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36 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Turquía

36 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A TURQUÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE DICIEMBRE DE 2006

VIAJE APOSTÓLICO A TURQUÍA

Queridos hermanos y hermanas:

Como ya es costumbre después de cada viaje apostólico, en esta audiencia general quisiera repasar las diferentes etapas de la peregrinación que realicé a Turquía del martes al viernes de la semana pasada. Esta visita, como sabéis, no se presentaba fácil en varios aspectos, pero Dios la acompañó desde el principio y así pudo llevarse a cabo felizmente. Por tanto, del mismo modo que os había pedido prepararla y acompañarla con la oración, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su desarrollo y su conclusión. Pongo en manos de Dios los frutos que espero broten de ella, tanto por lo que atañe a las relaciones con nuestros hermanos ortodoxos como al diálogo con los musulmanes.

En primer lugar, siento el deber de renovar mi sincero agradecimiento al presidente de la República, al primer ministro, y a las demás autoridades, que me acogieron con tanta cortesía y aseguraron las condiciones necesarias para que todo se desarrollara de la mejor manera posible. Doy las gracias fraternamente a los obispos de la Iglesia católica en Turquía, y a sus colaboradores, por todo lo que han hecho. Expreso mi gratitud en particular al Patriarca ecuménico Bartolomé I, que me acogió en su casa, al Patriarca armenio Mesrob II, al metropolita siro-ortodoxo Mor Filüksinos y a las demás autoridades religiosas.

A lo largo de todo el viaje me sentí espiritualmente sostenido por mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, que realizaron una memorable visita a Turquía, y sobre todo por el beato Juan XXIII, que fue representante pontificio en ese noble país de 1935 a 1944, dejando un recuerdo lleno de afecto y devoción.

Remontándome a la visión de la Iglesia que presenta el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 14-16), podría decir que también los viajes pastorales del Papa contribuyen a realizar su misión, que se desarrolla en “círculos concéntricos”. En el círculo más interno, el Sucesor de Pedro confirma a los católicos en la fe; en el intermedio, se encuentra con los demás cristianos; y en el más externo se dirige a los no cristianos y a la humanidad entera.

La primera jornada de mi visita a Turquía se desarrolló en el ámbito de este tercer “círculo”, el más amplio:  me reuní con el primer ministro, con el presidente de la República y con el presidente para Asuntos religiosos, dirigiendo a este último mi primer discurso; rendí homenaje al Mausoleo del “padre de la patria” Mustafá Kemal Ataturk; después hablé al Cuerpo diplomático en la nunciatura apostólica de Ankara.

Esta intensa serie de encuentros constituyó una parte importante de la visita, sobre todo porque Turquía es un país en su gran mayoría musulmán, pero que se regula por una Constitución que afirma la laicidad del Estado. Por tanto, es un país emblemático por lo que atañe al gran reto que hoy se plantea a nivel mundial:  por una parte, es necesario redescubrir la realidad de Dios y la importancia pública de la fe religiosa y, por otra, garantizar que la expresión de esa fe sea libre, sin degeneraciones fundamentalistas, capaz de rechazar decididamente cualquier forma de violencia.

Así pues, fue una oportunidad propicia para renovar mis sentimientos de estima con respecto a los musulmanes y a la civilización islámica. Al mismo tiempo, insistí en la importancia de que cristianos y musulmanes trabajen juntos por el hombre, la vida, la paz y la justicia, reafirmando que la distinción entre la esfera civil y la religiosa constituye un valor, y que el Estado debe garantizar al ciudadano y a las comunidades religiosas la efectiva libertad de culto.

En el ámbito del diálogo interreligioso, la divina Providencia me permitió realizar, casi al final de mi viaje, un gesto que en un primer momento no estaba previsto y que resultó muy significativo:  la visita a la célebre Mezquita Azul de Estambul. En unos minutos de recogimiento en ese lugar de oración, oré al único Señor del cielo y de la tierra, Padre misericordioso de toda la humanidad, para que todos los creyentes se reconozcan como criaturas suyas y den testimonio de auténtica fraternidad.

La segunda jornada me llevó a Éfeso; de este modo, me encontré rápidamente en el “círculo” más interno del viaje, en contacto directo con la comunidad católica. En efecto, en Éfeso, en una agradable localidad llamada “Colina del ruiseñor”, mirando al mar Egeo, se halla el santuario de la Casa de María. Se trata de una antigua y pequeña capilla, edificada en torno a una casita que, según una antiquísima tradición, el apóstol san Juan mandó construir para la Virgen María, después de haberla llevado consigo a Éfeso. El mismo Jesús los había encomendado el uno a la otra y viceversa cuando, antes de morir en la cruz, le dijo a María:  “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y a Juan:  “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27).

Las investigaciones arqueológicas han demostrado que ese lugar es desde tiempo inmemorial un lugar de culto mariano, muy querido también por los musulmanes, que acuden habitualmente a él para venerar a la que llaman “Meryem Ana”, la Madre María. En el jardín situado delante del santuario celebré la santa misa para un grupo de fieles que acudieron de la cercana ciudad de Esmirna y de otras partes de Turquía, e incluso del extranjero. En la “Casa de María” nos sentimos realmente “en casa”, y en ese clima de paz oramos por la paz en Tierra Santa y en todo el mundo. Allí recordé a don Andrea Santoro, sacerdote romano, que en tierra turca dio testimonio del Evangelio con su sangre.

El “círculo” intermedio, el de las relaciones ecuménicas, ocupó la parte central de este viaje, realizado con ocasión de la fiesta de san Andrés, el 30 de noviembre. Esta fiesta sirvió de contexto ideal para consolidar las relaciones fraternas entre el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, y el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Iglesia fundada según la tradición por el apóstol san Andrés, hermano de Simón Pedro. Siguiendo las huellas de Pablo VI, que se encontró con el Patriarca Atenágoras, y de Juan Pablo II, que fue acogido por el sucesor de Atenágoras, Dimitrios I, renové junto con Su Santidad Bartolomé I este gesto de gran valor simbólico, para confirmar el compromiso recíproco de proseguir el camino hacia el restablecimiento de la comunión plena entre católicos y ortodoxos.

Para reafirmar este decidido propósito firmé, juntamente con el Patriarca ecuménico, una Declaración común, que constituye una etapa ulterior en este camino. Fue sumamente significativo que este acto tuviera lugar al final de la Divina Liturgia de la fiesta de san Andrés, a la que asistí y que se concluyó con la doble bendición impartida por el Obispo de Roma y el Patriarca de Constantinopla, sucesores respectivamente de los apóstoles Pedro y Andrés. De este modo manifestamos que en la base de todo compromiso ecuménico está siempre la oración y la perseverante invocación al Espíritu Santo.

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En este mismo ámbito, en Estambul, tuve la alegría de visitar al Patriarca de la Iglesia armenia apostólica, Su Beatitud Mesrob II, y de encontrarme con el metropolita siro-ortodoxo. Asimismo, en este contexto, me complace recordar la conversación que mantuve con el gran rabino de Turquía.

Mi visita se concluyó, poco antes de partir para Roma, regresando al “círculo” más interno, es decir, encontrándome con la comunidad católica, presente con todos sus componentes, en la catedral latina del Espíritu Santo, en Estambul. También asistieron a esa santa misa el Patriarca ecuménico, el Patriarca armenio, el metropolita siro-ortodoxo y los representantes de las Iglesias protestantes. Es decir, estaban reunidos en oración todos los cristianos, con sus diversas tradiciones, ritos e idiomas. Confortados por la palabra de Cristo, que promete a los creyentes “ríos de agua viva” (Jn 7, 38), y por la imagen de los numerosos miembros unidos en un solo cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13), vivimos la experiencia de un renovado Pentecostés.

Queridos hermanos y hermanas, volví al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de la querida nación turca, por quienes me sentí acogido y comprendido. La simpatía y la cordialidad que manifestaron, a pesar de las dificultades inevitables que provocó mi visita al desarrollo normal de sus actividades cotidianas, las conservo como un intenso recuerdo que me impulsa a la oración.

Que Dios omnipotente y misericordioso ayude al pueblo turco, a sus gobernantes y a los representantes de las diversas religiones a construir juntos un futuro de paz, para que Turquía sea un “puente” de amistad y de colaboración fraterna entre Occidente y Oriente.

Oremos también para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.

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35 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Timoteo y Tito

35 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TIMOTEO Y TITO, LOS MÁS ÍNTIMOS COLABORADORES DE SAN PABLO

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE DICIEMBRE DE 2006

TIMOTEO Y TITO, LOS MÁS ÍNTIMOS COLABORADORES DE SAN PABLO

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy nos referiremos a dos de sus colaboradores más íntimos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas tradicionalmente atribuidas a san Pablo, dos de las cuales están destinadas a Timoteo y una a Tito.

Timoteo es nombre griego y significa “que honra a Dios”. San Lucas lo menciona seis veces en los Hechos de los Apóstoles; san Pablo en sus cartas lo nombra en 17 ocasiones (además, aparece una vez en la carta a los Hebreos). De ello se deduce que para san Pablo gozaba de gran consideración, aunque san Lucas no nos ha contado todo lo que se refiere a él. En efecto, el Apóstol le encargó misiones importantes y vio en él una especie de alter ego, como lo demuestra el gran elogio que hace de él en la carta a los Filipenses. “A nadie tengo de tan iguales sentimientos (isópsychon) que se preocupe sinceramente de vuestros intereses” (Flp2, 20).

Timoteo nació en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de madre judía y de padre pagano (cf. Hch 16, 1). El hecho de que su madre hubiera contraído un matrimonio mixto y no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde su infancia (cf. 2 Tm 3, 15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela, Loida (cf. 2 Tm 1, 5).

Cuando san Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues “los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio” (Hch 16, 2), pero “lo circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares” (Hch 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia. Sabemos que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos individuos sin escrúpulos explotaran a una joven como adivina (cf. Hch 16, 16-40), Timoteo quedó libre. Después, cuando Pablo se vio obligado a proseguir hasta Atenas, Timoteo se reunió con él en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de Tesalónica para tener noticias y para confirmarla en la fe (cf. 1 Ts 3, 1-2). Volvió a unirse después al Apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (cf. 2 Co 1, 19).

Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso durante el tercer viaje misionero de Pablo. Probablemente desde allí, el Apóstol escribió a Filemón y a los Filipenses, y en ambas cartas aparece también Timoteo como remitente (cf. Flm 1; Flp 1, 1). Desde Éfeso Pablo lo envió a Macedonia junto con un cierto Erasto (cf. Hch 19, 22) y después también a Corinto con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena acogida (cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11).

También aparece como remitente, junto con san Pablo, de la segunda carta a los Corintios; y cuando desde Corinto san Pablo escribe la carta a los Romanos, transmite saludos de Timoteo y de otros (cf. Rm 16, 21). Desde Corinto, el discípulo volvió a viajar a Tróada, en la orilla asiática del mar Egeo, para esperar allí al Apóstol, que se dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (cf. Hch 20, 4).

Desde ese momento, respecto de la biografía de Timoteo las fuentes antiguas sólo nos ofrecen una mención en la carta a los Hebreos, donde se lee: “Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros” (Hb 13, 23).

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Para concluir, podemos decir que Timoteo destaca como un pastor de gran importancia. Según la posterior Historia eclesiástica de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). Algunas reliquias suyas se encuentran desde 1239 en Italia, en la catedral de Térmoli, en Molise, procedentes de Constantinopla.

Por lo que se refiere a Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir, pagano (cf. Ga 2, 3). San Pablo lo llevó consigo a Jerusalén con motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la predicación del Evangelio a los paganos, sin los condicionamientos de la ley de Moisés.

En la carta que dirige a Tito, el Apóstol lo elogia definiéndolo “verdadero hijo según la fe común” (Tt 1, 4). Cuando Timoteo se fue de Corinto, san Pablo envió a Tito para hacer que esa comunidad rebelde volviera a la obediencia. Tito restableció la paz entre la Iglesia de Corinto y el Apóstol, el cual escribió a esas Iglesia: “El Dios que consuela a los humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por mí (…). Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros” (2 Co 7, 6-7. 13).

San Pablo volvió a enviar a Tito —a quien llama “compañero y colaborador” (2 Co 8, 23)— para organizar la conclusión de las colectas en favor de los cristianos de Jerusalén (cf. 2 Co 8, 6). Ulteriores noticias que nos refieren las cartas pastorales lo presentan como obispo de Creta (cf. Tt 1, 5), desde donde, por invitación de san Pablo, se unió al Apóstol en Nicópolis, en Epiro, (cf. Tt 3, 12). Más tarde fue también a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su muerte.

Para concluir, si consideramos juntamente las figuras de Timoteo y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que san Pablo se sirvió de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones. Él es, ciertamente, el Apóstol por antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. Sin embargo, es evidente que no lo hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus esfuerzos y sus responsabilidades.

Conviene destacar, además, la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con frecuencia consistían en representar a san Pablo incluso en circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un servicio a la misma Iglesia.

Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol san Pablo hace a Tito en la carta que le dirige: “Es cierta esta afirmación, y quiero que en esto te mantengas firme, para que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es bueno y provechoso para los hombres” (Tt 3, 8). Con nuestro compromiso concreto, debemos y podemos descubrir la verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de Adviento obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro Salvador.

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34 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Navidad

34 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE DICIEMBRE DE 2006

SANTA NAVIDAD 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

“El Señor está cerca:  venid, adorémoslo”. Con esta invocación, la liturgia nos invita, en estos últimos días del Adviento, a acercarnos, como de puntillas, a la cueva de Belén, donde tuvo lugar el acontecimiento extraordinario que cambió el rumbo de la historia:  el nacimiento del Redentor. En la noche de Navidad nos detendremos una vez más ante el belén para contemplar, maravillados, al “Verbo hecho carne”. En nuestro corazón se renovarán, como cada año, sentimientos de alegría y de gratitud al escuchar los villancicos que en tantos idiomas cantan el mismo extraordinario prodigio. El Creador del universo vino por amor a poner su morada entre los hombres.

En la carta a los Filipenses san Pablo afirma que Cristo, “a pesar de su condición  divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de  su  rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6). Actuando como un hombre cualquiera, añade el Apóstol, se rebajó. En la santa Navidad reviviremos la realización de este sublime misterio de gracia y misericordia.

San Pablo dice también:  “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Efectivamente, desde hacía muchos siglos el pueblo elegido esperaba al Mesías, pero lo imaginaba como un caudillo poderoso y victorioso, que libraría a los suyos de la opresión de los extranjeros. En cambio,  el  Salvador  nació en el silencio y en la pobreza más completa. Vino como luz que ilumina a todos los hombres —constata el evangelista san Juan—, “pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 9. 11). Sin embargo, el Apóstol añade:  “A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). La luz prometida iluminó los corazones de quienes habían perseverado en la espera vigilante y activa.

La liturgia de Adviento nos exhorta también a nosotros a ser sobrios y vigilantes, para evitar que nos agobien el peso del pecado y las excesivas preocupaciones del mundo. En efecto, vigilando y orando podremos reconocer y acoger el resplandor de la Navidad de Cristo. San Máximo de Turín, obispo que vivió entre los siglos IV y V, afirma en una de sus homilías:  “El tiempo nos advierte de que la Navidad de Cristo nuestro Señor está cerca. El mundo, incluso con sus angustias, habla de la inminencia de algo que lo renovará, y desea con una espera impaciente que el esplendor de un sol más brillante ilumine sus tinieblas. (…) Esta espera de la creación también nos lleva a nosotros a esperar el nacimiento de Cristo, nuevo Sol” (Discurso 61 a, 1-3). Así pues, la creación misma nos lleva a descubrir y a reconocer a Aquel que tiene que venir.

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Pero la pregunta es:  la humanidad de nuestro tiempo, ¿espera todavía un Salvador? Da la impresión de que muchos consideran que Dios es ajeno a sus intereses. Aparentemente no tienen necesidad de él, viven como si no existiera y, peor aún, como si fuera un “obstáculo” que hay que quitar para poder realizarse. Seguramente también entre los creyentes algunos se dejan atraer por seductoras quimeras y desviar por doctrinas engañosas que proponen atajos ilusorios para alcanzar la felicidad.

Sin embargo, a pesar de sus contradicciones, angustias y dramas, y quizá precisamente por ellos, la humanidad de hoy busca un camino de renovación, de salvación; busca un Salvador y espera, a veces sin saberlo, la venida del Señor que renueva el mundo y nuestra vida, la venida de Cristo, el único Redentor verdadero del hombre y de todo el hombre. Ciertamente, falsos profetas siguen proponiendo una salvación “barata”, que acaba siempre por provocar fuertes decepciones.

Precisamente la historia de los últimos cincuenta años demuestra esta búsqueda de un Salvador “barato” y pone de manifiesto todas las decepciones que se han derivado de ello. Los cristianos tenemos la misión de difundir, con el testimonio de la vida, la verdad de la Navidad, que Cristo trae a todo hombre y mujer de buena voluntad. Al nacer en la pobreza del pesebre, Jesús viene a ofrecer a todos la única alegría y la única paz que pueden colmar las expectativas del alma humana.

Pero, ¿cómo prepararnos para abrir el corazón al Señor que viene? La actitud espiritual de la espera vigilante y orante sigue siendo la característica fundamental del cristiano en este tiempo de Adviento. Es la actitud que adoptaron los protagonistas de entonces:  Zacarías e Isabel, los pastores, los Magos, el pueblo sencillo y humilde, pero, sobre todo, la espera de María y de José. Estos últimos, más que nadie, experimentaron personalmente la emoción y la trepidación por el Niño que debía nacer. No es difícil imaginar cómo pasaron los últimos días, esperando abrazar al recién nacido entre sus brazos. Hagamos nuestra su actitud, queridos hermanos y hermanas.

Escuchemos, a este respecto, la exhortación de san Máximo, obispo de Turín, citado ya antes:  “Mientras nos preparamos a acoger la Navidad del Señor, revistámonos con vestidos limpios, sin mancha. Hablo de la vestidura del alma, no del cuerpo. No tenemos que vestirnos con vestiduras de seda, sino con obras santas. Los vestidos lujosos pueden cubrir los miembros del cuerpo, pero no adornan la conciencia” (ib.).

Que el Niño Jesús, al nacer entre nosotros, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar con luces nuestra casa. Más bien, preparemos en nuestra alma y en nuestra familia una digna morada en la que él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y san José a vivir el misterio de la Navidad con nuevo asombro y serenidad tranquilizante.

Con estos sentimientos, quiero expresaros a todos los que estáis aquí presentes y a vuestros familiares mi más cordial felicitación, deseándoos una santa y feliz Navidad, recordando en particular a quienes atraviesan dificultades o sufren en el cuerpo y en el espíritu. ¡Feliz Navidad a todos!

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33 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres que él ama

33 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ A LOS HOMBRES QUE ÉL AMA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE DICIEMBRE DE 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño impregnado de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar, anteayer, este misterio, cuyo eco se extiende a la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de todas las épocas pueden revivir en la fe.

Resuenan en nuestra alma las palabras del evangelista san Juan, cuya fiesta celebramos precisamente hoy:  “Et Verbum caro factum est“, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Así pues, en Navidad Dios ha venido a habitar entre nosotros; ha venido por nosotros, para estar con nosotros. Una pregunta que se repite a lo largo de estos dos mil años de historia cristiana es:  “Pero, ¿por qué lo ha hecho?, ¿por qué Dios se ha hecho hombre?”.

Nos ayuda a responder a este interrogante el canto que los ángeles entonaron cerca de la cueva de Belén:  “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama” (Lc 2, 14). El cántico de la noche de Navidad, que entró en el Gloria, ya forma parte de la liturgia, como los otros tres cánticos del Nuevo Testamento, que se refieren al nacimiento y a la infancia de Jesús:  elBenedictus, el Magníficat, y el Nunc dimittis. Mientras los últimos fueron insertados respectivamente en las Laudes matutinas, en la oración vespertina de las Vísperas y en la nocturna de las Completas, el Gloria fue introducido precisamente en la santa misa.

A las palabras de los ángeles, desde el siglo II, se añadieron algunas aclamaciones:  “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”; y más tarde otras invocaciones:  “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo…”, hasta formular un armonioso himno de alabanza que se cantó por primera vez en la misa de Navidad y luego en todos los días de fiesta. Insertado al inicio de la celebración eucarística, el Gloria quiere subrayar la continuidad que existe entre el nacimiento y la muerte de Cristo, entre la Navidad y la Pascua, aspectos inseparables del único y mismo misterio de salvación.

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El evangelio narra que la multitud angélica cantaba:  “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama”. Los ángeles anuncian a los pastores que el nacimiento de Jesús “es” gloria para Dios en las alturas y “es” paz en la tierra para los hombres que él ama. Por tanto, es muy oportuna la costumbre de poner en la cueva estas palabras angélicas como explicación del misterio de la Navidad, que se realizó en el pesebre.

El término “gloria” (doxa) indica el esplendor de Dios que suscita la alabanza, llena de gratitud, de las criaturas. San Pablo diría:  es “el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). “Paz” (eirene) sintetiza la plenitud de los dones mesiánicos, es decir, la salvación que, como explica también el Apóstol, se identifica con Cristo mismo:  “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).

Por último, se hace una referencia a los hombres “de buena voluntad”. “Buena voluntad” (eudokia), en el lenguaje común, hace pensar en la “buena voluntad” de los hombres, pero aquí se indica, más bien, el “buen querer” de Dios a los hombres, que no tiene límites. Y ese es precisamente el mensaje de la Navidad:  con el nacimiento de Jesús Dios manifestó su amor a todos.

Volvamos a la pregunta:  “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”. San  Ireneo escribe. “El Verbo se ha hecho dispensador de la gloria del Padre en beneficio de los hombres… Gloria de Dios es el hombre que vive y su vida consiste en la visión de Dios” (Adv. haer. IV, 20, 5. 7). Así pues, la gloria de Dios se manifiesta en la salvación del hombre, al que —como afirma el evangelista san Juan— tanto amó Dios “que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

Por consiguiente, el amor es la razón última de la encarnación de Cristo. Es elocuente, al respecto, la reflexión del teólogo Hans Urs von Balthasar:  Dios “no es, en primer lugar, potencia absoluta, sino amor absoluto, cuya soberanía no se manifiesta en tener para sí mismo todo lo que le pertenece, sino en abandonarlo” (Mysterium paschale I, 4). El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor.

En este momento el anuncio de los ángeles resuena para nosotros como una invitación:  “sea” gloria a Dios en las alturas, “sea” paz en la tierra a los hombres que él ama. El único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del regalo de Navidad:  el amor.

Entonces, el canto de los ángeles puede convertirse en una oración que podemos repetir con frecuencia, no sólo en este tiempo navideño. Un himno de alabanza a Dios en las alturas y una ferviente invocación de paz en la tierra, que se traduzca en un compromiso concreto de construirla con nuestra vida.

Este es el compromiso que nos encomienda la Navidad.

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32 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pongo mi ministerio al servicio de la Reconciliación

32 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PONGO MI MINISTERIO AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE ABRIL DE 2005

PONGO MI MINISTERIO AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros. Dirijo un cordial saludo a todos los presentes, así como a los que nos siguen a través de la radio y la televisión. Como ya dije en el primer encuentro con los señores cardenales, precisamente el miércoles de la semana pasada, en la capilla Sixtina, experimento en mi alma durante estos días de inicio de mi ministerio petrino algunos sentimientos opuestos entre sí:  asombro y gratitud con respecto a Dios, que ante todo me sorprendió a mí mismo, llamándome a suceder al apóstol Pedro; y temor interior ante la magnitud de la tarea y de las responsabilidades que me han sido encomendadas.

Sin embargo, me da serenidad y alegría la certeza de la ayuda de Dios, de su Madre santísima, la Virgen María, y de los santos protectores. Me conforta también la cercanía espiritual de todo el pueblo de Dios, al cual, como repetí el domingo pasado, pido que me siga acompañando siempre con insistente oración.

Después de la muerte de mi venerado predecesor Juan Pablo II, hoy se reanudan las tradicionales audiencias generales de los miércoles. Volvemos a la normalidad. En este primer encuentro quisiera comentar, ante todo, el nombre que escogí al llegar a ser Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia. He querido llamarme Benedicto XVI para vincularme idealmente al venerado Pontífice Benedicto XV, que guió a la Iglesia en un período agitado a causa de la primera guerra mundial.
Fue intrépido y auténtico profeta de paz, y trabajó con gran valentía primero para evitar el drama de la guerra y, después, para limitar sus consecuencias nefastas. Como él, deseo poner mi ministerio al servicio de la reconciliación y la armonía entre los hombres y los pueblos, profundamente convencido de que el gran bien de la paz es ante todo don de Dios, don —por desgracia— frágil y precioso que es preciso invocar, conservar y construir día a día con la aportación de todos.

El nombre Benedicto evoca, además, la extraordinaria figura del gran “patriarca del monacato occidental”, san Benito de Nursia, copatrono de Europa juntamente con san Cirilo y san Metodio, y las santas Brígida de Suecia, Catalina de Siena y Edith Stein. La progresiva expansión de la orden benedictina, por él fundada, ejerció un influjo inmenso en la difusión del cristianismo en todo el continente. Por eso, san Benito es también muy venerado en Alemania y, particularmente, en Baviera, mi tierra de origen; constituye un punto de referencia fundamental para la unidad de Europa y un fuerte recuerdo de las irrenunciables raíces cristianas de su cultura y de su civilización.

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De este padre del monacato occidental conocemos la recomendación que hizo a los monjes en su Regla:  “No antepongáis absolutamente nada a Cristo” (Regla 72, 11; cf. 4, 21). Al inicio de mi servicio como Sucesor de Pedro pido a san Benito que nos ayude a mantener firmemente a Cristo en el centro de nuestra existencia. Que él ocupe siempre el primer lugar en nuestros pensamientos y en todas nuestras actividades.

Mi pensamiento vuelve con afecto a mi venerado predecesor Juan Pablo II, con el que tenemos una gran deuda por la extraordinaria herencia espiritual que nos dejó. “Nuestras comunidades cristianas -escribió en la carta apostólica Novo millennio ineunte– tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el arrebato del corazón” (n. 33).

Él mismo trató de aplicar estas indicaciones dedicando las catequesis de los miércoles de los últimos tiempos a comentar los salmos de Laudes y Vísperas. Como hizo al inicio de su pontificado, cuando quiso proseguir las reflexiones comenzadas por su predecesor sobre las virtudes cristianas (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1978, p. 11), también yo quiero proponer en las próximas citas semanales el comentario que él había preparado sobre la segunda parte de los salmos y los cánticos que componen las Vísperas. Por eso, el miércoles próximo reanudaré sus catequesis precisamente desde donde se habían interrumpido, en la audiencia general del pasado 26 de enero.

Queridos amigos, gracias de nuevo por vuestra visita; gracias por el afecto que me dispensáis. Son sentimientos a los que correspondo cordialmente con una bendición especial, que os imparto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares y a todos vuestros seres queridos.

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31 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El guardián de Israel (Salmo 120)

31 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL GUARDIÁN DE ISRAEL (SALMO 120)

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE MAYO DE 2005

EL GUARDIÁN DE ISRAEL (SALMO 120)

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Como ya anuncié el miércoles pasado, he decidido reanudar en las catequesis el comentario a los salmos y cánticos que componen las Vísperas, utilizando los textos preparados por mi querido predecesor el Papa Juan Pablo II.

Iniciamos hoy con el salmo 120. Este salmo forma parte de la colección de “cánticos de las ascensiones”, o sea, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en el templo de Sión. Es un salmo de confianza, pues en él resuena seis veces el verbo hebreo shamar, “guardar, proteger”. Dios, cuyo nombre se invoca repetidamente, se presenta como el “guardián” que nunca duerme, atento y solícito, el “centinela” que vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro.

El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia las alturas, “a los montes”, es decir, a las colinas sobre las que se alza Jerusalén:  desde allá arriba le vendrá la ayuda, porque allá arriba mora el Señor en su templo (cf. vv. 1-2). Con todo, los “montes” pueden evocar también los lugares donde surgen santuarios dedicados a los ídolos, que suelen llamarse “los altos”, a menudo condenados por el Antiguo Testamento (cf. 1 R 3, 2; 2 R 18, 4). En este caso se produciría un contraste:  mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se vuelven hacia los templos paganos, que constituyen una gran tentación para él. Pero su fe es inquebrantable y su certeza es una sola:  “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 120, 2). También en la peregrinación de nuestra vida suceden cosas parecidas. Vemos alturas que se abren y se presentan como una promesa de vida:  la riqueza, el poder, el prestigio, la vida cómoda. Alturas que son tentaciones, porque se presentan como la promesa de la vida. Pero, gracias a nuestra fe, vemos que no es verdad y que esas alturas no son la vida. La verdadera vida, la verdadera ayuda viene del Señor. Y nuestra mirada, por consiguiente, se vuelve hacia la verdadera altura, hacia el verdadero monte:  Cristo.

2. Esta confianza está ilustrada en el Salmo mediante la imagen del guardián y del centinela, que vigilan y  protegen. Se alude también al pie que no resbala (cf. v. 3) en el camino de la vida y tal vez al pastor que en la pausa nocturna vela por su rebaño sin dormir ni reposar (cf. v. 4). El pastor divino no descansa en su obra de defensa de su pueblo, de todos nosotros.

Luego, en el Salmo, se introduce otro símbolo, el de la “sombra”, que supone la reanudación del viaje durante el día soleado (cf. v. 5). El pensamiento se remonta a la histórica marcha por el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel “de día en columna de nube para guiarlos por el camino” (Ex 13, 21). En el Salterio a menudo se ora así:  “A la sombra de tus alas escóndeme…” (Sal 16, 8; cf. Sal 90, 1). Aquí también hay un aspecto muy real de nuestra vida. A menudo nuestra vida se desarrolla bajo un sol despiadado. El Señor es la sombra que nos protege, nos ayuda.

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3. Después de la vela y la sombra, viene el tercer símbolo:  el del Señor que “está a la derecha” de sus fieles (cf. Sal 120, 5). Se trata de la posición del defensor, tanto en el ámbito militar como en el procesal:  es la certeza de que el Señor no abandona en el tiempo de la prueba, del asalto del mal y de la persecución. En este punto, el salmista vuelve a la idea del viaje durante un día caluroso, en el que Dios nos protege del sol incandescente.

Pero al día sucede la noche. En la antigüedad se creía que incluso los rayos de la luna eran nocivos, causa de fiebre, de ceguera o incluso de locura; por eso, el Señor nos protege también durante la noche (cf. v. 6), en las noches de nuestra vida.

El Salmo concluye con una declaración sintética de confianza. Dios nos guardará con amor en cada instante, protegiendo nuestra vida de todo mal (cf. v. 7). Todas nuestras actividades, resumidas en dos términos extremos:  “entradas” y “salidas”, están siempre bajo la vigilante mirada del Señor. Asimismo, lo están todos nuestros actos y todo nuestro tiempo, “ahora y por siempre” (v. 8).

4. Ahora, al final, queremos comentar esta última declaración de confianza con un testimonio espiritual de la antigua tradición cristiana. En efecto, en el Epistolario de Barsanufio de Gaza (murió hacia mediados del siglo VI), un asceta de gran fama, al que consultaban monjes, eclesiásticos y laicos por su clarividente discernimiento, encontramos que cita con frecuencia el versículo del Salmo:  “El Señor te guarda de todo mal; él guarda tu alma”. Con este Salmo, con este versículo, Barsanufio quería confortar a los que le manifestaban sus aflicciones, las pruebas de la vida, los peligros y las desgracias.

En cierta ocasión, Barsanufio, cuando un monje le pidió que orara por él y por sus compañeros, respondió así, incluyendo en sus deseos la cita de ese versículo:  “Hijos míos queridos, os abrazo en el Señor, y le suplico que os guarde de todo mal y os dé paciencia como a Job, gracia como a José, mansedumbre como a Moisés y el valor en el combate como a Josué, hijo de Nun, dominio de los pensamientos como a los jueces, victoria sobre los enemigos como a los reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Os conceda el perdón de vuestros pecados con la curación de vuestro cuerpo como al paralítico. Os salve de las olas como a Pedro y os libere de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Os guarde de todo mal como a sus hijos verdaderos, y os conceda todos los anhelos de vuestro corazón, para bien de vuestra alma y de vuestro cuerpo, en su nombre. Amén” (Barnasufio y Juan de Gaza, Epistolario, 194:  Collana di Testi Patristici, XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).

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30 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno de Adoración y Alabanza (Apocalipsis 15, 3-4)

30 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO DE ADORACIÓN Y ALABANZA (APOCALIPSIS 15, 3-4)

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE MAYO DE 2005

HIMNO DE ADORACIÓN Y ALABANZA (APOCALIPSIS 15, 3-4)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Breve y solemne, incisivo y grandioso en su tonalidad es el cántico que acabamos de escuchar y de hacer nuestro, elevándolo como himno de alabanza al “Señor, Dios todopoderoso” (Ap 15, 3). Se trata de uno de los muchos textos de oración insertados en el Apocalipsis, el último libro de la sagrada Escritura, libro de juicio, de salvación y, sobre todo, de esperanza.

En efecto, la historia no está en las manos de potencias oscuras, de la casualidad o únicamente de las opciones humanas. Sobre las energías malignas que se desencadenan, sobre la acción vehemente de Satanás y sobre los numerosos azotes y males que sobrevienen, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes históricas. Él las lleva sabiamente hacia el alba del nuevo cielo y de la nueva tierra, sobre los que se canta en la parte final del libro con la imagen de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21-22).

Quienes entonan este cántico, que queremos meditar ahora, son los justos de la historia, los vencedores de la bestia satánica, los que a través de la aparente derrota del martirio son en realidad los auténticos constructores del mundo nuevo, con Dios como artífice supremo.

2. Comienzan ensalzando las “obras grandes y maravillosas” y los “caminos justos y verdaderos” del Señor (cf. v. 3). En este cántico se utiliza el lenguaje característico del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto. El primer cántico de Moisés —pronunciado después del paso del mar Rojo— celebra al Señor “terrible en prodigios, autor de maravillas” (Ex 15, 11). El segundo cántico, referido por el Deuteronomio al final de la vida del gran legislador, reafirma que “su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia” (Dt 32, 4).

Así pues, se quiere reafirmar que Dios no es indiferente a las vicisitudes humanas, sino que penetra en ellas realizando sus “caminos”, o sea, sus proyectos y sus “obras” eficaces.

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3. Según nuestro himno, esta intervención divina tiene una finalidad muy precisa:  ser un signo que invita a todos los pueblos de la tierra a la conversión. Por consiguiente, el himno nos invita a todos a convertirnos siempre de nuevo. Las naciones deben aprender a “leer” en la historia un mensaje de Dios. La aventura de la humanidad no es confusa y sin sentido, ni está sin remedio a merced de la prevaricación de los prepotentes y de los perversos.

Existe la posibilidad de reconocer la acción divina oculta en la historia. También el concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et spes, invita a los creyentes a escrutar, a la luz del Evangelio, los signos de los tiempos para encontrar en ellos la manifestación de la acción misma de Dios (cf. nn. 4 y 11). Esta actitud de fe lleva al hombre a descubrir la fuerza de Dios que actúa en la historia y a abrirse así al temor del nombre del Señor.

En efecto, en el lenguaje bíblico este “temor” de Dios no es miedo, no coincide con el miedo; el temor de Dios es algo muy diferente:  es el reconocimiento del misterio de la trascendencia divina. Por eso, está en la base de la fe y enlaza con el amor. Dice la sagrada Escritura en el Deuteronomio:  “El Señor, tu Dios, te pide que lo temas, que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma” (cf. Dt 10, 12). Y san Hilario, obispo del siglo IV, dijo:  “Todo nuestro temor está en el amor”.

En esta línea, en nuestro breve himno, tomado del Apocalipsis, se unen el temor y la glorificación de Dios. El himno dice:  “¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?” (Ap 15, 4). Gracias al temor del Señor no se tiene miedo al mal que abunda en la historia, y se reanuda con entusiasmo el camino de la vida. Precisamente gracias al temor de Dios no tenemos miedo del mundo y de todos estos problemas; no tememos a los hombres, porque Dios es más fuerte.

El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión:  “Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios, que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro”. Y el profeta Isaías dice:  “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo:  ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35, 3-4).

4. El himno concluye con la previsión de una procesión universal de los pueblos, que se presentarán ante el Señor de la historia, revelado por sus “justos juicios” (cf. Ap 15, 4). Se postrarán en adoración. Y el único Señor y Salvador parece repetirles las palabras que pronunció  en  la  última tarde de su vida terrena, cuando dijo a sus Apóstoles:  “¡Ánimo!  Yo  he  vencido  al mundo” (Jn 16, 33).

Queremos concluir nuestra breve reflexión sobre el cántico del “Cordero victorioso” (cf. Ap 15, 3), entonado por los justos delApocalipsis, con un antiguo himno del lucernario, es decir, de la oración vespertina, ya conocido por san Basilio de Cesarea. Ese himno dice:  “Al llegar al ocaso del sol, al ver la luz de la tarde, cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios. Eres digno de que te cantemos en todo momento con voces santas, Hijo de Dios, tú que das la vida. Por eso, el mundo te glorifica” (S. Pricolo-M. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).

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29 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Alabad el nombre del Señor (Salmo 112)

29 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ALABAD EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 112)

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE MAYO DE 2005

ALABAD EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 112)

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de introducirnos en una breve interpretación del salmo que se ha cantado, quisiera recordar que hoy es el cumpleaños de nuestro amado Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde allá arriba nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos expresar nuestra profunda gratitud al Señor por el don de este Papa y queremos también dar gracias al Papa por todo lo que hizo y sufrió.

1. Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada “el Hallel egipcio”. Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113).

No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones.

El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.

2. La primera estrofa (cf. Sal 112, 1-3) exalta “el nombre del Señor”, que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

Tres veces, con insistencia apasionada, resuena “el nombre del Señor” en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo -“desde la salida del sol hasta su ocaso”, dice el Salmista (v. 3)- está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

3. Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el Salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama:  “el Señor se eleva sobre todos los pueblos”, “se eleva en su trono”, y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo debe “abajarse”, porque “su gloria está sobre el cielo” (v. 4).

La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor -dice el Salmista- “se abaja para mirar” (v. 6).

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4. Así, se pasa al último movimiento del Salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo:  “Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre” (v. 7).

Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo. Al pobre le otorga el mayor honor, el de “sentarlo con los príncipes”, sí, “con los príncipes de su pueblo” (v. 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (cf. v. 9). El Salmista, por tanto, alaba a un Dios muy diferente de nosotros por su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.

Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que “mira la humillación de su esclava”. María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (cf. Lc 1, 48. 52; Sal 112, 6-8).

5. Un “himno vespertino” muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura “cristiana” que la comunidad primitiva hacía de los salmos:  “Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios  Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén” (S. PricocoM. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).

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28 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Acción de Gracias en el Templo (Salmo 115)

28 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO ( SALMO 115)

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE MAYO DE 2005

ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO ( SALMO 115)

1. El salmo 115, con el que acabamos de orar, siempre se ha utilizado en la tradición cristiana, desde san Pablo, el cual, citando su inicio según la traducción griega de los Setenta, escribe así a los cristianos de Corinto:  “Teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito:  “Creí, por eso hablé”, también nosotros creemos, y por eso hablamos” (2 Co 4, 13).

El Apóstol se siente espiritualmente de acuerdo con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y las debilidades humanas. Escribiendo a los Romanos, san Pablo utilizará el versículo 2 del Salmo y presentará un contraste entre el Dios fiel y el hombre incoherente:  “Dios es veraz y todo hombre mentiroso” (Rm 3, 4).

La tradición cristiana ha leído, orado e interpretado el texto en diversos contextos y así se aprecia toda la riqueza y la profundidad de la palabra de Dios, que abre nuevas dimensiones y nuevas situaciones.

Al inicio se leyó sobre todo como un texto del martirio, pero luego, cuando la Iglesia alcanzó la paz, se transformó cada vez más en texto eucarístico, por la referencia al “cáliz de la salvación”.
En realidad, Cristo es el primer mártir. Dio su vida en un contexto de odio y de falsedad, pero transformó esta pasión —y así también este contexto— en la Eucaristía:  en una fiesta de acción de gracias. La Eucaristía es acción de gracias:  “Alzaré el cáliz de la salvación” .

2. El salmo 115, en el original hebreo, constituye una única composición con el salmo anterior, el 114. Ambos constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte, de los contextos de odio y mentira.

En nuestro texto aflora la memoria de un pasado angustioso:  el orante ha mantenido en alto la antorcha de la fe, incluso cuando a sus labios asomaba la amargura de la desesperación y de la infelicidad (cf. Sal 115, 10). En efecto, a su alrededor se elevaba una especie de cortina gélida de odio y engaño, porque el prójimo se manifestaba falso e infiel (cf. v. 11). Pero la súplica se transforma ahora en gratitud porque el Señor ha permanecido fiel en este contexto de infidelidad, ha sacado a su fiel del remolino oscuro de la mentira (cf. v. 12). Y así este salmo es siempre para nosotros un texto de esperanza, porque el Señor no nos abandona ni siquiera en las situaciones difíciles; por ello, debemos mantener elevada la antorcha de la fe.

Por eso, el orante se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias, durante el cual se beberá en el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada, que es signo de gratitud por la liberación (cf. v. 13) y encuentra su realización plena en el cáliz del Señor. Así pues, la liturgia es la sede privilegiada para elevar la alabanza grata al Dios salvador.

3. En efecto, no sólo se alude al rito sacrificial, sino también, de forma explícita, a la asamblea de “todo el pueblo”, en cuya presencia el orante cumple su voto y testimonia su fe (cf. v. 14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que, incluso cuando se cierne sobre él la muerte, el Señor lo acompaña con amor. Dios no es indiferente ante el drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (cf. v. 16).

El orante, salvado de la muerte, se siente “siervo” del Señor, “hijo de su esclava” (cf. v. 16), una hermosa expresión oriental para indicar a quien ha nacido en la misma casa del amo. El salmista profesa humildemente y con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.

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4. El Salmo, reflejando las palabras del orante, concluye evocando de nuevo el rito de acción de gracias que se celebrará en el marco del templo (cf. vv. 17-19). Así su oración se situará en un ámbito comunitario. Se narra su historia personal para que sirva de estímulo a creer y amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos descubrir a todo el pueblo de Dios mientras da gracias al Señor de la vida, el cual no abandona al justo en el seno oscuro del dolor y de la muerte, sino que lo guía a la esperanza y a la vida.

5. Concluyamos nuestra reflexión con las palabras de san Basilio Magno, el cual, en la Homilía sobre el salmo 115, comenta así la pregunta y la respuesta recogidas en el Salmo:  «”¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación”. El salmista ha comprendido los numerosísimos dones recibidos de Dios:  del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y dotado de razón…; luego ha conocido la economía de la salvación en favor del género humano, reconociendo que el Señor se ha entregado a sí mismo en redención en lugar de todos nosotros, y, buscando entre todas las cosas que le pertenecen, no sabe cuál don será digno del Señor. “¿Cómo pagaré al Señor?”. No con sacrificios ni con holocaustos…, sino con toda mi vida. Por eso, dice:  “Alzaré el cáliz de la salvación”, llamando cáliz al sufrimiento en la lucha espiritual, al resistir al pecado hasta la muerte. Esto, por lo demás, es lo que nos enseñó nuestro Salvador en el Evangelio:  “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”; y de nuevo a los discípulos, “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”, significando claramente la muerte que aceptaba para la salvación del mundo» (PG XXX, 109), transformando así el mundo del pecado en un mundo redimido, en un mundo de acción de gracias por la vida que nos ha dado el Señor.

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27 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, siervo de Dios (Filipenses 2, 6-11)

 27 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE JUNIO DE 2005

CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Vamos a reflexionar ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se describe el paradójico “despojarse” del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la condición humana.
Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, este, como se afirma en el contexto, debe tener “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (v. 5), sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.

2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él “se despojó”, se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la “forma” (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana:  la realidad de Cristo es divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en “Dios con nosotros”; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose “carne”, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf. Jn 1, 14).

3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf. Hb 4, 15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega fatalidad:  nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf. Flp 2, 8).

El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.

Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos:  “A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hb 5, 8).

Detengámonos aquí, en nuestra reflexión sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.

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4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V:  “La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2, 6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf.Hb 1, 3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades” (Discursos sobre la divina Providencia, 10:  Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de lacarta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. “El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria” (ib., pp. 251-252).

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26 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Grandes son las obras del Señor (Salmo 110)

26 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: GRANDES SON LAS OBRAS DEL SEÑOR (SALMO 110)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE JUNIO DE 2005

GRANDES SON LAS OBRAS DEL SEÑOR (SALMO 110)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Hoy sentimos un viento fuerte. El viento en la sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del salmo 110, que acabamos de escuchar. Este salmo encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación:  se habla de “misericordia”, “clemencia”, “justicia”, “fuerza”, “verdad”, “rectitud”, “fidelidad”, “alianza”, “obras”, “maravillas”, incluso de “alimento” que él da y, al final, de su “nombre” glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

2. El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva del corazón del orante, pero también de toda la asamblea litúrgica (cf. v. 1). El objeto de esta oración, que incluye también el rito de la acción de gracias, se expresa con la palabra “obras” (cf. vv. 2. 3. 6. 7). Esas obras son las intervenciones salvíficas del Señor, manifestación de su “justicia” (cf. v. 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el núcleo del Salmo se transforma en un himno a la alianza (cf. vv. 4-9), al vínculo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y gestos. Así, se habla de “misericordia y clemencia” (cf. v. 4), a la luz de la gran proclamación del Sinaí:  “El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34, 6).

La “clemencia” es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la “misericordia” en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las “vísceras” maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre (cf.Is 49, 15).

3. Este vínculo de amor incluye el don fundamental del alimento y, por tanto, de la vida (cf. Sal 110, 5), que, en la relectura cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo:  “Como alimento dio el pan bajado del cielo; si somos dignos de él, alimentémonos” (Breviarium in Psalmos, 110:  PL XXVI, 1238-1239).

Luego viene el don de la tierra, “la heredad de los gentiles” (Sal 110, 6), que alude al grandioso episodio del Éxodo, cuando el Señor se reveló como el Dios de la liberación. Por tanto, la síntesis del cuerpo central de este canto se ha de buscar en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como declara de modo lapidario el versículo 9:  “Ratificó para siempre su alianza”.

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4. El salmo 110 concluye con la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su “nombre” santo y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial (cf. Pr 1, 7; 9, 10; 15, 33), el salmista invita a todos los fieles a cultivar el “temor del Señor” (Sal 110, 10), principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza:  del mismo modo que la justicia salvífica del Señor “dura por siempre” (v. 3), así la gratitud del orante no tiene pausa:  “La alabanza del Señor dura por siempre” (v. 10).

Para resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.

5. Para concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial  de  los  primeros siglos cristianos el versículo  final  con  su célebre declaración, reiterada en otros lugares de la  Biblia (cf. Pr 1, 7):  “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 110, 10).

El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera mitad del siglo VI, lo comenta así:  “¿Qué es principio de la sabiduría sino abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y totalmente inútil?” (Epistolario, 234:  Collana di testi patristici, XCIII, Roma 1991, pp. 265-266).

Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar que “hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado “principio de la sabiduría”; este, por contener en sí la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del amor” (Conferencias a los monjes, 2, 11, 13:  Collana di testi patristici, CLVI, Roma 2000, p. 29). Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo.

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25 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Señor, Esperanza del Pueblo (Salmo 122)

25 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO (SALMO 122)

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE JUNIO DE 2005

EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO (SALMO 122)

Queridos hermanos y hermanas:

Por desgracia, habéis sufrido bajo la lluvia. Ahora esperamos que el tiempo mejore.

1. Jesús, en el evangelio, afirma con gran fuerza que el ojo es un símbolo que refleja el yo profundo, es un espejo del alma (cf. Mt6, 22-23). Pues bien, el salmo 122, que se acaba de proclamar, incluye un entramado de miradas:  el fiel eleva sus ojos hacia el Señor y espera una reacción divina, para captar un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos nuestra mirada y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.

A menudo en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, el cual “observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios” (Sal 13, 2). El salmista, como hemos escuchado, utiliza la imagen del esclavo y de la esclava, que están pendientes de su señor a la espera de una decisión liberadora.

Aunque la escena corresponde a la situación del mundo antiguo y a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa:  esa imagen, tomada del mundo del Oriente antiguo, quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo con respecto al Señor.

2. El orante espera que las manos divinas se muevan, porque actúan según la justicia, destruyendo el mal. Por eso, en el Salterio el orante a menudo eleva los ojos hacia el Señor poniendo en él su esperanza:  “Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red” (Sal 24, 15), mientras “se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios” (Sal 68, 4).

El salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad. En efecto, el Salmo pasa de la primera persona singular —”A ti levanto mis ojos”— a la plural “nuestros ojos” y “Dios mío, ten misericordia de nosotros” (cf. vv. 1-3). Se expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para derramar dones de justicia y libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números:  “Ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 25-26).

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3. La segunda parte del Salmo, caracterizada por la invocación:  “Misericordia, Dios mío, misericordia” (Sal 122, 3), muestra cuán importante es la mirada amorosa de Dios. Está en continuidad con el final de la primera parte, donde se reafirma la confianza “en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia” (v. 2).

Los fieles necesitan una intervención de Dios, porque se encuentran en una situación lamentable de desprecio y burlas por parte de gente prepotente. El salmista utiliza aquí la imagen de la saciedad:  “Estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos” (vv. 3-4).

A la tradicional saciedad bíblica de alimento y de años, considerada un signo de la bendición divina, se opone una intolerable saciedad, constituida por una cantidad exorbitante de humillaciones. Y nos consta que hoy también numerosas naciones, numerosas personas realmente están saciadas de burlas, demasiado saciadas del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.
Pidamos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.

Por eso, los justos han puesto su causa en manos del Señor y él no permanece indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación, y la nuestra, ni defrauda su esperanza.

4. Al final, demos la palabra a san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, el cual, con el espíritu del salmista, pondera poéticamente la obra que Dios realiza a favor nuestro en Jesús, nuestro Salvador:  “Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si tienes  sed, es  fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento, es comida” (La virginidad, 99: SAEMO, XIV, 2, Milán-Roma 1989, p. 81).

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24 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios Salvador (Efesios 1, 3.14)

24 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS SALVADOR (EFESIOS 1, 3.14)

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE JULIO DE 2005

DIOS SALVADOR (EFESIOS 1, 3. 14)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Hoy no hemos escuchado un salmo, sino un himno tomado de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las cuatro semanas. Este himno es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su desarrollo delinea las diversas etapas del plan de salvación que se realiza a través de la obra de Cristo.

En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado habitualmente a los verbos de revelación (“revelar”, “conocer”, “manifestar”). En efecto, este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la eternidad (cf. v. 9), y que decidió  actuar y revelar “en la plenitud de los tiempos” (cf. v. 10) en Jesucristo, su Hijo.
En el himno las etapas de ese plan se señalan mediante las acciones salvíficas de Dios por Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después nos predestina a ser sus hijos (cf. vv. 5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados (cf. vv. 7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf. vv. 9-10); y, por último, nos da la herencia eterna (cf. vv. 11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).

2. Así pues, son muchos los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo del himno. Implican a las tres Personas de la santísima Trinidad:  se parte del Padre, que es el iniciador y el artífice supremo del plan de salvación; se fija la mirada en el Hijo, que realiza el designio dentro de la historia; y se llega al Espíritu Santo, que imprime su “sello” a toda la obra de salvación. Nosotros, ahora, nos detenemos brevemente en las dos primeras etapas, las de la santidad y la filiación (cf. vv. 4-6).

El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, “antes de crear el mundo” (v. 4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Me conmueve meditar esta verdad:  desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra “santidad”, una gran palabra. Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad. Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la “caridad” de Dios, configurarnos con Dios, que es “caridad”. “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16):  esta es la consoladora verdad que nos ayuda a comprender que “santidad” no es una realidad alejada de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman, con Dios entramos en el misterio de la “santidad”. El ágape se transforma así en nuestra realidad diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.

3. En esta línea, se pasa a la otra etapa, que también se contempla en el plan divino desde la eternidad:  nuestra “predestinación” a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos.

San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4, 5; Rm 8, 15. 23), exalta esta sublime condición de  hijos  que  implica y resulta de la fraternidad con Cristo, el Hijo por excelencia, “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29), y la intimidad con el Padre celestial, al que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir “padre querido” con un sentido de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de espontaneidad y amor. Por consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho posible por el “beneplácito de la voluntad” divina y por la “gracia”, luminosa expresión del amor que salva.

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4. Ahora, para concluir, citamos al gran obispo de Milán, san Ambrosio, que en una de sus cartas comenta las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios, reflexionando precisamente sobre el rico contenido de nuestro himno cristológico. Subraya, ante todo, la gracia sobreabundante con la que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo Jesús. “Por eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre todo porque desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios, por Jesucristo” (Lettera XVI ad Ireneo, 4:  SAEMO, XIX, Milán-Roma 1988, p. 161).

El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando:  “¿Quién es rico, sino el único Dios, creador de todas las cosas?”. Y concluye:  “Pero es mucho más rico en misericordia, puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha transformado a nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y sujetos al castigo, para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad” (n. 7:  ib., p. 163).

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23 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Nuestro auxilio es el nombre del Señor (Salmo 123)

23 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 123)

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE JUNIO DE 2005

NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 123)

1. El salmo 123, que acabamos de proclamar, es un canto de acción de gracias entonado por toda la comunidad orante, que eleva a Dios la alabanza por el don de la liberación. El salmista proclama al inicio esta invitación:  “Que lo diga Israel” (v. 1), estimulando así a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, ellas, con sus escasas fuerzas, habrían sido impotentes para liberarse y los enemigos, como monstruos, las habrían desgarrado y triturado.

Aunque se ha pensado en algún acontecimiento histórico particular, como el fin del exilio babilónico, es más probable que el salmo sea un himno compuesto para dar gracias a Dios por los peligros evitados y para implorar de él la liberación de todo mal. En este sentido es un salmo muy actual.

2. Después de la alusión inicial a ciertos “hombres” que asaltaban a los fieles y eran capaces de “tragarlos vivos” (cf. vv. 2-3), dos son los momentos del canto. En la primera parte dominan las aguas que arrollan, para la Biblia símbolo del caos devastador, del mal y de la muerte:  “Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes” (vv. 4-5). El orante experimenta ahora la sensación de encontrarse en una playa, salvado milagrosamente de la furia impetuosa del mar.

La vida del hombre está plagada de asechanzas de los malvados, que no sólo atentan contra su existencia, sino que también quieren destruir todos los valores humanos. Vemos cómo estos peligros existen también ahora. Pero ―podemos estar seguros también hoy― el Señor se presenta para proteger al justo, y lo salva, como se canta en el salmo 17:  “Él extiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo. (…) El Señor fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba” (vv. 17-20). Realmente, el Señor nos ama; esta es nuestra certeza, el motivo de nuestra gran confianza.

3. En la segunda parte de nuestro canto de acción de gracias se pasa de la imagen marina a una escena de caza, típica de muchos salmos de súplica (cf. Sal 123, 6-8). En efecto, se evoca un fiera que aprieta entre sus fauces una presa, o la trampa del cazador, que captura un pájaro. Pero la bendición expresada por el Salmo nos permite comprender que el destino de los fieles, que era un destino de muerte, ha cambiado radicalmente gracias a una intervención salvífica:  “Bendito sea el Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes; hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador:  la trampa se rompió y escapamos” (vv. 6-7).

La oración se transforma aquí en un suspiro de alivio que brota de lo profundo del alma:  aunque se desvanezcan todas las esperanzas humanas, puede aparecer la fuerza liberadora divina. Por tanto, el Salmo puede concluir con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en la liturgia cristiana como premisa ideal de todas nuestras oraciones:  “Adiutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit caelum et terram“, “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (v. 8). En particular, el Todopoderoso está de parte de las víctimas y de los perseguidos, “que claman a él día y noche”, y “les hará justicia pronto” (cf. Lc 18, 7-8).

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4. San Agustín hace un comentario articulado de este salmo. En un primer momento, observa que cantan adecuadamente este salmo los “miembros de Cristo que han conseguido la felicidad”. Así pues, en particular, “lo han cantado los santos mártires, los cuales, habiendo salido de este mundo, están con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos los mismos cuerpos que antes eran corruptibles. En vida sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad estos tormentos se transformarán en adornos de justicia”. Y San Agustín habla de los mártires de todos los siglos, también del nuestro.

Sin embargo, en un segundo momento, el Obispo de Hipona nos dice que también nosotros, no sólo los bienaventurados en el cielo, podemos cantar este salmo con esperanza. Afirma:  “También a nosotros nos sostiene una segura esperanza, y cantaremos con júbilo. En efecto, para nosotros no son extraños los cantores de este salmo… Por tanto, cantemos todos con un mismo espíritu:  tanto los santos que ya poseen la corona, como nosotros, que con el afecto nos unimos en la esperanza a su corona. Juntos deseamos aquella vida que aquí en la tierra no tenemos, pero que no podremos tener jamás si antes no la hemos deseado”.

San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica:  “Reflexionan los santos en los sufrimientos que han pasado, y desde el lugar de bienaventuranza y de tranquilidad donde ahora se hallan miran el camino recorrido para llegar allá; y, como habría sido difícil conseguir la liberación si no hubiera intervenido la mano del Liberador para socorrerlos, llenos de alegría exclaman:  “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte”. Así inicia su canto. Era tan grande su júbilo, que ni siquiera han dicho de qué habían sido librados” (Esposizione sul Salmo 123, 3:  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 65).

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22 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Señor vela por su pueblo (Salmo 124)

22 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE AGOSTO DE 2005

EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. En nuestro encuentro, que tiene lugar después de mis vacaciones, pasadas en el Valle de Aosta, reanudamos el itinerario que estamos recorriendo dentro de la liturgia de las Vísperas. Ahora la atención se centra en el salmo 124, que forma parte de la intensa y sugestiva  colección llamada “Canción de las subidas”,  libro ideal de oraciones para la peregrinación  a  Sión con vistas al encuentro  con el Señor en el templo (cf. Sal 119-133).

Ahora meditaremos brevemente sobre un texto sapiencial, que suscita la confianza en el Señor y contiene una breve oración (cf.Sal 124, 4). La primera frase proclama la estabilidad de “los que confían en el Señor”, comparándola con la estabilidad “rocosa” y segura del “monte Sión”,  la cual, evidentemente, se debe a la presencia de Dios, que es “roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de salvación” (cf. Sal 17, 3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe debe ser serena, porque el Señor está siempre con nosotros. Su fuerza nos rodea y nos protege.

También el profeta Isaías testimonia que escuchó de labios de Dios estas palabras destinadas a los fieles:  “He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental:  quien tuviere fe en ella, no vacilará” (Is 28, 16).

2. Sin embargo, continúa el salmista, la confianza del fiel tiene un apoyo ulterior:  el Señor ha acampado para defender a su pueblo, precisamente como las montañas rodean a Jerusalén, haciendo de ella una ciudad fortificada con bastiones naturales (cf.Sal 124, 2). En una profecía de Zacarías, Dios dice de Jerusalén:  “Yo seré para ella muralla de fuego en torno, y dentro de ella seré gloria” (Za 2, 9).

En este clima de confianza radical, que es el clima de la fe, el salmista tranquiliza “a los justos”, es decir, a los creyentes. Su situación puede ser preocupante a causa de la prepotencia de los malvados, que quieren imponer su dominio. Los justos tendrían incluso la tentación de transformarse en cómplices del mal para evitar graves inconvenientes, pero el Señor los protege de la opresión:  “No pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos” (Sal 124, 3); al mismo tiempo, los libra de la tentación de que “extiendan su mano a la maldad” (Sal 124, 3).

Así pues, el Salmo infunde en el alma una profunda confianza. Es una gran ayuda para afrontar las situaciones difíciles, cuando a la crisis externa del aislamiento, de la ironía y del desprecio en relación con los creyentes se añade la crisis interna del desaliento, de la mediocridad y del cansancio. Conocemos esta situación, pero el Salmo nos dice que si tenemos confianza somos más fuertes que esos males.

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3. El final del Salmo contiene una invocación dirigida al Señor en favor de los “buenos” y de los “sinceros de corazón” (v. 4), y un anuncio de desventura para “los que se desvían por sendas tortuosas” (v. 5). Por un lado, el salmista pide al Señor que se manifieste como padre amoroso con los justos y los fieles que mantienen encendida la llama de la rectitud de vida y de la buena conciencia. Por otro, espera que se revele como juez justo ante quienes se han desviado por las sendas tortuosas del mal, cuyo desenlace es la muerte.

El Salmo termina con el tradicional saludo shalom, “paz a Israel”, un saludo que tiene asonancia con Jerushalajim, Jerusalén (cf. v. 2),  la ciudad símbolo de paz y de santidad. Es un saludo que se transforma en deseo de esperanza. Podemos  explicitarlo con las palabras de san Pablo:  “Para todos los que se sometan a esta regla, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios” (Ga6, 16).
4. En su comentario a este salmo, san Agustín contrapone “los que se desvían por sendas tortuosas” a “los que son sinceros de corazón y no se alejan de Dios”. Dado que los primeros correrán la “suerte de los malvados”, ¿cuál será la suerte de los “sinceros de corazón”? Con la esperanza de compartir él mismo, junto con sus oyentes, el destino feliz de estos últimos, el Obispo de Hipona se pregunta:  “¿Qué poseeremos? ¿Cuál será nuestra herencia? ¿Cuál será nuestra patria? ¿Cómo se llama?”. Y él mismo responde, indicando su nombre -hago mías estas palabras-:  “Paz. Con el deseo de paz os saludamos; la paz os anunciamos; los montes reciben la paz, mientras sobre los collados se propaga la justicia (cf. Sal 71, 3). Ahora nuestra paz es Cristo:  “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14)” (Esposizioni sui Salmi, IV, Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 105).

San Agustín concluye con una exhortación que es, al mismo tiempo, también un deseo:  “Seamos el Israel de Dios; abracemos con fuerza la paz, porque Jerusalén significa visión de paz, y nosotros somos Israel:  el Israel sobre el cual reina la paz” (ib., p. 107), la paz de Cristo.

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21 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Confiar en Dios como un niño en brazos de su madre (Salmo 130)

21 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CONFIAR EN DIOS COMO UN NIÑO EN BRAZOS DE SUS MADRE (SALMO 130)

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE AGOSTO DE 2005

CONFIAR EN DIOS COMO UN NIÑO EN BRAZOS DE SUS MADRE (SALMO 130)

1. Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa:  la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su “caminito”, a su “permanecer pequeña” para “estar entre los brazos de Jesús” (cf. Manoscritto “C”, 2r°-3v°:  Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 235-236).

En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas:  “Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11, 1. 4).

2. El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y “las grandezas y los prodigios” (cf. Sal 130, 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican “altanería” y “exaltación”, la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él.

La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf. Gn 3, 5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.

3. Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un “niño destetado” (Sal 130, 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf. Gn 21, 8; 1 S 1, 20-23; 2 M 7, 27).

El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera “infancia” del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.

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4. En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad:  “Espere Israel en el Señor ahora y por siempre” (Sal 130, 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, “ahora y por siempre”.

Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios:  “Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios” (Sal 21, 11). “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 26, 10). “Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías” (Sal 70, 5-6).

5. Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que “destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza”. Y prosigue:  “Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia:  “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”. (…) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude  a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido:  “Que el pie del orgullo no me alcance” (Sal 35, 12)” (Le istituzioni cenobitiche, XII, 6, Abadía de Praglia, Bresseo di Teolo, Padua 1989, p. 289).

De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco delSalmo 130:  “No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo” (I Padri del deserto. Detti, Roma 1980, p. 287).

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20 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios, alegría y esperanza nuestra (Salmo 125)

20 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (SALMO 125)

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE AGOSTO DE 2005

DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (SALMO 125)

1. Al escuchar las palabras del salmo 125 se tiene la impresión de contemplar con los propios ojos el acontecimiento cantado en la segunda parte del libro de Isaías:  el “nuevo éxodo”. Es el regreso de Israel del exilio babilónico a la tierra de los padres, tras el edicto del rey persa Ciro en el año 558 a.C. Entonces se repitió la experiencia gozosa del primer éxodo, cuando el pueblo hebreo fue liberado de la esclavitud egipcia.

Este salmo cobraba un significado particular cuando se cantaba en los días en que Israel se sentía amenazado y atemorizado, porque debía afrontar de nuevo una prueba. En efecto, el Salmo comprende una oración por el regreso de los prisioneros del momento (cf. v. 4). Así, se transforma en una oración del pueblo de Dios en su itinerario histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en Dios salvador y liberador, defensor de los débiles y los oprimidos.
2. El Salmo introduce en un clima de júbilo:  se sonríe, se festeja la libertad obtenida, afloran a los labios cantos de alegría (cf. vv. 1-2).

La reacción ante la libertad recuperada es doble. Por un lado, las naciones paganas reconocen la grandeza del Dios de Israel:  “El Señor ha estado grande con ellos” (v. 2). La salvación del pueblo elegido se convierte en una prueba nítida de la existencia eficaz y poderosa de Dios, presente y activo en la historia. Por otro lado, es el pueblo de Dios el que profesa su fe en el Señor que salva:  “El Señor ha estado grande con nosotros” (v. 3).

3. El pensamiento va después al pasado, revivido con un estremecimiento de miedo y amargura. Centremos nuestra atención en la imagen agrícola que usa el salmista:  “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares” (v. 5). Bajo el peso del trabajo, a veces el rostro se cubre de lágrimas:  se está realizando una siembra fatigosa, que tal vez resulte inútil e infructuosa. Pero, cuando llega la cosecha abundante y gozosa, se descubre que el dolor ha sido fecundo.
En este versículo del Salmo se condensa la gran lección sobre el misterio de fecundidad y de vida que puede encerrar el sufrimiento. Precisamente como dijo Jesús en vísperas de su pasión y muerte:  “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).

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4. El horizonte del Salmo se abre así a la cosecha festiva, símbolo de la alegría engendrada por la libertad, la paz y la prosperidad, que son fruto de la bendición divina. Así pues, esta oración es un canto de esperanza, al que se puede recurrir cuando se está inmerso en el tiempo de la prueba, del miedo, de la amenaza externa y de la opresión interior.

Pero puede convertirse también en una exhortación más general a vivir la vida y hacer las opciones en un clima de fidelidad. La perseverancia en el bien, aunque encuentre incomprensiones y obstáculos, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad y de paz.

Es lo que san Pablo recordaba a los Gálatas:  “El que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos” (Ga 6, 8-9).

5. Concluyamos con una reflexión de san Beda el Venerable (672-735) sobre el salmo 125 comentando las palabras con que Jesús anunció a sus discípulos la tristeza que les esperaba y, al mismo tiempo, la alegría que brotaría de su aflicción (cf. Jn 16, 20).

Beda recuerda que “lloraban y se lamentaban los que amaban a Cristo cuando vieron que los enemigos lo prendieron, lo ataron, lo llevaron a juicio, lo condenaron, lo flagelaron, se burlaron de él y, por último, lo crucificaron, lo hirieron con la lanza y lo sepultaron. Al contrario, los que amaban el mundo se alegraban (…) cuando condenaron a una muerte infamante a aquel que les molestaba sólo al verlo. Los discípulos se entristecieron por la muerte del Señor, pero, conocida su resurrección, su tristeza se convirtió en alegría; visto después el prodigio de la Ascensión, con mayor alegría todavía alababan y bendecían al Señor, como testimonia el evangelista san Lucas (cf. Lc 24, 53). Pero estas palabras del Señor se pueden aplicar a todos los fieles que, a través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías eternas, y que con razón ahora lloran y están tristes, porque no pueden ver aún a aquel que aman, y porque, mientras estén en el cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar al premio a través de las fatigas y las luchas. Su tristeza se convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la recompensa de la vida eterna, según lo que dice el Salmo:  “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares”” (Omelie sul Vangelo, 2, 13:  Collana di Testi Patristici, XC, Roma 1990, pp. 379-380).

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19 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Jornada Mundial de la Juventud Colonia 2005

19 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD COLONIA 2005

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE AGOSTO DE 2005

 JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD COLONIA 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Como solía hacer el amado Juan Pablo II después de cada peregrinación apostólica, también yo hoy, junto con vosotros, quisiera repasar los días transcurridos en Colonia con ocasión de la Jornada mundial de la juventud. La Providencia divina quiso que mi primer viaje pastoral fuera de Italia tuviera como meta precisamente mi país de origen, y se realizara con ocasión del gran encuentro de los jóvenes del mundo, a veinte años de la institución de la Jornada mundial de la juventud, querida con intuición profética por mi inolvidable predecesor.

Después de mi regreso, doy gracias a Dios desde lo más hondo de mi corazón por el don de esta peregrinación, de la que conservaré un grato recuerdo. Todos hemos sentido que era un don de Dios. Ciertamente, muchos colaboraron, pero al final la gracia de ese encuentro fue un don de lo alto, del Señor. Al mismo tiempo, expreso mi gratitud a todos los que, con empeño y amor, prepararon y organizaron ese encuentro en todas sus fases:  en primer lugar, al arzobispo de Colonia, cardenal Joachim Meisner, al cardenal Karl Lehmann, presidente de la Conferencia episcopal, y a los obispos de Alemania, con los que me reuní precisamente al final de mi visita. Asimismo, quisiera dar las gracias nuevamente a las autoridades, a las organizaciones y a los voluntarios, que dieron su contribución. También expreso mi agradecimiento a las personas y a las comunidades que, en todas las partes del mundo, lo sostuvieron con su oración, y a los enfermos, que ofrecieron sus sufrimientos por el éxito espiritual de esta importante cita.

El abrazo ideal con los jóvenes participantes en la Jornada mundial de la juventud comenzó desde mi llegada al aeropuerto de Colonia/Bonn, y fue haciéndose cada vez más emotivo a medida que navegaba por el Rhin, desde el muelle de Rodenkirchenerbrücke hasta Colonia, escoltados por otras cinco embarcaciones, que representaban los cinco continentes. También fue sugestiva la etapa frente al andén de Poller Rheinwiesen, donde ya me esperaban miles y miles de jóvenes, con los que celebré mi primer encuentro oficial, llamado con acierto “fiesta de acogida”, y que tenía como lema las palabras de los Magos:  “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?” (Mt 2, 2).
Precisamente los Magos fueron los “guías” de aquellos jóvenes peregrinos hacia Cristo, adoradores del misterio de su presencia en la Eucaristía. Es muy significativo que todo esto haya sucedido mientras nos acercamos a la conclusión del Año de la Eucaristía querido por Juan Pablo II. El tema del Encuentro -“Hemos venido a adorarlo”- invitó a todos a seguir idealmente a los Magos, y a realizar con ellos un viaje interior de conversión hacia el Emmanuel, el Dios con nosotros, para conocerlo, encontrarlo, adorarlo y, después de haberlo encontrado y adorado, volver a partir llevando en el corazón, en  nuestro  interior, su luz y su alegría.

En Colonia los jóvenes tuvieron muchas ocasiones para profundizar en estas importantes temáticas espirituales, y se sintieron impulsados por el Espíritu Santo a ser testigos entusiastas y coherentes de Cristo, que en la Eucaristía prometió estar realmente presente entre nosotros hasta el fin del mundo. Recuerdo los diversos momentos que tuve la alegría de compartir con ellos, especialmente la vigilia del sábado por la tarde y la celebración conclusiva del domingo. A esas sugestivas manifestaciones de fe se unieron otros millones de jóvenes en todos los rincones de la tierra gracias a las providenciales conexiones de radio y televisión.

Pero ahora quisiera recordar un encuentro singular, el que celebré con los seminaristas, jóvenes llamados a un seguimiento personal más radical de Cristo, Maestro y Pastor. Quise que hubiera un momento específico dedicado a ellos, entre otras cosas, para poner de relieve la dimensión vocacional típica de las Jornadas mundiales de la juventud. Muchas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada han surgido, a lo largo de estos veinte años, precisamente durante las Jornadas mundiales de la juventud, ocasiones privilegiadas en las que el Espíritu Santo hace oír con fuerza su llamada.

En el marco, lleno de esperanza, de las jornadas de Colonia se sitúa muy bien el encuentro ecuménico con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. El papel de Alemania en el diálogo ecuménico es importante, tanto por la triste historia de las divisiones como por la función significativa que ha desempeñado en el camino de reconciliación. Espero que el diálogo, como intercambio recíproco de dones, y no sólo de palabras, contribuya también a hacer que crezca y madure la “sinfonía” ordenada y armoniosa, que es la unidad católica.

Desde esta perspectiva, las Jornadas mundiales de la juventud constituyen un valioso “laboratorio” ecuménico. Y ¡cómo no revivir con emoción la visita a la sinagoga de Colonia, sede de la comunidad judía más antigua de Alemania! Con los hermanos judíos recordé la Shoah, así como el 60° aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis. Además, este año se conmemora el 40° aniversario de la declaración conciliar Nostra aetate, que inauguró una nueva etapa de diálogo y solidaridad espiritual entre judíos y cristianos, así como de estima por las otras grandes tradiciones religiosas. Entre estas ocupa un lugar particular el islam, cuyos seguidores adoran al único Dios y veneran al patriarca Abraham. Por esta razón, quise encontrarme con los representantes de algunas comunidades musulmanas, a los que manifesté las esperanzas y las preocupaciones del difícil momento histórico que estamos viviendo, deseando que se extirpen el fanatismo y la violencia, y que colaboremos juntos para defender siempre la dignidad de la persona humana y tutelar sus derechos fundamentales.

Queridos hermanos y hermanas, desde el corazón de la “vieja” Europa, que en el siglo pasado, por desgracia, sufrió horrendos conflictos y regímenes inhumanos, los jóvenes volvieron a lanzar a la humanidad de nuestro tiempo el mensaje de la esperanza que no defrauda, porque se funda en la palabra de Dios hecho carne en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

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JMJ Colonia 2005

En Colonia los jóvenes encontraron y adoraron al Emmanuel, el Dios con nosotros, en el misterio de la Eucaristía, y comprendieron mejor que la Iglesia es la gran familia mediante la cual Dios forma un espacio de comunión y de unidad entre todos los continentes, las culturas y las razas, una familia más vasta que el mundo, que no conoce límites ni confines, por decirlo así, una “gran comitiva de peregrinos” que caminan con Cristo, guiados por él, estrella resplandeciente que ilumina la historia. Jesús se convierte en nuestro compañero de viaje en la Eucaristía, y -como dije en la homilía de la celebración conclusiva, con una imagen de la física muy conocida- en la Eucaristía lleva la “fisión nuclear” al corazón más recóndito del ser. Sólo esta íntima explosión del bien que vence el mal puede impulsar las demás transformaciones necesarias para cambiar el mundo.

Jesús, el rostro de Dios misericordioso con todo hombre, sigue iluminando nuestro camino como la estrella que guió a los Magos, y nos colma de su alegría. Por tanto, oremos para que desde Colonia los jóvenes lleven consigo, dentro de sí, la luz de Cristo, que es verdad y amor, y la difundan por doquier. Espero que, gracias a la fuerza del Espíritu Santo y a la ayuda materna de la Virgen María, asistamos a una gran primavera de esperanza en Alemania, en Europa y en el mundo entero.

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18 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El esfuerzo humano es inútil sin Dios (Salmo 126)

18 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 31 DE AGOSTO DE 2005

EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS (SALMO 126)

1. El salmo 126, que se acaba de proclamar, nos presenta un espectáculo en movimiento: una casa en construcción, la ciudad con sus centinelas, la vida de las familias, las vigilias nocturnas, el trabajo diario, los pequeños y grandes secretos de la existencia. Pero sobre todo ello se eleva una presencia decisiva, la del Señor que se cierne sobre las obras del hombre, como sugiere el inicio incisivo del Salmo: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (v. 1).

Ciertamente, una sociedad sólida nace del compromiso de todos sus miembros, pero necesita la bendición y la ayuda de Dios, que por desgracia a menudo se ve excluido o ignorado. El libro de los Proverbios subraya el primado de la acción divina para el bienestar de una comunidad y lo hace de modo radical, afirmando que “la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade el trabajo a que obliga” (Pr 10, 22).

2. Este salmo sapiencial, fruto de la meditación sobre la realidad de la vida de todo hombre, está construido fundamentalmente sobre un contraste: sin el Señor, en vano se intenta construir una casa estable, edificar una ciudad segura, hacer que el propio esfuerzo dé fruto (cf. Sal 126, 1-2). En cambio, con el Señor se tiene prosperidad y fecundidad, una familia con muchos hijos y serena, una ciudad bien fortificada y defendida, libre de peligros e inseguridades (cf. vv. 3-5).

El texto comienza aludiendo al Señor representado como constructor de la casa y centinela que vela por la ciudad (cf. Sal 120, 1-8). El hombre sale por la mañana a trabajar para sustentar a su familia y contribuir al desarrollo de la sociedad. Es un trabajo que ocupa sus energías, provocando el sudor de su frente (cf. Gn 3, 19) a lo largo de toda la jornada (cf. Sal 126, 2).

3. Pues bien, el salmista, aun reconociendo la importancia del trabajo, no duda en afirmar que todo ese trabajo es inútil si Dios no está al lado del que lo realiza. Y, por el contrario, afirma que Dios premia incluso el sueño de sus amigos. Así el salmista quiere exaltar el primado de la gracia divina, que da consistencia y valor a la actividad humana, aunque esté marcada por el límite y la caducidad. En el abandono sereno y fiel de nuestra libertad al Señor, también nuestras obras se vuelven sólidas, capaces de un fruto permanente. Así nuestro “sueño” se transforma en un descanso bendecido por Dios, destinado a sellar una actividad que tiene sentido y consistencia.

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4. En este punto, el salmo nos presenta otra escena. El Señor ofrece el don de los hijos, considerados como una bendición y una gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación orientada hacia nuevas etapas (cf. v. 3). El salmista destaca, en particular, a “los hijos de la juventud”: el padre que ha tenido hijos en su juventud no sólo los verá en todo su vigor, sino que además ellos serán su apoyo en la vejez. Así podrá afrontar con seguridad el futuro, como un guerrero armado con las “saetas” afiladas y victoriosas que son los hijos (cf. vv. 4-5).

Esta imagen, tomada de la cultura del tiempo, tiene como finalidad celebrar la seguridad, la estabilidad, la fuerza de una familia numerosa, como se repetirá en el salmo sucesivo -el 127-, en el que se presenta el retrato de una familia feliz.

El cuadro final describe a un padre rodeado por sus hijos, que es recibido con respeto a las puertas de la ciudad, sede de la vida pública. Así pues, la generación es un don que aporta vida y bienestar a la sociedad. Somos conscientes de ello en nuestros días al ver naciones a las que el descenso demográfico priva de lozanía, de energías, del futuro encarnado por los hijos. Sin embargo, sobre todo ello se eleva la presencia de Dios que bendice, fuente de vida y de esperanza.

5. Los autores espirituales han usado a menudo el salmo 126 precisamente con el fin de exaltar esa presencia divina, decisiva para avanzar por el camino del bien y del reino de Dios. Así, el monje Isaías (que murió en Gaza en el año 491), en su Asceticon (Logos4, 118), recordando el ejemplo de los antiguos patriarcas y profetas, enseña: “Se situaron bajo la protección de Dios, implorando su ayuda, sin poner su confianza en los esfuerzos que realizaban. Y la protección de Dios fue para ellos una ciudad fortificada, porque sabían que nada podían sin la ayuda de Dios, y su humildad les impulsaba a decir, con el salmista: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”” (Recueil ascétique, Abbaye de Bellefontaine 1976, pp. 74-75).

Eso vale también para hoy: sólo la comunión con el Señor puede custodiar nuestras casas y nuestras ciudades.

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17 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos (Colosenses 1, 12-20)

17 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE SEPTIEMBRE DE 2005

CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS (COLOSENSES 1. 12-20)

1. En catequesis anteriores hemos contemplado el grandioso cuadro de Cristo, Señor del universo y de la historia, que domina el himno recogido al inicio de la carta de san Pablo a los Colosenses. En efecto, este cántico marca las cuatro semanas en que se articula la liturgia de las Vísperas.
El núcleo del himno está constituido por los versículos 15-20, donde entra en escena de modo directo y solemne Cristo, definido “imagen de Dios invisible” (v. 15). San Pablo emplea con frecuencia el término griego ekån,
icono. En sus cartas lo usa nueve veces, aplicándolo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (cf. 2 Co 4, 4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (cf. 1 Co 11, 7). Sin embargo, el hombre, con el pecado, “cambió la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible” (Rm 1, 23), prefiriendo adorar a los ídolos y haciéndose semejante a ellos.

Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios (cf. 2 Co 3, 18), pues Dios “nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1, 13). Este es el primer imperativo de nuestro himno:  modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.

2. Luego, se proclama a Cristo “primogénito (engendrado antes) de toda criatura” (v. 15). Cristo precede a toda la creación (cf. v. 17), al haber sido engendrado desde la eternidad:  por eso “por él y para él fueron creadas todas las cosas” (v. 16). También en la antigua tradición judía se afirmaba que “todo el mundo ha sido creado con vistas al Mesías” (Sanhedrin 98 b).

Para el apóstol san Pablo, Cristo es el principio de cohesión (“todo se mantiene en él”), el mediador (“por él”) y el destino final hacia el que converge toda la creación. Él es el “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29), es decir, el Hijo por excelencia en la gran familia de los hijos de Dios, en la que nos inserta el bautismo.

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3. En este punto, la mirada pasa del mundo de la creación al de la historia:  Cristo es “la cabeza del cuerpo:  de la Iglesia” (Col 1, 18) y lo es ya por su Encarnación. En efecto, entró en la comunidad humana para regirla y componerla en un “cuerpo”, es decir, en una unidad armoniosa y fecunda. La consistencia y el crecimiento de la humanidad tienen en Cristo su raíz, su perno vital y su “principio”.
Precisamente con este primado Cristo puede llegar a ser el principio de la resurrección de todos, el “primogénito de entre los muertos”, porque “todos revivirán en Cristo. (…) Cristo como primicia; luego, en su venida, los de Cristo” (1 Co 15, 22-23).

4. El himno se encamina a su conclusión  celebrando  la  “plenitud”, en griego pleroma, que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es la plenitud  de  la divinidad, que se irradia tanto sobre el universo como sobre la humanidad, trasformándose en fuente de paz, de unidad y de armonía perfecta (cf. Col 1, 19-20).

Esta “reconciliación” y “pacificación” se realiza por “la sangre de la cruz”, que nos ha justificado y santificado. Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo trajo la paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y plenitud salvífica extendida a toda la realidad creada.
Por eso, el himno concluye con un luminoso horizonte de reconciliación, unidad, armonía y paz, sobre el que se yergue solemne la figura de su artífice, Cristo, “Hijo amado” del Padre.

5. Sobre este denso texto han reflexionado los escritores de la antigua tradición cristiana. San Cirilo de Jerusalén, en uno de sus diálogos, cita el cántico de la carta a los Colosenses para responder a un interlocutor anónimo que le había preguntado:  “¿Podemos decir que el Verbo engendrado por Dios Padre ha sufrido por nosotros en su carne?”. La respuesta, siguiendo la línea del cántico, es afirmativa. En efecto, afirma san Cirilo, “la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, visible e invisible, por el cual y en el cual todo existe, ha sido dado ―dice san Pablo― como cabeza a la Iglesia; además, él es el primer resucitado de entre los muertos”, es decir, el primero en la serie de los muertos que resucitan. Él ―prosigue san Cirilo― “hizo suyo todo lo que es propio de la carne del hombre y “soportó la cruz sin miedo a la ignominia” (Hb 12, 2). Nosotros decimos que no fue un simple hombre, colmado de honores, no sé cómo, el que uniéndose a él se sacrificó por nosotros, sino que fue crucificado el mismo Señor de la gloria” (Perché Cristo è uno, Colección de textos patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p. 101).

Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también nosotros elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para adorarlo y darle gracias.

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