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16 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Promesas a la casa de David (Salmo 131)

16 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PROMESAS A LA CASA DE DAVID 

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE SEPTIEMBRE DE 2005

PROMESAS A LA CASA DE DAVID (SALMO 131)

1.Hemos escuchado la primera parte del salmo 131, un himno que la liturgia de Vísperas nos presenta en dos momentos distintos. Muchos estudiosos piensan que este canto resonó en la celebración solemne del traslado del arca del Señor, signo de la presencia divina en medio del pueblo de Israel, en Jerusalén, la nueva capital elegida por David.

En el relato de este acontecimiento, tal como nos lo presenta la Biblia, se lee que el rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante el Señor, ceñido de un efod de lino. David y toda la casa de Israel hacían subir el arca del Señor entre clamores y resonar de cuernos” (2 S 6, 14-15).

Otros estudiosos, en cambio, afirman que el salmo 131 se refiere a una celebración conmemorativa de ese acontecimiento antiguo, después de la institución del culto en el santuario de Sión precisamente por obra de David.

2.Nuestro himno parece suponer una dimensión litúrgica: probablemente se utilizaba durante el desarrollo de una procesión, con la presencia de sacerdotes y fieles, y con la intervención de un coro.

Siguiendo la liturgia de Vísperas, reflexionaremos en los primeros diez versículos del Salmo, los que se acaban de proclamar. En el centro de esta sección se encuentra el solemne juramento que pronunció David. En efecto, se dice que, una vez superado el duro contraste que tuvo con su predecesor el rey Saúl, “juró al Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob” (Sal 131, 2). El contenido de este compromiso solemne, expresado en los versículos 3-5, es claro: el soberano no pisará el palacio real de Jerusalén, no irá tranquilo a descansar, si antes no ha encontrado una morada para el arca del Señor.

Y esto es muy importante, porque demuestra que en el centro de la vida social de una ciudad, de una comunidad, de un pueblo, debe estar una presencia que evoca el misterio de Dios trascendente, precisamente un espacio para Dios, una morada para Dios. El hombre no puede caminar bien sin Dios, debe caminar juntamente con Dios en la historia, y el templo, la morada de Dios, tiene la misión de indicar de modo visible esta comunión, este dejarse guiar por Dios.
3.En este punto, después de las palabras de David, aparece, tal vez mediante las palabras de un coro litúrgico, el recuerdo del pasado. En efecto, se evoca el descubrimiento del arca en los campos de Jaar, en la región de Efratá (cf. v. 6): allí había permanecido largo tiempo, después de ser restituida por los filisteos a Israel, que la había perdido durante una batalla (cf. 1S 7, 1;2 S 6, 2.11).

Por eso, desde esa provincia es llevada a la futura ciudad santa, y nuestro pasaje termina con una celebración festiva, en la que por un lado está el pueblo que adora (cf. Sal 131, 7.9), o sea, la asamblea litúrgica; y, por otro, el Señor, que vuelve a hacerse presente y operante mediante el signo del arca colocada en Sión (cf. v. 8), así en el centro de su pueblo.

El alma de la liturgia está en este encuentro entre sacerdotes y fieles, por una parte, y el Señor con su poder, por otra.

rey david krouillong comunion en la mano sacrilegio

4.Como sello de la primera parte del salmo 131 resuena una aclamación orante en favor de los reyes sucesores de David: “Por amor a tu siervo David, no niegues audiencia a tu ungido” (v. 10).

Así pues, se refiere al futuro sucesor de David, “tu ungido”. Es fácil intuir una dimensión mesiánica en esta súplica, destinada inicialmente a pedir ayuda para el soberano judío en las pruebas de la vida. En efecto, el término “ungido” traduce el término hebreo “Mesías”: así, la mirada del orante se dirige más allá de las vicisitudes del reino de Judá y se proyecta hacia la gran espera del “Ungido perfecto”, el Mesías, que será siempre grato a Dios, por él amado y bendecido. Y no será sólo de Israel, sino el “ungido”, el rey de todo el mundo. Dios está con nosotros y se espera este “ungido”, que vino en la persona de Jesucristo.

5.Esta interpretación mesiánica del “ungido” futuro ha sido común en la relectura cristiana y se ha extendido a todo el Salmo.

Es significativa, por ejemplo, la aplicación que Hexiquio de Jerusalén, un presbítero de la primera mitad del siglo V, hizo del versículo 8 a la encarnación de Cristo. En su Segunda homilía sobre la Madre de Dios se dirige así a la Virgen. “Sobre ti y sobre Aquel que de ti ha nacido, David no cesa de cantar con la cítara: “Levántate, Señor, ven a tu mansión, ven con el arca de tu poder” (Sal 131, 8)”.

¿Quién es “el arca de tu poder”? Hexiquio responde: “Evidentemente, la Virgen, la Madre de Dios, pues si tú eres la perla, ella es con verdad el arca; si tú eres el sol, la Virgen será denominada necesariamente el cielo; y si tú eres la flor incontaminada, la Virgen será entonces planta de incorrupción, paraíso de inmortalidad” (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, pp. 532-533).

Me parece muy importante esta doble interpretación. El “ungido” es Cristo. Cristo, el Hijo de Dios, se encarnó. Y el Arca de la alianza, la verdadera morada de Dios en el mundo, no hecha de madera sino de carne y sangre, es la Virgen, que se ofrece al Señor como Arca de la alianza y nos invita a ser también nosotros morada viva de Dios en el mundo.

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15 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Elección de David y de Sión (Salmo 131, 11-18)

15 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ELECCIÓN DE DAVID Y DE SIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE SEPTIEMBRE DE 2005

ELECCIÓN DE DAVID Y DE SIÓN  (SALMO 131, 11-18)

1. Acaba de resonar la segunda parte del salmo 131, un canto que evoca un acontecimiento capital en la historia de Israel:  el traslado del arca del Señor a la ciudad de Jerusalén.

David fue el artífice de este traslado, atestiguado en la primera parte del Salmo, sobre el que ya hemos reflexionado. En efecto, el rey había hecho el juramento de no establecerse en el palacio real si antes no encontraba una morada para el arca de Dios, signo de la presencia del Señor en medio de su pueblo (cf. vv. 3-5).

A ese juramento del rey responde ahora el juramento de Dios mismo:  “El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará” (v. 11). Esta solemne promesa, en su esencia, es la misma que el profeta Natán había hecho, en nombre de Dios, al mismo David; se refiere a la descendencia davídica futura, destinada a reinar establemente (cf. 2 S 7, 8-16).

2. Con todo, el juramento divino implica el esfuerzo humano, hasta el punto de que está condicionado por un “si”:  “Si tus hijos guardan mi alianza” (Sal 131, 12). A la promesa y al don de Dios, que no tiene nada de mágico, debe responder la adhesión fiel y activa del hombre, en un diálogo que implica dos libertades:  la divina y la humana.

En este punto, el Salmo se transforma en un canto que exalta los efectos estupendos tanto del don del Señor como de la fidelidad de Israel. En efecto, se experimentará la presencia de Dios en medio del pueblo (cf. vv. 13-14):  él será como un habitante entre los habitantes de Jerusalén, como un ciudadano que vive con los demás ciudadanos las vicisitudes de la historia, pero ofreciendo el poder de su bendición.

3. Dios bendecirá las cosechas, preocupándose de los pobres para que puedan saciar su hambre (cf. v. 15); extenderá su manto protector sobre los sacerdotes, ofreciéndoles su salvación; hará que todos los fieles vivan con alegría y confianza (cf. v. 16).

La bendición más intensa se reserva una vez más para David y su descendencia:  “Haré germinar el vigor de David, enciendo una lámpara para mi ungido. A  sus enemigos los vestiré de ignominia, sobre él brillará mi diadema” (vv. 17-18).

Una vez más, como había sucedido en la primera parte del Salmo (cf. v. 10), entra en escena la figura del “Ungido”, en hebreo “Mesías”, uniendo así la descendencia davídica al mesianismo que, en la relectura cristiana, encuentra plena realización en la figura de Cristo. Las imágenes usadas son vivaces:  a David se le representa como un vástago que crece con vigor. Dios ilumina al descendiente davídico con una lámpara brillante, símbolo de vitalidad y de gloria; una diadema espléndida marcará su triunfo sobre los enemigos y, por consiguiente, la victoria sobre el mal.

Rey David en Trono krouillong comunion en la mano sacrilegio
4. En Jerusalén, en el templo donde se conserva el arca y en la dinastía davídica, se realiza la doble presencia del Señor:  la presencia en el espacio y la presencia en la historia. Así, el salmo 131 se transforma en una celebración del Dios-Emmanuel, que está con sus criaturas, vive a su lado y las llena de beneficios, con tal de que permanezcan unidas a él en la verdad y en la justicia. El centro espiritual de este himno ya es un preludio de la proclamación de san Juan:  “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

5. Concluyamos recordando que los Padres de la Iglesia usaron habitualmente el inicio de esta segunda parte del salmo 131 para describir la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María.

Ya san Ireneo, refiriéndose a la profecía de Isaías sobre la virgen que da a luz, explicaba:  “Las palabras:  “Escuchad, pues, casa de David” (Is 7, 13) dan también a entender que el Rey eterno, que Dios había prometido a David suscitar del “fruto de su seno” (Sal 131, 11), es el mismo que nació de la Virgen, descendiente de David. Porque por esto le había prometido Dios un rey que sería el “fruto de su vientre” ―lo que era propio de una virgen embarazada― (…). Así, por tanto, la Escritura (…) pone y afirma vigorosamente la expresión “fruto del vientre” para proclamar de antemano la generación de Aquel que debía nacer de la Virgen, tal como Isabel, llena del Espíritu Santo, atestiguó, diciendo a María:  “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42). Por estas palabras el Espíritu Santo indica, a los que quieren entender, que la promesa hecha por Dios a David de suscitar un Rey “del fruto de su vientre” se cumplió cuando la Virgen, es decir, María dio a luz” (Adversus hareses, III, 21, 5).

Así, en el gran arco que va del Salmo antiguo hasta la encarnación del Señor, vemos la fidelidad de Dios. En el Salmo ya se pone de manifiesto el misterio de un Dios que habita con nosotros, que se hace uno de nosotros en la Encarnación. Y esta fidelidad de Dios es nuestra confianza en medio de los cambios de la historia, es nuestra alegría.

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14 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno a Dios, realizador de maravillas (Salmo 134)

14 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO A DIOS, REALIZADOR DE MARAVILLAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE SEPTIEMBRE DE 2005

HIMNO A DIOS, REALIZADOR DE MARAVILLAS (SALMO 134)

1. Se presenta ahora ante nosotros la primera parte del salmo 134, un himno de índole litúrgica, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. En efecto, la liturgia compone a menudo sus textos tomando del gran patrimonio de la Biblia un rico repertorio de temas y de oraciones, que sostienen el camino de los fieles.

Sigamos la trama orante de esta primera sección (cf. Sal 134, 1-12), que se abre con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). El llamamiento se dirige a los “siervos del Señor que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios” (vv. 1-2).

Por tanto, estamos en el clima vivo del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. Allí se experimenta de modo eficaz la presencia de “nuestro Dios”, un Dios “bueno” y “amable”, el Dios de la elección y de la alianza (cf. vv. 3-4).

Después de la invitación a la alabanza, un solista proclama la profesión de fe, que inicia con la fórmula “Yo sé” (v. 5). Este Credoconstituirá la esencia de todo el himno, que se presenta como una proclamación de la grandeza del Señor (ib.), manifestada en sus obras maravillosas.

2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en el mundo entero, “en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos”. Él es quien produce nubes, relámpagos, lluvia y vientos, imaginados como encerrados en “silos” o depósitos (cf. vv. 6-7).

Sin embargo, es sobre todo otro aspecto de la actividad divina el que se celebra en esta profesión de fe. Se trata de la admirable intervención en la historia, donde el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, pasan los grandes acontecimientos del Éxodo.

Ante todo, la conmemoración sintética y esencial de las “plagas” de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para doblegar al opresor (cf. vv. 8-9). Luego, se evocan las victorias obtenidas por Israel después de su larga marcha por el desierto. Se atribuyen a la potente intervención de Dios, que “hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos” (v. 10). Por último, la meta tan anhelada y esperada, la tierra prometida:  “Dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo” (v. 12).

El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual, que es la raíz de toda otra solemnidad, y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación.benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 19
3. Recogemos el espíritu del salmo y de su alabanza a Dios, proponiéndolo de nuevo a través de la voz de san Clemente Romano, tal como resuena en la larga oración conclusiva de su Carta a los Corintios. Él observa que, así como en el salmo 134 se manifiesta el rostro del Dios redentor, así también su protección, que concedió a los antiguos padres, ahora llega a nosotros en Cristo:  “Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (…) A ti, el único que puedes hacer esos bienes y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de los siglos” (60, 3-4; 61, 3:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235).

Sí, esta oración de un Papa del siglo primero la podemos rezar también nosotros, en nuestro tiempo, como nuestra oración para el día de hoy:  “Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros hoy, para el bien de la paz. Concédenos en estos tiempos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, por Jesucristo, que reina de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén”.

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13 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Solo Dios es grande y eterno (Salmo 134, 13-21)

13 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SOLO DIOS ES GRANDE Y ETERNO

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE OCTUBRE DE 2005

SOLO DIOS ES GRANDE Y ETERNO (SALMO 134, 13-21)

1. La liturgia de las Vísperas nos presenta el salmo 134, un canto con tono pascual, en dos pasajes distintos. El que acabamos de escuchar contiene la segunda parte (cf. vv. 13-21), la cual concluye con el aleluya, exclamación de alabanza al Señor con la que se había iniciado el Salmo.

El salmista, después de conmemorar, en la primera parte del himno, el acontecimiento del Éxodo, centro de la celebración pascual de Israel, ahora compara con gran relieve dos concepciones religiosas diversas. Por un lado, destaca la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que “gobierna” a sus fieles, “se compadece” de ellos y los sostiene con su poder y su amor.

2. Por otro lado, se presenta la idolatría (cf. vv. 15-18), manifestación de una religiosidad desviada y engañosa. En efecto, el ídolo no es más que “hechura de manos humanas”, un producto de los deseos humanos; por tanto, es incapaz de superar los límites propios de las criaturas. Ciertamente, tiene una forma humana, con boca, ojos, orejas, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente a una estatua inanimada (cf. Sal 113, 4-8).

El destino de quienes adoran a estos objetos sin vida es llegar a ser semejantes a ellos:  impotentes, frágiles, inertes. En esta descripción de la idolatría como religión falsa se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en “las obras de sus manos”, poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en lo material. Por desgracia, a quienes actúan de esa manera, adorando la riqueza, lo material, les sucede lo que ya describía de modo eficaz el profeta Isaías:  “A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá:  “¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?”” (Is 44, 20).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 12
3. El salmo 134, después de esta meditación sobre la religión verdadera y la falsa, sobre la fe auténtica en el Señor del universo y de la historia, y sobre la idolatría, concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que pone en escena una serie de figuras presentes en el culto tributado en el templo de Sión (cf.Sal 113, 9-13).

Toda la comunidad congregada en el templo eleva en coro a Dios, creador del universo y salvador de su pueblo en la historia, una bendición, expresada con variedad de voces y con la humildad de la fe.

La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica. Podríamos decir que es casi una definición de la liturgia:  realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre.

4. Comentando los versículos de este salmo referentes a los ídolos y la semejanza que tienen con ellos los que confían en los mismos (cf. Sal 134, 15-18), san Agustín explica:  “En efecto, creedme hermanos, esas personas tienen cierta semejanza con sus ídolos:  ciertamente, no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen orejas, pero no escuchan lo que Dios les dice:  “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Tienen ojos, pero no ven; es decir, tienen los ojos del cuerpo pero no el ojo de la fe”. No perciben la presencia de Dios. Tienen ojos y no ven. Y del mismo modo, “tienen narices pero no perciben olores. No son capaces de percibir el olor del que habla el Apóstol:  Somos el buen olor de Cristo en todos los lugares (cf. 2 Co 2, 15). ¿De qué les sirve tener narices, si con ellas no logran respirar el suave perfume de Cristo?”.

Es verdad ―reconoce san Agustín―, hay aún personas que viven en la idolatría; y esto vale también para nuestro tiempo, con su materialismo, que es una idolatría. San Agustín añade:  aunque hay aún personas así, aunque persiste esta idolatría, sin embargo, “cada día hay gente que, convencida por los milagros de Cristo nuestro Señor, abraza la fe, ―y gracias a Dios esto también sucede hoy―. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices antes obstruidas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se enderezan los pies de los lisiados. De todas estas piedras salen hijos de Abraham (cf. Mt 3, 9). Así pues, hay que decirles a todos esos:  “Casa de Israel, bendice al Señor”… Bendecid al Señor, vosotros, pueblos en general; esto significa:  casa de Israel. Bendecidlo vosotros, prelados de la Iglesia; esto significa:  casa de Aarón. Bendecidlo vosotros, ministros; esto significa:  casa de Leví. Y ¿qué decir de las demás naciones? “Vosotros, que teméis al Señor, bendecid al Señor”” (Exposición sobre el salmo 134, 24-25):  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1997, pp. 375. 377).

Hagamos nuestra esta invitación y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor, al Dios vivo y verdadero.

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12 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Saludo a la ciudad santa de Jerusalén (Salmo 121)

12 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALUDO A LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE OCTUBRE DE 2005

SALUDO A LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN (SALMO 121)

1. La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos.

En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel:  el del día en que aceptó la invitación a “ir a la casa del Señor” (v. 1) y el de la gozosa llegada a los “umbrales” de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual.

2. Jerusalén, “ciudad bien compacta” (v. 3), símbolo de seguridad y estabilidad, es el corazón de la unidad de las doce tribus de Israel, que convergen hacia ella como centro de su fe y de su culto. En efecto, a ella suben “a celebrar el nombre del Señor” (v. 4) en el lugar que la “ley de Israel” (Dt 12, 13-14; 16, 16) estableció como único santuario legítimo y perfecto.

En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel:  son “los tribunales de justicia en el palacio de David” (Sal 121, 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf. 2 S 7, 8-16).

Ciudad Santa de Jerusalen krouillong comunion en la mano sacrilegio
3. Se habla de “los tribunales de justicia en el palacio de David” (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias:  de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados.

El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.

4. Llegamos ahora a la invocación final (cf. vv. 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, “paz”, tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa:  Jerushalajim, interpretada como “ciudad de la paz”.

Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la “casa del Señor, nuestro Dios”, además de la paz se añade el “bien”:  “te deseo todo bien” (v. 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano:  “¡Paz y bien!”. Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.

5. Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también “fundada como ciudad bien compacta”. Esta ciudad ―recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel― “ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda:  “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Ga 6, 2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice:  “La caridad es la ley en su plenitud” (Rm 13, 10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente”. Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que “hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol:  “nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Co 3, 11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo  ninguna  culpa  que  sea necesario soportar” (2, 1, 5:  Opere di Gregorio Magno, III/2, Roma 1993, pp. 27. 29).

Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, “soportándonos los unos a los otros” tal como somos; “soportándonos mutuamente” con la gozosa certeza de que el Señor nos “soporta” a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz.

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11 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Desde lo hondo a ti grito” (Salmo 129)

11 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: “DESDE LO HONDO A TI GRITO”

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE OCTUBRE DE 2005

“DESDE LO HONDO A TI GRITO (SALMO 129)

1. Se ha proclamado uno de los salmos más célebres y arraigados en la tradición cristiana:  el De profundis, llamado así por sus primeras palabras en la versión latina. Juntamente con el Miserere ha llegado a ser uno de los salmos penitenciales preferidos en la piedad popular.

Más allá de su aplicación fúnebre, el texto es, ante todo, un canto a la misericordia divina y a la reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34, 6-7). Precisamente por este motivo, el Salmo se encuentra insertado en la liturgia vespertina de Navidad y de toda la octava de Navidad, así como en la del IV domingo de Pascua y de la solemnidad de la Anunciación del Señor.

2. El salmo 129 comienza con una voz que brota de las profundidades del mal y de la culpa (cf. vv. 1-2). El orante se dirige al Señor, diciendo:  “Desde lo hondo a ti grito, Señor”. Luego, el Salmo se desarrolla en tres momentos dedicados al tema del pecado y del perdón. En primer lugar, se dirige a Dios, interpelándolo directamente con el “tú”:  “Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto” (vv. 3-4).

Es significativo que lo que produce el temor, una actitud de respeto mezclado con amor, no es el castigo sino el perdón. Más que la ira de Dios, debe provocar en nosotros un santo temor su magnanimidad generosa y desarmante. En efecto, Dios no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso, al que debemos amar no por miedo a un castigo, sino por su bondad dispuesta a perdonar.

3. En el centro del segundo momento está el “yo” del orante, que ya no se dirige al Señor, sino que habla de él:  “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora” (vv. 5-6). Ahora en el corazón del salmista arrepentido florecen la espera, la esperanza, la certeza de que Dios pronunciará una palabra liberadora y borrará el pecado.
La tercera y última etapa en el desarrollo del Salmo se extiende a todo Israel, al pueblo a menudo pecador y consciente de la necesidad de la gracia salvífica de Dios:  “Aguarde Israel al Señor (…); porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa:  y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (vv. 7-8).

La salvación personal, implorada antes por el orante, se extiende ahora a toda la comunidad. La fe del salmista se inserta en la fe histórica del pueblo de la alianza, “redimido” por el Señor no sólo de las angustias de la opresión egipcia, sino también “de todos sus delitos”. Pensemos que el pueblo de la elección, el pueblo de Dios, somos ahora nosotros. También nuestra fe nos inserta en la fe común de la Iglesia. Y precisamente así nos da la certeza de que Dios es bueno con nosotros y nos libra de nuestras culpas.

Partiendo del abismo tenebroso del pecado, la súplica del De profundis llega al horizonte luminoso de Dios, donde reina “la misericordia y la redención”, dos grandes características de Dios, que es amor.

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4. Releamos ahora la meditación que sobre este salmo ha realizado la tradición cristiana. Elijamos la palabra de san Ambrosio:  en sus escritos recuerda a menudo los motivos que llevan a implorar de Dios el perdón.

“Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos”, recuerda en el tratado sobre La penitencia, y añade:  “Si quieres  ser  justificado, confiesa tu maldad:  una humilde confesión de los pecados deshace el enredo de las culpas… Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a confesar” (2, 6, 40-41:  Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-Roma 1982, p. 253).

En la Exposición del Evangelio según san Lucas, repitiendo la misma invitación, el Obispo de Milán manifiesta su admiración por los dones que Dios añade a su perdón:  “Mira cuán bueno es Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve lo que te había quitado, sino que además te concede dones inesperados”. Zacarías, padre de Juan Bautista, se había quedado mudo por no haber creído al ángel, pero luego, al perdonarlo, Dios le había concedido el don de profetizar en el canto del Benedictus:  “El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza —observa san Ambrosio—; una de las mayores gracias del Señor es que precisamente los que lo han negado lo confiesen. Por tanto, nadie pierda la confianza, nadie desespere de las recompensas divinas, aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa” (2, 33:  SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 175).

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10 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, siervo de Dios (Filipenses 2, 6-11)

10 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, SIERVO DE DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE OCTUBRE DE 2005

CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

1. Una vez más, siguiendo el recorrido propuesto por la liturgia de las Vísperas con los diversos salmos y cánticos, hemos escuchado el admirable y esencial himno insertado por san Pablo en la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11).

Ya subrayamos en otra ocasión que el texto tiene un movimiento descendente y otro ascendente. En el primero, Cristo Jesús, desde el esplendor de su divinidad, que le pertenece por naturaleza, elige descender hasta la humillación de la “muerte de cruz”. Así se hace realmente hombre y nuestro redentor, con una auténtica y plena participación en nuestra realidad humana de dolor y muerte.

2. El segundo movimiento, ascendente, revela la gloria pascual de Cristo que, después de la muerte, se manifiesta de nuevo en el esplendor de su majestad divina.

El Padre, que había aceptado el acto de obediencia del Hijo en la Encarnación y en la Pasión, ahora lo “exalta” de modo supereminente, como dice el texto griego. Esta exaltación no sólo se expresa con la entronización a la diestra de Dios, sino también con la concesión a Cristo de un “nombre sobre todo nombre” (v. 9).

Ahora bien, en el lenguaje bíblico, el “nombre” indica la verdadera esencia y la función específica de una persona; manifiesta su realidad íntima y profunda. Al Hijo, que por amor se humilló en la muerte, el Padre le confiere una dignidad incomparable, el “nombre” más excelso, el de “Señor”, propio de Dios mismo.

3. En efecto, la  proclamación de fe, entonada en coro por el cielo, la tierra y el abismo postrados en adoración, es clara y explícita:  “Jesucristo es Señor” (v. 11). En griego se afirma que Jesús es Kyrios, un título ciertamente regio, que en la traducción griega de la Biblia se usaba en vez del nombre de Dios revelado a Moisés, nombre sagrado e impronunciable. Con este nombre, “Kyrios”, se reconoce a Jesucristo verdadero Dios.

Así pues, por una parte, se produce un reconocimiento del señorío universal de Jesucristo, que recibe el homenaje de toda la creación, vista como un súbdito postrado a sus pies. Pero, por otra, la aclamación de fe declara a Cristo subsistente en la forma o condición divina, por consiguiente presentándolo como digno de adoración.

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4. En este himno, la referencia al escándalo de la cruz (cf. 1 Co 1, 23) y, antes aún, a la verdadera humanidad del Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14), se entrelaza y culmina con el acontecimiento de la resurrección. A la obediencia sacrificial del Hijo sigue la respuesta glorificadora del Padre, a la que se une la adoración por parte de la humanidad y de la creación. La singularidad de Cristo deriva de su función de Señor del mundo redimido, que le fue conferida por su obediencia perfecta “hasta la muerte”. El proyecto de salvación tiene en el Hijo su pleno cumplimiento y los fieles son invitados —sobre todo en la liturgia— a proclamarlo y a vivir sus frutos.

Esta es la meta a la que lleva el himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia medita, canta y considera guía de su vida:  “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2, 5).

5. Veamos ahora la meditación que san Gregorio Nacianceno escribió sabiamente sobre nuestro himno. En un canto en honor de Cristo, ese gran doctor de la Iglesia del siglo IV declara que Jesucristo “no se despojó de ninguna parte constitutiva de su naturaleza divina y a pesar de ello me salvó como un médico que se inclina hasta tocar las heridas fétidas. (…) Era del linaje de David, pero fue el creador de Adán. Llevaba la carne, pero también era ajeno al cuerpo. Fue engendrado por una madre, pero por una madre virgen; era limitado, pero también inmenso. Y lo pusieron en un pesebre, pero una estrella hizo de guía a los Magos, que llegaron llevándole dones y ante él se postraron. Como un mortal se enfrentó al demonio, pero, siendo invencible, superó al tentador después de una triple batalla. (…) Fue víctima, pero también sumo sacerdote; fue sacrificador, pero era Dios. Ofreció a Dios su sangre y de este modo purificó a todo el mundo. Una  cruz  lo  mantuvo  elevado  de la tierra, pero el pecado quedó clavado. (…) Bajó al lugar de los muertos, pero salió del abismo y resucitó a muchos que estaban muertos. El primer acontecimiento es propio de la miseria humana, pero el segundo corresponde a la riqueza del ser incorpóreo. (…) El Hijo inmortal asumió esa forma terrena porque te ama” (Carmina arcana, 2:  Collana di Testi Patristici, LVIII, Roma 1986, pp. 236-238).

Al final de esta meditación, quisiera subrayar dos palabras para nuestra vida. Ante todo, esta exhortación de san Pablo:  “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto. La otra palabra es de san Gregorio Nacianceno:  “Jesús te ama”. Esta palabra, llena de ternura, es para nosotros un gran consuelo, pero también una gran responsabilidad cada día.

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09 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Felicidad del Justo (Salmo 111)

09 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  FELICIDAD DEL JUSTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE NOVIEMBRE DE 2005

FELICIDAD DEL JUSTO (SALMO 111)

1. Después de celebrar ayer la solemne fiesta de Todos los Santos del cielo, hoy conmemoramos a todos los Fieles Difuntos. La liturgia nos invita a orar por nuestros seres queridos que han fallecido, dirigiendo nuestro pensamiento al misterio de la muerte, herencia común de todos los hombres.
Iluminados por la fe, contemplamos el enigma humano de la muerte con serenidad y esperanza. Según la Escritura, más que un final, es un nuevo nacimiento, es el paso obligado a través del cual pueden llegar a la vida plena los que conforman su vida terrena según las indicaciones de la palabra de Dios.

El salmo 111, composición de índole sapiencial, nos presenta la figura de estos justos, los cuales temen al Señor, reconocen su trascendencia y se adhieren con confianza y amor a su voluntad a la espera de encontrarse con él después de la muerte.

A esos fieles está reservada una “bienaventuranza”:  “Dichoso el que teme al Señor” (v. 1). El salmista precisa inmediatamente en qué consiste ese temor:  se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios. Llama dichoso a aquel que “ama de corazón sus mandatos” y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.

2. La docilidad a Dios es, por tanto, raíz de esperanza y armonía interior y exterior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la “retribución”, sobre el justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus descendientes:  “Su linaje será  poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia” (vv. 2-3; cf. v. 9). Ciertamente, a esta visión optimista se oponen las observaciones amargas del justo Job, que experimenta el misterio del dolor, se siente injustamente castigado y sometido a pruebas aparentemente sin sentido. Job representa a muchas personas justas, que sufren duras pruebas en el mundo. Así pues, conviene leer este salmo en el contexto global de la sagrada Escritura, hasta la cruz y la resurrección del Señor. La Revelación abarca la realidad de la vida humana en todos sus aspectos.

Con todo, sigue siendo válida la confianza que el salmista quiere transmitir y hacer experimentar a quienes han escogido seguir el camino de una conducta moral intachable, contra cualquier alternativa de éxito ilusorio obtenido mediante la injusticia y la inmoralidad.

3. El centro de esta fidelidad a la palabra divina consiste en una opción fundamental, es decir, la caridad con los pobres y necesitados:  “Dichoso el que se apiada y presta (…). Reparte limosna a los pobres” (vv. 5. 9). Por consiguiente, el fiel es generoso:  respetando la norma bíblica, concede préstamos a los hermanos que pasan necesidad, sin intereses (cf. Dt 15, 7-11) y sin caer en la infamia de la usura, que arruina la vida de los pobres.

El justo, acogiendo la advertencia constante de los profetas, se pone de parte de los marginados y los sostiene con ayudas abundantes. “Reparte limosna a los pobres”, se dice en el versículo 9, expresando así una admirable generosidad, completamente desinteresada.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano sacrilegio

4. El salmo 111, juntamente con el retrato del hombre fiel y caritativo, “justo, clemente y compasivo”, presenta al final, en un solo versículo (cf. v. 10), también  el  perfil del malvado. Este individuo asiste al éxito del justo recomiéndose de rabia y envidia. Es el tormento de quien tiene una mala conciencia, a diferencia del hombre generoso cuyo “corazón está firme” y “seguro” (vv. 7-8).

Nosotros fijamos nuestra mirada en el rostro sereno del hombre fiel, que “reparte limosna a los pobres” y, para nuestra reflexión conclusiva, acudimos a las palabras de Clemente Alejandrino, el Padre de la Iglesia del siglo II, que comenta una afirmación difícil del Señor. En la parábola sobre el administrador injusto aparece la expresión según la cual debemos hacer el bien con “dinero injusto”.

Aquí surge la pregunta:  el dinero, la riqueza, ¿son de por sí injustos? o ¿qué quiere decir el Señor? Clemente Alejandrino lo explica muy bien en su homilía titulada “¿Cuál rico se salvará?” Y dice:  Jesús “declara injusta por naturaleza cualquier posesión que uno conserva  para sí mismo como bien propio y no la pone al servicio de los necesitados;  pero declara también que partiendo de esta injusticia se puede realizar una  obra  justa  y saludable, ayudando a alguno de los pequeños que tienen una morada eterna junto al Padre (cf. Mt 10, 42;  18, 10)”  (31, 6:   Collana di Testi Patristici,  CXLVIII,  Roma 1999, pp. 56-57).

Y, dirigiéndose al lector, Clemente añade:  “Mira, en primer lugar, que no te ha mandado esperar a que te rueguen o te supliquen, te pide que busques tú mismo a los que son dignos de ser escuchados, en cuanto discípulos del Salvador” (31, 7:  ib., p. 57).

Luego, recurriendo a otro texto bíblico, comenta:  “Así pues, es hermosa la afirmación del Apóstol:  “Dios ama a quien da con alegría” (2 Co 9, 7), a quien goza dando y no siembra con mezquindad,  para no recoger del mismo  modo,  sino  que comparte sin tristeza, sin hacer distinciones y sin dolor; esto es auténticamente hacer el bien” (31, 8:  ib.).

En el día de la conmemoración de los difuntos, como dije al principio, todos estamos llamados a confrontarnos con el enigma de la muerte y, por tanto, con la cuestión de cómo vivir bien, cómo encontrar la felicidad. Y este salmo responde:  dichoso el hombre que da; dichoso el hombre que no utiliza la vida para sí mismo, sino que da; dichoso el hombre que es “justo, clemente y compasivo”; dichoso el hombre que vive amando a Dios y al prójimo. Así vivimos bien y así no debemos tener miedo a la muerte, porque tenemos la felicidad que viene de Dios y que dura para siempre.

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08 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno Pascual (Salmo 135)

08 de 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO PASCUAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE NOVIEMBRE DE 2005

HIMNO PASCUAL (SALMO 135)

1. Ha sido llamado “el gran Hallel”, es decir, la alabanza solemne y grandiosa que el judaísmo entonaba durante la liturgia pascual. Hablamos del salmo 135, cuya primera parte acabamos de escuchar, según la división propuesta por la liturgia de las Vísperas (cf. vv. 1-9).

Reflexionemos ante todo en el estribillo:  “Es eterna su misericordia”. En esa frase destaca la palabra “misericordia”, que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación:  la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios.

Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.

2. El primer signo visible de esta caridad divina —dice el salmista— ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración  y asombro, se detiene ante todo en la creación:  los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.

Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, “Dios de los dioses” y “Señor de los señores” (vv. 2-3).

Como había cantado el salmo 18, “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos:  el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (vv. 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo.

Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría:  “De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las “maravillas” de Dios (cf. Sal 135, 4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor.

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3. Por consiguiente, de las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa. Es lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana.

Así, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el Exameron, en la que comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad divina el centro propulsor de la creación. He aquí algunas expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesarea de Capadocia:

“”En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este pensamiento” (1, 2, 1: Sulla Genesi, en Omelie sull’Esamerone, Milán 1990, pp. 9. 11). En efecto, aunque algunos, “engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad”, el escritor sagrado “en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al inicio del relato, diciendo:  “En el principio creó Dios”. Y ¡qué belleza hay en este orden!” (1, 2, 4:  ib., p. 11). “Así pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador. (…) Moisés nos ha prevenido con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como sello y filacteria el santísimo nombre de Dios, cuando dijo:  “En el principio creó Dios”. La naturaleza bienaventurada, la bondad sin envidia, el que es objeto de amor por parte de todos los seres racionales, la belleza más deseable que ninguna otra, el principio de los seres, la fuente de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, es decir, Dios “en el principio creó los cielos y la tierra”” (1, 2, 6-7:  ib., p. 13).

Creo que las palabras de este Santo Padre del siglo IV tienen una actualidad sorprendente cuando dice:  “Algunos, engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad”. ¡Cuántos son hoy los que piensan así! Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de guía y de orden, como si estuviera gobernado por la casualidad. El Señor, con la sagrada Escritura, despierta la razón que duerme y nos dice:  “En el inicio está la Palabra creadora. Y la Palabra creadora que está en el inicio -la Palabra que lo ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente que es el cosmos- es también amor”.

Por consiguiente, dejémonos despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que esta Palabra ilumine también nuestra mente, para que podamos captar el mensaje de la creación —inscrito también en nuestro corazón—:  que el principio de todo es la Sabiduría creadora, y que esta Sabiduría es amor, es bondad; “es eterna su misericordia”.

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07 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Acción de Gracias por la Salvación realizada por Dios (Salmo 135, 10-26)

07 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ACCIÓN DE GRACIAS POR LA SALVACIÓN REALIZADA POR DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE NOVIEMBRE DE 2005

ACCIÓN DE GRACIAS POR LA SALVACIÓN REALIZADA POR DIOS (SALMO 135, 10-26)

1. Nuestra reflexión vuelve al himno de alabanza del salmo 135 que la liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas, siguiendo una distinción específica que la composición ofrece a nivel temático. En efecto, la celebración de las obras del Señor se delinea entre dos ámbitos, el del espacio y el del tiempo.

En la primera parte (cf. vv. 1-9), que fue objeto de nuestra meditación precedente, desempeñaba un papel destacado la acción divina en la creación, que dio origen a las maravillas del universo. Así, en esa parte del salmo se proclama la fe en Dios creador, que se revela a través de sus criaturas cósmicas. Ahora, en cambio, el gozoso canto del salmista, llamado por la tradición judía “el gran Hallel”, o sea, la alabanza más elevada dirigida al Señor, nos conduce a un horizonte diverso, el de la historia. La primera parte, por tanto, trata de la creación como reflejo de la belleza de Dios, la segunda habla de la historia y del bien que Dios ha realizado por nosotros en el curso del tiempo.
Sabemos que la revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de modo particular en la historia de la salvación (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13).

2. Así pues, pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor, que tienen su centro en el acontecimiento fundamental del éxodo de Egipto. A este está profundamente vinculado el arduo viaje por el desierto del Sinaí, cuya última etapa es la tierra prometida, el don divino que Israel sigue experimentando en todas las páginas de la Biblia.

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El célebre paso a través del mar Rojo, “dividido en dos partes”, casi desgarrado y domado como un monstruo vencido (cf. Sal 135, 13), hace surgir el pueblo libre y llamado a una misión y a un destino glorioso (cf. vv. 14-15; Ex 15, 1-21), que encuentra su relectura cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (cf. 1 Co 10, 1-4). Se abre, además, el itinerario por el desierto:  allí el Señor es representado como un guerrero que, prosiguiendo la obra de liberación iniciada en el paso del mar Rojo, defiende a su pueblo, hiriendo a sus adversarios. Por tanto, desierto y mar representan el paso a través del mal y la opresión, para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (cf. Sal 135, 16-20).

3. Al final, el Salmo alude al país que la Biblia exalta de modo entusiasta como “tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares (…), tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce” (Dt 8, 7-9).

Esta celebración exaltante, que va más allá de la realidad de aquella tierra, quiere ensalzar el don divino dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más alto de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace —como se sigue repitiendo en la antífona que articula cada versículo— del hesed del Señor, es decir, de su “misericordia”, de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor, que sigue revelándose a través del “recuerdo” (cf. Sal 135, 23). En el tiempo de la “humillación”, o sea, de las sucesivas pruebas y opresiones, Israel descubrirá siempre la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. También en el tiempo del hambre y de la miseria el Señor entrará en escena para ofrecer el alimento a toda la humanidad, confirmando su identidad de creador (cf. v. 25).

4. Por consiguiente, en el salmo 135 se entrelazan dos modalidades de la única revelación divina, la cósmica (cf. vv. 4-9) y la histórica (cf. vv. 10-25). Ciertamente, el Señor es trascendente como creador y dueño absoluto del ser; pero también está cerca de sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda fuera, en el cielo lejano. Más aún, su presencia en medio de nosotros alcanza su ápice en la encarnación de Cristo.

Esto es lo que la relectura cristiana del salmo proclama de modo límpido, como testimonian los Padres de la Iglesia, que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (cf. Jn 3, 16).

Así, san Cipriano, mártir del siglo III, al inicio de su tratado sobre Las obras de caridad y la limosna, contempla con asombro las obras que Dios realizó en Cristo su Hijo en favor de su pueblo, prorrumpiendo por último en un apasionado reconocimiento de su misericordia. “Amadísimos hermanos, muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra salvación; en efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder redimirnos, el Padre envió al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios:  se humilló, para elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la divina misericordia” (1:  Trattati:  Collana di Testi Patristici, CLXXV, Roma 2004, p. 108).

Con estas palabras el santo Doctor de la Iglesia desarrolla el Salmo con una enumeración de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiendo a lo que el Salmista no conocía todavía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho:  el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos dio a nosotros y permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día, hasta el final de la historia. El peligro nuestro está en que la memoria del mal, de los males sufridos, a menudo sea más fuerte que el recuerdo del bien. El Salmo sirve para despertar en nosotros también el recuerdo del bien, de tanto bien como el Señor nos ha hecho y nos hace, y para que podamos ver si nuestro corazón se hace más atento:  en verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día tras día.

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06 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios Salvador (Efesios)

06 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS SALVADOR

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE NOVIEMBRE DE 2005

DIOS SALVADOR (EFESIOS)

1. Cada semana la liturgia de las Vísperas propone a la Iglesia orante el solemne himno de apertura de la carta a los Efesios, el texto que acaba de proclamarse. Pertenece al género de las berakot, o sea, las “bendiciones”, que ya aparecen en el Antiguo Testamento y tendrán una difusión ulterior en la tradición judía. Por tanto, se trata de un constante hilo de alabanza que sube a Dios, a quien, en la fe cristiana, se celebra como “Padre de nuestro Señor Jesucristo”.

Por eso, en nuestro himno de alabanza es central la figura de Cristo, en la que se revela y se realiza la obra de Dios. En efecto, los tres verbos principales de este largo y compacto cántico nos conducen siempre al Hijo.

2. Dios “nos eligió en la persona de Cristo” (Ef 1, 4):  es nuestra vocación a la santidad y a la filiación adoptiva y, por tanto, a la fraternidad con Cristo. Este don, que transforma radicalmente nuestro estado de criaturas, se nos ofrece “por obra de Cristo” (v. 5), una obra que entra en el gran proyecto salvífico divino, en el amoroso “beneplácito de la voluntad” (v. 6) del Padre, a quien el Apóstol está contemplando con conmoción.

El segundo verbo, después del de la elección (“nos eligió”), designa el don de la gracia:  “La gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo” (ib.). En griego tenemos dos veces la misma raíz charis y echaritosen, para subrayar la gratuidad de la iniciativa divina que precede a toda respuesta humana. Así pues, la gracia que el Padre nos da en el Hijo unigénito es manifestación de su amor, que nos envuelve y nos transforma.

3. He aquí el tercer verbo fundamental del cántico paulino:  tiene siempre por objeto la gracia divina, que “ha prodigado sobre nosotros” (v. 8). Por consiguiente, estamos ante un verbo de plenitud, podríamos decir —según su tenor originario— de exceso, de entrega sin límites y sin reservas.

Así, llegamos a la profundidad infinita y gloriosa del misterio de Dios, abierto y revelado por gracia a quien ha sido llamado por gracia y por amor, al ser esta revelación imposible de alcanzar con la sola dotación de la inteligencia y de las capacidades humanas. “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 9-10).

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4. El “misterio de la voluntad” divina tiene un centro que está destinado a coordinar todo el ser y toda la historia, conduciéndolos a la plenitud querida por Dios:  es “el designio de recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1, 10). En este “designio”, en griegooikonomia, o sea, en este proyecto armonioso de la arquitectura del ser y del existir, se eleva Cristo como jefe del cuerpo de la Iglesia, pero también como eje que recapitula en sí “todas las cosas, las del cielo y las de la tierra”. La dispersión y el límite se superan y se configura la “plenitud”, que es la verdadera meta del proyecto que la voluntad divina había preestablecido desde los orígenes.

Por tanto, estamos ante un grandioso fresco de la historia de la creación y de la salvación, sobre el que ahora querríamos meditar y profundizar a través de las palabras de san Ireneo, un gran Doctor de la Iglesia del siglo II, el cual, en algunas páginas magistrales de su tratado Contra las herejías, había desarrollado una reflexión articulada precisamente acerca de la recapitulación realizada por Cristo.

5. La fe cristiana —afirma— reconoce que “no hay más que un solo Dios Padre y un solo Cristo Jesús, Señor nuestro, que ha venido por medio de toda “economía” y que ha recapitulado en sí todas las cosas. En esto de “todas las cosas” queda comprendido también el hombre, esta obra modelada por Dios, y así ha recapitulado también en sí al hombre; de invisible haciéndosevisible, de inasible asible, de impasible pasible y de Verbo hombre” (III, 16, 6:  Già e non ancora, CCCXX, Milán 1979, p. 268).

Por eso, “el Verbo  de Dios se hizo carne” realmente, no en apariencia, porque entonces “su obra no podía ser  verdadera”. En cambio, “lo que aparentaba ser, era eso precisamente, o sea Dios recapitulando en sí la antigua plasmación del hombre, a fin de matar el pecado, destruyendo la muerte y vivificar al hombre; por eso eran verdaderas sus obras” (III, 18, 7:  ib., pp. 277-278).
Se ha constituido Jefe de la Iglesia para atraer a todos a sí en el momento justo. Con el espíritu de estas palabras de san Ireneo oremos:  sí, Señor, atráenos a ti, atrae al mundo a ti y danos la paz, tu paz.

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05 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Junto a los Canales de Babilonia (Salmo 136)

05 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUNTO A LOS CANALES DE BABILONIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE NOVIEMBRE DE 2005

JUNTO A LOS CANALES DE BABILONIA (SALMO 136)

1. En este primer miércoles de Adviento, tiempo litúrgico de silencio, vigilancia y oración como preparación para la Navidad, meditamos el salmo 136, que se ha hecho célebre en la versión latina de su inicio, Super flumina Babylonis. El texto evoca la tragedia que vivió el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, acaecida en el año 586 a.C., y el sucesivo y consiguiente destierro en Babilonia. Se trata de un canto nacional de dolor, marcado por una profunda nostalgia por lo que se había perdido.

Esta apremiante invocación al Señor para que libre a sus fieles de la esclavitud babilónica expresa también los sentimientos de esperanza y espera de la salvación con los que hemos iniciado nuestro camino de Adviento.

La primera parte del Salmo (cf. vv. 1-4) tiene como telón de fondo la tierra del destierro, con sus ríos y canales, que regaban la llanura de Babilonia, sede de los judíos deportados. Es casi la anticipación simbólica de los campos de concentración, en los que el pueblo judío —en el siglo que acaba de concluir— sufrió una operación infame de muerte, que ha quedado como una vergüenza indeleble en la historia de la humanidad.

La  segunda  parte  del Salmo (cf. vv. 5-6), por el contrario, está impregnada del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida pero viva en el corazón de los desterrados.

2. En sus palabras, el salmista se refiere a la mano, la lengua, el paladar, la voz y las lágrimas. La mano es indispensable para el músico que toca la cítara, pero está paralizada (cf. v. 5) por el dolor, entre otras causas porque las cítaras están colgadas de los sauces.

La lengua es necesaria para el cantor, pero está pegada al paladar (cf. v. 6). En vano los verdugos babilonios “los invitan a cantar, para divertirlos” (cf. v. 3). Los “cantos de Sión” son “cantos del Señor” (vv. 3-4); no son canciones folclóricas, para espectáculo. Sólo pueden elevarse al cielo en la liturgia y en la libertad de un pueblo.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano sacrilegio3. Dios, que es el árbitro último de la historia, sabrá comprender y acoger según su justicia también el grito de las víctimas, por encima de los graves acentos que a veces asume.

Vamos a utilizar una meditación de san Agustín sobre este salmo. En ella el gran Padre de la Iglesia introduce una nota sorprendente y de gran actualidad:  sabe que incluso entre los habitantes de Babilonia hay personas comprometidas en favor de la paz y del bien de la comunidad, aunque no comparten la fe bíblica, es decir, aunque no conocen la esperanza en la ciudad eterna a la que aspiramos. Llevan en sí mismos una chispa de deseo de algo desconocido, de algo más grande, de algo trascendente, de una verdadera redención. Y él dice que incluso entre los perseguidores, entre los no creyentes, se encuentran personas con esa chispa, con una especie de fe, de esperanza, en la medida que les es posible en las circunstancias en que viven. Con esta fe también en una realidad desconocida, están realmente en camino hacia la verdadera Jerusalén, hacia Cristo. Y con esta apertura de esperanza también para los babilonios —como los llama Agustín—, para los que no conocen a Cristo, y ni siquiera a Dios, y a pesar de ello desean algo desconocido, algo eterno, nos exhorta también a nosotros a no fijarnos simplemente en las cosas materiales del momento presente, sino a perseverar en el camino hacia Dios. Sólo con esta esperanza más grande podemos también transformar este mundo, de modo adecuado. San Agustín lo dice con estas palabras:  “Si somos ciudadanos de Jerusalén, (…) y debemos vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en esta Babilonia, donde no vivimos como ciudadanos sino como prisioneros, es necesario que no sólo cantemos lo que dice el Salmo, sino que también lo vivamos:  esto se hace con una aspiración profunda del corazón, plena y religiosamente deseoso de la ciudad eterna”.

Y añade, refiriéndose a la “ciudad terrestre llamada Babilonia”:  “Tiene personas que, impulsadas por el amor a ella, se esfuerzan por garantizar la paz —la paz temporal—, sin alimentar en su corazón otra esperanza, más aún, poniendo en esto toda su alegría, sin buscar nada más. Y vemos que se esfuerzan al máximo por ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en este esfuerzo, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, pues los ha predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén, pero con tal de que, viviendo en Babilonia, no tengan su soberbia, su lujo caduco y su irritante arrogancia. (…) Ve su esclavitud y les mostrará la otra ciudad, por la que deben suspirar verdaderamente y hacia la cual deben dirigir todo esfuerzo” (Esposizioni sui Salmi, 136, 1-2:  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, pp. 397. 399).

Pidamos al Señor que en todos nosotros se despierte este deseo, esta apertura hacia Dios, y que también los que no conocen a Cristo sean tocados por su amor, de forma que todos juntos estemos en peregrinación hacia la ciudad definitiva y la luz de esta ciudad brille también en nuestro tiempo y en nuestro mundo.

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04 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno de Acción de Gracias (Salmo 137)

04 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO DE ACCIÓN DE GRACIAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE DICIEMBRE DE 2005

HIMNO DE ACCIÓN DE GRACIAS (SALMO 137)

1. El himno de acción de gracias que acabamos de escuchar, y que constituye el salmo 137, atribuido por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.

En efecto, el salmista afirma que “se postrará hacia el santuario” de Jerusalén (cf. v. 2):  en él canta ante Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo (cf. v. 1). El orante tiene la certeza de que el “nombre” del Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son el fundamento de toda confianza y de toda esperanza (cf. v. 2).

2. Aquí la mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento:  la voz divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor al alma turbada (cf. v. 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que “agita la fuerza en el alma” del justo oprimido:  es como si se produjera la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas y los temores, infunde una energía vital nueva y aumenta la fortaleza y la confianza.

Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte:  “todos los reyes de la tierra”, en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor (cf. vv. 4-6).

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3. El contenido de esta alabanza coral que elevan todos los pueblos permite ver ya a la futura Iglesia de los paganos, la futura Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la “gloria” y los “caminos del Señor” (cf. v. 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente, es “sublime” y trascendente, pero “se fija en el humilde” con afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (cf. v. 6).

Como proclama Isaías, “así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo:  “En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados”” (Is 57, 15). Por consiguiente, Dios opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el gobierno de las naciones.

Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos saber qué opción hemos de tomar:  ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y los débiles.

4. Después de este llamamiento, con dimensión mundial, a los responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo sino también de todos los tiempos, el orante vuelve a la alabanza personal (cf. Sal 137, 7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora una ayuda de Dios también para las pruebas que aún le depare la existencia. Y todos nosotros oramos así juntamente con el orante de aquel tiempo.

Se habla, de modo sintético, de la “ira del enemigo” (v. 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. “No abandonará la obra de sus manos”, es decir, su criatura (cf. v. 8). Y también nosotros debemos vivir siempre con esta confianza, con esta certeza en la bondad de Dios.

Debemos tener la seguridad de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que debamos afrontar, nunca estaremos abandonados a nosotros mismos, nunca caeremos fuera de las manos del Señor, las manos que nos han creado y que ahora nos siguen en el itinerario de la vida. Como confesará san Pablo, “Aquel que inició en vosotros la obra buena, él mismo la llevará a su cumplimiento” (Flp 1, 6).

5. Así hemos orado también nosotros con un salmo de alabanza, de acción de gracias y de confianza. Ahora queremos seguir entonando este himno de alabanza con el testimonio de un cantor cristiano, el gran san Efrén el Sirio (siglo IV), autor de textos de extraordinaria elevación poética y espiritual.

“Por más grande que sea nuestra admiración por ti, Señor, tu gloria supera lo que nuestra lengua puede expresar”, canta san Efrén en un himno (Inni sulla Verginità, 7:  L’arpa dello Spirito, Roma 1999, p. 66), y en otro:  “Alabanza a ti, para quien todas las cosas son fáciles, porque eres todopoderoso” (Inni sulla Natività, 11:  ib., p. 48); y este es un motivo ulterior de nuestra confianza:  que Dios tiene el poder de la misericordia y usa su poder para la misericordia. Una última cita de san Efrén:  “Que te alaben todos los que comprenden tu verdad” (Inni sulla Fede, 14:  ib., p. 27).

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03 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios lo ve todo (Salmo 138, 1-12)

03 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS LO VE TODO

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE DICIEMBRE DE 2005

DIOS LO VE TODO (SALMO 138, 1-12)

  1. En dos etapas distintas, la liturgia de las Vísperas —cuyos salmos y cánticos estamos meditando— nos propone la lectura de un himno sapiencial de gran belleza y fuerte impacto emotivo:  el salmo 138. Hoy reflexionaremos sobre la primera parte de la composición (cf. vv. 1-12), es decir, sobre las primeras dos estrofas, que exaltan respectivamente la omnisciencia de Dios (cf. vv. 1-6) y su omnipresencia en el espacio y en el tiempo (cf. vv. 7-12).El vigor de las imágenes y de las expresiones tiene como finalidad la celebración del Creador:  “Si es notable la grandeza de las obras creadas —afirma Teodoreto de Ciro, escritor cristiano del siglo V—, ¡cuánto más grande debe de ser su Creador!” (Discursos sobre la Providencia, 4:  Collana di Testi patristici, LXXV, Roma 1988, p. 115). Con su meditación el salmista desea sobre todo penetrar en el misterio del Dios trascendente, pero cercano a nosotros.
  2. El mensaje fundamental que nos transmite es muy claro:  Dios lo sabe todo y está presente al lado de sus criaturas, que no pueden sustraerse a él. Pero su presencia no es agobiante, como la de un inspector; ciertamente, su mirada sobre el mal es severa, pues no puede quedar indiferente ante él.Con todo, el elemento fundamental es una presencia salvífica, capaz de abarcar todo el ser y toda la historia. Es prácticamente el escenario espiritual al que alude san Pablo, hablando en el Areópago de Atenas, con la cita de un poeta griego:  “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).
    Dios lo ve todo krouillong comunion en la mano sacrilegio
  3. El primer pasaje (cf. Sal 138, 1-6), como decíamos, es la celebración de la omnisciencia divina. En efecto, se repiten los verbos de conocimiento, como “sondear”, “conocer”, “saber”, “penetrar”, “comprender”, “distinguir”. Como es sabido, el conocimiento bíblico supera el puro y simple aprender y comprender intelectivo; es una especie de comunión entre el que conoce y lo conocido:  por consiguiente, el Señor tiene intimidad con nosotros, mientras pensamos y actuamos.El segundo pasaje de nuestro salmo (cf. vv. 7-12), en cambio, está dedicado a la omnipresencia divina. En él se describe de modo muy vivo la ilusoria voluntad del hombre de sustraerse a esa presencia. Ocupa todo el espacio:  está ante todo el eje vertical “cielo-abismo” (cf. v. 8); luego viene la dimensión horizontal, que va desde la aurora, es decir, desde el oriente, y llega hasta “el confín del mar” Mediterráneo, o sea, hasta occidente (cf. v. 9). Todos los ámbitos del espacio, incluso los más secretos, contienen una presencia activa de Dios.El salmista, a continuación, introduce también la otra realidad en la que estamos inmersos:  el tiempo, representado simbólicamente por la noche y la luz, las tinieblas y el día (cf. vv. 11-12). Incluso la oscuridad, en la que nos resulta difícil caminar y ver, está penetrada por la mirada y la epifanía  del  Señor del ser y del tiempo. Su mano siempre está dispuesta a aferrar la nuestra para guiarnos en nuestro itinerario terreno (cf. v. 10). Por consiguiente, es una cercanía no de juicio, que infundiría temor, sino de apoyo y liberación.

    Así, podemos comprender cuál es el contenido último, el contenido esencial de este salmo:  es un canto de confianza. Dios está siempre con nosotros. No nos abandona ni siquiera en las noches más oscuras de nuestra vida. Está presente incluso en los momentos más difíciles. El Señor no nos abandona ni siquiera en la última noche, en la última soledad, en la que nadie puede acompañarnos, en la noche de la muerte. Nos acompaña incluso en esta última soledad de la noche de la muerte.
    Por eso, los cristianos podemos tener confianza:  nunca estamos solos. La bondad de Dios está siempre con nosotros.

  4. Comenzamos con una cita del escritor cristiano Teodoreto de Ciro. Concluyamos con una reflexión del mismo autor, en su IV Discurso sobre la Providencia divina, porque en definitiva este es el tema del Salmo. Comentando el versículo 6, en el que el orante exclama:  “Tanto saber me sobrepasa; es sublime y no lo abarco”, Teodoreto explica el pasaje dirigiéndose a la interioridad de su conciencia y de su experiencia personal y afirma:  “Volviéndome hacia mí mismo, entrando hasta lo más íntimo de mí mismo y alejándome de los ruidos exteriores, quise sumergirme en la contemplación de mi naturaleza… Reflexionando sobre estas cosas y pensando en la armonía entre la naturaleza mortal y la inmortal, quedé asombrado ante tan gran prodigio y, dado que no logré comprender este misterio, reconozco mi derrota; más aún, mientras proclamo la victoria de la sabiduría del Creador y le canto himnos de alabanza, grito:  “Tanto saber me sobrepasa; es sublime y no lo abarco”” (Collana di Testi patristici, LXXV, Roma 1988, pp. 116-117).

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02 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI:La luz de la Navidad

02 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA LUZ DE LA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2005

LA LUZ DE LA NAVIDAD

Esta audiencia general se celebra en el clima de alegre y ferviente espera de las festividades navideñas, ya inminentes. Durante estos días repetimos en la oración “¡Ven, Señor Jesús!”, disponiendo nuestro corazón para gustar la alegría del nacimiento del Redentor. De modo especial en esta última semana de Adviento la liturgia acompaña y sostiene nuestro camino interior con repetidas invitaciones a acoger al Salvador, reconociéndolo en el humilde Niño que yace en un pesebre.

Este es el misterio de la Navidad, que tantos símbolos nos ayudan a comprender mejor. Entre esos símbolos se encuentra el de la luz, que es uno de los más ricos en significado espiritual. Sobre él quiero reflexionar brevemente.

La fiesta de la Navidad, en nuestro hemisferio, coincide con los días del año en que el sol termina su parábola descendente y comienza a alargar gradualmente  el  tiempo de luz diurna, según la recurrente sucesión de las estaciones. Esto nos ayuda a comprender mejor  el  tema de la luz, que vence a las tinieblas.

Este símbolo evoca una realidad que afecta a lo más íntimo del hombre:  me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que derrota a la muerte. En esta luz interior, en la luz divina, nos hace pensar la Navidad, que vuelve a proponernos el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.

Por este motivo, en la novena de la santa Navidad que estamos haciendo, son  numerosas y significativas las alusiones  a la luz. Nos lo recuerda también la antífona que se ha cantado al inicio  de  este encuentro. Al Salvador esperado por las naciones se le aclama como “Astro naciente”, la estrella que indica el camino y guía a los hombres, caminantes en medio de la oscuridad y los peligros del mundo, hacia la salvación prometida por Dios y realizada en Jesucristo.

Al prepararnos para celebrar con alegría el nacimiento del Salvador en nuestras familias y en nuestras comunidades eclesiales, mientras cierta cultura moderna y consumista tiende a suprimir los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, todos debemos esforzarnos por captar el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones.

En particular, al ver las calles y las plazas de las ciudades adornadas con luces brillantes, recordemos que estas luces nos remiten a otra luz, invisible para los ojos, pero no para el corazón.
Mientras las admiramos, mientras encendemos las velas en las iglesias o la iluminación del belén y del árbol de Navidad en nuestras casas, nuestra alma debe abrirse a la verdadera luz espiritual traída a todos los hombres de buena voluntad. El Dios con nosotros, nacido en Belén de la Virgen María, es la Estrella de nuestra vida.

Natividad del Señor Murillo krouillong comunion en la mano sacrilegio“¡Oh Astro naciente, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte!” (Antífona del Magníficat). Haciendo nuestra esta invocación de la liturgia de hoy, pidamos al Señor que apresure su venida gloriosa entre nosotros, entre todos los que sufren, porque sólo él puede satisfacer las auténticas expectativas del corazón humano. Este Astro luminoso que no tiene ocaso nos comunique la fuerza para seguir siempre el camino de la verdad, de la justicia y del amor.

Vivamos intensamente, junto con María, la Virgen del silencio y de la escucha, estos últimos días que faltan para la Navidad. Ella, que fue totalmente envuelta por la luz del Espíritu Santo, nos ayude a comprender y a vivir en plenitud el misterio de la Navidad de Cristo.

Con estos sentimientos, a la vez que os exhorto a mantener vivo el asombro interior en la ferviente espera de la celebración ya próxima del nacimiento del Salvador, me complace expresar ya desde ahora mis más cordiales deseos de una santa y feliz Navidad a todos vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

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01 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Señor, tú me sondeas y me conoces (Salmo 138)

01 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SEÑOR, TÚ ME SONDEAS Y ME CONOCES

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE DICIEMBRE DE 2005

SEÑOR, TÚ ME SONDEAS Y ME CONOCES  (SALMO 138)

Señor, tú me sondeas y me conoces

1. En esta audiencia general del miércoles de la octava de Navidad, fiesta litúrgica de los Santos Inocentes, reanudamos nuestra meditación sobre el salmo 138, cuya lectura orante nos propone la liturgia de las Vísperas en dos etapas distintas. Después de contemplar en la primera parte (cf. vv. 1-12) al Dios omnisciente y omnipotente, Señor del ser y de la historia, ahora este himno sapiencial de intensa belleza y pasión se fija en la realidad más alta y admirable de todo el universo, el hombre, definido como el “prodigio” de Dios (cf. v. 14). En realidad, se trata de un tema en profunda sintonía con el clima navideño que estamos viviendo en estos días, en los que celebramos el gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre, más aún, hecho Niño por nuestra salvación.

Después de considerar la mirada y la presencia del Creador que se extienden por todo el horizonte cósmico, en la segunda parte del salmo que meditamos hoy, la mirada amorosa de Dios se fija en el ser  humano,  considerado  en su inicio pleno y completo. Aún es un ser “informe” en el seno materno:  algunos  estudiosos de la Biblia interpretan la palabra hebrea que usa el salmo como equivalente a “embrión”, descrito mediante esa palabra como una pequeña  realidad oval, enrollada, pero sobre la cual ya se posa la mirada benévola y amorosa de los ojos de Dios (cf. v. 16).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 22. El salmista, para definir la acción divina dentro del seno materno, recurre a las clásicas imágenes bíblicas, mientras que la cavidad generadora de la madre se compara a “lo profundo de la tierra”, es decir, a la constante vitalidad de la gran madre tierra (cf. v. 15).

Ante todo, se utiliza el símbolo del alfarero y del escultor, que “forma”, que plasma su creación artística, su obra maestra, precisamente como se decía en el libro del Génesis con respecto a la creación del hombre:  “El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo” (Gn 2, 7). Luego viene el símbolo del “tejido”, que evoca la delicadeza de la piel, de la carne, de los nervios “entretejidos” sobre el esqueleto.

También Job evocaba con fuerza estas y otras imágenes para exaltar la obra maestra que es la persona humana, a pesar de estar golpeada y herida por el sufrimiento:  “Tus manos me formaron, me plasmaron (…). Recuerda que me hiciste como se amasa el barro (…). ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios” (Jb 10, 8-11).

3. Sumamente fuerte es, en nuestro salmo, la idea de que Dios ya ve todo el futuro de ese embrión aún “informe”:  en el libro de la vida del Señor ya están escritos los días que esa criatura vivirá y colmará de obras durante su existencia terrena. Así vuelve a manifestarse la grandeza trascendente del conocimiento divino, que no sólo abarca el pasado y el presente de la humanidad, sino también el arco todavía oculto del futuro. También se manifiesta la grandeza de esta pequeña criatura humana, que aún no ha nacido, formada por las manos de Dios y envuelta en su amor:  un elogio bíblico del ser humano desde el primer momento de su existencia.

Ahora releamos la reflexión que san Gregorio Magno, en sus Homilías sobre Ezequiel, hizo sobre la frase del salmo que hemos comentado:  “Siendo todavía informe me han visto tus ojos y todo estaba escrito en tu libro” (v. 16). Sobre esas palabras el Pontífice y Padre de la Iglesia construyó una original y delicada meditación acerca de los que en la comunidad cristiana son más débiles en su camino espiritual.

Y dice que también los débiles en la fe y en la vida cristiana forman parte de la arquitectura de la Iglesia, “son incluidos en ella (…) en virtud de su buen deseo. Es verdad que son imperfectos y pequeños, pero, en la medida en que logran comprender, aman a Dios y al prójimo, y no dejan de realizar el bien que pueden. A pesar de que aún no llegan a los dones espirituales hasta el punto de abrir el alma a la acción perfecta y a la ardiente contemplación, no se apartan del amor a Dios y al prójimo, en la medida en que son capaces de comprenderlo. Por eso, sucede que también ellos, aunque estén situados en un lugar menos importante, contribuyen a la edificación de la Iglesia, pues, si bien son inferiores por doctrina, profecía, gracia de milagros y completo desprecio del mundo, se apoyan en el fundamento del temor y del amor, en el que encuentran su solidez” (2, 3, 12-13:  Opere di Gregorio Magno III/2, Roma 1993, pp. 79-81).

El mensaje de san Gregorio es un gran consuelo para todos nosotros que a menudo avanzamos con dificultad por el camino de la vida espiritual y eclesial. El Señor nos conoce y nos envuelve con su amor.

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130 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

130 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE ENERO DE 2010

SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos a mitad de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, una iniciativa ecuménica, que se ha ido estructurando desde hace más de un siglo, y que cada año llama la atención sobre un tema, el de la unidad visible entre los cristianos, que implica la conciencia y estimula el compromiso de quienes creen en Cristo. Y lo hace, ante todo, con la invitación a la oración, como imitación de Jesús mismo, que pide al Padre para sus discípulos: “Que sean uno, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). La exhortación perseverante a la oración por la comunión plena entre los seguidores del Señor manifiesta la orientación más auténtica y profunda de toda la búsqueda ecuménica, porque la unidad es ante todo don de Dios. En efecto, como afirma el concilio Vaticano II: “El santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas humanas” (Unitatis redintegratio, 24). Por lo tanto, además de nuestro esfuerzo por desarrollar relaciones fraternas y promover el diálogo para aclarar y resolver las divergencias que separan a las Iglesias y las comunidades eclesiales, es necesaria la confiada y concorde invocación al Señor.

El tema de este año está tomado del Evangelio de san Lucas, de las últimas palabras de Cristo Resucitado a sus discípulos: “Vosotros sois testigos de todo esto” (Lc 24, 48). La propuesta del tema la pidió el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, de acuerdo con la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias, a un grupo ecuménico de Escocia. Hace un siglo la Conferencia mundial para la consideración de los problemas relativos al mundo no cristiano tuvo lugar precisamente en Edimburgo, Escocia, del 13 al 24 de junio de 1910. Entre los problemas que se discutieron entonces estaba el de la dificultad objetiva de proponer con credibilidad el anuncio evangélico al mundo no cristiano por parte de los cristianos divididos entre sí. Si a un mundo que no conoce a Cristo, que se ha alejado de él o que se muestra indiferente al Evangelio, los cristianos se presentan desunidos, más aún, con frecuencia contrapuestos, ¿será creíble el anuncio de Cristo como único Salvador del mundo y nuestra paz? La relación entre unidad y misión ha representado desde ese momento una dimensión esencial de toda la acción ecuménica y su punto de partida. Y por esta aportación específica esa Conferencia de Edimburgo es uno de los puntales del ecumenismo moderno. La Iglesia católica, en el concilio Vaticano II, retomó y confirmó con vigor esta perspectiva, afirmando que la división entre los discípulos de Jesús no sólo “contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, sino que además es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura” (Unitatis redintegratio, 1).

En ese contexto teológico y espiritual se sitúa el tema propuesto para esta Semana dedicada a la meditación y la oración: la exigencia de un testimonio común de Cristo. El breve texto propuesto como tema, “Vosotros sois testigos de todo esto”, hay que leerlo en el contexto de todo el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas. Recordemos brevemente el contenido de este capítulo. Primero las mujeres van al sepulcro, ven los signos de la resurrección de Jesús y anuncian lo que han visto a los Apóstoles y a los demás discípulos (v. 8); después el mismo Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús en el camino, luego a Simón Pedro y, sucesivamente, “a los Once y a los que estaban con ellos” (v. 33). Les abre la mente para que comprendan las Escrituras acerca de su muerte redentora y su resurrección, afirmando que “se predicará en su nombre a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (v. 47). A los discípulos que se encuentran “reunidos” y que han sido testigos de su misión, el Señor resucitado les promete el don del Espíritu Santo (cf. v. 49), a fin de que juntos lo testimonien a todas las naciones. De ese imperativo -“de todo esto”, de esto vosotros sois testigos (cf. Lc 24, 48)-, que es el tema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, brotan para nosotros dos preguntas. La primera: ¿qué es “todo esto”? La segunda: ¿cómo podemos nosotros ser testigos de “todo esto”?

Si nos fijamos en el contexto del capítulo, “todo esto” significa ante todo la cruz y la resurrección: los discípulos han visto la crucifixión del Señor, ven al Resucitado y así comienzan a entender todas las Escrituras que hablan del misterio de la pasión y del don de la resurrección. “Todo esto”, por lo tanto, es el misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, que murió por nosotros y resucitó, que vive para siempre y, de ese modo, es garantía de nuestra vida eterna.

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Pero conociendo a Cristo —este es el punto esencial— conocemos el rostro de Dios. Cristo es sobre todo la revelación de Dios. En todos los tiempos, los hombres perciben la existencia de Dios, un Dios único, pero que está lejos y no se manifiesta. En Cristo este Dios se muestra, el Dios lejano se convierte en cercano. Por lo tanto, “todo esto” es, principalmente el misterio de Cristo, Dios que se ha hecho cercano a nosotros. Esto implica otra dimensión: Cristo nunca está solo; él vino entre nosotros, murió solo, pero resucitó para atraer a todos hacia sí. Cristo, como dice la Escritura, se crea un cuerpo, reúne a toda la humanidad en su realidad de la vida inmortal. Y así, en Cristo, que reúne a la humanidad, conocemos el futuro de la humanidad: la vida eterna. De manera que todo esto es muy sencillo, en definitiva: conocemos a Dios conociendo a Cristo, su cuerpo, el misterio de la Iglesia y la promesa de la vida eterna.

Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Cómo podemos nosotros ser testigos de “todo esto”? Sólo podemos ser testigos conociendo a Cristo y, conociendo a Cristo, conociendo también a Dios. Pero conocer a Cristo implica ciertamente una dimensión intelectual —aprender cuanto conocemos de Cristo— pero siempre es mucho más que un proceso intelectual: es un proceso existencial, es un proceso de la apertura de mi yo, de mi transformación por la presencia y la fuerza de Cristo, y así también es un proceso de apertura a todos los demás que deben ser cuerpo de Cristo. De este modo, es evidente que conocer a Cristo, como proceso intelectual y sobre todo existencial, es un proceso que nos hace testigos. En otras palabras, sólo podemos ser testigos si a Cristo lo conocemos de primera mano y no solamente por otros, en nuestra propia vida, por nuestro encuentro personal con Cristo. Encontrándonos con él realmente en nuestra vida de fe nos convertimos en testigos y así podemos contribuir a la novedad del mundo, a la vida eterna. El Catecismo de la Iglesia católica nos da una indicación también para entender el contenido de “todo esto”. La Iglesia ha reunido y resumido lo esencial de cuanto el Señor nos ha dado en la Revelación, en el “Símbolo llamado niceno-constantinopolitano, que debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381)” (n. 195). El Catecismo precisa que este Símbolo “sigue siendo todavía hoy común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente” (ib.). En este Símbolo, por lo tanto, se encuentran las verdades de fe que los cristianos pueden profesar y testimoniar juntos, para que el mundo crea, manifestando, con el deseo y el compromiso de superar las divergencias existentes, la voluntad de caminar hacia la comunión plena, la unidad del Cuerpo de Cristo.

La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos lleva a considerar otros aspectos importantes para el ecumenismo. Ante todo, el gran avance logrado en las relaciones entre Iglesias y comunidades eclesiales después de la Conferencia de Edimburgo de hace un siglo. El movimiento ecuménico moderno se ha desarrollado de modo tan significativo que en el último siglo se convirtió en un elemento importante en la vida de la Iglesia, recordando el problema de la unidad entre todos los cristianos y sosteniendo también el crecimiento de la comunión entre ellos. No sólo favorece las relaciones fraternas entre las Iglesias y las comunidades eclesiales en respuesta al mandamiento del amor, sino que también estimula la investigación teológica. Además, implica la vida concreta de las Iglesias y las comunidades eclesiales con temáticas que tocan la pastoral y la vida sacramental, como, por ejemplo, el reconocimiento mutuo del Bautismo, las cuestiones relativas a los matrimonios mixtos, los casos parciales de comunicatio in sacris en situaciones particulares bien definidas. En la estela de este espíritu ecuménico, los contactos se han ido ampliando también a movimientos pentecostales, evangélicos y carismáticos, para un mayor conocimiento recíproco, si bien no faltan problemas graves en este sector.

La Iglesia católica, desde el concilio Vaticano II, ha entablado relaciones fraternas con todas las Iglesias de Oriente y las comunidades eclesiales de Occidente, especialmente organizando con la mayor parte de ellas diálogos teológicos bilaterales, que han llevado a encontrar convergencias o también consensos en varios puntos, profundizando así los vínculos de comunión. En el año que acaba de concluir los distintos diálogos han dado pasos positivos. Con las Iglesias ortodoxas, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico, en la XI Sesión plenaria que tuvo lugar en Paphos, Chipre, en octubre de 2009, comenzó el estudio de un tema crucial en el diálogo entre católicos y ortodoxos: El papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio, es decir, en el tiempo en que los cristianos de Oriente y de Occidente vivían en la comunión plena. Este estudio se extenderá sucesivamente al segundo milenio. Otras veces ya he solicitado la oración de los católicos por este diálogo delicado y esencial para todo el movimiento ecuménico. También con las antiguas Iglesias ortodoxas de Oriente (copta, etiópica, siria, armenia), la análoga Comisión mixta se reunió del 26 al 30 de enero del año pasado. Estas importantes iniciativas demuestran que se está llevando a cabo un diálogo profundo y rico de esperanzas con todas las Iglesias de Oriente que no están en comunión plena con Roma, en su propia especificidad.
Durante el año pasado, con las comunidades eclesiales de Occidente se han examinado los resultados alcanzados en los distintos diálogos de estos cuarenta años, deteniéndose especialmente en los diálogos con la Comunión anglicana, con la Federación luterana mundial, con la Alianza reformada mundial y con el Consejo mundial metodista. Al respecto, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos ha realizado un estudio para dilucidar los puntos de convergencia a los que se ha llegado en los relativos diálogos bilaterales, y señalar, al mismo tiempo, los problemas abiertos sobre los que será preciso comenzar una fase nueva de confrontación.

Entre los eventos recientes, quiero mencionar la conmemoración del décimo aniversario de la Declaración común sobre la doctrina de la justificación, celebrado conjuntamente por católicos y luteranos el 31 de octubre de 2009, para estimular la continuación del diálogo, como también la visita a Roma del arzobispo de Canterbury, doctor Rowan Williams, quien mantuvo también conversaciones sobre la situación particular en que se encuentra la Comunión anglicana. El compromiso común de continuar las relaciones y el diálogo son un signo positivo, que manifiesta cuán intenso es el deseo de la unidad, pese a todos los problemas que la obstaculizan. Así vemos que existe una dimensión de nuestra responsabilidad en hacer todo lo posible para llegar realmente a la unidad, pero también existe la otra dimensión, la de la acción divina, porque sólo Dios puede dar la unidad a la Iglesia. Una unidad “auto-confeccionada” sería humana, pero nosotros deseamos la Iglesia de Dios, hecha por Dios, el cual creará la unidad cuando quiera y cuando nosotros estemos preparados. Debemos tener presentes también los avances reales que se han alcanzado en la colaboración y en la fraternidad en todos estos años, en estos últimos cincuenta años. Al mismo tiempo, debemos saber que la labor ecuménica no es un proceso lineal. En efecto, problemas viejos, nacidos en el contexto de otra época, pierden su peso, mientras que en el contexto actual surgen nuevos problemas y nuevas dificultades. Por lo tanto, debemos estar siempre dispuestos para un proceso de purificación, en el que el Señor nos haga capaces de estar unidos.

Queridos hermanos y hermanas, pido la oración de todos por la compleja realidad ecuménica, por la promoción del diálogo, como también para que los cristianos de nuestro tiempo den un nuevo testimonio común de fidelidad a Cristo ante nuestro mundo. Que el Señor escuche nuestra invocación y la de todos los cristianos, que en esta semana se eleva a él con especial intensidad.

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126 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

126 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MIÉRCOLES DE CENIZA

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE FEBRERO DE 2010

MIÉRCOLES DE CENIZA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, comenzamos el camino cuaresmal: un camino que dura cuarenta días y que nos lleva a la alegría de la Pascua del Señor. En este itinerario espiritual no estamos solos, porque la Iglesia nos acompaña y nos sostiene desde el principio con la Palabra de Dios, que encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y con la gracia de los Sacramentos.

Las palabras del Apóstol san Pablo nos dan una consigna precisa: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios… Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2 Co 6, 1-2). De hecho, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de Cuaresma. Que los cuarenta días de preparación de la Pascua son tiempo favorable y de gracia lo podemos entender precisamente en la llamada que el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en la liturgia, con dos fórmulas: “Convertíos y creed en el Evangelio”, “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”.

La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del “Evangelio de Dios”: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

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El “convertíos y creed en el Evangelio” no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que “hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “mayor”, que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).

El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra su significado espiritual mediante la antigua fórmula: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”, que el sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de la culpa original: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema. Frente al miedo innato del fin, y más aún en el contexto de una cultura que de muchas maneras tiende a censurar la realidad y la experiencia humana de la muerte, la liturgia cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte invitándonos al realismo y a la sabiduría; pero, por otro, nos impulsa sobre todo a captar y a vivir la novedad inesperada que la fe cristiana irradia en la realidad de la muerte misma.

El hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad. Así la fórmula litúrgica “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” encuentra la plenitud de su significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente con todo hombre la situación de fragilidad, especialmente mediante su muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al Padre y a la humanidad, fue el camino para la gloriosa resurrección, mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a quienes creen en él y de este modo participan de la misma vida divina. Esta vida que no tendrá fin comienza ya en la fase terrena de nuestra existencia, pero alcanzará su plenitud después de “la resurrección de la carne”. El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y encuentra en ella su cumplimiento. Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro “hombre viejo” vinculado al pecado y hacer que nazca el “hombre nuevo” transformado por la gracia de Dios.

Queridos amigos, mientras nos disponemos a emprender el austero camino cuaresmal, invoquemos con particular confianza la protección y la ayuda de la Virgen María. Que ella, la primera creyente en Cristo, nos acompañe en estos cuarenta días de intensa oración y de sincera penitencia, para llegar a celebrar, purificados y completamente renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.

¡Feliz Cuaresma a todos!

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124 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Buenaventura (2)

124 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BUENAVENTURA (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE MARZO DE 2010

SAN BUENAVENTURA (2)

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir su presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.

Como ya dije, uno de los varios méritos de san Buenaventura fue interpretar de forma auténtica y fiel la figura de san Francisco de Asís, a quien veneró y estudió con gran amor. En tiempos de san Buenaventura una corriente de Frailes Menores, llamados “espirituales”, sostenía en particular que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, en la que aparecería el “Evangelio eterno”, del que habla el Apocalipsis, sustituyendo al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ya había agotado su papel histórico, y una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu —es decir, los “Franciscanos espirituales”— pasaba a ocupar su lugar. Las ideas de este grupo se basaban en los escritos de un abad cisterciense, Gioacchino da Fiore, fallecido en 1202. En sus obras, afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Había que esperar aún la tercera edad, la del Espíritu Santo. Así, toda la historia se debía interpretar como una historia de progreso: desde la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que iba a ser, por fin, el tiempo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Gioacchino da Fiore había suscitado la esperanza de que el comienzo del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Por eso, es comprensible que un grupo de franciscanos creyera reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del periodo nuevo: la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba atrás a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, desvinculada ya de las viejas estructuras.

Por consiguiente, se corría el riesgo de una gravísima tergiversación del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y ese equívoco conllevaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.

San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en ministro general de la Orden franciscana, se encontró ante una grave tensión dentro de su misma Orden precisamente a causa de quienes sostenían la mencionada corriente de los “Franciscanos espirituales”, que se remontaba a Gioacchino da Fiore. Para responder a este grupo y restablecer la unidad en la Orden, san Buenaventura estudió atentamente los escritos auténticos de Gioacchino da Fiore y los que se le atribuían y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar fielmente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del Estudio parisino, que quedó incompleta y nos ha llegado a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo se entraba en el último, es decir, el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la narración de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Según él, dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:

El primero es la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.

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El segundo es la posición de Gioacchino da Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo; y un período totalmente nuevo de la historia, que iba más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.

Como ministro general de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura vio en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Gioacchino da Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. A su parecer, las consecuencias eran dos:

La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, requería un fundamento teológico, entre otras razones porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.

La segunda: aun teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.

¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? Aquí sólo puedo hacer un resumen esquemático e incompleto de su respuesta en algunos puntos:

1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. Por consiguiente, la historia es una, aunque es un camino y —según san Buenaventura— un camino de progreso.

2. Jesucristo es la última Palabra de Dios; en él Dios ha dicho todo, donándose y diciéndose a sí mismo. Dios no puede decir, ni dar más que a sí mismo. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “Él os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26), “recibirá de lo mío y os lo anunciará” (Jn 16, 15). Así pues, no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.

3. Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, que esté anclada en el pasado y no pueda haber novedad en ella. “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, no desaparecen, sino que avanzan, dice el santo en la carta De tribus quaestionibus. Así formula explícitamente san Buenaventura la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es el fin de la historia, como para los Padres de la Iglesia, sino su centro; con Cristo la historia no acaba, sino que comienza un período nuevo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta ese momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran la cima absoluta de la teología, todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la Palabra de Cristo es inagotable y de que incluso en las nuevas generaciones pueden aparecer luces nuevas. La unicidad de Cristo garantiza asimismo la novedad y la renovación en todos los períodos de la historia.

Ciertamente, la Orden Franciscana —subraya— pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esa Orden respecto al monaquismo clásico, y san Buenaventura —como dije en la catequesis anterior— defendió esta novedad contra los ataques del clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, en favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.

Llegados a este punto, quizá es útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio ha sido una decadencia permanente; algunos ya ven la decadencia inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, sino que avanzan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y de los dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etcétera? También hoy vale esta afirmación: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”,avanzan. San Buenaventura nos enseña el conjunto del discernimiento necesario, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas que Cristo da, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea de la decadencia, existe también otra idea, este “utopismo espiritualista”, que se repite. De hecho, sabemos que después del concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, de que había otra Iglesia, de que la Iglesia pre-conciliar había acabado e iba a surgir otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y, gracias a Dios, los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo vi y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y, por otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que siempre es Iglesia de pecadores y siempre es lugar de gracia.

4.En este sentido, san Buenaventura, como ministro general de los franciscanos, adoptó una línea de gobierno en la que era clarísimo que la nueva Orden, como comunidad, no podía vivir a la misma “altura escatológica” de san Francisco, en el cual él ve anticipado el mundo futuro, sino que —guiada, al mismo tiempo, por un sano realismo y por la valentía espiritual— debía acercarse tanto como fuera posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para san Francisco fue la regla, si bien teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.

Vemos así que para san Buenaventura gobernar no coincidía simplemente con hacer algo, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno siempre encontramos la oración y el pensamiento; todas sus decisiones eran fruto de la reflexión, del pensamiento iluminado de la oración. Su íntima relación con Cristo acompañó siempre su labor de ministro general y, por esto, compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el alma de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando hacia Cristo.

De estos escritos, que son el alma de su gobierno y que muestran tanto a la persona como a la comunidad el camino a recorrer, quiero mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito: “Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, el acontecimiento admirable que sucedió en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre ello, en seguida me percaté de que esa visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y a la vez el camino que lleva hasta él” (Itinerario della mente inDio,Prólogo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).

Las seis alas del serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que llevan progresivamente al hombre desde el conocimiento de Dios, mediante la observación del mundo y de las criaturas y mediante la exploración del alma misma con sus facultades, a la unión íntima con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Habría que dejar que las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, llegaran hasta el fondo de nuestro corazón: “Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la neblina, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y trasporta en Dios con las fuertes unciones y los afectos vehementes… Entremos, por tanto, en la neblina, acallemos los afanes, las pasiones y los fantasmas; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, para decir con Felipe después de haberlo visto: esto me basta” (ib., VII, 6).

Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el doctor seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, a fin de que él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos escuchar su voz divina, que nos atrae hacia la felicidad verdadera.

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123 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Buenaventura (3)

123 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BUENAVENTURA (3)

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE MARZO DE 2010

SAN BUENAVENTURA (3)

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana, continuando con la reflexión del miércoles pasado, quiero profundizar junto con vosotros en otros aspectos de la doctrina de san Buenaventura de Bagnoregio. Se trata de un eminente teólogo, que merece ser puesto al lado de otro grandísimo pensador contemporáneo suyo, santo Tomás de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorizando los recursos de la razón humana, en el diálogo fecundo entre fe y razón que caracteriza al Medioevo cristiano, haciendo de este una época de gran viveza intelectual, como también de fe y de renovación eclesial, aunque con frecuencia no se ha subrayado suficientemente. Tienen en común otras analogías: tanto san Buenaventura, franciscano, como santo Tomás, dominico, pertenecían a las Órdenes Mendicantes que, con su lozanía espiritual, como recordé en catequesis anteriores, en el siglo XIII renovaron toda la Iglesia y atrajeron a numerosos seguidores. Ambos sirvieron a la Iglesia con diligencia, con pasión y con amor, hasta tal punto que fueron invitados a participar en el concilio ecuménico de Lyon en 1274, el mismo año en que murieron: santo Tomás mientras viajaba hacia Lyon, y san Buenaventura durante los trabajos de ese concilio. También en la plaza de San Pedro las estatuas de los dos santos ocupan una posición paralela, situadas precisamente al inicio de la Columnata partiendo de la fachada de la basílica vaticana: una en el brazo de la izquierda y la otra en el brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, en estos dos grandes santos podemos observar dos enfoques distintos ante la investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la profundidad de pensamiento de uno y otro. Quiero comentar brevemente algunas de estas diferencias.

Una primera diferencia concierne al concepto de teología. Ambos doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles respuestas opuestas. La primera dice: la teología es reflexión sobre la fe, y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, que viva según la voluntad de Dios. Por lo tanto, el objetivo de la teología debería ser guiar por el camino recto, bueno; por consiguiente, en el fondo es una ciencia práctica. La otra posición dice: la teología intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por encima de nuestro obrar. Dios realiza en nosotros el obrar justo. Por tanto, substancialmente ya no se trata de nuestro obrar, sino de conocer a Dios y no de nuestro actuar. La conclusión de santo Tomás es: la teología implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer cada vez más a Dios, y es práctica: intenta orientar nuestra vida hacia el bien. Pero la primacía corresponde al conocimiento: sobre todo debemos conocer a Dios, después sigue obrar según Dios (Summa Theologiae I q. 1, art. 4). Esta primacía del conocimiento respecto de la praxis es significativo para la orientación fundamental de santo Tomás.

La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los matices son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta de si la teología es una ciencia práctica o teórica, hace tres distinciones: amplía la alternativa entre teórico (primacía del conocimiento) y práctico (primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama “sapiencial” y afirmando que la sabiduría abarca ambos aspectos. Y prosigue: la sabiduría busca la contemplación (como la forma más alta del conocimiento) y tiene como intención “ut boni fiamus“, que lleguemos a ser buenos, sobre todo esto: ser buenos (cf. Breviloquium, Prólogo, 5). Después añade: “La fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto “por nosotros” no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor” (Proemium in I Sent., q. 3).

En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura enumera algunos argumentos contra el hacer teología, quizá generalizados entre una parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo: la razón vacía la fe, es una actitud violenta respecto a la Palabra de Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cf. Carta de san Francisco de Asís a san Antonio de Padua). A estos argumentos contra la teología, que muestran los peligros existentes en la teología misma, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encima de la Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la razón. Quien ama quiere conocer cada vez más y mejor a la persona amada; la verdadera teología no compromete la razón y su búsqueda motivada por la soberbia, “sed propter amorem eius cui assentit” —”motivada por amor a Aquel al cual ha dado su consentimiento” (Proemium in I Sent., q. 2)—, y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental de la teología. Por tanto, para san Buenaventura, al fin, es determinante la primacía del amor.

san buenaventura krouillong comunion en la mano

En consecuencia, santo Tomás y san Buenaventura definen de manera diferente el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, al cual se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En este acto sencillo de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no es necesario nada más.

Para san Buenaventura, en cambio, el destino último del hombre es amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Para él esta es la definición más adecuada de nuestra felicidad.
En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es la verdad, mientras que para san Buenaventura es el bien. Sería un error ver una contradicción entre estas dos respuestas. Para ambos la verdad es también el bien, y el bien es también la verdad; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata, por tanto, de matices distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos matices han formado tradiciones diversas y espiritualidades distintas, y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.

Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el matiz específico de su teología, del cual he puesto sólo un ejemplo, se explica a partir del carisma franciscano: el “Poverello” de Asís, más allá de los debates intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía del amor; era un icono vivo y enamorado de Cristo, y así hizo presente, en su tiempo, la figura del Señor: convenció a sus contemporáneos no con palabras, sino con su vida. En todas las obras de san Buenaventura, incluidas las obras científicas, de escuela, se ve y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que piensa partiendo del encuentro con el “Poverello” de Asís. Pero para entender la elaboración concreta del tema de la “primacía del amor” debemos tener presente otra fuente: los escritos del llamado Pseudo-Dionisio, un teólogo siríaco del siglo VI, que se ocultó bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, haciendo referencia, con este nombre, a una figura de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 34). Este teólogo había creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado ampliamente de los distintos órdenes de los ángeles. Sus escritos se tradujeron al latín en el siglo ix; en el tiempo de san Buenaventura —estamos en el siglo XIII— parecía una nueva tradición, que despertó el interés del santo y de los demás teólogos de su siglo. Dos cosas atraían especialmente la atención de san Buenaventura:

1 .El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de ángeles, cuyos nombres había encontrado en la Escritura y después había ordenado a su manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura interpreta estos órdenes de los ángeles como escalones en el acercamiento de la criatura a Dios. Así pueden representar el camino humano, la subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna duda: san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y así debían ser los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía bien que este último grado de acercamiento a Dios no se puede insertar en un ordenamiento jurídico, sino que siempre es un don particular de Dios. Por eso la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más realista, pero debe ayudar a sus miembros a acercarse cada vez más a una existencia seráfica de puro amor. El miércoles pasado hablé sobre esta síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el pensamiento y en la acción de san Buenaventura.

  1. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos de Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras que para san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, es la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da otro paso más: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón deja de ver. Pero en la noche del intelecto el amor sigue viendo, ve lo que es inaccesible a la razón. El amor se extiende más allá de la razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que coincidía con su espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la cruz se muestra toda la grandeza del amor divino; donde la razón deja de ver, el amor ve. Las palabras conclusivas del “Itinerario de la mente hacia Dios”, en una lectura superficial, pueden parecer una expresión exagerada de una devoción sin contenido; en cambio, leídas a la luz de la teología de la cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y realista de la espiritualidad franciscana: “Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la subida hacia Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; … no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y transporta en Dios” (VII, 6). Todo esto no es anti-intelectual y no es anti-racional: supone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado. Con esta trasformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san Buenaventura se sitúa en los inicios de una gran corriente mística, que elevó y purificó mucho la mente humana: es una cima en la historia del espíritu humano.

Esta teología de la cruz, nacida del encuentro entre la teología del Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar que san Buenaventura también comparte con san Francisco de Asís el amor a la creación, la alegría por la belleza de la creación de Dios. Sobre este punto cito una frase del primer capítulo del “Itinerario”: “Quien… no ve los innumerables esplendores de las criaturas, está ciego; quien con tantas voces no se despierta, está sordo; quien no alaba a Dios por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se eleva hasta el primer principio, es necio” (I, 15). Toda la creación habla en voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.

Por tanto, para san Buenaventura toda nuestra vida es un “itinerario”, una peregrinación, una subida hacia Dios. Pero sólo con nuestras fuerzas no podemos subir hasta la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe “tirar de nosotros” hacia arriba. Por eso es necesaria la oración. La oración —así dice el santo— es la madre y el origen de la elevación, “sursum actio“, acción que nos eleva, dice san Buenaventura. Concluyo, por tanto, con la oración con la que comienza su “Itinerario”: “Oremos, pues, y digamos al Señor, nuestro Dios: “Guíame, Señor, por tus sendas y caminaré en tu verdad. Alégrese mi corazón en el temor de tu nombre” (I, 1).

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