55 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ANDRÉS, EL PROTÓCLITO
AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE JUNIO DE 2006
San Andrés, el Protóclito
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la medida en que nos lo permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca también a los otros once Apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón Pedro, san Andrés, que también era uno de los Doce.
La primera característica que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como se podría esperar, sino griego, signo notable de que su familia tenía cierta apertura cultural. Nos encontramos en Galilea, donde la lengua y la cultura griegas están bastante presentes. En las listas de los Doce, Andrés ocupa el segundo lugar, como sucede en Mateo (Mt 10, 1-4) y en Lucas (Lc6, 13-16), o el cuarto, como acontece en Marcos (Mc 3, 13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 13-14). En cualquier caso, gozaba sin duda de gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.
El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios: “Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores. Entonces les dijo: “Seguidme, y os haré pescadores de hombres”” (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). El cuarto evangelio nos revela otro detalle importante: en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la realidad de la presencia del Señor.
Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como “el cordero de Dios” (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó “cordero de Dios”. El evangelista refiere: “Vieron dónde vivía y se quedaron con él” (Jn 1, 37-39).
Así pues, Andrés disfrutó de momentos extraordinarios de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: “Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró él luego a su hermano Simón, y le dijo: “Hemos hallado al Mesías”, que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús” (Jn1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.
Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de “Protóklitos”, que significa precisamente “el primer llamado”. Y no cabe duda de que por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas. Para subrayar esta relación, mi predecesor el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde, según la tradición, fue crucificado el Apóstol.
Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, que nos permiten conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea, cuando en aquel aprieto Andrés indicó a Jesús que había allí un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces: muy poco —constató— para tanta gente como se había congregado en aquel lugar (cf. Jn 6, 8-9). Conviene subrayar el realismo de Andrés: notó al muchacho —por tanto, ya había planteado la pregunta: “Pero, ¿qué es esto para tanta gente?” (Jn 6, 9)— y se dio cuenta de que los recursos no bastaban. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharlo.
La segunda ocasión fue en Jerusalén. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: “Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse” (cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él nos da.
Los Evangelios nos presentan, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos o personas que tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el evangelio de Juan, pero precisamente así se revela llena de significado. Jesús dice a los dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12, 23-24).
¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con algunas personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el “grano de trigo muerto” —símbolo de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo; será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.
Según tradiciones muy antiguas, Andrés, que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino también el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas tradiciones nos dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos; una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.
Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama “cruz de san Andrés”.
Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado “Pasión de Andrés”, en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes palabras: “¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti… ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!… Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!”.
Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender aquí una lección muy importante: nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.
Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a cultivar con él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.
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