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir «recluida», como se decía en sus tiempos. Pero no era la única que hizo esa opción: en aquellos siglos un número considerable de mujeres eligió este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas expresamente para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rieval. Las anacoretas o «reclusas», dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De ese modo, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, por la que la gente las veneraba. Hombres y mujeres de todas las edades y de toda condición, cuando necesitaban consejos y consuelo, las buscaban devotamente. Por tanto, no se trataba de una elección individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a quienes vivían entre dificultades en esta vida.

Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como lo confirma la autobiografía de otra fervorosa cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que acudió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. Por este motivo, cuando Juliana vivía, la llamaban «Madre Juliana», como está escrito en el monumento fúnebre que contiene sus restos mortales. Se había convertido en una madre para muchos.

Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta opción suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y las debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del cual se alejan, no posee y, con amabilidad, la comparten con quienes llaman a su puerta. Pienso, por tanto, con admiración y reconocimiento, en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, tesoro precioso para toda la Iglesia, especialmente a la hora de recordar el primado de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

Precisamente en la soledad habitada por Dios, Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de las que nos han llegado dos versiones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de que Dios nos ama y su Providencia nos protege. En él leemos estas estupendas palabras: «Vi con seguridad absoluta… que Dios aun antes de crearnos nos ha amado con un amor que nunca ha disminuido y que nunca se desvanecerá. Y con este amor él ha hecho todas sus obras, y con este amor él ha hecho que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y con este amor nuestra vida dura para siempre… En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin» (Il libro delle rivelazioni, cap. 86, p. 320).

Juliana de Norwich krouillong comunion en la mano sacrilegio revelaciones del amor divino

El tema del amor divino se repite a menudo en las visiones de Juliana de Norwich que, con cierta audacia, no duda en compararlo también con el amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios para con nosotros son tan grandes que, a nosotros, peregrinos en esta tierra, nos evocan el amor de una madre por sus hijos. En realidad, también los profetas bíblicos utilizaron a veces este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y tiene su culmen en la Encarnación del Hijo. Pero Dios supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor.

Quiero subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia católica refiere las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un tema que no cesa de constituir una provocación para todos los creyentes (cf. nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se han planteado esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza y a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, incluso del mal Dios sabe sacar un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: «Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe y, por tanto, debía creer perfectamente y con seguridad que todo iba a redundar en bien…» (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

Sí, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios siempre son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. «Y todo será bien», «todo será para bien»: este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

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89 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Verónica Giuliani

89 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA VERÓNICA GIULIANI

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE DICIEMBRE DE 2010

 

SANTA VERÓNICA GIULIANI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así como Mercatello —su pueblo natal— y la diócesis de Urbino, viven con alegría este acontecimiento.

Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; es la última de siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida monástica; le dan el nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su madre, y su padre se traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el punto de que a los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí recibe el nombre de Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto, llegará a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado. Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!» (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales pasados en el monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26 de mayo de 1839.

Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos, poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus experiencias.

Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero, la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.

El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo que sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como «expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.

En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, passim). Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotros no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo crucificado.

Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con él: «En un instante —escribe—, vi salir de sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo veía cómo esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me traspasó el corazón, de lado a lado… y los clavos me traspasaron las manos y los pies. Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).

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La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en «salvar la propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido «solidario», de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan siempre relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio sanctorum, aclara su entrega eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. «Los santos —escribe— están allá arriba mediante los méritos y la pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib., III, 203).

En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se hacen vida en ella.

Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31; cf. Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella la asimilación de este texto paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un hecho que se realiza en su propia persona: «Mi alma —escribe— se ha unido a la voluntad divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la voluntad de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de Dios y volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones ni criaturas ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en la vida y en la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV, 272). Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.

Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía —me susurra Cristo crucificado— me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que me acercara a su costado… Y me encontré entre los brazos de Cristo crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo te hice descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde ella fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).

Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de sufrimiento de Jesús crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para calentar nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver!». Gracias.

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88 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 22 de diciembre de 2010

88 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE DICIEMBRE DE 2010

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE DICIEMBRE DE 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta última audiencia antes de las festividades navideñas, nos acercamos, llenos de emoción y de estupor, al «lugar» donde para nosotros y para nuestra salvación comenzó todo, donde todo encontró cumplimiento, donde se encontraron y cruzaron las expectativas del mundo y del corazón humano con la presencia de Dios. Ya podemos saborear desde ahora la alegría por esa pequeña luz que se vislumbra, que desde la cueva de Belén comienza a irradiarse por el mundo. En el camino del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, hemos sido acompañados a acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran acontecimiento de la venida del Salvador y a contemplar llenos de admiración su entrada en el mundo.

La espera gozosa, característica de los días que preceden la santa Navidad, ciertamente es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Encontramos esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en aquellos que fueron los primeros en acoger la venida del Mesías: Zacarías e Isabel, los pastores, el pueblo sencillo y especialmente, María y José, quienes experimentaron en primera persona la conmoción, pero sobre todo la alegría por el misterio de ese nacimiento. Todo el Antiguo Testamento constituye una única gran promesa, que debía cumplirse con la venida de un salvador poderoso. Nos da testimonio de ello en particular el libro del profeta Isaías, el cual nos habla del sufrimiento de la historia y de toda la creación por una redención destinada a dar nuevas energías y nueva orientación al mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las Sagradas Escrituras, encuentra espacio y significado, a lo largo de los siglos, también nuestra espera, la que en estos días estamos experimentando y la que nos mantiene despiertos durante todo el camino de nuestra vida. En efecto, toda la existencia humana está animada por este profundo sentimiento, por el deseo de que lo más verdadero, lo más bello y lo más grande que hemos vislumbrado e intuido con la mente y el corazón, nos salga al encuentro y ante nuestros ojos se haga concreto y nos vuelva a levantar.

«Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Antífona de entrada, santa misa del 21 de diciembre). En estos días repetimos con frecuencia estas palabras. En el tiempo de la liturgia, que actualiza el Misterio, ya está a las puertas Aquel que viene a salvarnos del pecado y de la muerte, Aquel que, después de la desobediencia de Adán y Eva, nos abraza de nuevo y nos abre de par en par el acceso a la vida verdadera. Lo explica san Ireneo, en su tratado «Contra las herejías», cuando afirma: «El Hijo mismo de Dios entró “en una carne semejante a la del pecado” (Rm8, 3) para condenar el pecado, y, una vez condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al hombre a ser semejante a él, lo hizo imitador de Dios, lo puso en el camino que indicó el Padre a fin de que pudiera ver a Dios, y le dio como don al Padre mismo» (III, 20, 2-3).

Se nos presentan algunas de las ideas preferidas de san Ireneo: Dios con el Niño Jesús nos llama a ser semejantes a él. Vemos cómo es Dios. Y así nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y debemos imitarlo. Dios se ha donado, Dios se ha dado en nuestras manos. Debemos imitar a Dios. Y, por último, la idea de que así podemos ver a Dios. Una idea central de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así está en la oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así comienza a ver la verdad, así comienza a vivir.

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El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad. Con su venida entre nosotros Dios nos indica y nos asigna también una tarea: precisamente la de ser semejantes a él y tender a la verdadera vida, la de llegar a la visión de Dios, en el rostro de Cristo. Afirma también san Ireneo: «El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio como “signo” de nuestra salvación a Aquel que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (ib.). También aquí tenemos una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su bondad y por su infinita misericordia.

En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo. Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre desprevenidos, empeñados sólo en embellecer la realidad exterior. Que el cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es contrario a esta venida: pensamientos, palabras, actitudes y acciones, espoleándonos a hacer el bien y a contribuir a realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a caminar así hacia el encuentro con el Señor.

El belén es un signo característico del tiempo navideño. También en la plaza de San Pedro, como es tradición, ya casi está listo e idealmente se asoma a Roma y a todo el mundo, representando la belleza del Misterio del Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros (cf. Jn 1, 14). El belén es expresión de nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros, que Cristo se acerca a nosotros, pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque permanece viva y, más aún, se renueva la tradición de preparar el belén en las casas, en los ambientes de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este genuino testimonio de fe cristiana ofrezca también hoy a todos los hombres de buena voluntad un sugestivo icono del amor infinito del Padre hacia todos nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos se sorprendan de nuevo frente a él.

Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a vivir el Misterio de la Navidad con renovada gratitud al Señor. Que en medio de la actividad frenética de nuestros días, este tiempo nos dé un poco de calma y de alegría, y nos haga palpar la bondad de nuestro Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nueva valentía y nueva luz a nuestro camino. Este es mi deseo para una santa y feliz Navidad: lo dirijo con afecto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, en particular a los enfermos y a los que sufren, así como a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

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92 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Juliana de Cornillon

92 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA JULIANA DE CORNILLON

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE NOVIEMBRE DE 2010

SANTA JULIANA DE CORNILLON

Queridos hermanos y hermanas:

También esta mañana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida, pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Christi. Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Tenemos algunos datos acerca de su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en la que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la santa.

Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico». Allí, antes que Juliana, teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras de caridad.

Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.

Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja, rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.

Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios, siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral.

Santa Juliana de Mont Cornillon krouillong comunion en la mano sacrilegio

A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependía su monasterio. Entonces, por su propia voluntad, Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compañeras y durante diez años, de 1248 a 1258, fue huésped en varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenía palabras de crítica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un último impulso de amor a Jesús Eucaristía, a quien siempre había amado, honrado y adorado.

La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».

El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.

Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento. Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera eucarística» se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana. El venerable Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que «en muchos lugares (…) la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282).

Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección. Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.

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87 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Catalina de Bolonia

87 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA CATALINA DE BOLONIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE DICIEMBRE DE 2010

 

SANTA CATALINA DE BOLONIA

Queridos hermanos y hermanas:

En una reciente catequesis hablé de santa Catalina de Siena. Hoy quiero presentaros a otra santa, menos conocida, que lleva el mismo nombre: santa Catalina de Bolonia, mujer de vasta cultura, pero muy humilde; dedicada a la oración, aunque siempre dispuesta a servir; generosa en el sacrificio, pero llena de alegría a la hora de aceptar con Cristo la cruz.

Nace en Bolonia el 8 de septiembre de 1413, primogénita de Benvenuta Mammolini y de Giovanni de Vigri, rico y culto patricio de Ferrara, doctor en derecho y lector público en Padua, donde desempeñaba actividad diplomática para Nicolás III d’Este, marqués de Ferrara. Las noticias sobre la infancia y la niñez de Catalina son escasas y no todas son seguras. De niña vive en Bolonia, en casa de sus abuelos; allí la educan los familiares, sobre todo su madre, mujer de gran fe. Se traslada con ella a Ferrara cuando tenía cerca de diez años y entra en la corte de Nicolás III d’Este como dama de honor de Margarita, hija natural de Nicolás. El marqués está transformando Ferrara en una espléndida ciudad, llamando a artistas y literatos de varios países. Promueve la cultura y, aunque lleve una vida privada poco ejemplar, cuida mucho el bien espiritual, la conducta moral y la educación de sus súbditos.

En Ferrara, Catalina no se deja influir por los aspectos negativos que conllevaba a menudo la vida de corte; goza de la amistad de Margarita y se convierte en su confidente; enriquece su cultura: estudia música, pintura y danza; aprende a escribir poesías y composiciones literarias, y a tocar la viola; se hace experta en el arte de la miniatura y de la copia; perfecciona el estudio del latín. En su futura vida monástica valorizará mucho el patrimonio cultural y artístico adquirido en estos años. Aprende con facilidad, con pasión y con tenacidad; muestra gran prudencia, singular modestia, gracia y amabilidad en el comportamiento. En cualquier caso, una nota la distingue de modo absolutamente claro: su espíritu constantemente dirigido a las cosas del cielo. En 1427, a sólo catorce años, entre otras razones como consecuencia de algunos acontecimientos familiares, Catalina decide dejar la corte, para unirse a un grupo de mujeres jóvenes provenientes de familias nobles que hacían vida común, consagrándose a Dios. Su madre, con fe, da su consentimiento, aunque tenía otros proyectos para ella.

No conocemos el camino espiritual de Catalina antes de esta decisión. Hablando en tercera persona, afirma que ha entrado al servicio de Dios «iluminada por la gracia divina (…) con recta conciencia y gran fervor», solícita día y noche en la santa oración, esforzándose por conquistar todas las virtudes que veía en los demás, «no por envidia, sino para agradar más a Dios, en quien había puesto todo su amor» (Le sette armi spirituali, VII, 8, Bolonia 1998, p. 12). Sus progresos espirituales en esta nueva fase de la vida son notables, pero también son grandes y terribles sus pruebas, sus sufrimientos interiores, sobre todo las tentaciones del demonio. Atraviesa una profunda crisis espiritual hasta el umbral de la desesperación (cf. ib., VII, pp. 12-29). Vive en la noche del espíritu, asaltada también por la tentación de la incredulidad respecto a la Eucaristía. Después de sufrir mucho, el Señor la consuela: en una visión le da el conocimiento claro de la presencia real eucarística, un conocimiento tan luminoso que Catalina no logra expresarlo con las palabras (cf. ib., VIII, 2, pp. 42-46). En el mismo período una prueba dolorosa se abate sobre la comunidad: surgen tensiones entre quienes quieren seguir la espiritualidad agustiniana y quienes se orientan más hacia la espiritualidad franciscana.

Entre 1429 y 1430 la responsable del grupo, Lucia Mascheroni, decide fundar un monasterio agustiniano. Catalina, en cambio, con otras, elige vincularse a la regla de santa Clara de Asís. Es un don de la Providencia, porque la comunidad habita cerca de la iglesia del Espíritu Santo anexa al convento de los Frailes Menores que se han adherido al movimiento de la Observancia. Así Catalina y sus compañeras pueden participar regularmente en las celebraciones litúrgicas y recibir una asistencia espiritual adecuada. También tienen la alegría de escuchar la predicación de san Bernardino de Siena (cf. ib., VII, 62, p. 26). Catalina narra que, en 1429 —tercer año desde su conversión— va a confesarse con uno de los Frailes Menores que estima, hace una buena confesión y pide intensamente al Señor que le conceda el perdón de todos los pecados y de la pena unida a ellos. Dios le revela en una visión que le ha perdonado todo. Es una experiencia muy fuerte de la misericordia divina, que la marca para siempre, dándole nuevo impulso para responder con generosidad al inmenso amor de Dios (cf. ib., ix, 2, pp. 46-48).

En 1431 tiene una visión del juicio final. La estremecedora escena de los condenados la impulsa a intensificar oraciones y penitencias por la salvación de los pecadores. El demonio sigue atacándola y ella se encomienda de modo cada vez más total al Señor y a la Virgen María (cf. ib., x, 3, pp. 53-54). En sus escritos, Catalina nos deja algunas anotaciones esenciales de esta misteriosa batalla, de la que sale vencedora con la gracia de Dios. Lo hace para instruir a sus hermanas y a quienes deseen encaminarse por la senda de la perfección: quiere poner en guardia ante las tentaciones del demonio, que a menudo se esconde bajo apariencias engañosas, para luego insinuar dudas de fe, incertidumbres vocacionales y sensualidad.

En el tratado autobiográfico y didascálico, Las siete armas espirituales, Catalina ofrece, al respecto, enseñanzas de gran sabiduría y de profundo discernimiento. Habla en tercera persona al referir las gracias extraordinarias que el Señor le da y en primera persona al confesar sus pecados. Su escrito refleja la pureza de su fe en Dios, la profunda humildad, la sencillez de corazón, el ardor misionero, el celo por la salvación de las almas. Identifica siete armas en la lucha contra el mal, contra el diablo: 1. tener cuidado y solicitud en obrar siempre el bien; 2. creer que nosotros solos nunca podremos hacer algo verdaderamente bueno; 3. confiar en Dios y, por amor a él, no temer nunca la batalla contra el mal, tanto en el mundo como en nosotros mismos; 4. meditar a menudo los hechos y las palabras de la vida de Jesús, sobre todo su pasión y muerte; 5. recordar que debemos morir; 6. tener fija en la mente la memoria de los bienes del Paraíso; 7. tener familiaridad con la Santa Escritura, llevándola siempre en el corazón para que oriente todos nuestros pensamientos y acciones. ¡Un buen programa de vida espiritual, también hoy, para cada uno de nosotros!

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En el convento, Catalina, a pesar de que estaba acostumbrada a la corte de Ferrara, se ocupa de lavar, coser, hacer pan y cuidar de los animales. Todo, incluso los servicios más humildes, lo hace con amor y con obediencia pronta, dando a sus hermanas un testimonio luminoso. En efecto, ella ve en la desobediencia el orgullo espiritual que destruye cualquier otra virtud. Por obediencia acepta el cargo de maestra de novicias, pese a que se considere incapaz de desempeñar esta responsabilidad, y Dios sigue animándola con su presencia y sus dones: de hecho, es una maestra sabia y apreciada.

Más tarde le encomiendan el servicio del locutorio. Le cuesta mucho interrumpir a menudo la oración para responder a las personas que se presentan a la reja del monasterio, pero tampoco esta vez el Señor deja de visitarla y de estar cerca. Con ella el monasterio es cada vez más un lugar de oración, de ofrenda, de silencio, de esfuerzo y de alegría. A la muerte de la abadesa, los superiores piensan inmediatamente en ella, pero Catalina los impulsa a dirigirse a las Clarisas de Mantua, más instruidas en las Constituciones y en las observancias religiosas. Sin embargo, pocos años después, en 1456, piden a su monasterio que haga una nueva fundación en Bolonia. Catalina preferiría terminar sus días en Ferrara, pero el Señor se le aparece y la exhorta a cumplir la voluntad de Dios yendo a Bolonia como abadesa. Se prepara al nuevo compromiso con ayunos, disciplinas y penitencias. Va a Bolonia con dieciocho hermanas. Como superiora es la primera en la oración y en el servicio; vive en profunda humildad y pobreza. Cuando termina el trienio de abadesa es feliz de que la sustituyan, pero al cabo de un año debe retomar sus funciones, porque la nueva elegida se ha quedado ciega. Aunque sufre y la atormentan graves enfermedades, presta su servicio con generosidad y entrega.

A lo largo de un año más exhorta a sus hermanas a la vida evangélica, a la paciencia y a la constancia en las pruebas, al amor fraterno, a la unión con el Esposo divino, Jesús, a fin de preparar así la propia dote para las nupcias eternas. Una dote que Catalina ve en saber compartir los sufrimientos de Cristo, afrontando con serenidad necesidades, angustias, desprecio, incomprensión (cf. Le sette armi spirituali, X, 20, pp. 57-58). A comienzos de 1463 sus enfermedades se agravan; reúne a las hermanas por última vez en el capítulo, para anunciarles su muerte y recomendar la observancia de la Regla. Hacia finales de febrero padece fuertes sufrimientos que ya no la abandonarán, pero es ella quien consuela a las hermanas en el dolor, asegurándoles su ayuda también desde el cielo. Después de recibir los últimos sacramentos, entrega a su confesor el escrito Las siete armas espirituales y entra en agonía; su rostro se embellece y se ilumina; mira de nuevo con amor a cuantas la rodean y expira dulcemente, pronunciando tres veces el nombre de Jesús: es el 9 de marzo de 1463 (cf. I. Bembo, Specchio di illuminazione. Vita di S. Caterina a Bologna, Florencia 2001, cap. III). Catalina es canonizada por el Papa Clemente XI el 22 de mayo de 1712. La ciudad de Bolonia, en la capilla del monasterio del Corpus Domini, conserva su cuerpo incorrupto.

Queridos amigos, santa Catalina de Bolonia, con sus palabras y su vida, es una fuerte invitación a dejarnos guiar siempre por Dios, a cumplir diariamente su voluntad, aunque a menudo no coincida con nuestros proyectos, a confiar en su Providencia que nunca nos deja solos. Desde esta perspectiva, santa Catalina habla con nosotros. A pesar de que han pasado muchos siglos, es muy moderna y habla a nuestra vida. Como nosotros sufre la tentación, sufre las tentaciones de la incredulidad, de la sensualidad, de un combate difícil, espiritual. Se siente abandonada por Dios, se encuentra en la oscuridad de la fe. Pero en todas estas situaciones se agarra siempre a la mano del Señor, no lo deja, no lo abandona. Y avanzando de la mano del Señor, va por el camino correcto y encuentra la senda de la luz. Así, nos dice también a nosotros: ánimo, incluso en la noche de la fe, incluso entre tantas dudas que podemos tener, no dejes la mano del Señor, camina de su mano, cree en la bondad de Dios; ¡esto es ir por el camino correcto! Y quiero subrayar otro aspecto, el de su gran humildad: es una persona que no quiere ser alguien o algo; no quiere sobresalir; no quiere gobernar. Quiere servir, hacer la voluntad de Dios, estar al servicio de los demás. Precisamente por esto Catalina era creíble en la autoridad, porque se podía ver que para ella la autoridad era exactamente servir a los demás. Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra santa, el don de realizar el proyecto que él tiene para nosotros, con valentía y generosidad, para que sólo él sea la roca firme sobre la cual se edifica nuestra vida. Gracias.

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84 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristianos unidos ante los desafíos de la cultura y de la economía

84 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE ENERO DE 2009

CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado comenzó la “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, que concluirá el domingo próximo, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Se trata de una iniciativa espiritual preciosa, que se está difundiendo cada vez más entre los cristianos, en sintonía y, podríamos decir, en respuesta a la apremiante invocación que Jesús dirigió al Padre en el Cenáculo, antes de su Pasión: “Que sean una sola cosa, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Durante esta oración sacerdotal, el Señor, en cuatro ocasiones, pide a sus discípulos que sean “una sola cosa”, según la imagen de la unidad entre el Padre y el Hijo. Se trata de una unidad que sólo puede crecer siguiendo el ejemplo de la entrega del Hijo al Padre, es decir, saliendo de sí y uniéndose a Cristo. Además, por dos veces, en esta oración Jesús añade como fin de esta unidad: para que el mundo crea. Por tanto, la unidad plena está conectada con la vida y la misión misma de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe vivir una unidad que sólo puede derivar de su unidad con Cristo, con su trascendencia, como signo de que Cristo es la verdad. Esta es nuestra responsabilidad: que sea visible en el mundo el don de una unidad en virtud de la cual se haga creíble nuestra fe. Por esto es importante que cada comunidad cristiana tome conciencia de la urgencia de trabajar de todas las formas posibles para llegar a este gran objetivo. Al mismo tiempo, es importante implorarla con oración constante y confiada, sabiendo que la unidad es ante todo “don” del Señor. Sólo saliendo de nosotros mismos y yendo hacia Cristo, sólo en la relación con él podemos llegar a estar realmente unidos entre nosotros. Esta es la invitación que, con la presente “Semana”, se nos dirige a los creyentes en Cristo de toda Iglesia y Comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, respondamos a esta invitación con generosidad diligente.

Este año la “Semana de oración por la unidad” propone a nuestra meditación y oración estas palabras tomadas del libro del profeta Ezequiel: “Que formen una sola cosa en tu mano” (37, 17). El tema ha sido elegido por un grupo ecuménico de Corea, y revisado después para su divulgación internacional por el Comité mixto de oración, formado por representantes del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y por el Consejo mundial de Iglesias de Ginebra. El mismo proceso de preparación ha sido un estimulante y fecundo ejercicio de auténtico ecumenismo.

En el pasaje del libro del profeta Ezequiel del que se ha sacado el tema, el Señor ordena al profeta que tome dos maderas, una como símbolo de Judá y sus tribus y la otra como símbolo de José y de toda la casa de Israel unida a él, y les pide que las “acerque”, de modo que formen una sola madera, “una sola cosa” en su mano. Es transparente la parábola de la unidad. A los “hijos del pueblo”, que pedirán explicación, Ezequiel, iluminado desde lo Alto, dirá que el Señor mismo toma las dos maderas y las acerca, de forma que los dos reinos con sus tribus respectivas, divididas entre sí, lleguen a ser “una sola cosa en su mano”. La mano del profeta, que acerca los dos leños, se considera como la mano misma de Dios que reúne y unifica a su pueblo y, finalmente, a la humanidad entera. Las palabras del profeta las podemos aplicar a los cristianos como una exhortación a rezar, a trabajar haciendo todo lo posible para que se realice la unidad de todos los discípulos de Cristo; a trabajar para que nuestra mano sea instrumento de la mano unificadora de Dios.

Esta exhortación resulta particularmente conmovedora y apremiante en las palabras de Jesús después de la última Cena. El Señor desea que todo su pueblo camine —y ve en él a la Iglesia del futuro, de los siglos futuros— con paciencia y perseverancia hacia la realización de la unidad plena. Este empeño que comporta la adhesión humilde y obediencia dócil al mandato del Señor, que lo bendice y lo hace fecundo. El profeta Ezequiel nos asegura que será precisamente él, nuestro único Señor, el único Dios, quien nos tome en “su mano”.

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En la segunda parte de la lectura bíblica se profundizan el significado y las condiciones de la unidad de las distintas tribus en un solo reino. En la dispersión entre los gentiles, los israelitas habían conocido cultos erróneos, habían asimilado concepciones de vida equivocadas, habían asumido costumbres ajenas a la ley divina. Ahora el Señor declara que ya no se contaminarán más con los ídolos de los pueblos paganos, con sus abominaciones, con todas sus iniquidades (cf. Ez 37, 23). Reclama la necesidad de liberarlos del pecado, de purificar su corazón. “Los libraré de todas sus rebeldías —afirma—, los purificaré”. Y así “serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez37, 23). En esta condición de renovación interior, ellos “seguirán mis mandamientos, observarán mis leyes y las pondrán en práctica”. Y el texto profético se concluye con la promesa definitiva y plenamente salvífica: “Haré con ellos una alianza de paz… pondré mi santuario, es decir, mi presencia, en medio de ellos” (Ez 37, 26).

La visión de Ezequiel es particularmente elocuente para todo el movimiento ecuménico, porque pone en claro la exigencia imprescindible de una renovación interior auténtica en todos los componentes del pueblo de Dios que sólo el Señor puede realizar. A esta renovación debemos estar abiertos también nosotros, porque también nosotros, desperdigados entre los pueblos del mundo, hemos aprendido costumbres muy alejadas de la Palabra de Dios. “Así como hoy la renovación de la Iglesia —se lee en el decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II— consiste esencialmente en el crecimiento de la fidelidad a su vocación, esta es sin duda la razón del movimiento hacia la unidad” (Unitatis redintegratio, 6), es decir, la mayor fidelidad a la vocación de Dios. El decreto subraya también la dimensión interior de la conversión del corazón. “El ecumenismo verdadero —añade— no existe sin la conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y del ejercicio pleno de la caridad (ib., 7). La “Semana de oración por la unidad” se convierte, de esta forma, para todos nosotros en estímulo a una conversión sincera y a una escucha cada vez más dócil a la Palabra de Dios, a una fe cada vez más profunda.

La “Semana” es también una ocasión propicia para agradecer al Señor por cuanto nos ha concedido hacer hasta ahora “para acercar” unos a otros, los cristianos divididos, y las propias Iglesias y Comunidades eclesiales. Este espíritu ha animado a la Iglesia católica, la cual, durante el año pasado, ha proseguido, con firme convicción y segura esperanza, manteniendo relaciones fraternas y respetuosas con todas las Iglesias y Comunidades eclesiales de Oriente y Occidente. En la variedad de las situaciones, a veces más positivas y a veces con más dificultades, se ha esforzado por no decaer nunca en el empeño de realizar todos los esfuerzos para la recomposición de la unidad plena. Las relaciones entre las Iglesias y los diálogos teológicos han seguido dando signos de convergencias espirituales alentadoras. Yo mismo he tenido la alegría de encontrar, aquí en el Vaticano y en el curso de mis viajes apostólicos, a cristianos procedentes de todos los horizontes. Con gran alegría acogí en tres ocasiones al Patriarca ecuménico Su Santidad Bartolomé I y, como acontecimiento extraordinario, le oímos tomar la palabra, con calor eclesial fraterno y con confianza convencida en el porvenir, durante la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos. Tuve el placer de recibir a los dos Catholicós de la Iglesia apostólica armenia: Su Santidad Karekin II de Etchmiadzin y Su Santidad Aram Ide Antelias. Y, finalmente, he compartido el dolor del Patriarcado de Moscú por la partida del amado hermano en Cristo, el Patriarca Su Santidad Alexis II, y continúo permaneciendo en comunión de oración con estos hermanos nuestros que se preparan para elegir al nuevo Patriarca de la venerada y gran Iglesia ortodoxa. Igualmente, tuve ocasión de encontrar a representantes de las diversas Comuniones cristianas de Occidente, con los que prosigue el diálogo sobre el importante testimonio que los cristianos deben dar hoy de forma concorde, en un mundo cada vez más dividido y que se encuentra ante numerosos desafíos de carácter cultural, social, económico y ético. De esto y de tantos otros encuentros, diálogos y gestos de fraternidad que el Señor nos ha permitido poder realizar, démosle gracias juntos con alegría.

Queridos hermanos y hermanas, aprovechemos la oportunidad que la “Semana de oración por la unidad de los cristianos” nos ofrece para pedir al Señor que prosigan y, si es posible, se intensifiquen el compromiso y el diálogo ecuménico. En el contexto del Año paulino, que conmemora el bimilenario del nacimiento de san Pablo, no podemos no referirnos también a cuanto el apóstol san Pablo nos dejó escrito a propósito de la unidad de la Iglesia. Cada miércoles voy dedicando mi reflexión a sus cartas y a su preciosa enseñanza. Retomo aquí sencillamente cuanto escribió dirigiéndose a la comunidad de Éfeso: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 4-5). Hagamos nuestro el anhelo de san Pablo, que consumó enteramente su vida por el único Señor y por la unidad de su Cuerpo místico, la Iglesia, dando, con el martirio, un testimonio supremo de fidelidad y de amor a Cristo.

Que cada comunidad, siguiendo su ejemplo y contando con su intercesión, crezca en el empeño de la unidad, gracias a las diversas iniciativas espirituales y pastorales y a las asambleas de oración común, que suelen hacerse más numerosas e intensas en esta “Semana”, haciéndonos ya pregustar, en cierto modo, el día de la unidad plena. Oremos para que entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales continúe el diálogo de la verdad, indispensable para dirimir las divergencias, y el de la caridad, que condiciona el diálogo teológico mismo y ayuda a vivir unidos para un testimonio común. El deseo que habita en nuestros corazones es que llegue pronto el día de la comunión plena, cuando todos los discípulos del único Señor nuestro podrán finalmente celebrar juntos la Eucaristía, el sacrificio divino para la vida y la salvación del mundo. Invocamos la intercesión maternal de María para que ayude a todos los cristianos a cultivar una escucha más atenta de la Palabra de Dios y una oración más intensa por la unidad.

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78 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Camerún y a Angola

78 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A CAMERÚN Y A ANGOLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE ABRIL DE 2009

VIAJE APOSTÓLICO A CAMERÚN Y A ANGOLA

Queridos hermanos y hermanas: 

Como anuncié el domingo pasado en el Ángelus, hoy voy a hablar del reciente viaje apostólico a África, el primero de mi pontificado a ese continente. Se limitó a Camerún y Angola, pero idealmente con mi visita quise abrazar a todos los pueblos africanos y bendecirlos en el nombre del Señor. Experimenté la cordial acogida africana tradicional, que me dispensaron en todas partes, y aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar nuevamente mi viva gratitud a los Episcopados de ambos países, a los jefes de Estado, a todas las autoridades y a cuantos de diversos modos se han prodigado por el éxito de esta visita pastoral.

Mi estancia en tierra africana comenzó el 17 de marzo en Yaundé, capital de Camerún, donde me encontré inmediatamente en el corazón de África, y no sólo geográficamente. En efecto, este país reúne muchas características  de  ese  gran continente, la primera de todas su alma profundamente religiosa, que poseen todos los numerosísimos grupos étnicos que lo pueblan. En Camerún, más de la cuarta parte de la población está constituida por católicos,  que conviven pacíficamente con las demás comunidades religiosas. Por eso mi amado predecesor Juan Pablo II, en 1995, eligió precisamente la capital de esa nación para promulgar la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, tras la primera Asamblea sinodal dedicada al continente africano. Esta vez, el Papa ha vuelto para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea sinodal para África, que se celebrará el próximo mes de octubre en Roma y que tendrá por tema:  “La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz:  “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14)”.

En los encuentros que, con dos días de separación, mantuve con los Episcopados, respectivamente, de Camerún y de Angola y Santo Tomé y Príncipe, quise recordar —con mayor razón en este Año paulino— la urgencia de la evangelización, que compete en primer lugar precisamente a los obispos, subrayando la dimensión colegial, fundada en la comunión sacramental. Los exhorté a servir siempre de ejemplo para sus sacerdotes y para todos los fieles, y a seguir atentamente la formación de los seminaristas, que gracias a Dios son numerosos, y de los catequistas, que cada vez son más necesarios para la vida de la Iglesia en África. Animé a los obispos a promover la pastoral del matrimonio y de la familia, de la liturgia y de la cultura, también para ayudar a los laicos a resistir al ataque de las sectas y de los grupos esotéricos. Los quise confirmar con afecto en el ejercicio de la caridad y en la defensa de los derechos de los pobres.

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Recuerdo también la solemne celebración de Vísperas que tuvo lugar en Yaundé, en la iglesia de María Reina de los Apóstoles, patrona de Camerún, un templo grande y moderno, que surge en el lugar donde trabajaron los primeros evangelizadores de Camerún, los Misioneros Espiritanos. En la vigilia de la solemnidad de san José, a cuya solícita custodia Dios confió sus más preciosos tesoros, María y Jesús, dimos gloria al único Padre que está en los cielos, junto con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Contemplando la figura espiritual de san José, que consagró su existencia a Cristo y a la Virgen María, invité a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los miembros de los movimientos eclesiales a permanecer siempre fieles a su vocación, viviendo en la presencia de Dios y en la obediencia gozosa a su Palabra.

En la nunciatura apostólica de Yaundé me reuní también con los representantes de la comunidad musulmana de Camerún, reafirmando la importancia del diálogo interreligioso y de la colaboración entre cristianos y musulmanes para ayudar al mundo a abrirse a Dios. Fue un encuentro realmente muy cordial.

Seguramente uno de los momentos culminantes del viaje fue la entrega del Instrumentum laboris de la II Asamblea sinodal para África, que tuvo lugar el 19 de marzo —día de san José y mi onomástico— en el estadio de Yaundé, al final de la solemne celebración eucarística en honor de san José. Esto sucedió en un ambiente festivo del pueblo de Dios, “entre cantos de júbilo y alabanza en el bullicio de la fiesta”, como dice el salmo (42, 5), que experimentamos de forma concreta. La Asamblea sinodal tendrá lugar en Roma, pero en cierto sentido ya ha empezado en el corazón del continente africano, en el corazón de la familia cristiana que vive, sufre y espera allí. Por eso me pareció feliz la coincidencia de la publicación del Instrumentum laboris con la fiesta de san José, modelo de fe y de esperanza como el primer patriarca Abraham. La fe en el “Dios cercano”, que en Jesús nos mostró su rostro de amor, es la garantía de una esperanza segura, para África y para el mundo entero, garantía de un futuro de reconciliación, justicia y paz.

Después de la solemne asamblea litúrgica y la presentación festiva del Instrumentum laboris, en la nunciatura apostólica me reuní con los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los obispos, y viví con ellos un momento de intensa comunión:  reflexionamos juntos sobre la historia de África desde una perspectiva teológica y pastoral. Era casi como una primera reunión del Sínodo mismo, en un debate fraterno entre los distintos Episcopados y el Papa sobre las perspectivas del Sínodo de la reconciliación y de la paz en África. En efecto, el cristianismo —y esto se podía ver— echó desde el principio profundas raíces en tierra africana, como lo atestiguan los numerosos mártires y santos, pastores, doctores y catequistas que florecieron primero en el norte y luego, en épocas sucesivas, en el resto del continente:  pensemos en san Cipriano, en san Agustín y en su madre santa Mónica, en san Atanasio; y después en los mártires de Uganda, en Josefina Bakhita y en tantos otros. En la época actual, en la que África se está esforzando por consolidar su independencia política y la construcción de las identidades nacionales en un contexto ya globalizado, la Iglesia acompaña a los africanos recordando el gran mensaje del concilio Vaticano ii, aplicado mediante la primera y, ahora, la segunda Asamblea sinodal especial. En medio de los conflictos, por desgracia numerosos y dramáticos, que aún afligen a diversas regiones de ese continente, la Iglesia sabe que debe ser signo e instrumento de unidad y de reconciliación, para que toda África pueda construir unida un futuro de justicia, solidaridad y paz, aplicando las enseñanzas del Evangelio.

Un signo fuerte de la acción humanizadora del mensaje de Cristo es sin duda el Centro Cardenal Léger de Yaundé, destinado a la rehabilitación de personas discapacitadas. Fue fundado por el cardenal canadiense Paul Émil Léger, que quiso retirarse allí tras el Concilio, en 1968, para trabajar entre los pobres. En ese Centro, posteriormente cedido al Estado, me encontré con numerosos hermanos y hermanas que viven en situación de sufrimiento, compartiendo con ellos —y también recibiendo de ellos— la esperanza que procede de la fe, incluso en situaciones de sufrimiento.

Segunda etapa —y segunda parte de mi viaje— fue Angola, país también emblemático en ciertos aspectos:  tras salir de una larga guerra interna, ahora está comprometido en la obra de reconciliación y de reconstrucción nacional. Pero ¿cómo podrían ser auténticas esta reconciliación y esta reconstrucción si tuvieran lugar en detrimento de los más pobres, que, como todos, tienen derecho a participar en los recursos de su tierra? Precisamente por eso, con mi visita, cuyo primer objetivo era obviamente confirmar en la fe a la Iglesia, también quise estimular el actual proceso social. En Angola se toca realmente con la mano lo que han repetido en numerosas ocasiones mis venerados predecesores:  todo se pierde con la guerra, todo puede renacer con la paz. Pero para reconstruir una nación hacen falta grandes energías morales. Y aquí, una vez más, es importante el papel de la Iglesia, llamada a desempeñar una función educativa, trabajando en profundidad para renovar y formar las conciencias.

El patrono de la ciudad de Luanda, capital de Angola, es san Pablo:  por eso elegí celebrar la Eucaristía con los sacerdotes, los seminaristas, los religiosos, los catequistas y los demás agentes pastorales, el sábado 21 de marzo, en la iglesia dedicada al Apóstol. Una vez más la experiencia personal de san Pablo nos habló del encuentro con Cristo resucitado, capaz de transformar las personas y la sociedad. Cambian los contextos históricos —y es preciso tenerlo en cuenta—, pero Cristo sigue siendo la verdadera fuerza de renovación radical del hombre y de la comunidad humana. Por ello, volver a Dios, convertirse a Cristo, significa ir adelante, hacia la plenitud de la vida.

Para expresar la cercanía de la Iglesia a los esfuerzos de reconstrucción de Angola y de muchas regiones africanas, en Luanda quise dedicar dos encuentros especiales:  uno a los jóvenes y otro a las mujeres. Con los jóvenes, en el estadio, fue una fiesta de alegría y esperanza, entristecida lamentablemente por la muerte de dos muchachas, aplastadas por la multitud en la aglomeración al entrar. África es un continente muy joven, pero demasiados de sus hijos, niños y adolescentes, ya han sufrido graves heridas, que sólo Jesucristo, crucificado y resucitado, puede sanar infundiendo en ellos, con su Espíritu, la fuerza para amar y comprometerse por la justicia y la paz.
A las mujeres les rendí homenaje por el servicio que muchas de ellas prestan a la fe, a la dignidad humana, a la vida, a la familia. Reafirmé su pleno derecho a comprometerse en la vida pública, sin que sufra menoscabo su papel en la familia, misión fundamental que han de cumplir siempre compartiendo responsablemente con los demás elementos de la sociedad y sobre todo con sus maridos y sus padres.

Ese fue, por tanto, el mensaje que dejé a las nuevas generaciones y al mundo femenino, extendiéndolo luego a todos en la granasamblea eucarística del domingo 22 de marzo, concelebrada con los obispos de los países del sur de África, en la que participó un millón de fieles. Si los pueblos africanos —les dije—, como el antiguo Israel, fundan su esperanza en la Palabra de Dios, con la riqueza de su patrimonio religioso y cultural pueden construir realmente un futuro de reconciliación y de pacificación estable para todos.

Queridos hermanos y hermanas, ¡cuántas otras consideraciones tengo en el corazón y cuántos recuerdos me vienen a la mente al pensar en este viaje! Os pido que deis gracias al Señor por las maravillas que ha realizado y que sigue realizando en África gracias a la acción generosa de los misioneros, los religiosos y las religiosas, los voluntarios, los sacerdotes, los catequistas, en comunidades jóvenes llenas de entusiasmo y de fe. Os pido también que recéis por los pueblos de África, a los que quiero mucho, para que puedan afrontar con valentía los grandes desafíos sociales, económicos y espirituales del momento presente. Encomendemos todo y a todos a la intercesión maternal de María santísima, Reina de África, y de los santos y beatos africanos.

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77 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Triduo Pascual

77 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL TRIDUO PASCUAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE ABRIL DE 2009

EL TRIDUO PASCUAL

Queridos hermanos y hermanas: 

La Semana santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos brinda la oportunidad de sumergirnos en los acontecimientos centrales de la Redención, de revivir el Misterio pascual, el gran Misterio de la fe. Desde mañana por la tarde, con la misa in Coena Domini, los solemnes ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de modo más vivo la pasión, la muerte y la resurrección del Señor en los días del santo Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico. Que la gracia divina abra nuestro corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo.

Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11), que en Cuaresma hemos meditado muchas veces. El Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo —como dice san Pablo— que “al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame:  ¡Jesucristo es Señor!” (Flp 2, 10-11).

Con estas palabras san Pablo hace referencia a una profecía de Isaías donde Dios dice:  Yo soy el Señor, que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cf. Is 45, 23). Esto —dice san Pablo— vale para Jesucristo. Él, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es realmente el Señor del mundo y ante él toda rodilla se dobla realmente.

¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, “se despojó de su rango”, asumiendo la miserable y débil condición humana. A este respecto, san Pablo usa un verbo griego muy rico de significado para indicar la kénosis, el abajamiento de Jesús. La forma (morphé) divina se ocultó en Cristo bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en todo menos en el pecado, lo condujo hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte.

Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega:  fue, más bien, una libre elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó —añade san Pablo— fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros:  por amor quiso “despojarse de su rango” y hacerse hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. A este propósito, un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro, escribe:  “Siendo Dios y Dios por naturaleza, siendo igual a Dios, no consideró esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido algún honor por encima de sus méritos, sino que, ocultando sus méritos, eligió la humildad más profunda y tomó la forma de un ser humano” (Comentario a la carta a los Filipenses2, 6-7).

El Triduo pascual, que —como decía— comenzará mañana con los sugestivos ritos vespertinos del Jueves santo tiene como preludio la solemne Misa Crismal, que por la mañana celebra el obispo con su presbiterio y en el curso de la cual todos renuevan juntos las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la ordenación. Es un gesto de gran valor, una ocasión muy propicia en la que los sacerdotes reafirman su fidelidad a Cristo, que los ha elegido como ministros suyos. Este encuentro sacerdotal asume además un significado particular, porque es casi una preparación para el Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars y que comenzará el próximo 19 de junio. También en la Misa Crismal se bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagrará el Crisma. Con estos ritos se significa simbólicamente la plenitud del sacerdocio de Cristo y la comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, reunido para el sacrificio eucarístico y vivificado en la unidad por el don del Espíritu Santo.

En la misa de la tarde, llamada in Coena Domini, la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad, que Jesús dejó a sus discípulos. San Pablo ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo la víspera de la pasión del Señor. “El Señor Jesús —escribe san Pablo al inicio de los años 50, basándose en un texto que recibió del entorno del Señor mismo— en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo:  “Este es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía”. Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo:  “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía”” (1 Co 11, 23-25).

Estas palabras, llenas de misterio, manifiestan con claridad la voluntad de Cristo:  bajo las especies del pan y del vino él se hace presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Es el sacrificio de la alianza nueva y definitiva, ofrecida a todos, sin distinción de raza y de cultura. Y Jesús constituye ministros de este rito sacramental, que entrega a la Iglesia como prueba suprema de su amor, a sus discípulos y a cuantos proseguirán su ministerio a lo largo de los siglos. Por tanto, el Jueves santo constituye una renovada invitación a dar gracias a Dios por el don supremo de la Eucaristía, que hay que acoger con devoción y adorar con fe viva. Por eso, la Iglesia anima, después de la celebración de la santa Misa, a velar en presencia del santísimo Sacramento, recordando la hora triste que Jesús pasó en soledad y oración en Getsemaní antes de ser arrestado y luego condenado a muerte.

Así llegamos al Viernes santo, día de la pasión y la crucifixión del Señor. Cada año, situándonos en silencio ante Jesús colgado del madero de la cruz, constatamos cuán llenas de amor están las palabras pronunciadas por él la víspera, en la última Cena:  “Esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por muchos” (cf. Mc 14, 24). Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad. Lo mismo que sucede ante la Eucaristía, sucede ante la pasión y muerte de Jesús en la cruz:  el misterio se hace insondable para la razón. Estamos ante algo que humanamente podría parecer absurdo:  un Dios que no sólo se hace hombre, con todas las necesidades del hombre; que no sólo sufre para salvar al hombre cargando sobre sí toda la tragedia de la humanidad, sino que además muere por el hombre.

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La muerte de Cristo recuerda el cúmulo de dolor y de males que pesa sobre la humanidad de todos los tiempos:  el peso aplastante de nuestro morir, el odio y la violencia que aún hoy ensangrientan la tierra. La pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; no hay que dormir en este tiempo” (Pensamientos, 553). El Viernes santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio para renovar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y la valentía de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día canta:  “O Crux, ave, spes unica”, “¡Salve, oh cruz, esperanza única!”.

Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado santo, en espera de la resurrección de Jesús. En este día las iglesias están desnudas y no se celebran ritos litúrgicos particulares. La Iglesia vela en oración como María y junto con María, compartiendo sus mismos sentimientos de dolor y confianza en Dios. Justamente se recomienda conservar durante todo el día un clima de oración, favoreciendo la meditación y la reconciliación; se anima a los fieles a acercarse al sacramento de la Penitencia, para poder participar, realmente renovados, en las fiestas pascuales.

El recogimiento y el silencio del Sábado santo nos llevarán en la noche a la solemne Vigilia pascual, “madre de todas las vigilias”, cuando prorrumpirá en todas las iglesias y comunidades el canto de alegría por la resurrección de Cristo. Una vez más, se proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte, y la Iglesia se llenará de júbilo en el encuentro con su Señor. Así entraremos en el clima de la Pascua de Resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente el Triduo santo, para participar cada vez más profundamente en el misterio de Cristo. En este itinerario nos acompaña la Virgen santísima, que siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, participando con gran pena en su sacrificio, cooperando así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes (cf Jn 19, 25-27). Juntamente con ella entraremos en el Cenáculo, permaneceremos al pie de la cruz, velaremos idealmente junto a Cristo muerto aguardando con esperanza el alba del día radiante de la resurrección. En esta perspectiva, os expreso desde ahora a todos mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua, junto con vuestras familias, parroquias y comunidades.

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76 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Valor de la Pascua

76 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL VALOR DE LA PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE ABRIL DE 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La tradicional audiencia general de los miércoles hoy está impregnada de gozo espiritual, el gozo que ningún sufrimiento ni pena pueden borrar, porque es un gozo que brota de la certeza de que Cristo, con su muerte y su resurrección, ha triunfado definitivamente sobre el mal y sobre la muerte. “¡Cristo ha resucitado, aleluya!”, canta la Iglesia en fiesta. Y este clima festivo, estos sentimientos típicos de la Pascua, no sólo se prolongan durante esta semana, la octava de Pascua, sino que se extienden también a lo largo de los cincuenta días que van hasta Pentecostés. Más aún, podemos decir que el misterio de la Pascua abarca todo el arco de nuestra existencia.

En este tiempo litúrgico son realmente numerosas las referencias bíblicas y los estímulos a la meditación que se nos ofrecen para profundizar el significado y el valor de la Pascua. El via crucis, que en el Triduo sacro recorrimos con Jesús hasta el Calvario reviviendo su dolorosa pasión, en la solemne Vigilia pascual se transformó en el consolador via lucis. Podemos decir que todo este camino de sufrimiento, visto desde la resurrección, es camino de luz y de renacimiento espiritual, de paz interior y de firme esperanza. Después del llanto, después del desconcierto del Viernes santo, al que siguió el silencio lleno de espera del Sábado santo, al alba del “primer día después del sábado” resonó con vigor el anuncio de la Vida que ha derrotado a la muerte: “Dux vitae mortuus regnat vivus“, “El Señor de la vida había muerto, pero ahora, vivo, triunfa”.

La novedad conmovedora de la resurrección es tan importante que la Iglesia no cesa de proclamarla, prolongando su recuerdo especialmente cada domingo. En efecto, cada domingo es “día del Señor” y Pascua semanal del pueblo de Dios. Nuestros hermanos orientales, con el fin de evidenciar este misterio de salvación que afecta a nuestra vida diaria, en lengua rusa llaman al domingo “día de la resurrección” (voskrescénje).

Así pues, para nuestra fe y para nuestro testimonio cristiano es fundamental proclamar la resurrección de Jesús de Nazaret como acontecimiento real, histórico, atestiguado por muchos y autorizados testigos. Lo afirmamos con fuerza porque, también en nuestro tiempo, no falta quien trata de negar su historicidad reduciendo el relato evangélico a un mito, a una “visión” de los Apóstoles, retomando o presentando antiguas teorías, ya desgastadas, como nuevas y científicas.

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Ciertamente, la resurrección no fue para Jesús un simple retorno a la vida anterior, pues en ese caso se trataría de algo del pasado: hace dos mil años uno resucitó, volvió a su vida anterior, como por ejemplo Lázaro. La Resurrección se sitúa en otra dimensión: es el paso a una dimensión de vida profundamente nueva, que nos toca también a nosotros, que afecta a toda la familia humana, a la historia y al universo.

Este acontecimiento, que introdujo una nueva dimensión de vida, una apertura de nuestro mundo hacia la vida eterna, cambió la existencia de los testigos oculares, como lo demuestran los relatos evangélicos y los demás escritos del Nuevo Testamento. Es un anuncio que generaciones enteras de hombres y mujeres a lo largo de los siglos han acogido con fe y han testimoniado a menudo al precio de su sangre, sabiendo que precisamente así entraban en esta nueva dimensión de la vida.

También este año, en Pascua resuena inmutable y siempre nueva, en todos los rincones de la tierra, esta buena nueva: Jesús, muerto en la cruz, ha resucitado y vive glorioso, porque ha derrotado el poder de la muerte, ha introducido al ser humano en una nueva comunión de vida con Dios y en Dios. Esta es la victoria de la Pascua, nuestra salvación. Así pues, podemos cantar con san Agustín: “La resurrección de Cristo es nuestra esperanza”, porque nos introduce en un nuevo futuro.

Es verdad: la resurrección de Jesús funda nuestra firme esperanza e ilumina toda nuestra peregrinación terrena, incluido el enigma humano del dolor y de la muerte. La fe en Cristo crucificado y resucitado es el corazón de todo el mensaje evangélico, el núcleo central de nuestro “Credo”. En un conocido pasaje paulino, contenido en la primera carta a los Corintios (1 Co 15, 3-8), podemos encontrar una expresión autorizada de ese “Credo” esencial. En él, el Apóstol, para responder a algunos miembros de la comunidad de Corinto que paradójicamente proclamaban la resurrección de Jesús pero negaban la de los muertos —nuestra esperanza—, transmite fielmente lo que él, Pablo, había recibido de la primera comunidad apostólica sobre la muerte y la resurrección del Señor.

Comienza con una afirmación casi perentoria: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, habríais creído en vano” (vv. 1-2). Inmediatamente añade que ha transmitido lo que él mismo había recibido. Y a continuación viene el pasaje que hemos escuchado al inicio de nuestro encuentro. San Pablo presenta ante todo la muerte de Jesús y, en un texto tan escueto, pone dos añadiduras a la noticia de que “Cristo murió”: la primera: murió “por nuestros pecados”; la segunda: “según las Escrituras” (v. 3). La expresión “según las Escrituras” pone el acontecimiento de la muerte del Señor en relación con la historia de la alianza veterotestamentaria de Dios con su pueblo, y nos hace comprender que la muerte del Hijo de Dios pertenece al entramado de la historia de la salvación; más aún, nos hace comprender que esa historia recibe de ella su lógica y su verdadero significado.

Hasta ese momento la muerte de Cristo había permanecido casi como un enigma, cuyo éxito era aún incierto. En el misterio pascual se cumplen las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte realizada “según las Escrituras” es un acontecimiento que contiene en sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo “carne”, “historia” humana, hasta el fondo. Cómo y por qué sucedió eso se comprende gracias a la otra añadidura que san Pablo hace: Cristo murió “por nuestros pecados”. Con estas palabras el texto paulino parece retomar la profecía de Isaías contenida en el cuarto canto del Siervo de Dios(cf. Is 53, 12). El Siervo de Dios —así dice el canto— “indefenso se entregó a la muerte”, llevó “el pecado de muchos”, e intercediendo por los “rebeldes” pudo obtener el don de la reconciliación de los hombres entre sí y de los hombres con Dios: su muerte es, por tanto, una muerte que pone fin a la muerte; el camino de la cruz lleva a la Resurrección.

En los versículos que siguen el Apóstol se refiere a la resurrección del Señor. Dice que Cristo “resucitó al tercer día según las Escrituras”. ¡De nuevo “según las Escrituras”! No pocos exegetas ven en la expresión “resucitó al tercer día según las Escrituras” una alusión significativa a lo que se lee en el Salmo 16, donde el Salmista proclama: “No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción” (v. 10). Este es uno de los textos del Antiguo Testamento que, en el cristianismo primitivo, se solía citar a menudo para probar el carácter mesiánico de Jesús. Dado que según la interpretación judía la corrupción comenzaba después del tercer día, las palabras de la Escritura se cumplen en Jesús, que resucita al tercer día, es decir, antes de que comience la corrupción.

San Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles, subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte se produce por el poder creador de la Palabra de Dios. Este poder divino trae esperanza y alegría: este es, en definitiva, el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua Dios se revela a sí mismo y revela el poder del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por el esplendor del Señor resucitado. Acojámoslo con fe y adhirámonos generosamente a su Evangelio, como hicieron los testigos privilegiados de su resurrección; como hizo, algunos años después, san Pablo, que se encontró con el divino Maestro de un modo extraordinario en el camino de Damasco. No podemos tener sólo para nosotros el anuncio de esta Verdad que cambia la vida de todos. Con humilde confianza oremos: “Oh Jesús, que resucitando de entre los muertos has anticipado nuestra resurrección, nosotros creemos en ti”.

Me complace concluir con una exclamación que solía repetir Silvano del Monte Athos: “Alégrate, alma mía. Siempre es Pascua, porque Cristo resucitado es nuestra resurrección”. Que la Virgen María nos ayude a cultivar en nosotros, y en nuestro entorno, este clima de alegría pascual, para ser testigos del Amor divino en todas las situaciones de nuestra vida.

Una vez más, ¡feliz Pascua a todos!

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72 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Viaje Apostólico a Tierra Santa

72 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL VIAJE APOSTÓLICO A TIERRA SANTA

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE MAYO DE 2009

EL VIAJE APOSTÓLICO A TIERRA SANTA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar del viaje apostólico que realicé del 8 al 15 de mayo a Tierra Santa, y por el que no dejo de dar gracias al Señor, pues se ha revelado un gran don para el Sucesor de Pedro y para toda la Iglesia. Deseo expresar de nuevo mi profundo agradecimiento a Su Beatitud el patriarca Fouad Twal, a los obispos de los diferentes ritos, a los sacerdotes y a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. Doy las gracias al rey y a la reina de Jordania, al presidente de Israel y al presidente de la Autoridad nacional palestina, con sus respectivos gobiernos, a todas las autoridades y a cuantos han colaborado de diferentes maneras en la preparación y en el éxito de la visita.

Se trató, ante todo, de una peregrinación; más aún, de la peregrinación por excelencia a los manantiales de la fe y, al mismo tiempo, de una visita pastoral a la Iglesia que vive en Tierra Santa: una comunidad de singular importancia, pues representa una presencia viva en los lugares donde tuvo su origen.

La primera etapa, del 8 al 11 de mayo por la mañana, fue Jordania, en cuyo territorio se encuentran dos santos lugares principales: el monte Nebo, desde el cual Moisés contempló la Tierra prometida y donde murió sin entrar en ella; y Betania “al otro lado del Jordán”, donde, según el cuarto Evangelio, al inicio bautizaba san Juan. El memorial de Moisés en el monte Nebo es un lugar de fuerte significado simbólico: habla de nuestra condición de peregrinos entre un “ya” y un “todavía no”, entre una promesa tan grande y hermosa que nos sostiene en el camino y un cumplimento que nos supera, y que supera también este mundo.

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La Iglesia vive en sí misma esta “índole escatológica” y “peregrina”: ya está unida a Cristo, su esposo, pero la fiesta de bodas por ahora sólo se pregusta, en espera de su vuelta gloriosa al final de los tiempos (cf. Lumen gentium, 48-50). En Betania tuve la alegría de bendecir las primeras piedras de dos iglesias que se edificarán en el lugar donde san Juan bautizaba. Este hecho es signo de la apertura y del respeto del reino hachemita por la libertad religiosa y la tradición cristiana, y esto merece gran aprecio. Manifesté este justo reconocimiento, unido al profundo respeto por la comunidad musulmana, a los jefes religiosos, al Cuerpo diplomático y a los rectores de las universidades, reunidos en la mezquita Al-Hussein bin-Talal, que mandó construir el rey Abadalá II en memoria de su padre, el famoso rey Hussein, quien acogió al Papa Pablo VI en su histórica peregrinación de 1964. ¡Cuán importante es que los cristianos y los musulmanes convivan pacíficamente respetándose los unos a los otros! Gracias a Dios y al compromiso de los gobernantes, esto sucede en Jordania. Por eso, he rezado para que sea así también en otros lugares, pensando sobre todo en los cristianos que viven una situación difícil en el vecino Irak.

En Jordania vive una importante comunidad cristiana, que ha crecido con los refugiados palestinos e iraquíes. Se trata de una presencia significativa y apreciada en la sociedad, entre otras cosas por sus obras educativas y de asistencia, atentas a la persona independientemente de su pertenencia étnica o religiosa. Un magnífico ejemplo es el centro de rehabilitación Regina pacis en Ammán, que acoge a numerosas personas discapacitadas. Al visitarlo, llevé una palabra de esperanza, pero también la recibí yo, como testimonio avalado por el sufrimiento y la comunión humana.

Además, como signo del compromiso de la Iglesia en el ámbito de la cultura, bendije la primera piedra de la Universidad de Madaba, del Patriarcado latino de Jerusalén. Experimenté una gran alegría al dar inicio a esta nueva institución científica y cultural, porque manifiesta de modo tangible que la Iglesia promueve la búsqueda de la verdad y del bien común, y ofrece un espacio abierto y de calidad a cuantos quieren dedicarse a esa búsqueda, premisa indispensable para un diálogo verdadero y fructuoso entre civilizaciones.

También en Ammán se realizaron dos solemnes celebraciones litúrgicas: las Vísperas en la catedral greco-melquita de San Jorge, y la santa misa en el Estadio internacional, que nos permitieron gustar juntos la belleza de encontrarse como pueblo de Dios peregrino, con la riqueza de sus diferentes tradiciones y unido en la única fe.

Al dejar Jordania, al final de la mañana del lunes 11, me dirigí a Israel donde, desde mi llegada, me presenté como peregrino de fe en la Tierra donde Jesús nació, vivió, murió y resucitó, y al mismo tiempo como peregrino de paz para implorar de Dios que, en el lugar donde él quiso hacerse hombre, todos los hombres vivan como hijos suyos, es decir, como hermanos. Naturalmente, este segundo aspecto de mi viaje se puso de relieve en los encuentros con las autoridades civiles: en la visita al presidente israelí y al presidente de la Autoridad palestina. En esa Tierra bendecida por Dios a veces parece imposible salir de la espiral de la violencia. Pero nada es imposible para Dios y para cuantos confían en él. Por esto, la fe en el único Dios, justo y misericordioso, que es el recurso más valioso de esos pueblos, debe liberar toda su carga de respeto, de reconciliación y colaboración. Expresé ese auspicio tanto al visitar al gran muftí y a los líderes de la comunidad islámica de Jerusalén, como al Gran Rabinado de Israel, y también durante el encuentro con las organizaciones comprometidas en el diálogo interreligioso, y, luego, en la reunión con los líderes religiosos de Galilea.

Jerusalén es la encrucijada de las tres grandes religiones monoteístas, y su nombre mismo, “ciudad de la paz”, expresa el designio de Dios sobre la humanidad: hacer de ella una gran familia. Este designio, anunciado a Abraham, se realizó plenamente en Jesucristo, al que san Pablo llama “nuestra paz”, pues con la fuerza de su Sacrificio derribó el muro de la enemistad (cf. Ef 2, 14). Por tanto, todos los creyentes deben renunciar a los prejuicios y a la voluntad de dominio, y practicar concordes el mandamiento fundamental: amar a Dios con todo su ser y amar al prójimo como a nosotros mismos.

Esto es lo que los judíos, los cristianos y los musulmanes están llamados a testimoniar, para honrar con los hechos al Dios al que rezan con los labios. Y es exactamente lo que llevaba en el corazón, en oración, al visitar en Jerusalén el Muro occidental, o Muro de las Lamentaciones, y la Cúpula de la Roca, lugares simbólicos respectivamente del judaísmo y del islam. Un momento de intenso recogimiento fue, además, la visita al Mausoleo de Yad Vashem, erigido en Jerusalén en honor de las víctimas del Holocausto. Allí rezamos en silencio y meditamos en el misterio del “nombre”: toda persona humana es sagrada, y su nombre está escrito en el corazón del Dios eterno. No se debe olvidar jamás la tremenda tragedia del Holocausto. Al contrario, es necesario que esté siempre en nuestra memoria como advertencia universal al respeto sagrado de la vida humana, que tiene siempre un valor infinito.

Como ya he mencionado, mi viaje tenía como objetivo prioritario la visita a las comunidades católicas de Tierra Santa y eso se realizó en varios momentos también en Jerusalén, en Belén y Nazaret. En el Cenáculo, con el pensamiento puesto en Cristo que lava los pies a los Apóstoles e instituye la Eucaristía, así como en el don del Espíritu Santo a la Iglesia el día de Pentecostés, me encontré, entre otros, con el custodio de Tierra Santa y medité sobre nuestra vocación a ser uno, a formar un solo cuerpo y un solo espíritu, a transformar el mundo con el manso poder del amor. Ciertamente, esta llamada experimenta en Tierra Santa dificultades particulares, por ello, con el corazón de Cristo, repetí a mis hermanos obispos sus mismas palabras: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc 12, 32). Luego saludé brevemente a las religiosas y los religiosos de vida contemplativa, dándoles las gracias por el servicio que prestan, con su oración, a la Iglesia y a la causa de la paz.

Momentos culminantes de comunión con los fieles católicos fueron sobre todo las celebraciones eucarísticas. En el Valle de Josafat, en Jerusalén, meditamos en la resurrección de Cristo como fuerza de esperanza y de paz para esa ciudad y para el mundo entero. En Belén, en los Territorios palestinos, celebramos la misa ante la basílica de la Natividad con la participación de fieles procedentes de Gaza, a los que tuve la alegría de consolar personalmente, asegurándoles mi cercanía particular.

Belén, el lugar donde resonó el canto celestial de paz para todos los hombres, es símbolo de la distancia que nos sigue separando del cumplimento de aquel anuncio: precariedad, aislamiento, incertidumbre, pobreza. Todo ello ha impulsado a numerosos cristianos a marcharse lejos. Pero la Iglesia sigue su camino, sostenida por la fuerza de la fe y atestiguando su amor con obras concretas de servicio a los hermanos, como el Hospital infantil de Cáritas de Belén, apoyado por las diócesis de Alemania y Suiza, y la acción humanitaria en los campos de refugiados. En el que visité, aseguré a las familias recogidas allí la cercanía y el aliento de la Iglesia universal, invitando a todos a buscar la paz con métodos no violentos, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís.

La tercera y última misa con el pueblo la celebré el jueves pasado en Nazaret, ciudad de la Sagrada Familia. Rezamos por todas las familias, para que se redescubran la belleza del matrimonio y de la vida familiar, el valor de la espiritualidad doméstica y de la educación, la atención a los niños, que tienen derecho a crecer en paz y serenidad. Además, en la basílica de la Anunciación, juntamente con todos los pastores, las personas consagradas, los movimientos eclesiales y los laicos comprometidos de Galilea, cantamos nuestra fe en el poder creador y transformador de Dios. Donde el Verbo se encarnó en el seno de la Virgen María brota un manantial inagotable de esperanza y de alegría, que no deja de animar el corazón de la Iglesia, peregrina en la historia.

Mi peregrinación concluyó el viernes pasado con la visita al Santo Sepulcro y con dos importantes encuentros ecuménicos en Jerusalén: en el Patriarcado greco-ortodoxo, donde se hallaban reunidas todas las representaciones eclesiales de Tierra Santa y, por último, en la Iglesia patriarcal armenia apostólica.

Me complace recapitular todo el itinerario que pude realizar precisamente con el signo de la resurrección de Cristo: a pesar de las vicisitudes que a lo largo de los siglos han marcado los santos lugares, y a pesar de las guerras, las destrucciones y desgraciadamente también los conflictos entre los cristianos, la Iglesia ha proseguido su misión, impulsada por el Espíritu del Señor resucitado. Está en camino hacia la unidad plena para que el mundo crea en el amor de Dios y experimente la alegría de su paz. De rodillas en el Calvario y en el Sepulcro de Jesús invoqué la fuerza del amor que brota del misterio pascual, la única fuerza capaz de renovar a los hombres y de orientar hacia su fin la historia y el cosmos. Os pido también a vosotros que recéis por este objetivo, mientras nos preparamos para la fiesta de la Ascensión, que en el Vaticano celebraremos mañana. Gracias por vuestra atención.

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67 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Año Sacerdotal

67 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AÑO SACERDOTAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE JUNIO DE 2009

 

AÑO SACERDOTAL

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario del “nacimiento para el cielo” del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?

La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: “Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua”.

Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.

No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo “funcional” se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio.

A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, “por una parte, una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de “servicio”: el servicio a la comunidad, en la realización de una función… Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento” (J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra “sacerdocio” hacia el sentido de “servicio, ministerio, encargo”, es signo de esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio “sacerdocio-sacrificio”, mientras que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.

Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II afirma: “Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios, de manera que todos (…) se ofrezcan a sí mismos como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rm 12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, hasta que el Señor venga” (n. 2).

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Entonces nos preguntamos: “¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?”. Jesús habla del anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un “discurso”. Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama “palabras”, sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.

Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. El presbítero no puede considerarse “dueño” de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es “voz” de la Palabra: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Mc 1, 3).

Ahora bien, para el sacerdote ser “voz” de la Palabra no constituye únicamente un aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial “perderse” en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en sukénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con él: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.

Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el “estar unido de corazón” a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.

El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: “¡Da miedo ser sacerdote!”. Y añadía: “¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!”. Que el Año sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a “disminuir” para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.

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66 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Palabra y Sacramento son las dos columnas del Sacerdocio

66 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PALABRA Y SACRAMENTO SON LAS DOS COLUMNAS DEL SACERDOCIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE JULIO DE 2009

PALABRA Y SACRAMENTO SON LAS DOS COLUMNAS DEL SACERDOCIO

Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las primeras Vísperas de la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo en la basílica de San Pablo extramuros se clausuró, como sabéis, el 28 de junio, el Año paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los gentiles. Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado a tantas comunidades cristianas. Como preciosa herencia del Año paulino, podemos recoger la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que sea él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Esta es, de hecho, la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial.

Como subrayé ya durante la primera celebración eucarística en la Capilla Sixtina después de mi elección como sucesor del apóstol san Pedro, es precisamente de la plena comunión con Cristo de donde “brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” (Homilía, 20 de abril de 2005, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por eso demos gracias a la Providencia de Dios que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año sacerdotal. Deseo de corazón que constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso de su misión.

Como durante el Año paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los próximos meses contemplaremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo cura de Ars, recordando el 150° aniversario de su muerte. En la carta que escribí para esta ocasión a los sacerdotes, quise subrayar lo que más resplandece en la existencia de este humilde ministro del altar: “su total identificación con el propio ministerio”. Solía decir que “un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Y casi sin poder percibir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!… Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia”.

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En verdad, precisamente considerando el binomio “identidad-misión”, cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de la progresiva identificación con Cristo, que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El título mismo del Año sacerdotal —”Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”— pone de manifiesto que el don de la gracia divina precede a toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, el anuncio misionero y el culto no se pueden separar nunca, como tampoco se deben separar la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora.

Por lo demás, podríamos decir que el fin de la misión de todo presbítero es “cultual”: para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a él (cf. Rm 12, 1), que en la creación misma, en los hombres, se transforma en culto, en alabanza al Creador, recibiendo la caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo constatamos claramente en los inicios del cristianismo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo decía que el sacramento del altar y el “sacramento del hermano” o, como dice, el “sacramento del pobre” constituyen dos aspectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque a través del ministerio de los presbíteros se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Esta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir al sacrificio de Cristo su propio sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.

Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios también en el ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: “El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo” (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). Por tanto, la misión de cada presbítero dependerá, también y sobre todo, de la conciencia de la realidad sacramental de su “nuevo ser”. De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuita y divinamente, depende el siempre renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1).

Habiendo recibido con su “consagración” un don de gracia tan extraordinario, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, pueden realizar plenamente su “misión” mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los sacramentos. Después del concilio Vaticano II, en muchas partes se tuvo la impresión de que en la misión de los sacerdotes en nuestro tiempo había algo más urgente; algunos creían que en primer lugar se debía construir una sociedad diversa. En cambio, la página evangélica que hemos escuchado al inicio llama la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y hoy, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de expulsar a los espíritus malignos. Por tanto, “anuncio” y “poder”, es decir, “Palabra” y “sacramento”, son las dos columnas fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.

Cuando no se tiene en cuenta el “díptico” consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. El presbítero no es sino un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente suyos los criterios evangélicos. El presbítero no es sino un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida: ayudar a extender el reino de Dios hasta los últimos confines de la tierra.

¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, puesto que es Dios mismo quien lo llama y lo constituye en su servicio apostólico. Y precisamente por ser todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres. Durante este Año sacerdotal, que se prolongará hasta la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Es preciso que en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas —especialmente en las monásticas—, en las asociaciones y en los movimientos, en las diversas organizaciones pastorales presentes en todo el mundo, se multipliquen iniciativas de oración, en particular de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respondiendo a la invitación de Jesús a pedir “al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38).

La oración es el primer compromiso, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes y el alma de la auténtica “pastoral vocacional”. El escaso número de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe impulsar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la Confesión, para que muchos jóvenes puedan escuchar y seguir con prontitud la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando. Quien ora no tiene miedo; quien ora nunca está solo; quien ora se salva. Sin duda, san Juan María Vianney es modelo de una existencia hecha oración. Que María, la Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio.

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65 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Criterios morales para los proyectos políticos y económicos

65 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRITERIOS MORALES PARA LOS PROYECTOS POLÍTICOS Y ECONÓMICOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE JULIO DE 2009

CRITERIOS MORALES PARA LOS PROYECTOS POLÍTICOS Y ECONÓMICOS

Queridos hermanos y hermanas:

Mi nueva encíclica, Caritas in veritate, que ayer fue presentada oficialmente, en su visión fundamental se inspira en un pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios, en el que el Apóstol habla de obrar según la verdad en la caridad: “Obrando según la verdad en la caridad —lo acabamos de escuchar—, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo” (Ef 4, 15). La caridad en la verdad es, por tanto, la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de toda persona y de la humanidad entera. Por eso, en torno al principio caritas in veritate, gira toda la doctrina social de la Iglesia. Sólo con la caridad, iluminada por la razón y por la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un valor humano y humanizador. La caridad en la verdad “es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores” (n. 6).

Ya en la introducción, la encíclica alude a dos criterios fundamentales: la justicia y el bien común. La justicia es parte integrante del amor “con obras y según la verdad” (1 Jn 3, 18) al que exhorta el apóstol san Juan (cf. n. 6). Y “amar a alguien es querer su bien y obrar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien vinculado a la vida social de las personas… Se ama al prójimo tanto más eficazmente cuanto más se trabaja” por el bien común. Por tanto, son dos los criterios operativos, la justicia y el bien común; gracias a este último, la caridad adquiere una dimensión social. Todo cristiano —dice la encíclica— está llamado a esta caridad, y añade: “Este es el camino institucional… de la caridad” (cf. n. 7).

Como otros documentos del Magisterio, también esta encíclica retoma, continúa y profundiza el análisis y la reflexión de la Iglesia sobre temas sociales de vital interés para la humanidad de nuestro siglo. De modo especial, enlaza con lo que escribió Pablo VI, hace más de cuarenta años, en la Populorum progressio, piedra miliar de la enseñanza social de la Iglesia, en la que el gran Pontífice traza algunas líneas decisivas, y siempre actuales, para el desarrollo integral del hombre y del mundo moderno. La situación mundial, como lo demuestra ampliamente la crónica de los últimos meses, sigue presentando problemas considerables y el “escándalo” de desigualdades clamorosas, que persisten a pesar de los compromisos asumidos en el pasado. Por una parte, se registran signos de graves desequilibrios sociales y económicos; por otra, desde muchas partes se piden reformas, que no pueden demorarse más tiempo, para colmar la brecha en el desarrollo de los pueblos. Con ese fin, el fenómeno de la globalización puede constituir una oportunidad real, pero para esto es importante que se emprenda una profunda renovación moral y cultural y un discernimiento responsable sobre las decisiones que es preciso tomar con vistas al bien común. Es posible un futuro mejor para todos si se funda en el redescubrimiento de los valores éticos fundamentales. Es decir, hace falta un nuevo proyecto económico que vuelva a planear el desarrollo de forma global, basándose en el fundamento ético de la responsabilidad ante Dios y ante el ser humano como criatura de Dios.

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Ciertamente, la encíclica no pretende ofrecer soluciones técnicas a las amplios problemas sociales del mundo actual, pues esto no es competencia del Magisterio de la Iglesia (cf. n. 9). Sin embargo, recuerda los grandes principios que resultan indispensables para construir el desarrollo humano de los próximos años. Entre estos, en primer lugar, la atención a la vida del hombre, considerada como centro de todo verdadero progreso; el respeto del derecho a la libertad religiosa, siempre unido íntimamente al desarrollo del hombre; el rechazo de una visión prometeica del ser humano, que lo considere artífice absoluto de su propio destino. Una confianza ilimitada en las potencialidades de la tecnología resultaría al final ilusoria. Tanto en la política como en la economía hacen falta hombres rectos, que estén sinceramente atentos al bien común. En particular, teniendo presentes las emergencias mundiales, es urgente llamar la atención de la opinión pública hacia el drama del hambre y de la seguridad alimentaria, que afecta a una parte considerable de la humanidad. Un drama de tales dimensiones interpela a nuestra conciencia: es necesario afrontarlo con decisión, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres.

Estoy seguro de que este camino solidario que lleva al desarrollo de los países más pobres ayudará ciertamente a elaborar un proyecto de solución de la crisis global actual. No cabe duda de que se debe volver a valorar atentamente el papel y el poder político de los Estados, en una época en la que existen de hecho limitaciones a su soberanía a causa del nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional.

Por otro lado, no debe faltar la participación responsable de los ciudadanos en la política nacional e internacional, también gracias a un compromiso renovado de las asociaciones de trabajadores llamados a instaurar nuevas sinergias a nivel local e internacional. Los medios de comunicación social desempeñan, también en este campo, un papel destacado para el fortalecimiento del diálogo entre culturas y tradiciones diversas.

Así pues, si se quiere programar un desarrollo no viciado por las disfunciones y distorsiones hoy ampliamente presentes, se impone por parte de todos una seria reflexión sobre el sentido mismo de la economía y sobre sus finalidades. Lo exige el estado de salud ecológica del planeta; lo pide la crisis cultural y moral del hombre que emerge con evidencia en todas las partes del mundo. La economía necesita la ética para su correcto funcionamiento; necesita recuperar la importante contribución del principio de gratuidad y de la “lógica del don” en la economía de mercado, que no puede tener como única regla el lucro. Pero esto sólo es posible gracias al compromiso de todos, economistas y políticos, productores y consumidores, y presupone una formación de las conciencias que dé fuerza a los criterios morales en la elaboración de los proyectos políticos y económicos.

Con razón, desde muchas partes se apela al hecho de que los derechos presuponen deberes correspondientes, sin los cuales los derechos corren el riesgo de transformarse en arbitrariedad. Se repite cada vez más que toda la humanidad debe adoptar un estilo de vida diferente, en el que los deberes de cada uno respecto al medio ambiente vayan unidos a los deberes relativos a la persona considerada en sí misma y en relación con los demás. La humanidad es una sola familia y el diálogo fecundo entre fe y razón no puede menos de enriquecerla, haciendo más eficaz la obra de la caridad en lo social y constituyendo el marco apropiado para incentivar la colaboración entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz en el mundo. Como criterios-guía para esta interacción fraterna, en la encíclica indico los principios de subsidiariedad y solidaridad, en estrecha conexión entre sí.

Por último, ante los problemas tan vastos y profundos del mundo de hoy, he señalado la necesidad de una Autoridad política mundial regulada por el derecho, que se atenga a los mencionados principios de subsidiariedad y solidaridad y que esté firmemente orientada a la realización del bien común, en el respeto de las grandes tradiciones morales y religiosas de la humanidad.

El Evangelio nos recuerda que no sólo de pan vive el hombre: no sólo con bienes materiales se puede satisfacer la profunda sed de su corazón. El horizonte del hombre es indudablemente más alto y más vasto; por eso todo programa de desarrollo debe tener presente, junto al crecimiento material, el crecimiento espiritual de la persona humana, dotada precisamente de alma y cuerpo. Este es el desarrollo integral al que se refiere constantemente la doctrina social de la Iglesia, un desarrollo cuyo criterio orientador es la fuerza propulsora de la “caridad en la verdad”.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que también esta encíclica ayude a la humanidad a sentirse una única familia comprometida en la realización de un mundo de justicia y de paz. Oremos para que los creyentes que actúan en los sectores de la economía y de la política descubran cuán importante es su testimonio evangélico coherente en el servicio que prestan a la sociedad. En particular, os invito a rezar por los jefes de Estado y de Gobierno del G8 que se reúnen estos días en L’Aquila. Que de esta importante cumbre mundial surjan decisiones y orientaciones útiles para el verdadero progreso de todos los pueblos, especialmente de los más pobres. Encomendemos estas intenciones a la intercesión materna de María, Madre de la Iglesia y de la humanidad.

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63 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Virgen María Madre de todos los Sacerdotes

63 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MARÍA, MADRE DE TODOS LOS SACERDOTES

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE AGOSTO DE 2009

MARÍA, MADRE DE TODOS LOS SACERDOTES

Queridos hermanos y hermanas:

Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen, el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacerdotal; por eso deseo hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el “sí” libre de una criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del “sí” de una criatura suya; espera este “sí”. San Bernardo de Claraval, en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá esta criatura.

El “sí” de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.

Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser “discípulo amado” y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes.

Jesús dice a María: “Madre, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María “en su casa”. Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.

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Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre.

El concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como “Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio”. Y los presbíteros —prosigue el Concilio— “han de venerarla y amarla con devoción y culto filial” (cf. Presbyterorum ordinis, 18).

El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir: “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre” (B. Nodet, Il pensiero e l’anima del Curato d’Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.

¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

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61 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Salvaguarda del Ambiente

61 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALVAGUARDA DEL AMBIENTE

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE AGOSTO DE 2009

 

SALVAGUARDA DEL AMBIENTE

Queridos hermanos y hermanas:

Nos acercamos ya al final del mes de agosto, que para muchos significa la conclusión de las vacaciones de verano. Al volver a las actividades diarias, ¡cómo no dar gracias a Dios por el don precioso de la creación, que podemos disfrutar no sólo durante el período de vacaciones! Los diferentes fenómenos de degradación ambiental y las calamidades naturales, que por desgracia registran con frecuencia las crónicas, nos recuerdan la urgencia del respeto debido a la naturaleza, recuperando y valorando, en la vida de todos los días, una correcta relación con el ambiente. Se está desarrollando una nueva sensibilidad por estos temas, que suscitan la justa preocupación de las autoridades y de la opinión pública, expresada en la multiplicación de encuentros también a nivel internacional.

La tierra es un don precioso del Creador, que ha diseñado su orden intrínseco, dándonos así las señales orientadoras a las que debemos atenernos como administradores de su creación. Precisamente a partir de esta conciencia, la Iglesia considera las cuestiones vinculadas al ambiente y a su salvaguardia como íntimamente relacionadas con el tema del desarrollo humano integral. A estas cuestiones me he referido varias veces en mi última encíclica, Caritas in veritate, recordando la “la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad” (n. 49) no sólo en las relaciones entre los países, sino también entre las personas, pues Dios ha dado a todos el ambiente natural, y su uso implica una responsabilidad personal con respecto a toda la humanidad, y de modo especial con respecto a los pobres y las generaciones futuras (cf. n. 48).

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Sintiendo la común responsabilidad por la creación (cf. n. 51), la Iglesia no sólo está comprometida en la promoción de la defensa de la tierra, del agua y del aire, dados por el Creador a todos; sobre todo se empeña por proteger al hombre de la destrucción de sí mismo. De hecho, “cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia” (ib.). ¿No es verdad que la utilización desconsiderada de la creación comienza donde Dios es marginado o incluso se niega su existencia? Si falla la relación de la criatura humana con el Creador, la materia queda reducida a posesión egoísta, el hombre se convierte en la “última instancia”, y el objetivo de la existencia se reduce a una carrera afanosa para poseer lo más posible.

Así pues, la creación, materia estructurada de modo inteligente por Dios, está encomendada a la responsabilidad del hombre, que es capaz de interpretarla y de remodelarla activamente, sin considerarse su dueño absoluto. El hombre está llamado a ejercer un gobierno responsable para conservarla, hacerla productiva y cultivarla, encontrando los recursos necesarios para que todos vivan dignamente.

Con la ayuda de la naturaleza misma y con el tesón del propio trabajo y de la propia inventiva, la humanidad es realmente capaz de cumplir el grave deber de entregar a las nuevas generaciones una tierra que también ellas a su vez podrán habitar dignamente y seguir cultivando (cf. Caritas in veritate, 50). Para que esto se realice, es indispensable el desarrollo de “la alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios” (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 7), reconociendo que todos procedemos de Dios y que todos estamos en camino hacia él.

¡Qué importante es, por tanto, que la comunidad internacional y cada Gobierno sepan dar las señales adecuadas a los propios ciudadanos para contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le sean nocivos! Los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes, reconocidos de manera transparente, deben ser sufragados por aquellos que los utilizan, y no por otras poblaciones o por las generaciones futuras. La protección del ambiente y la salvaguardia de los recursos y del clima requieren que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente, en el respeto de la ley y la solidaridad sobre todo con las regiones más débiles del planeta (cf. Caritas in veritate, 50).

Juntos podemos construir un desarrollo humano integral en beneficio de los pueblos, presentes y futuros, un desarrollo inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Para que esto suceda es indispensable convertir el actual modelo de desarrollo global hacia una toma de responsabilidad mayor y compartida respecto a la creación: no sólo lo requieren las emergencias ambientales, sino también el escándalo del hambre y de la miseria.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor y hagamos nuestras las palabras de san Francisco en el Cántico de las criaturas: “Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición… Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas”.

Así cantaba san Francisco. También nosotros queremos orar y vivir con el espíritu de estas palabras.

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56 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a la República Checa

56 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA CHECA

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE SEPTIEMBRE DE 2009

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA CHECA

Queridos hermanos y hermanas:

Como es costumbre después de los viajes apostólicos internacionales, aprovecho la audiencia general para hablar de laperegrinación que realicé en los días pasados a la República Checa. Lo hago ante todo como acción de gracias a Dios, que me concedió realizar esta visita y que la bendijo ampliamente. Fue una verdadera peregrinación y, al mismo tiempo, una misión en el corazón de Europa:  peregrinación, porque Bohemia y Moravia son desde hace más de un milenio tierra de fe y de santidad; misión, porque Europa necesita volver a encontrar en Dios y en su amor el fundamento firme de la esperanza. No es casual que los santos evangelizadores de aquellas poblaciones, Cirilo y Metodio, sean patronos de Europa juntamente con san Benito. “El amor de Cristo es nuestra fuerza”:  este fue el lema del viaje, una afirmación que recuerda la fe de tantos testigos heroicos del pasado remoto y reciente —pienso de modo particular en el siglo pasado—, pero que sobre todo quiere interpretar la certeza de los cristianos de hoy. Sí, nuestra fuerza es el amor de Cristo. Una fuerza que inspira y anima las verdaderas revoluciones, pacíficas y liberadoras, nos sostiene en los momentos de crisis y nos permite volver a levantarnos cuando la libertad, arduamente recuperada, corre el riesgo de perderse a sí misma, de perder su propia verdad.

La acogida que me dispensaron fue cordial. El presidente de la República, a quien renuevo la expresión de mi agradecimiento, quiso estar presente en varios momentos y me recibió junto con mis colaboradores en su residencia, el histórico Castillo de la capital, con gran cordialidad. Toda la Conferencia episcopal, y de modo especial el cardenal arzobispo de Praga y el obispo de Brno, me hicieron sentir, con gran afecto, el vínculo profundo que une a la comunidad católica checa con el Sucesor de san Pedro. Les agradezco también por haber preparado con esmero las celebraciones litúrgicas. También expreso mi agradecimiento a todas las autoridades civiles y militares, y a cuantos de distintas formas cooperaron al éxito de mi visita.

El amor de Cristo comenzó a revelarse en el rostro de un Niño:  al llegar a Praga, la primera etapa fue en la iglesia de Santa María de la Victoria, donde se venera al Niño Jesús, conocido precisamente como “Niño de Praga”. Esa imagen remite al misterio del Dios hecho hombre, al “Dios cercano”, fundamento de nuestra esperanza. Ante el “Niño de Praga” recé por todos los niños, por sus padres, por el futuro de la familia. La verdadera “victoria”, que hoy pedimos a María, es la victoria del amor y de la vida en la familia y en la sociedad.

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El Castillo de Praga, extraordinario tanto desde el punto de vista histórico como arquitectónico, sugiere una ulterior reflexión más general:  contiene en su vastísimo espacio múltiples monumentos, ambientes e instituciones, casi representando una polis, en la que conviven en armonía la catedral y el palacio, la plaza y el jardín. Así, en ese mismo contexto, mi visita pudo tocar el ámbito civil y el religioso, no yuxtapuestos, sino en cercanía armónica dentro de la distinción. Por tanto, dirigiéndome a las autoridades políticas y civiles y al Cuerpo diplomático, quise referirme al vínculo indisoluble que debe existir siempre entre la libertad y la verdad. No hay que tener miedo a la verdad, porque es amiga del hombre y de su libertad; más aún, sólo en la búsqueda sincera de la verdad, del bien y de la belleza se puede ofrecer realmente un futuro a los jóvenes de hoy y a las futuras generaciones.

Por lo demás, ¿qué es lo que atrae a tantas personas a Praga sino su belleza, una belleza que no es sólo estética, sino histórica, religiosa, humana en sentido amplio? Quien ejerce responsabilidad en el campo político y educativo debe saber sacar de la luz de aquella verdad que es el reflejo de la Sabiduría eterna del Creador; y está llamado a dar testimonio de ella en primera persona con su propia vida. Sólo un compromiso serio de rectitud intelectual y moral es digno del sacrificio de cuantos han pagado caro el precio de la libertad.

Símbolo de esta síntesis entre verdad y belleza es la espléndida catedral de Praga, dedicada a los santos Vito, Wenceslao y Adalberto; en ella tuvo lugar la celebración de las Vísperas con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas y una representación de los laicos comprometidos en las asociaciones y movimientos eclesiales. Las comunidades de Europa centro-oriental están viviendo un momento difícil:  a las consecuencias del largo invierno del totalitarismo ateo se están añadiendo los efectos nocivos de un cierto laicismo y consumismo occidental. Por eso animé a todos a sacar nuevas energías del Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya sucede, en actividades caritativas, y aún más en las educativas y escolares.

Este mensaje de esperanza, fundado en la fe en Cristo, lo extendí a todo el pueblo de Dios en las dos grandes celebraciones eucarísticas que tuvieron lugar respectivamente en Brno, capital de Moravia, y en Stará Boleslav, lugar del martirio de san Wenceslao, patrono principal de la nación. Moravia hace pensar inmediatamente en san Cirilo y san Metodio, evangelizadores de los pueblos eslavos y, por tanto, en la fuerza inagotable del Evangelio, que como un río de aguas curativas atraviesa la historia y los continentes, llevando a todas partes vida y salvación. Sobre el portal de la catedral de Brno están impresas las palabras de Cristo:  “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Estas mismas palabras resonaron el domingo pasado en la liturgia, recordando la voz perenne del Salvador, esperanza de los hombres ayer, hoy y siempre. Del señorío de Cristo, señorío de gracia y de misericordia, es signo elocuente la existencia de los santos patronos de las diversas naciones cristianas, como es el caso de san Wenceslao, joven rey de Bohemia del siglo X, que se distinguió por su testimonio cristiano ejemplar y fue asesinado por su hermano. San Wenceslao antepuso el reino de los cielos a la fascinación del poder terreno y ha permanecido para siempre en el corazón del pueblo checo como modelo y protector en las diferentes vicisitudes de la historia. A los numerosos jóvenes presentes en la misa de san Wenceslao, procedentes también de las naciones vecinas, dirigí la invitación a reconocer en Cristo al amigo más verdadero, que colma los anhelos más profundos del corazón humano.

Por último, debo mencionar, entre otros, dos encuentros: el ecuménico y el que celebré con la comunidad académica. En el primero, que tuvo lugar en el arzobispado de Praga, participaron los representantes de las distintas comunidades cristianas de la República Checa y el responsable de la comunidad judía. Pensando en la historia de ese país, que por desgracia ha conocido ásperos conflictos entre cristianos, es motivo de vivo agradecimiento a Dios el habernos reunido como discípulos del único Señor, para compartir la alegría de la fe y la responsabilidad histórica frente a los desafíos actuales. El esfuerzo de progresar hacia una unidad cada vez más plena y visible entre nosotros, creyentes en Cristo, hace más fuerte y eficaz el compromiso común en favor del redescubrimiento de las raíces cristianas de Europa.

Este último aspecto, que tanto interesaba a mi amado predecesor Juan Pablo II, se abordó también en el encuentro con los rectores de las universidades, los representantes de los profesores y de los estudiantes y otras personalidades destacadas en el ámbito cultural. En ese contexto quise insistir en el papel de la institución universitaria, una de las estructuras básicas de Europa, que tiene en Praga uno de los ateneos más antiguos y prestigiosos del continente, la universidad Carlos, así llamada por el nombre del emperador Carlos IV que la fundó, junto con el Papa Clemente VI. La universidad de los estudios es un ambiente vital para la sociedad, garantía de libertad y de desarrollo, como lo demuestra el hecho de que precisamente en los círculos universitarios se puso en marcha, en Praga, la llamada “Revolución de terciopelo”. Veinte años después de aquel histórico acontecimiento, volví a proponer la idea de la formación humana integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad, para contrarrestar una nueva dictadura, la del relativismo unido al dominio de la técnica. La cultura humanística y la científica no pueden estar separadas; más aún, son las dos caras de una misma medalla:  nos lo recuerda una vez más la tierra checa, patria de grandes escritores como Kafka, y del abad Mendel, pionero de la genética moderna.

Queridos amigos, doy gracias al Señor porque, con este viaje, me permitió encontrar un pueblo y una Iglesia de profundas raíces históricas y religiosas, que conmemora este año varios aniversarios de alto valor espiritual y social. A los hermanos y hermanas de la República Checa renuevo un mensaje de esperanza y una invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el mañana de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita pastoral a la intercesión de María santísima y de todos los santos y las santas de Bohemia y Moravia. Gracias.

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44 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 23 de Diciembre de 2009

44 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE DICIEMBRE DE 2009

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE DICIEMBRE DE 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf. Rm6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra.

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En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del “Sol invictus“, el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco “por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura el Nacimiento del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas al día en que Dios, hecho un niño pequeño, había sido amamantado por un seno humano” (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar.

Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: “Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa” (Vita prima,op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con gran precisión todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha llegado a ser verdaderamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús, Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de “Hijo”, Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su divinidad, que es la divinidad del “Hijo”.

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2, 20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: “Cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría” (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el deseo que os expreso con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!

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