96 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO NACIANCENO (1)
AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE AGOSTO DE 2007
San Gregorio Nacianceno (1)
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia san Basilio. Hoy quiero hablar de su amigo san Gregorio Nacianceno, que, al igual que san Basilio, era originario de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue célebre por su elocuencia y, al ser también poeta, tuvo un alma refinada y sensible.
San Gregorio nació en el seno de una familia noble. Su madre lo consagró a Dios desde su nacimiento, que tuvo lugar alrededor del año 330. Después de la educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de su época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde entabló amistad con san Basilio, futuro obispo de esa ciudad; luego estuvo en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y sobre todo Atenas, donde se encontró de nuevo con san Basilio (cf. Oratio 43, 14-24: SC 384, 146-180).
Recordando su amistad con san Basilio, escribirá más tarde: “Yo, entonces, no sólo sentía gran veneración hacia mi gran amigo Basilio por la austeridad de sus costumbres y por la madurez y sabiduría de sus discursos, sino que también inducía a tenerla a otros que aún no lo conocían… Nos impulsaba el mismo anhelo de saber… Nuestra competición no consistía en ver quién era el primero, sino en quién permitiría al otro serlo. Parecía que teníamos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43, 16.20: SC 384, 154-156.164). Esas palabras representan en cierto sentido un autorretrato de esta alma noble. Pero también se puede imaginar que este hombre, fuertemente proyectado más allá de los valores terrenos, sufrió mucho por las cosas de este mundo.
Al volver a casa, san Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida monástica: se sentía atraído por la soledad y la meditación filosófica y espiritual. Él mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar a los sentidos; salir de la carne del mundo; recogerse en sí mismo; no ocuparse ya de las cosas humanas, salvo de las estrictamente necesarias; hablar consigo mismo y con Dios; vivir una vida que trascienda las cosas visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de formas terrenas y erróneas; ser realmente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y llegar a serlo cada vez más, tomando luz de la Luz…; gozar del bien futuro ya en la esperanza presente, y conversar con los ángeles; haber dejado ya la tierra, aun estando en la tierra, transportados a las alturas con el espíritu” (Oratio 2, 7: SC 247, 96).
Como confiesa él mismo en su autobiografía (cf. Carmina [historica] 2, 1, 11 de vita sua 340-349: PG 37, 1053), era reacio a recibir la ordenación presbiteral, porque sabía que así debería ser pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas, y por tanto ya no podría dedicarse exclusivamente a la meditación. Con todo, aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral con obediencia total, aceptando ser llevado por la Providencia a donde no quería ir (cf. Jn 21, 18), como a menudo le aconteció en la vida.
En el año 371, su amigo Basilio, obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, lo quiso consagrar obispo de Sásima, una localidad estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, él, por diversas dificultades, no llegó a tomar posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.
Hacia el año 379, san Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para dirigir a la pequeña comunidad católica, fiel al concilio de Nicea y a la fe trinitaria. En cambio, la mayoría había aceptado el arrianismo, que era “políticamente correcto” y considerado políticamente útil por los emperadores.
De esta forma, san Gregorio se encontró en una situación de minoría, rodeado de hostilidad. En la iglesita de la Anástasispronunció cinco Discursos teológicos (Orationes 27-31: SC 250, 70-343) precisamente para defender y hacer en cierto modo inteligible la fe trinitaria. Esos discursos son célebres por la seguridad de la doctrina y la habilidad del razonamiento, que realmente hace comprender que esta es la lógica divina. También la brillantez de la forma los hace muy atractivos hoy.
Por estos discursos san Gregorio recibió el apelativo de “teólogo”. Así es llamado en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”. Para él la teología no es una reflexión puramente humana, y mucho menos sólo fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios. Precisamente así pone de manifiesto a nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo, lleno de asombro ante las maravillas del misterio revelado, el alma acoge la belleza y la gloria divinas.
Mientras participaba en el segundo concilio ecuménico, el año 381, san Gregorio fue elegido obispo de Constantinopla y asumió la presidencia del Concilio. Pero inmediatamente se desencadenó una fuerte oposición contra él; la situación se hizo insostenible. Para un alma tan sensible estas enemistades eran insoportables. Se repitió lo que san Gregorio había lamentado ya anteriormente con palabras llenas de dolor: “Nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo, hemos dividido a Cristo. Hemos mentido los unos a los otros por causa de la Verdad; hemos alimentado sentimientos de odio por causa del Amor; nos hemos dividido unos de otros” (Oratio 6, 3: SC 405, 128).
Así, en un clima de tensión, san Gregorio dimitió. En la catedral, abarrotada, pronunció un discurso de despedida muy emotivo y lleno de dignidad (cf. Oratio 42: SC 384, 48-114). Su emotiva intervención concluyó con estas palabras: “Adiós, gran ciudad, amada por Cristo… Hijos míos, os suplico, conservad el depósito [de la fe] que se os ha confiado (cf. 1 Tm 6, 20); recordad mis sufrimientos (cf. Col 4, 18). Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (cf. Oratio 42, 27: SC 384, 112-114).
Volvió a Nacianzo y durante cerca de dos años se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana. Luego se retiró definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal, consagrándose al estudio y a la vida ascética. Durante este período compuso la mayor parte de su obra poética, sobre todo autobiográfica: el De vita sua, un repaso en versos de su camino humano y espiritual, un camino ejemplar de un cristiano que sufre, de un hombre de gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso también nos habla a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios el hombre pierde su grandeza; sin Dios no hay auténtico humanismo.
Por eso, escuchemos esta voz y tratemos de conocer también nosotros el rostro de Dios. En una de sus poesías escribió, dirigiéndose a Dios: “Sé benigno, tú, que estás más allá de todo” (Carmina [dogmatica] 1, 1, 29: PG 37, 508). Y en el año 390 Dios acogió entre sus brazos a este siervo fiel, que con aguda inteligencia lo había defendido en sus escritos, y que con tanto amor le había cantado en sus poesías.
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