84 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA
AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE ENERO DE 2009
CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA
Queridos hermanos y hermanas:
El domingo pasado comenzó la “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, que concluirá el domingo próximo, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Se trata de una iniciativa espiritual preciosa, que se está difundiendo cada vez más entre los cristianos, en sintonía y, podríamos decir, en respuesta a la apremiante invocación que Jesús dirigió al Padre en el Cenáculo, antes de su Pasión: “Que sean una sola cosa, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Durante esta oración sacerdotal, el Señor, en cuatro ocasiones, pide a sus discípulos que sean “una sola cosa”, según la imagen de la unidad entre el Padre y el Hijo. Se trata de una unidad que sólo puede crecer siguiendo el ejemplo de la entrega del Hijo al Padre, es decir, saliendo de sí y uniéndose a Cristo. Además, por dos veces, en esta oración Jesús añade como fin de esta unidad: para que el mundo crea. Por tanto, la unidad plena está conectada con la vida y la misión misma de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe vivir una unidad que sólo puede derivar de su unidad con Cristo, con su trascendencia, como signo de que Cristo es la verdad. Esta es nuestra responsabilidad: que sea visible en el mundo el don de una unidad en virtud de la cual se haga creíble nuestra fe. Por esto es importante que cada comunidad cristiana tome conciencia de la urgencia de trabajar de todas las formas posibles para llegar a este gran objetivo. Al mismo tiempo, es importante implorarla con oración constante y confiada, sabiendo que la unidad es ante todo “don” del Señor. Sólo saliendo de nosotros mismos y yendo hacia Cristo, sólo en la relación con él podemos llegar a estar realmente unidos entre nosotros. Esta es la invitación que, con la presente “Semana”, se nos dirige a los creyentes en Cristo de toda Iglesia y Comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, respondamos a esta invitación con generosidad diligente.
Este año la “Semana de oración por la unidad” propone a nuestra meditación y oración estas palabras tomadas del libro del profeta Ezequiel: “Que formen una sola cosa en tu mano” (37, 17). El tema ha sido elegido por un grupo ecuménico de Corea, y revisado después para su divulgación internacional por el Comité mixto de oración, formado por representantes del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y por el Consejo mundial de Iglesias de Ginebra. El mismo proceso de preparación ha sido un estimulante y fecundo ejercicio de auténtico ecumenismo.
En el pasaje del libro del profeta Ezequiel del que se ha sacado el tema, el Señor ordena al profeta que tome dos maderas, una como símbolo de Judá y sus tribus y la otra como símbolo de José y de toda la casa de Israel unida a él, y les pide que las “acerque”, de modo que formen una sola madera, “una sola cosa” en su mano. Es transparente la parábola de la unidad. A los “hijos del pueblo”, que pedirán explicación, Ezequiel, iluminado desde lo Alto, dirá que el Señor mismo toma las dos maderas y las acerca, de forma que los dos reinos con sus tribus respectivas, divididas entre sí, lleguen a ser “una sola cosa en su mano”. La mano del profeta, que acerca los dos leños, se considera como la mano misma de Dios que reúne y unifica a su pueblo y, finalmente, a la humanidad entera. Las palabras del profeta las podemos aplicar a los cristianos como una exhortación a rezar, a trabajar haciendo todo lo posible para que se realice la unidad de todos los discípulos de Cristo; a trabajar para que nuestra mano sea instrumento de la mano unificadora de Dios.
Esta exhortación resulta particularmente conmovedora y apremiante en las palabras de Jesús después de la última Cena. El Señor desea que todo su pueblo camine —y ve en él a la Iglesia del futuro, de los siglos futuros— con paciencia y perseverancia hacia la realización de la unidad plena. Este empeño que comporta la adhesión humilde y obediencia dócil al mandato del Señor, que lo bendice y lo hace fecundo. El profeta Ezequiel nos asegura que será precisamente él, nuestro único Señor, el único Dios, quien nos tome en “su mano”.
En la segunda parte de la lectura bíblica se profundizan el significado y las condiciones de la unidad de las distintas tribus en un solo reino. En la dispersión entre los gentiles, los israelitas habían conocido cultos erróneos, habían asimilado concepciones de vida equivocadas, habían asumido costumbres ajenas a la ley divina. Ahora el Señor declara que ya no se contaminarán más con los ídolos de los pueblos paganos, con sus abominaciones, con todas sus iniquidades (cf. Ez 37, 23). Reclama la necesidad de liberarlos del pecado, de purificar su corazón. “Los libraré de todas sus rebeldías —afirma—, los purificaré”. Y así “serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez37, 23). En esta condición de renovación interior, ellos “seguirán mis mandamientos, observarán mis leyes y las pondrán en práctica”. Y el texto profético se concluye con la promesa definitiva y plenamente salvífica: “Haré con ellos una alianza de paz… pondré mi santuario, es decir, mi presencia, en medio de ellos” (Ez 37, 26).
La visión de Ezequiel es particularmente elocuente para todo el movimiento ecuménico, porque pone en claro la exigencia imprescindible de una renovación interior auténtica en todos los componentes del pueblo de Dios que sólo el Señor puede realizar. A esta renovación debemos estar abiertos también nosotros, porque también nosotros, desperdigados entre los pueblos del mundo, hemos aprendido costumbres muy alejadas de la Palabra de Dios. “Así como hoy la renovación de la Iglesia —se lee en el decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II— consiste esencialmente en el crecimiento de la fidelidad a su vocación, esta es sin duda la razón del movimiento hacia la unidad” (Unitatis redintegratio, 6), es decir, la mayor fidelidad a la vocación de Dios. El decreto subraya también la dimensión interior de la conversión del corazón. “El ecumenismo verdadero —añade— no existe sin la conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y del ejercicio pleno de la caridad (ib., 7). La “Semana de oración por la unidad” se convierte, de esta forma, para todos nosotros en estímulo a una conversión sincera y a una escucha cada vez más dócil a la Palabra de Dios, a una fe cada vez más profunda.
La “Semana” es también una ocasión propicia para agradecer al Señor por cuanto nos ha concedido hacer hasta ahora “para acercar” unos a otros, los cristianos divididos, y las propias Iglesias y Comunidades eclesiales. Este espíritu ha animado a la Iglesia católica, la cual, durante el año pasado, ha proseguido, con firme convicción y segura esperanza, manteniendo relaciones fraternas y respetuosas con todas las Iglesias y Comunidades eclesiales de Oriente y Occidente. En la variedad de las situaciones, a veces más positivas y a veces con más dificultades, se ha esforzado por no decaer nunca en el empeño de realizar todos los esfuerzos para la recomposición de la unidad plena. Las relaciones entre las Iglesias y los diálogos teológicos han seguido dando signos de convergencias espirituales alentadoras. Yo mismo he tenido la alegría de encontrar, aquí en el Vaticano y en el curso de mis viajes apostólicos, a cristianos procedentes de todos los horizontes. Con gran alegría acogí en tres ocasiones al Patriarca ecuménico Su Santidad Bartolomé I y, como acontecimiento extraordinario, le oímos tomar la palabra, con calor eclesial fraterno y con confianza convencida en el porvenir, durante la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos. Tuve el placer de recibir a los dos Catholicós de la Iglesia apostólica armenia: Su Santidad Karekin II de Etchmiadzin y Su Santidad Aram Ide Antelias. Y, finalmente, he compartido el dolor del Patriarcado de Moscú por la partida del amado hermano en Cristo, el Patriarca Su Santidad Alexis II, y continúo permaneciendo en comunión de oración con estos hermanos nuestros que se preparan para elegir al nuevo Patriarca de la venerada y gran Iglesia ortodoxa. Igualmente, tuve ocasión de encontrar a representantes de las diversas Comuniones cristianas de Occidente, con los que prosigue el diálogo sobre el importante testimonio que los cristianos deben dar hoy de forma concorde, en un mundo cada vez más dividido y que se encuentra ante numerosos desafíos de carácter cultural, social, económico y ético. De esto y de tantos otros encuentros, diálogos y gestos de fraternidad que el Señor nos ha permitido poder realizar, démosle gracias juntos con alegría.
Queridos hermanos y hermanas, aprovechemos la oportunidad que la “Semana de oración por la unidad de los cristianos” nos ofrece para pedir al Señor que prosigan y, si es posible, se intensifiquen el compromiso y el diálogo ecuménico. En el contexto del Año paulino, que conmemora el bimilenario del nacimiento de san Pablo, no podemos no referirnos también a cuanto el apóstol san Pablo nos dejó escrito a propósito de la unidad de la Iglesia. Cada miércoles voy dedicando mi reflexión a sus cartas y a su preciosa enseñanza. Retomo aquí sencillamente cuanto escribió dirigiéndose a la comunidad de Éfeso: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 4-5). Hagamos nuestro el anhelo de san Pablo, que consumó enteramente su vida por el único Señor y por la unidad de su Cuerpo místico, la Iglesia, dando, con el martirio, un testimonio supremo de fidelidad y de amor a Cristo.
Que cada comunidad, siguiendo su ejemplo y contando con su intercesión, crezca en el empeño de la unidad, gracias a las diversas iniciativas espirituales y pastorales y a las asambleas de oración común, que suelen hacerse más numerosas e intensas en esta “Semana”, haciéndonos ya pregustar, en cierto modo, el día de la unidad plena. Oremos para que entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales continúe el diálogo de la verdad, indispensable para dirimir las divergencias, y el de la caridad, que condiciona el diálogo teológico mismo y ayuda a vivir unidos para un testimonio común. El deseo que habita en nuestros corazones es que llegue pronto el día de la comunión plena, cuando todos los discípulos del único Señor nuestro podrán finalmente celebrar juntos la Eucaristía, el sacrificio divino para la vida y la salvación del mundo. Invocamos la intercesión maternal de María para que ayude a todos los cristianos a cultivar una escucha más atenta de la Palabra de Dios y una oración más intensa por la unidad.
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