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30 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

30 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE ABRIL DE 2011

La Octava de Pascua

Queridos hermanos y hermanas:

En estos primeros días del tiempo pascual, que se prolonga hasta Pentecostés, estamos todavía llenos de la lozanía y de la alegría nueva que las celebraciones litúrgicas han traído a nuestro corazón. Por tanto, hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la Pascua, corazón del misterio cristiano. En efecto, todo tiene su inicio aquí: Cristo resucitado de entre los muertos es el fundamento de nuestra fe. De la Pascua se irradia, como desde un centro luminoso, incandescente, toda la liturgia de la Iglesia, sacando de ella contenido y significado. La celebración litúrgica de la muerte y resurrección de Cristo no es una simple conmemoración de este acontecimiento, sino su actualización en el misterio, para la vida de todo cristiano y de toda comunidad eclesial, para nuestra vida. La fe en Cristo resucitado transforma la existencia, actuando en nosotros una resurrección continua, come escribía san Pablo a los primeros creyentes: «Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz» (Ef 5, 8-9).

Entonces, ¿cómo podemos hacer que la Pascua se convierta en «vida»? ¿Cómo puede asumir una «forma» pascual toda nuestra existencia interior y exterior? Debemos partir de la comprensión auténtica de la resurrección de Jesús: ese acontecimiento no es un simple retorno a la vida precedente, como lo fue para Lázaro, para la hija de Jairo o para el joven de Naím, sino que es algo completamente nuevo y distinto. La resurrección de Cristo es el paso hacia una vida que ya no está sometida a la caducidad del tiempo, una vida inmersa en la eternidad de Dios. En la resurrección de Jesús comienza una nueva condición del ser hombres, que ilumina y transforma nuestro camino de cada día y abre un futuro cualitativamente diferente y nuevo para toda la humanidad. Por ello, san Pablo no sólo vincula de manera inseparable la resurrección de los cristianos a la de Jesús (cf. 1 Co 15, 16.20), sino que señala también cómo se debe vivir el misterio pascual en la cotidianidad de nuestra vida.

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En la carta a los Colosenses, san Pablo dice: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (3, 1-2). A primera vista, al leer este texto, podría parecer que el Apóstol quiere favorecer el desprecio de la realidad terrena, es decir, invitando a olvidarse de este mundo de sufrimiento, de injusticias, de pecados, para vivir anticipadamente en un paraíso celestial. En este caso, el pensamiento del «cielo» sería una especie de alienación. Pero, para captar el sentido verdadero de estas afirmaciones paulinas, basta no separarlas de su contexto. El Apóstol precisa muy bien lo que entiende por «los bienes de allá arriba», que el cristiano debe buscar, y «los bienes de la tierra», de los cuales debe cuidarse. Los «bienes de la tierra» que es necesario evitar son ante todo: «Dad muerte —escribe san Pablo— a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría» (3, 5-6). Dar muerte en nosotros al deseo insaciable de bienes materiales, al egoísmo, raíz de todo pecado. Por tanto, cuando el Apóstol invita a los cristianos a desprenderse con decisión de los «bienes de la tierra», claramente quiere dar a entender que eso pertenece al «hombre viejo» del cual el cristiano debe despojarse, para revestirse de Cristo.

Del mismo modo que explicó claramente cuáles son los bienes en los que no hay que fijar el propio corazón, con la misma claridad san Pablo nos señala cuáles son los «bienes de arriba», que el cristiano debe buscar y gustar. Atañen a lo que pertenece al «hombre nuevo», que se ha revestido de Cristo una vez para siempre en el Bautismo, pero que siempre necesita renovarse «a imagen de su Creador» (Col 3, 10). El Apóstol de los gentiles describe así esos «bienes de arriba»: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro (…). Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 12-14). Así pues, san Pablo está muy lejos de invitar a los cristianos, a cada uno de nosotros, a evadirse del mundo en el que Dios nos ha puesto. Es verdad que somos ciudadanos de otra «ciudad», donde está nuestra verdadera patria, pero el camino hacia esta meta debemos recorrerlo cada día en esta tierra. Participando desde ahora en la vida de Cristo resucitado debemos vivir como hombres nuevos en este mundo, en el corazón de la ciudad terrena.

Este es el camino no sólo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para transformar el mundo, para dar a la ciudad terrena un rostro nuevo que favorezca el desarrollo del hombre y de la sociedad según la lógica de la solidaridad, de la bondad, con un respeto profundo de la dignidad propia de cada uno. El Apóstol nos recuerda cuáles son las virtudes que deben acompañar a la vida cristiana; en la cumbre está la caridad, con la cual todas las demás están relacionadas encontrando en ella su fuente y fundamento. La caridad resume y compendia «los bienes del cielo»: la caridad que, con la fe y la esperanza, representa la gran regla de vida del cristiano y define su naturaleza profunda.

La Pascua, por tanto, nos trae la novedad de un cambio profundo y total de una vida sujeta a la esclavitud del pecado a una vida de libertad, animada por el amor, fuerza que derriba toda barrera y construye una nueva armonía en el propio corazón y en la relación con los demás y con las cosas. Todo cristiano, así como toda comunidad, si vive la experiencia de este paso a la resurrección, no puede menos de ser fermento nuevo en el mundo, entregándose sin reservas en favor de las causas más urgentes y más justas, como demuestran los testimonios de los santos de todas las épocas y todos los lugares. Son numerosas también las expectativas de nuestro tiempo: nosotros, los cristianos, creyendo firmemente que la resurrección de Cristo ha renovado al hombre sin sacarlo del mundo donde construye su historia, debemos ser los testigos luminosos de esta vida nueva que la Pascua ha traído. La Pascua es un don que se ha de acoger cada vez más profundamente en la fe, para poder actuar en cada situación, con la gracia de Cristo, según la lógica de Dios, la lógica del amor. La luz de la resurrección de Cristo debe penetrar nuestro mundo, debe llegar como mensaje de verdad y de vida a todos los hombres a través de nuestro testimonio de todos los días.

Queridos amigos: ¡Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente! No podemos retener sólo para nosotros la vida y la alegría que él nos ha donado en su Pascua, sino que debemos donarla a cuantos están cerca de nosotros. Esta es nuestra tarea y nuestra misión: hacer resucitar en el corazón del prójimo la esperanza donde hay desesperación, la alegría donde hay tristeza, la vida donde hay muerte. Testimoniar cada día la alegría del Señor resucitado significa vivir siempre en «forma pascual» y hacer resonar el gozoso anuncio de que Cristo no es una idea o un recuerdo del pasado, sino una Persona que vive con nosotros, para nosotros y en nosotros; y con él, para él y en él podemos hacer nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5).

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108 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

108 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2007

La octava de Pascua

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy nos volvemos a reunir, después de las solemnes celebraciones de la Pascua, para el acostumbrado encuentro del miércoles. Ante todo deseo renovaros a cada uno mi más cordial felicitación pascual. Os agradezco vuestra presencia en tan gran número y doy gracias al Señor por el hermoso sol que nos da.

En la Vigilia pascual resonó este anuncio:  “Verdaderamente, ha resucitado el Señor, aleluya”. Ahora es él mismo quien nos habla:  “No moriré —proclama—; seguiré vivo”. A los pecadores dice:  “Recibid el perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón”. Por último, a todos repite:  “Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo os mostraré al Padre”. Así se expresa un escritor del siglo II, Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).

En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de los acontecimientos pascuales.

El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima entre los creyentes:  la competición en busca de Cristo.

Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor.

Hoy, miércoles de la octava de Pascua, la liturgia nos invita a meditar en otro encuentro singular del Resucitado, el que tuvo con los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Mientras volvían a casa, desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando, al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc 24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.

Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma:  “Jesús parte el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra alma”. Y concluye:  “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a Jesús en el corazón.

Pascua de Resurreccion krouillong comunion en la mano sacrilegio 3 Cristo ResucitadoEn el prólogo de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas afirma que el Señor resucitado, “después de su pasión, se les presentó (a los Apóstoles), dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hch 1, 3). Hay que entender bien:  cuando el autor sagrado dice que les dio pruebas de que vivía no quiere decir que Jesús volvió a la vida de antes, como Lázaro. La Pascua que celebramos —observa san Bernardo— significa “paso” y no “regreso”, porque Jesús no volvió a la situación anterior, sino que “cruzó una frontera hacia una condición más gloriosa”, nueva y definitiva. Por eso —añade— “ahora Cristo ha pasado verdaderamente a una vida nueva” (cf. Discurso sobre la Pascua).

A María Magdalena el Señor le dijo:  “Suéltame, pues todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20, 27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno ayuda a comprender el otro.

María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes, considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar. Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino entablar una relación totalmente nueva con él:  era necesario ir hacia adelante.

Lo subraya san Bernardo:  Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a este paso… No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro.
Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”:  lo quiere convertir en testigo directo de su resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero:  “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 24).

Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual, para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.

Una vez más:  ¡Feliz Pascua a todos vosotros!

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120 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

120 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE ABRIL DE 2010

LA OCTAVA DE PASCUA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, la habitual audiencia general de los miércoles se ve inundada por la alegría luminosa de la Pascua. En estos días la Iglesia celebra el misterio de la Resurrección y vive el gran gozo que deriva de la buena nueva del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Una alegría que no sólo se prolonga durante la Octava de Pascua, sino que se extiende durante cincuenta días hasta Pentecostés. Después del llanto y la consternación del Viernes santo, y después del silencio cargado de espera del Sábado santo, he aquí el anuncio estupendo: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34). En toda la historia del mundo, esta es la “buena nueva” por excelencia, es el “Evangelio” anunciado y transmitido a lo largo de los siglos, de generación en generación.

La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más hermoso y maduro del “misterio de Dios”. Es tan extraordinario, que resulta inenarrable en aquellas dimensiones que escapan a nuestra capacidad humana de conocimiento e investigación. Y, aun así, también es un hecho “histórico”, real, testimoniado y documentado. Es el acontecimiento en el que se funda toda nuestra fe. Es el contenido central en el que creemos y el motivo principal por el que creemos.

El Nuevo Testamento no describe cómo tuvo lugar la Resurrección de Jesús. Refiere solamente los testimonios de aquellos a los que Jesús en persona se apareció después de haber resucitado. Los tres Evangelios sinópticos nos narran que ese anuncio —¡Ha resucitado!”— lo proclamaron inicialmente algunos ángeles. Es, por tanto, un anuncio que tiene su origen en Dios; pero Dios lo confía en seguida a sus “mensajeros”, para que lo transmitan a todos. De modo que son esos mismos ángeles quienes invitan a las mujeres —que habían ido al sepulcro al amanecer— a que vayan en seguida a decir a los discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis” (Mt 28, 7). De este modo, mediante las mujeres del Evangelio, ese mandato divino llega a todos y cada uno, para que a su vez transmitan a otros, con fidelidad y con valentía, esa misma noticia: una noticia hermosa, alegre y fuente de gozo.

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Sí, queridos amigos, toda nuestra fe se basa en la transmisión constante y fiel de esta “buena nueva”. Y nosotros, hoy, queremos expresar a Dios nuestra profunda gratitud por las innumerables generaciones de creyentes en Cristo que nos han precedido a lo largo de los siglos, porque cumplieron el mandato fundamental de anunciar el Evangelio que habían recibido. La buena nueva de la Pascua, por tanto, requiere la labor de testigos entusiastas y valientes. Todo discípulo de Cristo, también cada uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Este es el mandato preciso, comprometedor y apasionante del Señor resucitado. La “noticia” de la vida nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe estar viva y activa en quien la comunica, y ha de ser realmente capaz de cambiar el corazón, toda la existencia. Esta noticia está viva, ante todo, porque Cristo mismo es su alma viva y vivificante. Nos lo recuerda san Marcos al final de su Evangelio, donde escribe que los Apóstoles “salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16, 20).

La experiencia de los Apóstoles es también la nuestra y la de todo creyente, de todo discípulo que se hace “anunciador”. De hecho, también nosotros estamos seguros de que el Señor, hoy como ayer, actúa junto con sus testigos. Este es un hecho que podemos reconocer cada vez que vemos despuntar los brotes de una paz verdadera y duradera, donde el compromiso y el ejemplo de los cristianos y de los hombres de buena voluntad está animado por el respeto de la justicia, el diálogo paciente, la estima convencida de los demás, el desinterés y el sacrificio personal y comunitario. Lamentablemente, también vemos en el mundo mucho sufrimiento, mucha violencia, muchas incomprensiones. La celebración del Misterio pascual, la contemplación gozosa de la Resurrección de Cristo, que vence al pecado y la muerte con la fuerza del amor de Dios es ocasión propicia para redescubrir y profesar con más convicción nuestra confianza en el Señor resucitado, que acompaña a los testigos de su palabra obrando prodigios junto con ellos. Seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado cuando dejemos que se transparente en nosotros el prodigio de su amor; cuando en nuestras palabras y, más aún, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se pueda reconocer la voz y la mano de Jesús.

El Señor nos manda, por tanto, a todas partes como testigos suyos. Pero sólo lo seremos a partir y en referencia continua a la experiencia pascual, la que María Magdalena expresa anunciando a los demás discípulos: “He visto al Señor” (cf. Jn 20, 18). En este encuentro personal con Cristo resucitado están el fundamento indestructible y el contenido central de nuestra fe, la fuente fresca e inagotable de nuestra esperanza y el dinamismo ardiente de nuestra caridad. Así nuestra vida cristiana coincidirá completamente con el anuncio: “Es verdad. Cristo Señor ha resucitado”. Por tanto, dejémonos conquistar por el atractivo de la Resurrección de Cristo. Que la Virgen María nos sostenga con su protección y nos ayude a gustar plenamente el gozo pascual, para que sepamos llevarlo a nuestra vez a todos nuestros hermanos.

Una vez más, ¡Feliz Pascua a todos!

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