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02 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 21 de Diciembre de 2011

02 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2011

Audiencia General del 21 de Diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en audiencia general pocos días antes de la celebración del Nacimiento del Señor. El saludo que circula en estos días por los labios de todos es «¡Feliz Navidad! ¡Felices fiestas navideñas!». Procuremos que, también en la sociedad actual, el intercambio de felicitaciones no pierda su profundo valor religioso, y que la fiesta no quede absorbida por los aspectos exteriores, que tocan las cuerdas del corazón. Ciertamente, los signos exteriores son hermosos e importantes, con tal de que no nos distraigan, sino que más bien nos ayuden a vivir la Navidad en el sentido más auténtico, el sentido sagrado y cristiano, de modo que también nuestra alegría no sea superficial, sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. De hecho, la Navidad no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; también es esto, pero es algo más: es celebrar un Misterio que ha marcado y sigue marcando la historia del hombre —Dios mismo vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), se hizo uno de nosotros—; un Misterio que afecta a nuestra fe y a nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, especialmente en la santa misa. Alguien podría preguntarse: ¿Cómo puedo vivir yo ahora este acontecimiento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar fructuosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace más de dos mil años? En la santa misa de la Noche de Navidad, repetiremos como estribillo del Salmo responsorial estas palabras: «Hoy nos ha nacido el Salvador». Este adverbio de tiempo, «hoy», aparece con frecuencia en todas las celebraciones navideñas y se refiere al acontecimiento del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la liturgia ese acontecimiento supera los límites del espacio y del tiempo, y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, a pesar del paso de los días, de los años y de los siglos. Al indicar que Jesús nace «hoy», la liturgia no usa una frase sin sentido, sino que subraya que este Nacimiento afecta e impregna toda la historia, sigue siendo también hoy una realidad, a la que podemos llegar precisamente en la liturgia. A nosotros, los creyentes, la celebración de la Navidad nos renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía «carne» y no sólo lejano: aun estando con el Padre, está cercano a nosotros. En ese Niño nacido en Belén, Dios se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene ocaso.

Quiero insistir en este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo «sensible», de lo experimentable empíricamente, siempre le cuesta mucho abrir los horizontes y entrar en el mundo de Dios. Desde luego, la redención de la humanidad tuvo lugar en un momento preciso e identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no sólo ha hablado al hombre, le ha mostrado signos admirables, lo ha guiado a lo largo de toda la historia de la salvación, sino que también se hizo hombre, y sigue siendo hombre. El Eterno entró en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible «hoy» el encuentro con él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a comprender que los acontecimientos de la salvación realizada por Cristo siempre son actuales, afectan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos y pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, la frase «hoy nos ha nacido el Salvador», no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino que queremos decir que Dios nos ofrece «hoy», ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

La Navidad, por tanto, a la vez que conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María —y numerosos textos litúrgicos nos hacen revivir ante nuestros ojos este o aquel episodio—, es un acontecimiento eficaz para nosotros. El Papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la fiesta de la Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura, porque ha llegado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. En efecto, al cumplirse el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y acordado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre» (Sermo 22, In Nativitate Domini, 2, 1: PL 54, 193). Y el mismo san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha nacido del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).

Hay un segundo aspecto, al que quiero aludir brevemente: el acontecimiento de Belén se debe considerar a la luz del Misterio pascual: tanto uno como otro forman parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el Nacimiento de Jesús nos invitan ya a dirigir nuestra mirada hacia su muerte y su resurrección. Tanto la Navidad como la Pascua son fiestas de la redención. La Pascua la celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial, cuando se vislumbra el resplandor del alba. Pero precisamente como el alba precede y ya hace presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año en los que se sitúan las dos grandes fiestas, al menos en algunas regiones del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. En efecto, mientras la Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae precisamente al inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no logran despertar la naturaleza, envuelta por el frío, bajo cuyo manto, sin embargo, palpita la vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.

Los Padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de toda la obra redentora, que tiene su culmen en el Misterio pascual. La Encarnación del Hijo de Dios se presenta no sólo como el principio y la condición de la salvación, sino también como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles: «Dios asume la carne precisamente para destruir la muerte escondida en ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus efectos, y como las tinieblas de una casa se disipan a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero al calor del sol inmediatamente se deshace, así la muerte que había reinado hasta la venida de Cristo, en cuanto apareció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, “fue absorbida en la victoria” (1 Co 15, 54), al no poder coexistir con la Vida» (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31, 1461). El mismo san Basilio, en otro texto, dirigía esta invitación: «Celebremos la salvación del mundo, el nacimiento del género humano. Hoy quedó perdonada la culpa de Adán. Ya no debemos decir: “Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19), sino: “unido a aquel que ha venido del cielo, serás admitido en el cielo”» (Homilía sobre el nacimiento deCristo, 6: PG 31, 1473).

Sagrada Familia – Angelo Bronzino

En la Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo «siendo de condición divina, (…) se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.

Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace también «hoy»; Dios está verdaderamente cerca de cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a él. Él es la verdadera luz, que disipa y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y la humanidad. Vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos la elevado hasta él a través del Misterio de Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, pues, como afirma san Agustín, «en [Cristo] la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad» (Epistola 187, 6, 20: PL 33, 839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; en ella se hace presente de modo real Jesús, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.

A todos vosotros y a vuestras familias deseo que celebréis una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que incluso las felicitaciones que os intercambiéis en ese día sean expresión de la alegría de saber que Dios está cerca de nosotros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.

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01 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 28 de Diciembre de 2011

01 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE DICIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE DICIEMBRE DE 2011

Audiencia General del 28 de Diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este misterio, cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe y en la oración. Precisamente a través de la oración nos hacemos capaces de acercarnos a Dios con intimidad y profundidad. Por ello, teniendo presente el tema de la oración que estoy desarrollando durante las catequesis en este período, hoy quiero invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto, es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, siguiendo el ejemplo de María, José y Jesús.

Sigue siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada Familia nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo». Y agrega: «En primer lugar nos enseña el silencio. Oh! Si renaciese en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de enero de 1964).

De la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la relación con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación de Jesús en el templo. San Lucas narra que María y José, «cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2, 22). Como toda familia judía observante de la ley, los padres de Jesús van al templo para consagrar a Dios a su primogénito y para ofrecer el sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones, parten de Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días; en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las familias sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la Sagrada Familia es la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los dones, símbolo de la oración, y del encuentro con el Señor, que María y José ya ven en su hijo Jesús.

La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en su seno, tomando de ella también la semejanza humana. Nadie se dedicó con tanta asiduidad a la contemplación de Jesús como María. La mirada de su corazón se concentra en él ya desde el momento de la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia, hasta el día del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura maternal el rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en el pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su corazón, marcaron cada instante de la existencia de María. Ella vive con los ojos en Cristo y conserva cada una de sus palabras. San Lucas dice: «Por su parte [María] conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), y así describe la actitud de María ante el misterio de la Encarnación, actitud que se prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las cosas meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf. 1, 38), sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su adhesión libre a Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del Espíritu Santo que desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá sobre los Apóstoles según la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta imagen de María que nos ofrece san Lucas presenta a la Virgen como modelo de todo creyente que conserva y confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa Juan Pablo II (cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la oración del Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste en contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre del Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios, de acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de salvación, cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza la indicación del ángel —«no temas acoger a María, tu mujer» (Mt 1, 20)— él tomó consigo a María y compartió su vida con ella; verdaderamente se entregó totalmente a María y a Jesús, y esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la vocación recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa. Podemos imaginar que también él, como su esposa y en íntima sintonía con ella, vivió los años de la infancia y de la adolescencia de Jesús gustando, por decirlo así, su presencia en su familia. José cumplió plenamente su papel paterno, en todo sentido. Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con María. Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes fiestas del pueblo de Israel. José, según la tradición judía, habrá dirigido la oración doméstica tanto en la cotidianidad —por la mañana, por la tarde, en las comidas—, como en las principales celebraciones religiosas. Así, en el ritmo de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.

Sagrada Familia de Nazaret Hendrick de Clerk 1570 1629

Sagrada Familia de Nazaret – Hendrick de Clerk 1570 – 1629

Por último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se halla recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos escuchado, a los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén. Este episodio se sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo pone de relieve san Lucas: «Sus padre solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración y, al mismo tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación pascual, y el evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la vive cada año, para participar en los ritos en la ciudad santa. La familia judía, como la cristiana, ora en la intimidad doméstica, pero reza también junto a la comunidad, reconociéndose parte del pueblo de Dios en camino, y la peregrinación expresa precisamente este estar en camino del pueblo de Dios. La Pascua es el centro y la cumbre de todo esto, y abarca la dimensión familiar y la del culto litúrgico y público.

En el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus primeras palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días de búsqueda, sus padres lo encontraron en el templo sentado entre los doctores en el templo mientras los escuchaba y los interrogaba (cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué había hecho esto a su padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto debe hacer como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no había hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció donde debe estar el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó quién es su Padre. La palabra «Padre» domina el acento de esta respuesta y aparece todo el misterio cristológico. Esta palabra abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para el misterio de Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, Jesús nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre en la oración. El misterio cristológico, el misterio de la existencia cristiana está íntimamente unido, fundado en la oración. Jesús enseñará un día a sus discípulos a rezar, diciéndoles: cuando oréis decid «Padre». Y, naturalmente, no lo digáis sólo de palabra, decidlo con vuestra vida, aprended cada vez más a decir «Padre» con vuestra vida; y así seréis verdaderos hijos en el Hijo, verdaderos cristianos.

Aquí, cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la Familia de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber tenido en el corazón de María y de José escuchar de labios de Jesús la palabra «Padre», y revelar, poner de relieve quién es el Padre, y escuchar de sus labios esta palabra con la consciencia del Hijo Unigénito, que precisamente por esto quiso permanecer durante tres días en el templo, que es la «casa del Padre». Desde entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús todavía niño —y luego adolescente y joven— no cesará ya de difundirse y de reflejarse en el corazón de María y de José este sentido profundo de la relación con Dios Padre. Este episodio nos muestra la verdadera situación, el clima de estar con el Padre. De este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma también las relaciones interpersonales, humanas.

Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica, llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera escuela de oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad, pueden aprender a percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vivir en un clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.

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