60 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE SEPTIEMBRE DE 2012
AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE SEPTIEMBRE DE 2012
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hablé de la oración en la primera parte del Apocalipsis; hoy pasamos a la segunda parte del libro, y mientras que en la primera parte la oración está orientada hacia el interior de la vida eclesial, en la segunda se dirige al mundo entero. La Iglesia, en efecto, camina en la historia, es parte de ella según el proyecto de Dios. La asamblea que, escuchando el mensaje de san Juan presentado por el lector, ha redescubierto su propia tarea de colaborar en el desarrollo del reino de Dios como «sacerdotes de Dios y de Cristo» (Ap 20, 6; cf. 1, 5; 5, 10), se abre al mundo de los hombres. Y aquí emergen dos modos de vivir en relación dialéctica entre sí: el primero lo podríamos definir el «sistema de Cristo», al que la asamblea se siente feliz de pertenecer; y el segundo es el «sistema terrestre anti-Reino y anti-alianza puesto en práctica por influjo del Maligno», el cual, engañando a los hombres, quiere realizar un mundo opuesto al querido por Cristo y por Dios (cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano, 70). Así pues, la asamblea debe saber leer en profundidad la historia que está viviendo, aprendiendo a discernir con la fe los acontecimientos, para colaborar, con su acción, al desarrollo del reino de Dios. Esta obra de lectura y de discernimiento, como también de acción, está vinculada a la oración.
Ante todo, después del insistente llamamiento de Cristo que, en la primera parte del Apocalipsis, dice siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a la Iglesia» (cf. Ap 2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22), se invita a la asamblea a subir al cielo para contemplar la realidad con los ojos de Dios; y aquí encontramos tres símbolos, puntos de referencia de los cuales partir para leer la historia: el trono de Dios, el Cordero y el libro (cf. Ap 4, 1 – 5, 14).
El primer símbolo es el trono, sobre el cual está sentado un personaje que san Juan no describe, porque supera todo tipo de representación humana; sólo puede hacer referencia al sentido de belleza y alegría que experimenta al estar delante de él. Este personaje misterioso es Dios, Dios omnipotente que no permaneció cerrado en su cielo, sino que se hizo cercano al hombre, estableciendo una alianza con él; Dios que, de modo misterioso pero real, hace sentir su voz en la historia bajo la simbología de los relámpagos y los truenos. Hay varios elementos que aparecen alrededor del trono de Dios, como los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes, que alaban incesantemente al único Señor de la historia.
El primer símbolo, por lo tanto, es el trono. El segundo es el libro, que contiene el plan de Dios sobre los acontecimientos y sobre los hombres; está cerrado herméticamente con siete sellos y nadie puede leerlo. Ante esta incapacidad del hombre de escrutar el proyecto de Dios, san Juan siente una profunda tristeza que lo hace llorar. Pero existe un remedio para el extravío del hombre ante el misterio de la historia: alguien es capaz de abrir el libro e iluminarlo.
Aparece aquí el tercer símbolo: Cristo, el Cordero inmolado en el sacrificio de la cruz, pero que está de pie, signo de su Resurrección. Y es precisamente el Cordero, el Cristo muerto y resucitado, quien progresivamente abre los sellos y revela el plan de Dios, el sentido profundo de la historia.
¿Qué dicen estos símbolos? Nos recuerdan cuál es el camino para saber leer los hechos de la historia y de nuestra vida misma. Levantando la mirada al cielo de Dios, en la relación constante con Cristo, y abriéndole a él nuestro corazón y nuestra mente en la oración personal y comunitaria, aprendemos a ver las cosas de un modo nuevo y a captar su sentido más auténtico. La oración es como una ventana abierta que nos permite mantener la mirada dirigida hacia Dios, no sólo para recordarnos la meta hacia la que nos dirigimos, sino también para permitir que la voluntad de Dios ilumine nuestro camino terreno y nos ayude a vivirlo con intensidad y compromiso.
¿De qué modo el Señor guía la comunidad cristiana a una lectura más profunda de la historia? Ante todo invitándola a considerar con realismo el presente que estamos viviendo. Entonces el Cordero abre los cuatro primeros sellos del libro y la Iglesia ve el mundo en el que está insertada, un mundo en el que hay varios elementos negativos. Están los males que realiza el hombre, como la violencia, que nace del deseo de poseer, de prevalecer los unos sobre los otros, hasta el punto de llegar a matarse (segundo sello); o la injusticia, porque los hombres no respetan las leyes que se han escogido (tercer sello). A estos se suman los males que el hombre debe sufrir, como la muerte, el hambre, la enfermedad (cuarto sello). Ante estas realidades, a menudo dramáticas, la comunidad eclesial está invitada a no perder nunca la esperanza, a creer firmemente que la aparente omnipotencia del Maligno se enfrenta a la verdadera omnipotencia, que es la de Dios. Y el primer sello que abre el Cordero contiene precisamente este mensaje. Narra san Juan: «Y vi un caballo blanco; el jinete tenía un arco, se le dio la corona y salió como vencedor y para vencer otra vez» (Ap 6, 2). En la historia del hombre ha entrado la fuerza de Dios, que no sólo es capaz de equilibrar el mal, sino incluso de vencerlo. El color blanco hace referencia a la Resurrección: Dios se hizo tan cercano que bajó a la oscuridad de la muerte para iluminarla con el esplendor de su vida divina; tomó sobre sí el mal del mundo para purificarlo con el fuego de su amor.
¿Cómo crecer en esta lectura cristiana de la realidad? El Apocalipsis nos dice que la oración alimenta en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades esta visión de luz y de profunda esperanza: nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien, a mirar a Cristo crucificado y resucitado que nos asocia a su victoria. La Iglesia vive en la historia, no se cierra en sí misma, sino que afronta con valentía su camino en medio de dificultades y sufrimientos, afirmando con fuerza que el mal, en definitiva, no vence al bien, la oscuridad no ofusca el esplendor de Dios. Este es un punto importante para nosotros; como cristianos nunca podemos ser pesimistas; sabemos bien que en el camino de nuestra vida encontramos a menudo violencia, mentira, odio, persecuciones, pero esto no nos desalienta. La oración, sobre todo, nos educa a ver los signos de Dios, su presencia y acción; es más, a ser nosotros mismos luces de bien que difundan esperanza e indiquen que la victoria es de Dios.
Esta perspectiva lleva a elevar a Dios y al Cordero la acción de gracias y la alabanza: los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes cantan juntos el «cántico nuevo» que celebra la obra de Cristo Cordero, el cual hará «nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Pero esta renovación es, ante todo, un don que se ha de pedir. Aquí encontramos otro elemento que debe caracterizar la oración: invocar con insistencia al Señor para que venga su Reino, para que el hombre tenga un corazón dócil al señorío de Dios, para que sea su voluntad la que oriente nuestra vida y la del mundo. En la visión del Apocalipsis esta oración de petición está representada por un detalle importante: «los veinticuatro ancianos» y «los cuatro seres vivientes» tienen en la mano, junto a la cítara que acompaña su canto, «copas de oro llenas de perfume» (5, 8a) que, como se explica, «son las oraciones de los santos» (5, 8b), es decir, de aquellos que ya han llegado a Dios, pero también de todos nosotros que nos encontramos en camino. Y vemos que un ángel, delante del trono de Dios, tiene en la mano un incensario de oro en el que pone continuamente los granos de incienso, es decir nuestras oraciones, cuyo suave olor se ofrece juntamente con las oraciones que suben hasta Dios (cf. Ap 8, 1-4). Es un simbolismo que nos indica cómo todas nuestras oraciones —con todos sus límites, el cansancio, la pobreza, la aridez, las imperfecciones que podemos tener— son casi purificadas y llegan al corazón de Dios. Debemos estar seguros de que no existen oraciones superfluas, inútiles; ninguna se pierde. Las oraciones encuentran respuesta, aunque a veces misteriosa, porque Dios es Amor y Misericordia infinita. El ángel —escribe san Juan— «tomó el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo arrojó a la tierra: hubo truenos, voces, relámpagos y un terremoto» (Ap 8, 5). Esta imagen significa que Dios no es insensible a nuestras súplicas, interviene y hace sentir su poder y su voz sobre la tierra, hace temblar y destruye el sistema del Maligno. Ante el mal a menudo se tiene la sensación de no poder hacer nada, pero precisamente nuestra oración es la respuesta primera y más eficaz que podemos dar y que hace más fuerte nuestro esfuerzo cotidiano por difundir el bien. El poder de Dios hace fecunda nuestra debilidad (cf. Rm8, 26-27).
Quiero concluir haciendo referencia al diálogo final (cf. Ap 22, 6-21). Jesús repite varias veces: «Mira, yo vengo pronto» (Ap 22, 7.12). Esta afirmación no sólo indica la perspectiva futura al final de los tiempos, sino también la presente: Jesús viene, pone su morada en quien cree en él y lo acoge. La asamblea, entonces, guiada por el Espíritu Santo, repite a Jesús la invitación urgente a estar cada vez más cerca: «¡Ven!» (Ap 22, 17a). Es como la «esposa» (22, 17) que aspira ardientemente a la plenitud del matrimonio. Por tercera vez aparece la invocación: «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20b); y el lector concluye con una expresión que manifiesta el sentido de esta presencia: «La gracia del Señor Jesús esté con todos» (22, 21).
El Apocalipsis, a pesar de la complejidad de los símbolos, nos implica en una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos, alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor y le pedimos perdón. Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una importante llamada a redescubrir la fuerza extraordinaria y transformadora de la Eucaristía. Quiero invitar con fuerza, de manera especial, a ser fieles a la santa misa dominical en el día del Señor, el Domingo, verdadero centro de la semana. La riqueza de la oración en el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie fascinante de tallas, pero cuya belleza reside en la pureza del único núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en elApocalipsis hacen brillar la belleza única e indecible de Jesucristo. Gracias.
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