34 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA NAVIDAD
AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE DICIEMBRE DE 2006
SANTA NAVIDAD 2006
Queridos hermanos y hermanas:
“El Señor está cerca: venid, adorémoslo”. Con esta invocación, la liturgia nos invita, en estos últimos días del Adviento, a acercarnos, como de puntillas, a la cueva de Belén, donde tuvo lugar el acontecimiento extraordinario que cambió el rumbo de la historia: el nacimiento del Redentor. En la noche de Navidad nos detendremos una vez más ante el belén para contemplar, maravillados, al “Verbo hecho carne”. En nuestro corazón se renovarán, como cada año, sentimientos de alegría y de gratitud al escuchar los villancicos que en tantos idiomas cantan el mismo extraordinario prodigio. El Creador del universo vino por amor a poner su morada entre los hombres.
En la carta a los Filipenses san Pablo afirma que Cristo, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6). Actuando como un hombre cualquiera, añade el Apóstol, se rebajó. En la santa Navidad reviviremos la realización de este sublime misterio de gracia y misericordia.
San Pablo dice también: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Efectivamente, desde hacía muchos siglos el pueblo elegido esperaba al Mesías, pero lo imaginaba como un caudillo poderoso y victorioso, que libraría a los suyos de la opresión de los extranjeros. En cambio, el Salvador nació en el silencio y en la pobreza más completa. Vino como luz que ilumina a todos los hombres —constata el evangelista san Juan—, “pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 9. 11). Sin embargo, el Apóstol añade: “A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). La luz prometida iluminó los corazones de quienes habían perseverado en la espera vigilante y activa.
La liturgia de Adviento nos exhorta también a nosotros a ser sobrios y vigilantes, para evitar que nos agobien el peso del pecado y las excesivas preocupaciones del mundo. En efecto, vigilando y orando podremos reconocer y acoger el resplandor de la Navidad de Cristo. San Máximo de Turín, obispo que vivió entre los siglos IV y V, afirma en una de sus homilías: “El tiempo nos advierte de que la Navidad de Cristo nuestro Señor está cerca. El mundo, incluso con sus angustias, habla de la inminencia de algo que lo renovará, y desea con una espera impaciente que el esplendor de un sol más brillante ilumine sus tinieblas. (…) Esta espera de la creación también nos lleva a nosotros a esperar el nacimiento de Cristo, nuevo Sol” (Discurso 61 a, 1-3). Así pues, la creación misma nos lleva a descubrir y a reconocer a Aquel que tiene que venir.
Pero la pregunta es: la humanidad de nuestro tiempo, ¿espera todavía un Salvador? Da la impresión de que muchos consideran que Dios es ajeno a sus intereses. Aparentemente no tienen necesidad de él, viven como si no existiera y, peor aún, como si fuera un “obstáculo” que hay que quitar para poder realizarse. Seguramente también entre los creyentes algunos se dejan atraer por seductoras quimeras y desviar por doctrinas engañosas que proponen atajos ilusorios para alcanzar la felicidad.
Sin embargo, a pesar de sus contradicciones, angustias y dramas, y quizá precisamente por ellos, la humanidad de hoy busca un camino de renovación, de salvación; busca un Salvador y espera, a veces sin saberlo, la venida del Señor que renueva el mundo y nuestra vida, la venida de Cristo, el único Redentor verdadero del hombre y de todo el hombre. Ciertamente, falsos profetas siguen proponiendo una salvación “barata”, que acaba siempre por provocar fuertes decepciones.
Precisamente la historia de los últimos cincuenta años demuestra esta búsqueda de un Salvador “barato” y pone de manifiesto todas las decepciones que se han derivado de ello. Los cristianos tenemos la misión de difundir, con el testimonio de la vida, la verdad de la Navidad, que Cristo trae a todo hombre y mujer de buena voluntad. Al nacer en la pobreza del pesebre, Jesús viene a ofrecer a todos la única alegría y la única paz que pueden colmar las expectativas del alma humana.
Pero, ¿cómo prepararnos para abrir el corazón al Señor que viene? La actitud espiritual de la espera vigilante y orante sigue siendo la característica fundamental del cristiano en este tiempo de Adviento. Es la actitud que adoptaron los protagonistas de entonces: Zacarías e Isabel, los pastores, los Magos, el pueblo sencillo y humilde, pero, sobre todo, la espera de María y de José. Estos últimos, más que nadie, experimentaron personalmente la emoción y la trepidación por el Niño que debía nacer. No es difícil imaginar cómo pasaron los últimos días, esperando abrazar al recién nacido entre sus brazos. Hagamos nuestra su actitud, queridos hermanos y hermanas.
Escuchemos, a este respecto, la exhortación de san Máximo, obispo de Turín, citado ya antes: “Mientras nos preparamos a acoger la Navidad del Señor, revistámonos con vestidos limpios, sin mancha. Hablo de la vestidura del alma, no del cuerpo. No tenemos que vestirnos con vestiduras de seda, sino con obras santas. Los vestidos lujosos pueden cubrir los miembros del cuerpo, pero no adornan la conciencia” (ib.).
Que el Niño Jesús, al nacer entre nosotros, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar con luces nuestra casa. Más bien, preparemos en nuestra alma y en nuestra familia una digna morada en la que él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y san José a vivir el misterio de la Navidad con nuevo asombro y serenidad tranquilizante.
Con estos sentimientos, quiero expresaros a todos los que estáis aquí presentes y a vuestros familiares mi más cordial felicitación, deseándoos una santa y feliz Navidad, recordando en particular a quienes atraviesan dificultades o sufren en el cuerpo y en el espíritu. ¡Feliz Navidad a todos!
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