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56 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pedro, la roca sobre la que Cristo fundó su Iglesia

56 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PEDRO, LA ROCA SOBRE LA QUE CRISTO FUNDO SU IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE JUNIO DE 2006

Pedro, la roca sobre la que Cristo fundó su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos las catequesis semanales que comenzamos esta primavera. En la última, hace quince días, hablé de Pedro como del primero de los Apóstoles. Hoy queremos volver una vez más sobre esta grande e importante figura de la Iglesia. El evangelista san Juan, al relatar el primer encuentro de Jesús con Simón, hermano de Andrés, atestigua un hecho singular:  Jesús, “fijando su mirada en él, le dijo:  “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas”, que quiere decir “Piedra”” (Jn 1, 42).

Jesús no solía cambiar el nombre a sus discípulos. Si se exceptúa el sobrenombre de “hijos del trueno”, que dirigió en una circunstancia precisa a los hijos de Zebedeo (cf. Mc 3, 17) y que ya no volvió a usar, nunca atribuyó un nuevo nombre a uno de sus discípulos. En cambio, sí lo hizo con Simón, llamándolo “Cefas”, nombre que luego fue traducido en griego por Petros, en latínPetrus.
Y fue traducido precisamente porque no era sólo un nombre; era un “mandato” que Petrus recibía así del Señor. El nuevo nombre,Petrus, se repetirá muchas veces en los evangelios y acabará sustituyendo a su nombre originario, Simón.

El dato cobra especial relieve si se tiene en cuenta que, en el Antiguo Testamento, el cambio del nombre por lo general implicaba la encomienda de una misión (cf. Gn 17, 5; 32, 28 ss, etc.). De hecho, la voluntad de Cristo de atribuir a Pedro una importancia particular dentro del Colegio apostólico se manifiesta a través de numerosos indicios:  en Cafarnaúm, el Maestro se hospeda en la casa de Pedro (cf. Mc 1, 29); cuando la muchedumbre se agolpaba a su alrededor a la orilla del lago de Genesaret, entre las dos barcas allí amarradas Jesús escoge la de Simón (cf. Lc 5, 3); cuando en circunstancias particulares Jesús se llevaba sólo a tres discípulos, a Pedro siempre se le nombra como primero del grupo:  así sucede en la resurrección de la hija de Jairo (cf. Mc 5, 37;Lc 8, 51), en la Transfiguración (cf. Mc 9, 2; Mt 17, 1; Lc 9, 28) y, por último, durante la agonía en el huerto de Getsemaní (cf. Mc14, 33; Mt 26, 37).

Además, a Pedro se dirigen los recaudadores del impuesto para el templo y el Maestro paga sólo por sí y por Pedro (cf. Mt 17, 24-27); Pedro es el primero a quien lava los pies en la última Cena (cf. Jn 13, 6) y ora sólo por él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar luego en ella a los demás discípulos (cf. Lc 22, 30-31).

Por lo demás, Pedro mismo es consciente de su situación peculiar:  es él quien a menudo toma la palabra en nombre de los demás; habla para pedir la explicación de una parábola (cf. Mt 15, 15) o el sentido exacto de un precepto (cf. Mt 18, 21) o la promesa formal de una recompensa (Mt 19, 27). En particular, es él quien resuelve algunas situaciones embarazosas interviniendo en nombre de todos. Por ejemplo, cuando Jesús, entristecido por la incomprensión de la multitud después del discurso sobre el “pan de vida”, pregunta:  “¿También vosotros queréis iros?”, Pedro da una respuesta perentoria:  “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-69).

san pedro apostol krouillong comunion en la mano sacrilegioIgualmente decidida es la profesión de fe que, también en nombre de los Doce, hace en Cesarea de Filipo. A Jesús, que le pregunta “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”, Pedro responde:  “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16). Acto seguido, Jesús pronuncia la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia:  “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…). A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19).

Las tres metáforas que utiliza Jesús son en sí muy claras:  Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro. Así queda descrito con imágenes muy plásticas lo que la reflexión sucesiva calificará con el término:  “primado de jurisdicción”.

Esta posición de preeminencia que Jesús quiso conferir a Pedro se constata también después de la resurrección:  Jesús encarga a las mujeres que lleven el anuncio a Pedro, distinguiéndolo entre los demás Apóstoles (cf. Mc 16, 7); la Magdalena acude corriendo a él y a Juan para informar que la piedra ha sido removida de la entrada del sepulcro (cf. Jn 20, 2) y Juan le cede el paso cuando los dos llegan ante la tumba vacía (cf. Jn 20, 4-6); después, entre los Apóstoles, Pedro es el primer testigo de la aparición del Resucitado (cf. Lc 24, 34; 1 Co 15, 5). Este papel, subrayado con decisión (cf. Jn 20, 3-10), marca la continuidad entre su preeminencia en el grupo de los Apóstoles y la preeminencia que seguirá teniendo en la comunidad nacida con los acontecimientos pascuales, como atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 15-26; 2, 14-40; 3, 12-26; 4, 8-12; 5, 1-11. 29; 8, 14-17; 10; etc.).

Su comportamiento  es  considerado tan decisivo que es objeto de observaciones y también de críticas (cf. Hch 11, 1-18; Ga 2, 11-14). En el así llamado Concilio de Jerusalén Pedro desempeña una función directiva (cf. Hch 15 y Ga 2, 1-10) y, precisamente por el hecho de ser el testigo de la fe auténtica, Pablo mismo reconoce en él su papel de “primero” (cf. 1 Co 15, 5; Ga 1, 18; 2, 7 s; etc.).

Además, el hecho de que varios de los textos clave referidos a Pedro puedan enmarcarse en el contexto de la última Cena, en la que Cristo le confiere el ministerio de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 31 s), muestra cómo el ministerio confiado a Pedro es uno de los elementos constitutivos de la Iglesia que nace del memorial pascual celebrado en la Eucaristía.

El hecho de insertar el primado de Pedro en el contexto de la última Cena, en el momento de la institución de la Eucaristía, Pascua del Señor, indica también el sentido último de este primado:  Pedro, para todos los tiempos, debe ser el custodio de la comunión con Cristo; debe guiar a la comunión con Cristo; debe cuidar de que la red no se rompa, a fin de que así perdure la comunión universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es el Señor de todos. La responsabilidad de Pedro consiste en garantizar así la comunión con Cristo con la caridad de Cristo, guiando a la realización de esta caridad en la vida diaria.

Oremos para que el primado de Pedro, encomendado a pobres personas humanas, sea siempre ejercido en este sentido originario que quiso el Señor, y para que lo reconozcan cada vez más en su verdadero significado los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros.

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55 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Andrés, el Protóclito

55 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ANDRÉS, EL PROTÓCLITO

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE JUNIO DE 2006

San Andrés, el Protóclito

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la medida en que nos lo permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca también a los otros once Apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón Pedro, san Andrés, que también era uno de los Doce.

La primera característica que impresiona en Andrés es el nombre:  no es hebreo, como se podría esperar, sino griego, signo notable de que su familia tenía cierta apertura cultural. Nos encontramos en Galilea, donde la lengua y la cultura griegas están bastante presentes. En las listas de los Doce, Andrés ocupa el segundo lugar, como sucede en Mateo (Mt 10, 1-4) y en Lucas (Lc6, 13-16), o el cuarto, como acontece en Marcos (Mc 3, 13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 13-14). En cualquier caso, gozaba sin duda de gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.

El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios:  “Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos:  a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores. Entonces les dijo:  “Seguidme, y os haré pescadores de hombres”” (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). El cuarto evangelio nos revela otro detalle importante:  en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la realidad de la presencia del Señor.

Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como “el cordero de Dios” (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó “cordero de Dios”. El evangelista refiere:  “Vieron dónde vivía y se quedaron con él” (Jn 1, 37-39).

Así pues, Andrés disfrutó de momentos extraordinarios de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa:  “Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró él luego a su hermano Simón, y le dijo:  “Hemos hallado al Mesías”, que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús” (Jn1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.

Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de “Protóklitos”, que significa precisamente “el primer llamado”. Y no cabe duda de que por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas. Para subrayar esta relación, mi predecesor el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde, según la tradición, fue crucificado el Apóstol.

San Andres Apostol krouillong comunion en la mano sacrilegio 2
Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, que nos permiten conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea, cuando en aquel aprieto Andrés indicó a Jesús que había allí un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces:  muy poco —constató— para tanta gente como se había congregado en aquel lugar (cf. Jn 6, 8-9). Conviene subrayar el realismo de Andrés:  notó al muchacho —por tanto, ya había planteado la pregunta:  “Pero, ¿qué es esto para tanta gente?” (Jn 6, 9)— y se dio cuenta de que los recursos no bastaban. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharlo.

La segunda ocasión fue en Jerusalén. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente:  dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le preguntó:  “Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse” (cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él nos da.

Los Evangelios nos presentan, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos o personas que tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el evangelio de Juan, pero precisamente así se revela llena de significado. Jesús dice a los dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego:  “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo:  si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12, 23-24).

¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir:  sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con algunas personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad:  el “grano de trigo muerto” —símbolo de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo; será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.

Según tradiciones muy antiguas, Andrés, que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino también el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas tradiciones nos dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos; una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.

Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama “cruz de san Andrés”.

Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado “Pasión de Andrés”, en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes palabras:  “¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti… ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!… Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!”.

Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender aquí una lección muy importante:  nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.

Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a cultivar con él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.

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54 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santiago, el Mayor

54 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTIAGO, EL MAYOR

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE JUNIO DE 2006

Santiago, el Mayor

Queridos hermanos y hermanas:

Proseguimos la serie de retratos de los Apóstoles elegidos directamente por Jesús durante su vida terrena. Hemos hablado de san Pedro y de su hermano Andrés. Hoy hablamos del apóstol Santiago.

Las listas  bíblicas de los Doce mencionan dos personas con este nombre:  Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3, 17-18; Mt 10, 2-3), que por lo general se distinguen con los apelativos de Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Ciertamente, estas designaciones no pretenden medir su santidad, sino sólo constatar la diversa importancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos dos personajes homónimos.

El nombre Santiago es la traducción de Iákobos, trasliteración griega del nombre del célebre patriarca Jacob. El apóstol así llamado es hermano de Juan, y en las listas a las que nos hemos referido ocupa el segundo lugar inmediatamente después de Pedro, como en el evangelio según san Marcos (cf. Mc 3, 17), o el tercer lugar después de Pedro y Andrés en los evangelios según san Mateo (cf. Mt 10, 2) y san Lucas (cf. Lc 6, 14), mientras que en los Hechos de los Apóstoles es mencionado después de Pedro y Juan (cf. Hch 1, 13). Este Santiago, juntamente con Pedro y Juan, pertenece al grupo de los tres discípulos privilegiados que fueron admitidos por Jesús a los momentos importantes de su vida.

Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas ocasiones. Santiago pudo participar, juntamente con Pedro y Juan, en el momento de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní y en el acontecimiento de la Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto, de situaciones muy diversas entre sí:  en un caso, Santiago, con los otros dos Apóstoles, experimenta la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, y ve cómo se trasluce el esplendor divino en Jesús; en el otro, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente hasta la muerte.

Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de maduración en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la primera:  tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de gloria, sino también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se realiza precisamente en la cruz, participando en nuestros sufrimientos.

Esta maduración de la fe fue llevada a cabo en plenitud por el Espíritu Santo en Pentecostés, de forma que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio supremo, no se echó atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa san Lucas, “por aquel tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan” (Hch 12, 1-2). La concisión de la noticia, que no da ningún detalle narrativo, pone de manifiesto, por una parte, que para los cristianos era normal dar testimonio del Señor con la propia vida; y, por otra, que Santiago ocupaba una posición destacada en la Iglesia de Jerusalén, entre otras causas por el papel que había desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.

santiago apostol el mayor krouillong comunion en la mano sacrilegioUna tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del imperio romano. En cambio, según otra tradición, su cuerpo habría sido trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela.
Como todos sabemos, ese lugar se convirtió en objeto de gran veneración y sigue siendo meta de numerosas peregrinaciones, no sólo procedentes de Europa sino también de todo el mundo. Así se explica la representación iconográfica de Santiago con el bastón del peregrino y el rollo del Evangelio, características del apóstol itinerante y dedicado al anuncio de la “buena nueva”, y características de la peregrinación de la vida cristiana.

Por consiguiente, de Santiago podemos aprender muchas cosas:  la prontitud para acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la “barca” de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo al seguirlo por los caminos que él nos señala más allá de nuestra presunción ilusoria, la disponibilidad para dar testimonio de él con valentía, si fuera necesario hasta el sacrificio supremo de la vida. Así, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de adhesión generosa a Cristo. Él, que al inicio había pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su reino, fue precisamente el primero en beber el cáliz de la pasión, en compartir con los Apóstoles el martirio.

Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II. Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos, incluso en medio de las dificultades, que vamos por el buen camino.

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53 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santiago, el Menor

53 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTIAGO, EL MENOR

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE JUNIO DE 2006

Santiago el Menor

Queridos hermanos y hermanas:

Al lado de Santiago “el Mayor”, hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los Evangelios aparece otro Santiago, que se suele llamar “el Menor”. También él forma parte de las listas de los doce Apóstoles elegidos personalmente por Jesús, y siempre se le califica como “hijo de Alfeo” (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). A menudo se le ha identificado con otro Santiago, llamado “el Menor” (cf. Mc 15, 40), hijo de una María (cf. ib.) que podría ser la “María de Cleofás” presente, según el cuarto evangelio, al pie de la cruz juntamente con la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25).

También él era originario de Nazaret y probablemente pariente de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3), del cual, según el estilo semítico, es llamado “hermano” (cf. Mc 6, 3; Ga 1, 19). El libro de los Hechos subraya el papel destacado que desempeñaba este último Santiago en la Iglesia de Jerusalén. En el concilio apostólico celebrado en la ciudad santa después de la muerte de Santiago el Mayor, afirmó, juntamente con los demás, que los paganos podían ser aceptados en la Iglesia sin tener que someterse a la circuncisión (cf. Hch 15, 13).

San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (cf. 1 Co 15, 7), con ocasión de su viaje a Jerusalén lo nombra incluso antes que a Cefas-Pedro, definiéndolo “columna” de esa Iglesia al igual que él (cf. Ga 2, 9). Seguidamente, los judeocristianos lo consideraron su principal punto de referencia. A él se le atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está incluida en el canon del Nuevo Testamento. En dicha carta no se presenta como “hermano del Señor”, sino como “siervo de Dios y del Señor Jesucristo” (St 1, 1).

Entre los estudiosos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes que tienen el mismo nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago “hermano del Señor”. Las tradiciones evangélicas no nos han conservado ningún relato ni sobre uno ni sobre otro por lo que se refiere al tiempo de la vida terrena de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, en cambio, nos muestran que un “Santiago”, como ya hemos dicho, desempeñó un papel muy importante, después de la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (cf. Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).

santiago el menor martirio krouillong comunion en la mano sacrilegioEl acto más notable que realizó fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, juntamente con Pedro, a superar, o mejor, a integrar la dimensión judía originaria del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, propuesta precisamente por Santiago y aceptada por todos los Apóstoles presentes, según la cual a los paganos que creyeran en Jesucristo sólo se les debía pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer la carne de los animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la “impureza”, término que probablemente aludía a las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, debían atenerse sólo a unas pocas prohibiciones, consideradas importantes, de la ley de Moisés.

De este modo, se lograron dos resultados significativos y complementarios, que siguen siendo válidos: por una parte, se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, su matriz perennemente viva y válida; y, por otra, se permitió a los cristianos de origen pagano conservar su identidad sociológica, que hubieran perdido si se les hubiera obligado a cumplir los así llamados “preceptos ceremoniales” establecidos por Moisés; esos preceptos ya no debían considerarse obligatorios para los paganos convertidos.

En pocas palabras, se iniciaba una praxis de recíproca estima y respeto que, a pesar de las dolorosas incomprensiones posteriores, tendía por su propia naturaleza a salvaguardar lo que era característico de cada una de las dos partes.

La más antigua información sobre la muerte de este Santiago nos la ofrece el historiador judío Flavio Josefo. En sus Antigüedades judías (20, 201 s), escritas en Roma a finales del siglo I, nos cuenta que la muerte de Santiago fue decidida, con iniciativa ilegítima, por el sumo sacerdote Anano, hijo del Anás que aparece en los Evangelios, el cual aprovechó el intervalo entre la destitución de un Procurador romano (Festo) y la llegada de su sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.

Además del apócrifo Protoevangelio de Santiago, que exalta la santidad y la virginidad de María, la Madre de Jesús, está unida a este Santiago en especial la Carta que lleva su nombre. En el canon del Nuevo Testamento ocupa el primer lugar entre las así llamadas “Cartas católicas”, es decir, no destinadas a una sola Iglesia particular —como Roma, Éfeso, etc.—, sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito muy importante, que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una pura declaración oral o abstracta, sino de manifestarla concretamente con obras de bien.

Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).

Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: “Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (St 2, 26).

A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de san Pablo, según el cual somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28). Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: “Todo árbol bueno da frutos buenos” (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.

Por último, la carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos, pronunciando siempre las palabras: “Si el Señor quiere” (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre actual para cada uno de nosotros.

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52 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan, hijo de Zebedeo

52 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN, HIJO DE ZEBEDEO

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE JULIO DE 2006

San Juan, hijo de Zebedeo

Queridos hermanos y hermanas: 

Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del Colegio apostólico:  Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa “el Señor ha dado su gracia”. Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús lo llamó junto a su hermano (cf. Mt 4, 21; Mc 1, 19).

Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro a la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, a cuya hija resucitará (cf. Mc 5, 37); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse (cf. Mc 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando, ante el imponente templo de Jerusalén, pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (cf. Mc 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar al Padre, antes de la Pasión (cf. Mc 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22, 8).

Esta posición de relieve en el grupo de los Doce hace, en cierto sentido, comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino (cf.Mt 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (cf. Mt 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirlos en el conocimiento del misterio de su persona y anticiparles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. De hecho, poco después Jesús precisó que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los “hijos de Zebedeo” pescando junto a Pedro y a otros discípulos en una noche sin resultados, a la que sigue, tras la intervención del Resucitado, la pesca milagrosa:  “El discípulo a quien Jesús amaba” fue el primero en reconocer al “Señor” y en indicárselo a Pedro (cf. Jn 21, 1-13).

san juan evangelista aguila krouillong comunion en la mano sacrilegioDentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. De hecho, Pablo lo incluye entre los que llama las “columnas” de esa comunidad (cf. Ga 2, 9). En realidad, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, lo presenta junto a Pedro mientras van a rezar al templo (cf. Hch 3, 1-4. 11) o cuando comparecen ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (cf. Hch 4, 13. 19). Junto con Pedro es enviado por la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que habían aceptado el Evangelio en Samaria, orando por ellos para que recibieran el Espíritu Santo (cf. Hch 8, 14-15). En particular, conviene recordar lo que dice, junto con Pedro, ante el Sanedrín, que los está procesando:  “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20). Precisamente esta valentía al confesar su fe queda para todos nosotros como un ejemplo y un estímulo para que siempre estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra adhesión inquebrantable a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo o interés humano.

Según la tradición, Juan es “el discípulo predilecto”, que en el cuarto evangelio se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn 13, 25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).

Sabemos que los expertos discuten hoy esta identificación, pues algunos de ellos sólo ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos ahora con sacar una lección importante para nuestra vida:  el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por esto, Jesús dijo un día:  “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (…) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 13. 15).

En el libro apócrifo titulado “Hechos de Juan”, al Apóstol no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de comunidades ya constituidas, sino como un comunicador itinerante de la fe en el encuentro con “almas capaces de esperar y de ser salvadas” (18, 10; 23, 8).
Todo lo hace con el paradójico deseo de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental lo llama simplemente “el Teólogo”, es decir, el que es capaz de hablar de las cosas divinas en términos accesibles, desvelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.

El culto del apóstol san Juan se consolidó comenzando por la ciudad de Éfeso, donde, según una antigua tradición, vivió durante mucho tiempo; allí murió a una edad extraordinariamente avanzada, en tiempos del emperador Trajano. En Éfeso el emperador Justiniano, en el siglo VI, mandó construir en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y sigue gozando de gran veneración. En la iconografía bizantina se le representa muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.

En efecto, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó:  “Juan se halla en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los “silenciosos” conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende” (O. Clément, Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a entrar en la escuela de san Juan para aprender la gran lección del amor, de manera que nos sintamos amados por Cristo “hasta el extremo” (Jn 13, 1) y gastemos nuestra vida por él.

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51 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Peregrinación Europea de Monaguillos

51 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE AGOSTO DE 2006

Peregrinación europea de monaguillos

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestra acogida! Os saludo a todos con gran afecto. Después de la pausa debida a mi estancia en el Valle de Aosta, hoy reanudo las audiencias generales. Y las reanudo con una audiencia realmente especial, porque tengo la alegría de acoger a la gran peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos y jóvenes, ¡bienvenidos!

Dado que la mayoría de los monaguillos que se han dado cita en esta plaza son de lengua alemana, me dirigiré en primer lugar a ellos en mi lengua materna.

Queridos monaguillos, me alegra que mi primera audiencia después de mis vacaciones en los Alpes sea con vosotros, y os saludo con afecto a cada uno. Agradezco al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, las palabras con que, en calidad de presidente de Coetus internationalis ministrantium, ha introducido la audiencia, y agradezco el pañuelo, gracias al cual he vuelto a ser un monaguillo. Hace más de 70 años, en 1935, comencé a ser monaguillo; por tanto, he recorrido un largo itinerario por este camino.

Saludo cordialmente al cardenal Christoph Schönborn, que ayer os celebró la santa misa, y a los numerosos obispos y sacerdotes provenientes de Alemania, Austria, Suiza y Hungría. A vosotros, queridos monaguillos, quiero ofreceros, brevemente, dado que hace calor, un mensaje que os acompañe en vuestra vida y en vuestro servicio a la Iglesia. Para ello, deseo continuar el tema que estoy tratando en las catequesis de estos meses. Quizá algunos de vosotros sepáis que en las audiencias generales de los miércoles estoy presentando las figuras de los Apóstoles: en primer lugar, Simón, al que el Señor dio el nombre de Pedro; su hermano Andrés; luego otros dos hermanos, Santiago, llamado “el Mayor”, primer mártir entre los Apóstoles, y Juan, el teólogo, el evangelista; por último, Santiago, llamado “el Menor”. Seguiré presentando a cada uno de los Apóstoles en las próximas audiencias, en las que, por decirlo así, la Iglesia se hace personal.

Hoy reflexionamos sobre un tema común: ¿qué tipo de personas eran los Apóstoles? En pocas palabras, podríamos decir que eran “amigos” de Jesús. Él mismo los llamó así en la última Cena, diciéndoles: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Fueron, y pudieron ser, apóstoles y testigos de Cristo porque eran sus amigos, porque lo conocían a partir de la amistad, porque estaban cerca de él. Estaban unidos con un vínculo de amor vivificado por el Espíritu Santo.
Desde esta perspectiva podemos entender el tema de vuestra peregrinación: “Spiritus vivificat”.

monaguillos krouillong comunion en la mano sacrilegio

El Espíritu, el Espíritu Santo, es quien vivifica. Es él quien vivifica vuestra relación con Jesús, de modo que no sea sólo exterior: “sabemos que existió y que está presente en el Sacramento”, pero la transforma en una relación íntima, profunda, de amistad realmente personal, capaz de dar sentido a la vida de cada uno de vosotros. Y puesto que lo conocéis, y lo conocéis en la amistad, podréis dar testimonio de él y llevarlo a las demás personas.

Hoy, al veros aquí, delante de mí en la plaza de San Pedro, pienso en los Apóstoles y oigo la voz de Jesús que os dice: “Ya no os llamo siervos, sino amigos; permaneced en mi amor, y daréis mucho fruto” (cf. Jn 15, 9. 16). Os invito: escuchad esta voz. Cristo no lo dijo sólo hace 2000 años; él vive y os lo dice a vosotros ahora. Escuchad esta voz con gran disponibilidad; tiene algo que deciros a cada uno.

Tal vez a alguno de vosotros le dice: “Quiero que me sirvas de modo especial como sacerdote, convirtiéndote así en mi testigo, siendo mi amigo e introduciendo a otros en esta amistad”. Escuchad siempre con confianza la voz de Jesús. La vocación de cada uno es diversa, pero Cristo desea hacer amistad con todos, como hizo con Simón, al que llamó Pedro, con Andrés, Santiago, Juan y los demás Apóstoles. Os ha dado su palabra y sigue dándoosla, para que conozcáis la verdad, para que sepáis cómo están verdaderamente las cosas para el hombre y, por tanto, para que sepáis cómo se debe vivir, cómo se debe afrontar la vida para que sea auténtica. Así, podréis ser sus discípulos y apóstoles, cada uno a su modo.

Queridos monaguillos, en realidad, vosotros ya sois apóstoles de Jesús. Cuando participáis en la liturgia realizando vuestro servicio del altar, dais a todos un testimonio. Vuestra actitud de recogimiento, vuestra devoción, que brota del corazón y se expresa en los gestos, en el canto, en las respuestas: si lo hacéis como se debe, y no distraídamente, de cualquier modo, entonces vuestro testimonio llega a los hombres.

El vínculo de amistad con Jesús tiene su fuente y su cumbre en la Eucaristía. Vosotros estáis muy cerca de Jesús Eucaristía, y este es el mayor signo de su amistad para cada uno de nosotros. No lo olvidéis; y por eso os pido: no os acostumbréis a este don, para que no se convierta en una especie de rutina, sabiendo cómo funciona y haciéndolo automáticamente; al contrario, descubrid cada día de nuevo que sucede algo grande, que el Dios vivo está en medio de nosotros y que podéis estar cerca de él y ayudar para que su misterio se celebre y llegue a las personas.

Si no caéis en la rutina y realizáis vuestro servicio con plena conciencia, entonces seréis verdaderamente sus apóstoles y daréis frutos de bondad y de servicio en todos los ámbitos de vuestra vida: en la familia, en la escuela, en el tiempo libre. El amor que recibís en la liturgia llevadlo a todas las personas, especialmente a aquellas a quienes os dais cuenta de que les falta el amor, que no reciben bondad, que sufren y están solas. Con la fuerza del Espíritu Santo, esforzaos por llevar a Jesús precisamente a las personas marginadas, a las que no son muy amadas, a las que tienen problemas. Precisamente a esas personas, con la fuerza del Espíritu Santo, debéis llevar a Jesús. Así, el Pan que veis partir sobre el altar se compartirá y multiplicará aún más, y vosotros, como los doce Apóstoles, ayudaréis a Jesús a distribuirlo a la gente de hoy, en las diversas situaciones de la vida. Así, queridos monaguillos, mi última recomendación a vosotros es: ¡sed siempre amigos y apóstoles de Jesucristo!

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49 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María

49 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE AGOSTO DE 2006

Solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestro tradicional encuentro semanal del miércoles se realiza hoy todavía en el clima de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Por tanto, quisiera invitaros a dirigir la mirada, una vez más, a nuestra Madre celestial, que ayer la liturgia nos hizo contemplar triunfante con Cristo en el cielo.

Es una fiesta muy arraigada en el pueblo cristiano, ya desde los primeros siglos del cristianismo. Como es sabido, en ella se celebra la glorificación, también corporal, de la criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús en la cruz dio como Madre a toda la humanidad.

La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque, como afirma el concilio Vaticano II, María “brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen gentium, 68). Ahora bien, estamos tan inmersos en las vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe.

Entonces, ¿cómo hacer que todos nosotros y la sociedad actual percibamos cada vez más esta señal luminosa de esperanza? Hay quienes viven como si no tuvieran que morir o como si todo se acabara con la muerte; algunos se comportan como si el hombre fuera el único artífice de su propio destino, como si Dios no existiera, llegando en ocasiones incluso a negar que haya espacio para él en nuestro mundo.

Sin embargo, los grandes progresos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado notablemente la condición de la humanidad, dejan sin resolver los interrogantes más profundos del alma humana. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. Sólo la perspectiva de la eternidad puede dar valor auténtico a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad humana, del sufrimiento y de la muerte.

asuncion

Contemplando a María en la gloria celestial, comprendemos que tampoco para nosotros la tierra es una patria definitiva y que, si vivimos orientados hacia los bienes eternos, un día compartiremos su misma gloria y así se hace más hermosa también la tierra. Por esto, aun entre las numerosas dificultades diarias, no debemos perder la serenidad y la paz.

La señal luminosa de la Virgen María elevada al cielo brilla aún más cuando parecen acumularse en el horizonte sombras tristes de dolor y violencia. Tenemos la certeza de que desde lo alto María sigue nuestros pasos con dulce preocupación, nos tranquiliza en los momentos de oscuridad y tempestad, nos serena con su mano maternal. Sostenidos por esta certeza, prosigamos confiados nuestro camino de compromiso cristiano adonde nos lleva la Providencia. Sigamos adelante en nuestra vida guiados por María. ¡Gracias!

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48 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan, el vidente de Patmos

48 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN, EL VIDENTE DE PATMOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE AGOSTO DE 2006

San Juan, el vidente de Patmos

Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis meditamos en la figura del apóstol san Juan. Primero, tratamos de ver lo que se puede saber de su vida. Después, en una segunda catequesis, meditamos en el contenido central de su evangelio, de sus cartas: la caridad, el amor. Y hoy volvemos a ocuparnos de la figura de san Juan, esta vez considerándolo el vidente del Apocalipsis.

Ante todo, conviene hacer una observación: mientras que no aparece nunca su nombre ni en el cuarto evangelio ni en las cartas atribuidas a este apóstol, el Apocalipsis hace referencia al nombre de san Juan en cuatro ocasiones (cf. Ap 1, 1. 4. 9; 22, 8). Es evidente que el autor, por una parte, no tenía ningún motivo para ocultar su nombre y, por otra, sabía que sus primeros lectores podían identificarlo con precisión. Por lo demás, sabemos que, ya en el siglo III, los estudiosos discutían sobre la verdadera identidad del Juan del Apocalipsis. En cualquier caso, podríamos llamarlo también “el vidente de Patmos”, pues su figura está unida al nombre de esta isla del mar Egeo, donde, según su mismo testimonio autobiográfico, se encontraba deportado “por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Ap 1, 9).

Precisamente, en Patmos, “arrebatado en éxtasis el día del Señor” (Ap 1, 10), san Juan tuvo visiones grandiosas y escuchó mensajes extraordinarios, que influirán en gran medida en la historia de la Iglesia y en toda la cultura cristiana. Por ejemplo, del título de su libro, “Apocalipsis”, “Revelación”, proceden en nuestro lenguaje las palabras “apocalipsis” y “apocalíptico”, que evocan, aunque de manera impropia, la idea de una catástrofe inminente.

El libro debe comprenderse en el contexto de la dramática experiencia de las siete Iglesias de Asia (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea) que, a finales del siglo I, tuvieron que afrontar grandes dificultades -persecuciones y tensiones incluso internas- en su testimonio de Cristo. San Juan se dirige a ellas mostrando una profunda sensibilidad pastoral con respecto a los cristianos perseguidos, a quienes exhorta a permanecer firmes en la fe y a no identificarse con el mundo pagano, tan fuerte. Su objetivo consiste, en definitiva, en desvelar, a partir de la muerte y resurrección de Cristo, el sentido de la historia humana.

En efecto, la primera y fundamental visión de san Juan atañe a la figura del Cordero que, a pesar de estar degollado, permanece en pie (cf. Ap 5, 6) en medio del trono en el que se sienta el mismo Dios. De este modo, san Juan quiere transmitirnos ante todo dos mensajes: el primero es que Jesús, aunque fue asesinado con un acto de violencia, en vez de quedar inerte en el suelo, paradójicamente se mantiene firme sobre sus pies, porque con la resurrección ha vencido definitivamente a la muerte; el segundo es que el mismo Jesús, precisamente por haber muerto y resucitado, ya participa plenamente del poder real y salvífico del Padre.

Esta es la visión fundamental. Jesús, el Hijo de Dios, en esta tierra es un Cordero indefenso, herido, muerto. Y, sin embargo, está en pie, firme, ante el trono de Dios y participa del poder divino. Tiene en sus manos la historia del mundo. De este modo, el vidente nos quiere decir: “Tened confianza en Jesús; no tengáis miedo de los poderes que se le oponen, de la persecución. El Cordero herido y muerto vence. Seguid al Cordero Jesús, confiad en Jesús; seguid su camino. Aunque en este mundo sólo parezca un Cordero débil, él es el vencedor”.

Una de las principales visiones del Apocalipsis tiene por objeto este Cordero en el momento en el que abre un libro, que antes estaba sellado con siete sellos, que nadie era capaz de soltar. San Juan se presenta incluso llorando, porque nadie era digno de abrir el libro y de leerlo (cf. Ap 5, 4). La historia es indescifrable, incomprensible. Nadie puede leerla. Quizá este llanto de san Juan ante el misterio tan oscuro de la historia expresa el desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las persecuciones a las que estaban sometidas en ese momento. Es un desconcierto en el que puede reflejarse muy bien nuestra sorpresa ante las graves dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio. Ahora bien, revelan la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las sugestiones del mal, y la dirección superior de los acontecimientos por parte de Dios.

Pues bien, sólo el Cordero inmolado es capaz de abrir el libro sellado y de revelar su contenido, de dar sentido a esta historia, que con tanta frecuencia parece absurda. Sólo él puede sacar lecciones y enseñanzas para la vida de los cristianos, a quienes su victoria sobre la muerte anuncia y garantiza la victoria que ellos también alcanzarán, sin duda. Todo el lenguaje que utiliza san Juan, con intensas imágenes, está orientado a brindar este consuelo.

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Entre las visiones que presenta el Apocalipsis se encuentran dos muy significativas: la de la Mujer que da a luz un Hijo varón, y la complementaria del Dragón, arrojado de los cielos pero todavía muy poderoso. Esta Mujer representa a María, la Madre del Redentor, pero a la vez representa a toda la Iglesia, el pueblo de Dios de todos los tiempos, la Iglesia que en todos los tiempos, con gran dolor, da a luz a Cristo siempre de nuevo. Y siempre está amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa, débil. Pero, mientras está amenazada y perseguida por el Dragón, también está protegida por el consuelo de Dios. Y esta Mujer al final vence. No vence el Dragón. Esta es la gran profecía de este libro, que nos infunde confianza. La Mujer que sufre en la historia, la Iglesia que es perseguida, al final se presenta como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay lágrimas ni llanto, imagen del mundo transformado, del nuevo mundo cuya luz es el mismo Dios, cuya lámpara es el Cordero.

Por este motivo, el Apocalipsis de san Juan, aunque continuamente haga referencia a sufrimientos, tribulaciones y llanto -la cara oscura de la historia-, al mismo tiempo contiene frecuentes cantos de alabanza, que representan por así decir la cara luminosa de la historia. Por ejemplo, habla de una muchedumbre inmensa que canta casi a gritos: “¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado” (Ap 19, 6-7). Nos encontramos aquí ante la típica paradoja cristiana, según la cual el sufrimiento nunca se percibe como la última palabra, sino que se ve como un momento de paso hacia la felicidad; más aún, el sufrimiento ya está impregnado misteriosamente de la alegría que brota de la esperanza.

Precisamente por esto, san Juan, el vidente de Patmos, puede concluir su libro con un último deseo, impregnado de ardiente esperanza. Invoca la definitiva venida del Señor: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Es una de las plegarias centrales de la Iglesia naciente, que también san Pablo utiliza en su forma aramea: “Marana tha”. Esta plegaria, “¡Ven, Señor nuestro!” (1 Co 16, 22) tiene varias dimensiones. Desde luego, implica ante todo la espera de la victoria definitiva del Señor, de la nueva Jerusalén, del Señor que viene y transforma el mundo. Pero, al mismo tiempo, es también una oración eucarística: “¡Ven, Jesús, ahora!”. Y Jesús viene, anticipa su llegada definitiva. De este modo, con alegría, decimos al mismo tiempo: “¡Ven ahora y ven de manera definitiva!”. Esta oración tiene también un tercer significado: “Ya has venido, Señor. Estamos seguros de tu presencia entre nosotros. Para nosotros es una experiencia gozosa. Pero, ¡ven de manera definitiva!”. Así, con san Pablo, con el vidente de Patmos, con la cristiandad naciente, oremos también nosotros: “¡Ven, Jesús! ¡Ven y transforma el mundo! ¡Ven ya, hoy, y que triunfe la paz!”. Amén.

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47 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Mateo

47 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN MATEO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE AGOSTO DE 2006

SAN MATEO

Queridos hermanos y hermanas:

Continuando con la serie de retratos de los doce Apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy reflexionamos sobre san Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues las noticias que tenemos sobre él son pocas e incompletas. Más que esbozar su biografía, lo que podemos hacer es trazar el perfil que nos ofrece el Evangelio.

Mateo está siempre presente en las listas de los Doce elegidos por Jesús (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). En hebreo, su nombre significa “don de Dios”. El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los Doce con un apelativo muy preciso:  “el publicano” (Mt 10, 3). De este modo se identifica con el hombre sentado en el despacho de impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento:  “Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo:  “Sígueme”. Él se levantó y le siguió” (Mt 9, 9). También san Marcos (cf. Mc 2, 13-17) y san Lucas (cf. Lc 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de impuestos, pero lo llaman “Leví”. Para imaginar la escena descrita en Mt 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, que se conserva aquí, en Roma, en la iglesia de San Luis de los Franceses.

Los Evangelios nos brindan otro detalle biográfico:  en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12), y se alude a la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (cf. Mc 2, 13-14). De ahí se puede deducir que Mateo desempeñaba la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente “junto al mar” (Mt 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.

Basándonos en estas sencillas constataciones que encontramos en el Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de “publicanos y pecadores” (Mt 9, 10; Lc15, 1), de “publicanos y prostitutas” (Mt 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5, 46:  sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como “jefe de publicanos, y rico” (Lc 19, 2), mientras que la opinión popular los tenía por “hombres ladrones, injustos, adúlteros” (Lc 18, 11).

Ante estas referencias, salta a la vista un dato:  Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración:  “No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2, 17).

San Mateo Apostol Cantarini Simone krouillong comunion en la mano sacrilegio
La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina:  mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, “el publicano (…) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:  “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!””. Y Jesús comenta:  “Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18, 13-14). Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja:  quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.

A este respecto, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo:  observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando esas personas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan fueron llamados mientras estaban pescando; y Mateo precisamente mientras recaudaba impuestos. Se trata de oficios de poca importancia —comenta el Crisóstomo—, “pues no hay nada más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca” (In Matth. Hom.:  PL 57, 363). Así pues, la llamada de Jesús llega también a personas de bajo nivel social, mientras realizan su trabajo ordinario.

Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica:  Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús:  “Él se levantó y lo siguió”. La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.

Se puede intuir fácilmente su aplicación también al presente:  tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente:  “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo:  se levantó y lo siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.

Recordemos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir a san Mateo la paternidad del primer Evangelio. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Escribe Papías:  “Mateo recogió las palabras (del Señor) en hebreo, y cada quien las interpretó como pudo” (en Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. III, 39, 16). El historiador Eusebio añade este dato:  “Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba” (ib., III, 24, 6).

Ya no tenemos el Evangelio escrito por san Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.

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46 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Felipe

46 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN FELIPE

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE SEPTIEMBRE DE 2006

SAN FELIPE

Queridos hermanos y hermanas: 

Prosiguiendo la presentación de las figuras de los Apóstoles, como hacemos desde hace unas semanas, hoy hablaremos de Felipe. En las listas de los Doce siempre aparece en el quinto lugar (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14; Hch 1, 13); por tanto, fundamentalmente entre los primeros.
Aunque Felipe era de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo cual constituye un pequeño signo de apertura cultural que tiene su importancia. Las noticias que tenemos de él nos las proporciona el evangelio según san Juan. Era del mismo lugar de donde procedían san Pedro y san Andrés, es decir, de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una pequeña localidad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, el cual también se llamaba Felipe (cf. Lc 3, 1).

El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y le dice:  “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas:  Jesús el hijo de José, de Nazaret” (Jn 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael —”¿De Nazaret puede salir algo bueno?”—, Felipe no se rinde y replica con decisión:  “Ven y lo verás” (Jn 1, 46). Con esta respuesta, escueta pero clara, Felipe muestra las características del auténtico testigo:  no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga una experiencia personal de lo anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a él para preguntarle dónde vive. Jesús respondió:  “Venid y lo veréis” (cf. Jn 1, 38-39).

Podemos pensar que Felipe nos interpela también a nosotros con esos dos verbos, que suponen una implicación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael:  “Ven y lo verás”. El Apóstol nos invita a conocer a Jesús de cerca. En efecto, la amistad, conocer de verdad al otro, requiere cercanía, más aún, en parte vive de ella.

Por lo demás, no conviene olvidar que, como escribe san Marcos, Jesús escogió a los Doce con la finalidad principal de que “estuvieran con él” (Mc 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de él no sólo el estilo de su comportamiento, sino sobre todo quién era él realmente, pues sólo así, participando en su vida, podían conocerlo y luego anunciarlo.

Más tarde, en su carta a los Efesios, san Pablo dirá que lo importante es “aprender a Cristo” (cf. Ef 4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de él? La intimidad, la familiaridad, la cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a “venir” y “ver”, es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.

Con ocasión de la multiplicación de los panes, Jesús hizo a Felipe una pregunta precisa, algo sorprendente:  dónde se podía comprar el pan necesario para dar de comer a toda la gente que lo seguía (cf. Jn 6, 5). Felipe respondió con mucho realismo:  “Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco” (Jn 6, 7). Aquí se puede constatar el realismo y el sentido práctico del Apóstol, que sabe juzgar las implicaciones de una situación. Sabemos lo que sucedió después:  Jesús tomó los panes, y, después de orar, los distribuyó. Así realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante constatar que Jesús se dirigió precisamente a Felipe para obtener una primera sugerencia sobre cómo resolver el problema:  signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.

En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua “se dirigieron a Felipe y le rogaron:  “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12, 20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del Colegio apostólico. En este caso, de modo especial, actúa como intermediario entre la petición de algunos griegos y Jesús —probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete—; aunque se une a Andrés, el otro Apóstol que tenía nombre griego, es a él a quien se dirigen los extranjeros. Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos a acoger las peticiones y súplicas, vengan de donde vengan, y a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. En efecto, es importante saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quienes se nos acercan, sino el Señor:  tenemos que orientar hacia él a quienes se encuentran en dificultades. Cada uno de nosotros debe ser un camino abierto hacia él.

Hay otra ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide:  “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche:  “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:  “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (…) Creedme:  yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.

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Al final del Prólogo de su evangelio, san Juan afirma:  “A Dios nadie le ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado” (Jn 1, 18). Pues bien, Jesús mismo repite y confirma esa declaración, que es del evangelista. Pero con un nuevo matiz:  mientras que el Prólogo del evangelio de san Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.

El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores (“Hechos de Felipe” y otras), habría evangelizado primero Grecia y después Frigia, donde habría afrontado la muerte, en Hierópolis, con un suplicio que según algunos fue crucifixión y según otros, lapidación.

Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida:  encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.

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45 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Alemania

45 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE SEPTIEMBRE DE 2006

VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera volver con el pensamiento a los diversos momentos del viaje pastoral que el Señor me permitió realizar la semana pasada a Baviera. Al compartir con vosotros las emociones y los sentimientos que experimenté al volver a ver esos lugares tan queridos, ante todo siento la necesidad de dar gracias a Dios por haber hecho posible esta segunda visita a Alemania y, por primera vez, a Baviera, mi tierra de origen.

También doy sinceramente las gracias a todos los que han trabajado con entrega y paciencia para que cada uno de los acontecimientos se desarrollara de la mejor manera posible:  pastores, sacerdotes, agentes pastorales, autoridades públicas, organizadores, fuerzas de seguridad y voluntarios.

Como dije a la llegada al aeropuerto de Munich, el sábado 9 de septiembre, mi viaje tenía por finalidad, en recuerdo de todos los que contribuyeron a formar mi personalidad, reafirmar y confirmar, como Sucesor del apóstol Pedro, los estrechos vínculos que unen a la Sede de Roma con la Iglesia en Alemania. Por consiguiente, el viaje no fue una simple “vuelta” al pasado, sino también una ocasión providencial para mirar con esperanza al futuro. El lema de la visita -“El que cree nunca está solo”- quería ser una invitación a reflexionar en la pertenencia de todo bautizado a la única Iglesia de Cristo, dentro de la cual nunca estamos solos, sino en constante comunión con Dios y con todos los hermanos.

La primera etapa fue la ciudad de Munich, conocida como “la metrópoli con corazón” (“Weltstadt mit Herz”). En su centro histórico se encuentra la Marienplatz, plaza de María, en la que surge la Mariensäule, Columna de la Virgen, coronada por la estatua de la Virgen María, en bronce dorado. Quise comenzar mi estancia bávara con el homenaje a la Patrona de Baviera, que tiene para mí un valor muy significativo:  en esa plaza y ante esa imagen de María, hace cerca de treinta años fui acogido como arzobispo y comencé mi misión episcopal con una oración a María; allí regresé al final de mi mandato, antes de partir para Roma. Esta vez quise detenerme de nuevo al pie de la Mariensäule para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios no sólo para la ciudad de Munich y para Baviera, sino para toda la Iglesia y para el mundo entero.

Al día siguiente, el domingo, celebré la Eucaristía en la explanada de la Nueva Feria (“Neue Messe”) de Munich, entre los fieles que acudieron en gran número desde diferentes partes:  comentando el pasaje evangélico del día, recordé a todos que especialmente en la actualidad se padece un “defecto de oído” con respecto a Dios. Los cristianos tenemos la tarea de proclamar y testimoniar a todos, en un mundo secularizado, el mensaje de esperanza que nos ofrece la fe:  en Jesús crucificado, Dios, Padre misericordioso, nos llama a ser sus hijos y a superar toda forma de odio y de violencia para contribuir al triunfo definitivo del amor.

“Haznos fuertes en la fe”, fue el lema de la cita de la tarde del domingo con los niños de primera Comunión y con sus jóvenes familias, con los catequistas, con los demás agentes pastorales y con todos los que colaboran en la evangelización en la diócesis de Munich. Juntos celebramos las Vísperas en la histórica catedral, conocida como “Catedral de Nuestra Señora”, donde se conservan las reliquias de san Benno, patrono de la ciudad, y donde fui ordenado obispo en 1977.
los niños y a los adultos les recordé que Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar inalcanzable del universo; al contrario, en Jesús, se nos acercó para entablar con cada uno una relación de amistad. Cada comunidad cristiana, y en particular la parroquia, gracias al compromiso constante de cada uno de sus miembros, está llamada a convertirse en una gran familia, capaz de avanzar unida por el sendero de la vida verdadera.

La jornada del lunes, 11 de septiembre, estuvo dedicada en buena parte a la visita a Altötting, en la diócesis de Passau. Esta localidad es conocida como el “corazón de Baviera” (Herz Bayerns); en ella se encuentra la “Virgen negra”, venerada en la Capilla de las Gracias (Gnadenkapelle), meta de numerosos peregrinos provenientes de Alemania y de las naciones de Europa central.

Cerca de allí se halla el convento capuchino de Santa Ana, donde vivió san Konrad Birndorfer, canonizado por mi venerado predecesor el Papa Pío XI en el año 1934. Con los numerosos fieles presentes en la santa misa, celebrada en la plaza ante el santuario, reflexionamos juntos sobre el papel de María en la obra de la salvación, para aprender de ella la bondad servicial, la humildad y la generosa aceptación de la voluntad divina. María nos conduce a Jesús:  esta verdad se hizo aún más visible, al final del divino sacrificio, por la devota procesión en la que, con la estatua de la Virgen, nos dirigimos a la nueva capilla de la adoración eucarística (Anbetungskapelle), inaugurada en esta ocasión. La jornada terminó con las solemnes Vísperas marianas en la basílica de Santa Ana de Altötting, con la presencia de los religiosos y los seminaristas de Baviera, así como de los miembros de la Obra para las vocaciones.

Al día siguiente, el martes, en Ratisbona, diócesis erigida por san Bonifacio en el año 739 y cuyo patrono es el obispo san Wolfgang, tuvieron lugar tres citas importantes. Por la mañana, la santa misa en la explanada de Isling (Islinger Feld), en la que, retomando el tema de la visita pastoral —”El que cree nunca está solo”—, reflexionamos sobre el contenido del Símbolo de la fe. Dios, que es Padre, quiere reunir mediante Jesucristo a toda la humanidad en una sola familia, la Iglesia. Por eso, el que cree nunca está solo; el que cree no debe tener miedo de acabar en un callejón sin salida.

Luego, por la tarde, visité la catedral de Ratisbona, conocida también por su coro de voces blancas, los “Domspatzen” (pajarillos de la catedral), que lleva mil años de actividad y que durante treinta años fue dirigido por mi hermano Georg. Allí tuvo lugar la celebración ecuménica de las Vísperas, en las que participaron numerosos representantes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales en Baviera y los miembros de la comisión ecuménica de la Conferencia episcopal alemana. Fue una ocasión providencial para orar juntos a fin de que se apresure la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo y para reafirmar el deber de proclamar nuestra fe en Jesucristo sin atenuaciones, sino de modo integral y claro, sobre todo con nuestro comportamiento de amor sincero.

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Para mí fue una experiencia particularmente bella en ese día pronunciar una conferencia ante un gran auditorio de profesores y estudiantes en la Universidad de Ratisbona, en la que durante muchos años fui profesor. Con alegría me encontré una vez más con el mundo universitario que, durante un largo período de mi vida, fue mi patria espiritual. Había elegido como tema la cuestión de la relación entre fe y razón. Para introducir al auditorio en el carácter dramático y actual del tema, cité algunas palabras de un diálogo cristiano-islámico del siglo XIV, con las que el interlocutor cristiano —el emperador bizantino Manuel II Paleólogo— de forma incomprensiblemente brusca para nosotros, presentó al interlocutor islámico el problema de la relación entre religión y violencia.

Por desgracia, esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Sin embargo, a quien lea atentamente mi texto le resultará claro que de ningún modo quería hacer mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en ese diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal. Mi intención era muy diferente:  partiendo de lo que Manuel II afirma a continuación de modo positivo, con palabras muy hermosas, acerca de la racionalidad que debe guiar en la transmisión de la fe, quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón.

Por consiguiente, el tema de mi conferencia —respondiendo a la misión de la universidad— fue la relación entre fe y razón:  quería invitar al diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y al diálogo de todas las culturas y religiones. Espero que en diferentes ocasiones de mi visita —como por ejemplo en Munich, cuando subrayé la importancia de respetar lo que para otros es sagrado— haya quedado claro mi profundo respeto por las grandes religiones, y en particular por los musulmanes, que “adoran al único Dios” y junto con los cuales estamos comprometidos a “defender y promover la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (Nostra aetate, 3).

Así pues, confío en que, tras las reacciones del primer momento, mis palabras en la universidad de Ratisbona constituyan un impulso y un estímulo a un diálogo positivo, incluso autocrítico, tanto entre las religiones como entre la razón moderna y la fe de los cristianos.

Al día siguiente, 13 de septiembre, por la mañana, en la Antigua Capilla (Alte Kapelle) de Ratisbona, en la que se custodia una imagen milagrosa de María, pintada según la tradición local por el evangelista san Lucas, presidí una breve liturgia para la bendición del nuevo órgano.
Tomando pie de la estructura de este instrumento musical, formado por muchos tubos de diferentes dimensiones, pero todos bien armonizados entre sí, recordé a los presentes la necesidad de que los distintos ministerios, dones y carismas que actúan en la comunidad eclesial contribuyan todos, bajo la guía del Espíritu Santo, a formar la única armonía de la alabanza a Dios y del amor a los hermanos.

La última etapa, el jueves 14 de septiembre, fue la ciudad de Freising. Me siento particularmente vinculado a ella, pues fui ordenado sacerdote precisamente en su catedral, dedicada a María santísima y a san Corbiniano, el evangelizador de Baviera. Y precisamente en la catedral se celebró el último acto programado, el encuentro con los sacerdotes y los diáconos permanentes. Reviviendo las emociones de mi ordenación sacerdotal, recordé a los presentes el deber de colaborar con el Señor para suscitar nuevas vocaciones para el servicio de la “mies”, que también hoy es “mucha”, y los exhorté a cultivar la vida interior  como prioridad pastoral para no  perder  el contacto con Cristo, fuente de alegría en el esfuerzo diario del ministerio.

En la ceremonia de despedida, al dar las gracias una vez más a cuantos habían colaborado en la realización de la visita, reafirmé nuevamente su finalidad principal:  volver a proponer a mis compatriotas las verdades eternas del Evangelio y confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a abrir el corazón y la mente a Aquel que es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 16).
Por esto he orado y por esto os invito a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a seguir orando, a la vez que os agradezco cordialmente el afecto con el que me acompañáis en mi ministerio pastoral cotidiano. Gracias a todos vosotros.

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44 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santo Tomás

44 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTO TOMÁS

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE SEPTIEMBRE DE 2006

SANTO TOMÁS

Queridos hermanos y hermanas:

Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta’am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

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Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber  visto» (Jn 20, 29).

Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.

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43 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bartolomé

43 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BARTOLOMÉ

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE OCTUBRE DE 2006

SAN BARTOLOMÉ

Queridos hermanos y hermanas: 

En la serie de los Apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy nuestra atención se centra en el apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los Doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que varía el nombre de quien lo precede y que puede ser Felipe (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14) o bien Tomás (cf. Hch 1, 13). Su nombre es claramente un patronímico, porque está formulado con una referencia explícita al nombre de su padre. En efecto, se trata de un nombre probablemente de origen arameo,bar Talmay, que significa precisamente “hijo de Talmay”.

De Bartolomé no tenemos noticias relevantes; en efecto, su nombre aparece siempre y solamente dentro de las listas de los Doce citadas anteriormente y, por tanto, no se encuentra jamás en el centro de ninguna narración.

Pero tradicionalmente se lo identifica con Natanael:  un nombre que significa “Dios ha dado”. Este Natanael provenía de Caná (cf.Jn 21, 2) y, por consiguiente, es posible que haya sido testigo del gran “signo” realizado por Jesús en aquel lugar (cf. Jn 2, 1-11). La identificación de los dos personajes probablemente se deba al hecho de que este Natanael, en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, está situado al lado de Felipe, es decir, en el lugar que tiene Bartolomé en las listas de los Apóstoles referidas por los otros evangelios.

A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas:  Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). Como sabemos, Natanael le manifestó un prejuicio más bien fuerte:  “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para nosotros. En efecto, nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret (véase también Jn 7, 42). Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperaríamos. Por otra parte, sabemos que en realidad Jesús no era exclusivamente “de Nazaret”, sino que había nacido en Belén (cf. Mt 2, 1; Lc 2, 4) y que, en último término, venía del cielo, del Padre que está en los cielos.

La historia de Natanael nos sugiere otra reflexión:  en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa:  “Ven y lo verás” (Jn 1, 46).

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Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva:  el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús. De modo análogo los samaritanos, después de haber oído el testimonio de su conciudadana, a la que Jesús había encontrado junto al pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer:  “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 42).

Volviendo a la escena de vocación, el evangelista nos refiere que, cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama:  “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” (Jn 1, 47). Se trata de un elogio que recuerda el texto de un salmo:  “Dichoso el hombre… en cuyo espíritu no hay fraude” (Sal 32, 2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, que replica asombrado:  “¿De qué me conoces?” (Jn 1, 48). La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le dice:  “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1, 48). No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se trata de un momento decisivo en la vida de Natanael.

Él se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión:  este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo:  “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús. Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto complementario de la identidad de Jesús:  es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. No debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes, ya que si proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el riesgo de transformarlo en un ser etéreo y evanescente; y si, por el contrario, reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.

Sobre la sucesiva actividad apostólica de Bartolomé-Natanael no tenemos noticias precisas. Según una información referida por el historiador Eusebio, en el siglo IV, un tal Panteno habría encontrado incluso en la India signos de la presencia de Bartolomé (cf.Hist. eccl. V, 10, 3). En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte desollado, que llegó a ser muy popular. Pensemos en la conocidísima escena del Juicio final en la capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel pintó a san Bartolomé sosteniendo en la mano izquierda su propia piel, en la cual el artista dejó su autorretrato.

Sus reliquias se veneran aquí, en Roma, en la iglesia dedicada a él en la isla Tiberina, adonde las habría llevado el emperador alemán Otón III en el año 983. Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la escasez de informaciones sobre él, de todos modos sigue estando ante nosotros para decirnos que la adhesión a Jesús puede vivirse y testimoniarse también sin la realización de obras sensacionales. Extraordinario es, y seguirá siéndolo, Jesús mismo, al que cada uno de nosotros está llamado a consagrarle su vida y su muerte.

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42 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Simón el Cananeo y Judas Tadeo

42 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN SIMÓN EL CANANEO Y SAN JUDAS TADEO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE OCTUBRE DE 2006

SAN SIMÓN EL CANANEO Y SAN JUDAS TADEO

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy contemplamos a dos de los doce Apóstoles:  Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los Doce siempre aparecen juntos (cf. Mt 10, 4; Mc 3, 18; Lc6, 15; Hch 1, 13), sino también porque las noticias que se refieren a ellos no son muchas, si exceptuamos el hecho de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.

Simón recibe un epíteto diferente en las cuatro listas:  mientras Mateo y Marcos lo llaman “Cananeo”, Lucas en cambio lo define “Zelota”. En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo:  en hebreo, el verbo qanà’ significa “ser celoso, apasionado” y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del pueblo que eligió (cf. Ex 20, 5), como a los hombres que tienen celo ardiente por servir al Dios único con plena entrega, como Elías (cf. 1 R 19, 10).

Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotas, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en los antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas.

Y es hermoso que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de ser diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades:  de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos.

Conviene también  recordar  que  el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que deben encontrar espacio todos los  carismas,  pueblos  y razas, así como  todas  las  cualidades  humanas, que  encuentran  su armonía y su unidad en la comunión con Jesús.

San Simon el Cananeo y San Judas Tadeo krouillong comunion en la mano sacrilegio

Por lo que se refiere a Judas Tadeo, así es llamado por la tradición, uniendo dos nombres diversos:  mientras Mateo y Marcos lo llaman simplemente “Tadeo” (Mt 10, 3; Mc 3, 18), Lucas lo llama “Judas de Santiago” (Lc 6, 16; Hch 1, 13). No se sabe a ciencia cierta de dónde viene el sobrenombre Tadeo y se explica como proveniente del arameo taddà’, que quiere decir “pecho” y por tanto significaría “magnánimo”, o como una abreviación de un nombre griego como “Teodoro, Teódoto”.

Se sabe poco de él. Sólo san Juan señala una petición que hizo a Jesús durante la última Cena. Tadeo le dice al Señor:  “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?”. Es una cuestión de gran actualidad; también nosotros preguntamos al Señor:  ¿por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se manifestó a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice:  “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14, 22-23). Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.

A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que se suelen llamar “católicas” por no estar dirigidas a una Iglesia local determinada, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige “a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo” (v. 1). Esta carta tiene como preocupación central alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a otros hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia “alucinados en sus delirios” (v. 8), así define Judas esas doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos y, utilizando palabras fuertes, dice que “se han ido por el camino de Caín” (v. 11). Además, sin reticencias los tacha de “nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre” (vv. 12-13).

Hoy no se suele utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante. En medio de todas las tentaciones, con todas las corrientes de la vida moderna, debemos conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, es necesario seguir con firme constancia el camino de la indulgencia y el diálogo, que emprendió felizmente el concilio Vaticano II. Pero este camino del diálogo, tan necesario, no debe hacernos olvidar el deber de tener siempre presentes y subrayar con la misma fuerza las líneas fundamentales e irrenunciables de nuestra identidad cristiana.

Por otra parte, es preciso tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía ante las contradicciones del mundo en que vivimos. Por eso, el texto de la carta prosigue así:  “Pero vosotros, queridos ―nos habla a todos nosotros―, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A los que vacilan tratad de convencerlos…” (vv. 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras:  “Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén” (vv. 24-25).

Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado sólo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, ojalá que tanto Simón el Cananeo como Judas Tadeo nos ayuden a redescubrir siempre y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo testimoniarla con valentía y al mismo tiempo con serenidad.

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41 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Judas Iscariote y San Matías

41 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUDAS ISCARIOTE Y SAN MATÍAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE OCTUBRE DE 2006

JUDAS ISCARIOTE Y SAN MATÍAS

Queridos hermanos y hermanas: 

Al terminar hoy de recorrer la galería de retratos de los Apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida terrena, no podemos dejar de mencionar a quien siempre aparece en último lugar en las listas de los Doce:  Judas Iscariote. Y queremos referirnos también a la persona que después fue escogida para sustituirlo, es decir, Matías.

Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una reacción instintiva de reprobación y de condena. El significado del apelativo “Iscariote” es controvertido:  la explicación más común dice que significa “hombre de Keriot”, aludiendo a su pueblo de origen, situado cerca de Hebrón y mencionado dos veces en la sagrada Escritura (cf. Jos 15, 25; Am 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término “sicario”, como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín “sica”. Por último, algunos ven en ese apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa:  “el que iba a entregarlo”. Esta designación se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio:  después de una confesión de fe de Pedro (cf. Jn 6, 71) y luego durante la unción de Betania (cf. Jn 12, 4).

Otros pasajes muestran que la traición se estaba gestando:  “aquel que lo traicionaba”, se dice de él durante la última Cena, después del anuncio de la traición (cf. Mt 26, 25) y luego en el momento en que Jesús fue arrestado (cf. Mt 26, 46. 48; Jn 18, 2. 5). Sin embargo, las listas de los Doce recuerdan la traición como algo ya acontecido:  “Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”, dice Marcos (Mc 3, 19); Mateo (Mt 10, 4) y Lucas (Lc 6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La traición en cuanto tal tuvo lugar en dos momentos:  ante todo en su gestación, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (cf. Mt 26, 14-16), y después en su ejecución con el beso que dio al Maestro en Getsemaní (cf. Mt 26, 46-50).

En cualquier caso, los evangelistas insisten en que le correspondía con pleno derecho el título de Apóstol:  repetidamente se le llama “uno de los Doce” (Mt 26, 14. 47; Mc 14, 10. 20; Jn 6, 71) o “del número de los Doce” (Lc 22, 3). Más aún, en dos ocasiones Jesús, dirigiéndose a los Apóstoles y hablando precisamente  de  él,  lo indica como “uno de vosotros” (Mt 26, 21; Mc14, 18; Jn 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá de Judas que “era uno de los nuestros  y obtuvo un puesto en este ministerio” (Hch 1, 17).

Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de los que Jesús se había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas al intentar explicar lo sucedido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. Ante todo, aunque Judas  era  de hecho el ecónomo del grupo (cf. Jn 12, 6; 13, 29), en realidad también se le llama “ladrón” (Jn 12, 6). Es un misterio su elección, sobre todo teniendo en cuenta que Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él:  “¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!” (Mt 26, 24). Es todavía más profundo el misterio sobre su suerte eterna, sabiendo que Judas “acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de  plata  a  los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo:  “Pequé entregando sangre inocente”” (Mt 27, 3-4).
Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.

Una segunda pregunta atañe al motivo del comportamiento de Judas:  ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico:  Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.

En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto:  Juan dice expresamente  que “el diablo  había  puesto en el  corazón  a  Judas  Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo” (Jn 13, 2); de manera semejante, Lucas escribe:  “Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce” (Lc 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, que cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús lo trató como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no forzaba las voluntades ni les impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana.

En efecto, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de las cosas meramente individualista, autónoma, sino, por el contrario, en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él.

Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a él y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión:  “Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33). Tras su caída, Pedro se arrepintió y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y así se transformó en autodestrucción. Para nosotros es una invitación a tener siempre presente lo que dice san Benito al final del capítulo V de su “Regla”, un capítulo fundamental:  “No desesperar nunca de la misericordia de Dios”. En realidad, “Dios es mayor que nuestra conciencia”, como dice san Juan (1 Jn 3, 20).

Recordemos dos cosas. La primera:  Jesús respeta nuestra libertad. La segunda:  Jesús espera que queramos arrepentirnos y convertirnos; es rico en misericordia y perdón. Por lo demás, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, debemos enmarcarlo en el designio superior de Dios que guía los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en entrega de sí mismo al Padre (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). El verbo “traicionar” es la versión de una palabra griega que significa “entregar”. A veces su sujeto es incluso Dios en persona:  él mismo por amor “entregó” a Jesús por todos nosotros (cf. Rm 8, 32). En su misterioso plan de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo.

Como conclusión, queremos recordar también a quien, después de Pascua, fue elegido para ocupar el lugar del traidor. En la Iglesia de Jerusalén la comunidad presentó a dos discípulos; y después echaron suertes:  “José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías” (Hch l, 23).

San Matias Apostol krouillong comunion en la mano sacrilegio

Precisamente este último fue el escogido y de este modo “fue agregado al número de los doce Apóstoles” (Hch 1, 26). No sabemos nada más de él, salvo que fue testigo de la vida pública de Jesús (cf. Hch 1, 21-22), siéndole fiel hasta el final. A la grandeza de su fidelidad se añadió después la llamada divina a tomar el lugar de Judas, como para compensar su traición.

De aquí sacamos una última lección:  aunque en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrarrestar el mal que ellos realizan con nuestro testimonio fiel a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

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40 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo, perfil del Hombre y del Apóstol

40 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO, PERFIL DEL HOMBRE Y DEL APÓSTOL

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE OCTUBRE DE 2006

SAN PABLO, PERFIL DEL HOMBRE Y DEL APÓSTOL

Queridos hermanos y hermanas: 

Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce Apóstoles, llamados directamente por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos a tratar sobre las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos entregaron su vida por el Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, “entregaron su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo” (Hch 15, 26).

El primero de estos, llamado por el Señor mismo, por el Resucitado, a ser también él auténtico Apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera magnitud en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. San Juan Crisóstomo lo exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles (cf. Panegírico 7, 3). Dante Alighieri, en laDivina Comedia, inspirándose en la narración de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 15), lo define sencillamente como “vaso de elección” (Infierno 2, 28), que significa:  instrumento escogido por Dios. Otros lo han llamado el “decimotercer apóstol” -y realmente él insiste mucho en que es un verdadero apóstol, habiendo sido llamado por el Resucitado-, o incluso “el primero después del Único”.

Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del que tenemos más información, pues no sólo contamos con los relatos de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino también con un grupo de cartas que provienen directamente de su mano y que, sin intermediarios, nos revelan su personalidad y su pensamiento. San Lucas nos informa de que su nombre original era Saulo (cf. Hch 7, 58; 8, 1 etc.), en hebreo Saúl (cf. Hch 9, 14. 17; 22, 7. 13; 26, 14), como el rey Saúl (cf. Hch 13, 21), y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso está situada entre Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel (cf. Hch 22, 3). Había aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hch 18, 3), que más tarde le permitiría proveer él mismo a su propio sustento sin ser una carga para las Iglesias (cf. Hch 20, 34; 1 Co 4, 12; 2 Co 12, 13-14).

Para él fue decisivo conocer a la comunidad de quienes se declaraban discípulos de Jesús. Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo “camino”, como se decía, que no ponía en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien se le atribuía el perdón de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje inaceptable, más aún, escandaloso, y por eso sintió el deber de perseguir a los discípulos de Cristo incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue “alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12).

Mientras san Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles -la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando radicalmente toda su vida-, él en sus cartas va a lo esencial y no habla sólo de una visión (cf. 1 Co 9, 1), sino también de una iluminación (cf. 2 Co 4, 6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado (cf. Ga 1, 15-16). De hecho, se definirá explícitamente “apóstol por vocación” (cf. Rm 1, 1; 1 Co 1, 1) o “apóstol por voluntad de Dios” (2 Co 1, 1; Ef 1, 1; Col 1, 1), como para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura (cf. Flp 3, 7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Desde entonces su vida fue la de un apóstol deseoso de “hacerse todo a todos” (1 Co 9, 22) sin reservas.

De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros:  lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias.

Otra lección fundamental que nos da san Pablo es la dimensión universal que caracteriza a su apostolado. Sintiendo agudamente el problema del acceso de los gentiles, o sea, de los paganos, a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio, literalmente “buena nueva”, es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. Desde el primer momento había comprendido que esta realidad no estaba destinada sólo a los judíos, a un grupo determinado de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Dios es el Dios de todos.

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El punto de partida de sus viajes fue la Iglesia de Antioquía de Siria, donde por primera vez se anunció el Evangelio a los griegos y donde se acuñó también la denominación de “cristianos” (cf. Hch 11, 20. 26), es decir, creyentes en Cristo. Desde allí en un primer momento se dirigió a Chipre; luego, en diferentes ocasiones, a las regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia); y después a las de Europa (Macedonia, Grecia). Más importantes fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar Berea, Atenas y Mileto.

En el apostolado de san Pablo no faltaron dificultades, que afrontó con valentía por amor a Cristo. Él mismo recuerda que tuvo que soportar “trabajos…, cárceles…, azotes; muchas veces peligros de muerte. Tres veces fui azotado con varas; una vez lapidado; tres veces naufragué. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria:  la preocupación por todas las Iglesias” (2 Co 11, 23-28).

En un pasaje de la carta a los Romanos (cf. Rm 15, 24. 28) se refleja su propósito de llegar hasta España, el extremo de Occidente, para anunciar el Evangelio por doquier hasta los confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un Apóstol de esta talla? Es evidente que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, a veces desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que ningún límite podía considerarse insuperable. Para san Pablo, como sabemos, esta razón es Jesucristo, de quien escribe:  “El amor de Cristo nos apremia al pensar que (…) murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 14-15), por nosotros, por todos.

De hecho, el Apóstol dio el testimonio supremo con su sangre bajo el emperador Nerón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales. San Clemente Romano, mi predecesor en esta Sede apostólica en los últimos años del siglo I, escribió:  “Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. (…) Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite de Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de perseverancia”.

Que el Señor nos ayude a poner en práctica la exhortación que nos dejó el apóstol en sus cartas:  “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).

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39 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo, la centralidad de Cristo

39 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. LA CENTRALIDAD DE CRISTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. LA CENTRALIDAD DE CRISTO

Queridos hermanos y hermanas: 

En la catequesis anterior, hace quince días, traté de trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol san Pablo. Vimos cómo el encuentro con Cristo en el camino de Damasco revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de Dios, que aparece más de 500 veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por consiguiente, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra propia vida. En realidad, Jesucristo es el culmen de la historia de la salvación y, por tanto, el verdadero punto que marca la diferencia también en el diálogo con las demás religiones.

Al ver a san Pablo, podríamos formular así la pregunta de fondo:  ¿Cómo se produce el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se deriva de él? La respuesta que da san Pablo se puede dividir en dos momentos.

En primer lugar, san Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e insustituible de la fe. En la carta a los Romanos escribe:  “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Rm 3, 28). Y también en la carta a los Gálatas:  “El hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo; por eso nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Rm 2, 16).

“Ser justificados” significa ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios y entrar en comunión con él; en consecuencia, poder entablar una relación mucho más auténtica con todos nuestros hermanos:  y esto sobre la base de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, san Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras posibles buenas obras, sino solamente de la gracia de Dios:  “Somos justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 24).

Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, el nuevo rumbo que tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. San Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de Dios y de su ley. Al contrario, era observante, con una observancia fiel que rayaba en el fanatismo. Sin embargo, a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo había buscado construirse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo. Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación la expresa así:  “La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20).

Así pues, san Pablo ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo:  dándose a sí mismo; ya no buscándose y construyéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos da el Señor, que nos da la fe. Ante la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede gloriarse de sí mismo, de su propia justicia, conseguida por sí mismo y para sí mismo.

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En otro pasaje, san Pablo, haciéndose eco del profeta Jeremías, aclara su pensamiento:  “El que se gloríe, gloríese en el Señor” (1 Co 1, 31; Jr 9, 22 s); o también:  “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Ga 6, 14).

Al reflexionar sobre lo que quiere decir justificación no por las obras sino por la fe, hemos llegado al segundo elemento que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su vida. Esta identidad cristiana consta precisamente de dos elementos:  no buscarse a sí mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, para participar así personalmente en la vida de Cristo hasta sumergirse en él y compartir tanto su muerte como su vida.

Es lo que escribe san Pablo en la carta a los Romanos:  “Hemos sido bautizados en su muerte. Hemos sido sepultados con él. Somos una misma cosa con él. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (cf. Rm 6, 3. 4. 5. 11). Precisamente esta última expresión es sintomática, pues para san Pablo no basta decir que los cristianos son bautizados o creyentes; para él es igualmente importante decir que ellos “están en Cristo Jesús” (cf. también Rm 8, 1. 2. 39; 12, 5; 16,3. 7. 10; 1 Co 1, 2. 3, etc.).

En otras ocasiones invierte los términos y escribe que “Cristo está en nosotros/vosotros” (Rm 8, 10; 2 Co 13, 5) o “en mí” (Ga 2, 20). Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de san Pablo, completa su reflexión sobre la fe, pues la fe, aunque nos une íntimamente a Cristo, subraya la distinción entre nosotros y él. Pero, según san Pablo, la vida del cristiano tiene también un componente que podríamos llamar “místico”, puesto que implica ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros. En este sentido, el Apóstol llega incluso a calificar nuestros sufrimientos como los “sufrimientos de Cristo en nosotros” (2 Co 1, 5), de manera que “llevamos siempre en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Co 4, 10).

Todo esto debemos aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de san Pablo, que vivió siempre con este gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, más aún, de adoración y alabanza en relación con él. En efecto, lo que somos como cristianos se lo debemos sólo a él y a su gracia. Por tanto, dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario que a nada ni nadie rindamos el homenaje que le rendimos a él.
Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo espiritual; de lo contrario, en vez de gozar de la libertad alcanzada, volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que “estamos en él” tiene que infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría.

En definitiva, debemos exclamar con san Pablo:  “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31). Y la respuesta es que nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8, 39). Por tanto, nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol:  “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13).

Así pues, afrontemos nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por estos grandes sentimientos que san Pablo nos ofrece. Si los vivimos, podremos comprender cuánta verdad encierra lo que el mismo Apóstol escribe:  “Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día”, es decir, hasta el día definitivo (2 Tm 1, 12) de nuestro encuentro con Cristo juez, Salvador del mundo y nuestro.

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38 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo. El Espíritu en nuestros corazones

38 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que en las dos catequesis anteriores, volvemos a hablar de san Pablo y de su pensamiento. Nos encontramos ante un gigante no sólo por su apostolado concreto, sino también por su doctrina teológica, extraordinariamente profunda y estimulante. Después de haber meditado, la vez pasada, en lo que escribió san Pablo sobre el puesto central que ocupa Jesucristo en nuestra vida de fe, hoy veremos lo que nos dice sobre el Espíritu Santo y su presencia en nosotros, pues también en esto el Apóstol tiene algo muy importante que enseñarnos.

Ya conocemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu en Pentecostés impulsa con fuerza a asumir el compromiso de la misión para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los Apóstoles narra una serie de misiones realizadas por los Apóstoles, primero en Samaría, después en la franja de la costa de Palestina, y luego en Siria.

Sobre todo se narran los tres grandes viajes misioneros realizados por san Pablo, como ya recordé en un anterior encuentro del miércoles.

Ahora bien, san Pablo, en sus cartas nos habla del Espíritu también desde otra perspectiva. No se limita a ilustrar la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, san Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre elactuar del cristiano sino también sobre su ser. En efecto, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (cf. Rm 8, 9; 1 Co 3, 16) y que “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Ga 4, 6).

Por tanto, para san Pablo el Espíritu nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser. A este propósito escribe estas importantes palabras: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. (…) Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 2. 15), dado que somos hijos, podemos llamar “Padre” a Dios.

epistolario paulino san pablo escribiendo sus cartas krouillong sacrilega comunion en la mano

Así pues, se ve claramente que el cristiano, incluso antes de actuar, ya posee una interioridad rica y fecunda, que le ha sido donada en los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, una interioridad que lo sitúa en una relación objetiva y original de filiación con respecto a Dios. Nuestra gran dignidad consiste precisamente en que no sólo somos imagen, sino también hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra filiación, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad semejante, aunque no igual, a la de Jesús mismo, el único Hijo verdadero en sentido pleno. En él se nos da o se nos restituye la condición filial y la libertad confiada en relación con el Padre.

De este modo descubrimos que para el cristiano el Espíritu ya no es sólo el “Espíritu de Dios”, como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como se sigue repitiendo en el lenguaje cristiano (cf. Gn 41, 38; Ex 31, 3; 1 Co 2, 11-12; Flp 3, 3; etc.). Y tampoco es sólo un “Espíritu Santo” entendido genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo Testamento (cf. Is 63, 10-11; Sal 51, 13), y del mismo judaísmo en sus escritos (cf. Qumrán, rabinismo). Es específica de la fe cristiana la convicción de que el Señor resucitado, el cual se ha convertido él mismo en “Espíritu que da vida” (1 Co 15, 45), nos da una participación original de este Espíritu.

Precisamente por este motivo san Pablo habla directamente del “Espíritu de Cristo” (Rm 8, 9), del “Espíritu del Hijo” (Ga 4, 6) o del “Espíritu de Jesucristo” (Flp 1, 19). Es como si quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (cf. Jn 14, 9), sino que también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.

San Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. En efecto, escribe: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene ―¡realmente no sabemos hablar con Dios!―; mas el Espíritu mismo intercede continuamente por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, o sea, el Espíritu del Padre y del Hijo, es ya como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, cuyos términos no podemos ni siquiera precisar.

En efecto, el Espíritu, siempre activo en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender así a orar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.

Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos enseña san Pablo: su relación con el amor. El Apóstol escribe: “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). En mi carta encíclica Deus caritas est cité una frase muy elocuente de san Agustín: “Ves la Trinidad si ves el amor” (n. 19), y luego expliqué: “El Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón (de los creyentes) con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como él los ha amado” (ib.). El Espíritu nos sitúa en el mismo ritmo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo.

De forma muy significativa, san Pablo, cuando enumera los diferentes frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…” (Ga 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la santa misa con una expresión de san Pablo: “La comunión del Espíritu Santo (es decir, la que él realiza) esté con todos vosotros” (2 Co 13, 13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Así se comprende por qué san Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: “Sed fervorosos en el Espíritu” y “No devolváis a nadie mal por mal” (Rm 12, 11. 17).

Por último, el Espíritu, según san Pablo, es una prenda generosa que el mismo Dios nos ha dado como anticipación y al mismo tiempo como garantía de nuestra herencia futura (cf. 2 Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 13-14). Aprendamos así de san Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, la alegría, la comunión y la esperanza. Debemos hacer cada día esta experiencia, secundando las mociones interiores del Espíritu; en el discernimiento contamos con la guía iluminadora del Apóstol.

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37 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo. La vida en la Iglesia

37 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. LA VIDA EN LA IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. LA VIDA EN LA IGLESIA

Queridos hermanos y hermanas:

Concluimos hoy nuestros encuentros con el apóstol san Pablo, dedicándole una última reflexión. No podemos despedirnos de él sin considerar uno de los elementos decisivos de su actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento: la realidad de la Iglesia. Tenemos que constatar, ante todo, que su primer contacto con la persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un contacto turbulento. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se transformó inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo tres veces en diferentes cartas: “He perseguido a la Iglesia de Dios”, escribe (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6), presentando su comportamiento casi como el peor crimen.

La historia nos demuestra que normalmente se llega a Jesús pasando por la Iglesia. En cierto sentido, como decíamos, es lo que le sucedió también a san Pablo, el cual encontró a la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso, este contacto fue contraproducente: no provocó la adhesión, sino más bien un rechazo violento.

La adhesión de Pablo a la Iglesia se realizó por una intervención directa de Cristo, quien al revelársele en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era perseguirlo a él, el Señor. En efecto, el Resucitado dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9, 4). Al perseguir a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende por qué la Iglesia estuvo tan presente en el pensamiento, en el corazón y en la actividad de san Pablo.

En primer lugar estuvo presente en cuanto que fundó literalmente varias Iglesias en las diversas ciudades a las que llegó como evangelizador. Cuando habla de su “preocupación por todas las Iglesias” (2 Co 11, 28), piensa en las diferentes comunidades cristianas constituidas sucesivamente en Galacia, Jonia, Macedonia y Acaya. Algunas de esas Iglesias también le dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió por ejemplo con las Iglesias de Galacia, que se pasaron “a otro evangelio” (Ga 1, 6), a lo que él se opuso con firmeza. Sin embargo, no se sentía unido de manera fría o burocrática, sino intensa y apasionada, a las comunidades que fundó.

Por ejemplo, define a los filipenses “hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona” (Flp 4, 1). Otras veces compara a las diferentes comunidades con una carta de recomendación única en su género: “Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres” (2 Co 3, 2). En otras ocasiones les demuestra un verdadero sentimiento no sólo de paternidad, sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándolos “hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ga 4, 19; cf. 1 Co 4, 14-15; 1 Ts 2, 7-8).

En sus cartas, san Pablo nos ilustra también su doctrina sobre la Iglesia en cuanto tal. Es muy conocida su original definición de la Iglesia como “cuerpo de Cristo”, que no encontramos en otros autores cristianos del siglo I (cf. 1 Co 12, 27; Ef 4, 12; 5, 30; Col 1, 24). La raíz más profunda de esta sorprendente definición de la Iglesia la encontramos en el sacramento del Cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: “Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo” (1 Co 10, 17). En la misma Eucaristía Cristo nos da su Cuerpo y nos convierte en su Cuerpo. En este sentido, san Pablo dice a los Gálatas: “Todos vosotros sois uno en Cristo” (Ga 3, 28).

Con todo esto, san Pablo nos da a entender que no sólo existe una pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta forma de equiparación e identificación de la Iglesia con Cristo mismo. Por tanto, la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir, de todos los que formamos parte de ella, deriva del hecho de que somos miembros de Cristo, como una extensión de su presencia personal en el mundo.

san pablo predicando en atenas krouillong sacrilega comunion en la mano

Y de aquí deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir realmente en conformidad con Cristo. De aquí derivan también las exhortaciones de san Pablo a propósito de los diferentes carismas que animan y estructuran a la comunidad cristiana. Todos se remontan a un único manantial, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia nadie carece de un carisma, pues, como escribe el Apóstol, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7). Ahora bien, lo importante es que todos los carismas contribuyan juntos a la edificación de la comunidad y no se conviertan, por el contrario, en motivo de discordia. A este respecto, san Pablo se pregunta retóricamente: “¿Está dividido Cristo?” (1 Co 1, 13). Sabe bien y nos enseña que es necesario “conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados” (Ef 4, 3-4).

Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa decir que se debe uniformar o aplanar la vida eclesial según una manera única de actuar. En otro lugar, san Pablo invita a “no extinguir el Espíritu” (1 Ts 5, 19), es decir, a dejar generosamente espacio al dinamismo imprevisible de las manifestaciones carismáticas del Espíritu, el cual es una fuente de energía y de vitalidad siempre nueva. Pero para san Pablo la edificación mutua es un criterio especialmente importante: “Que todo sea para edificación” (1 Co 14, 26). Todo debe ayudar a construir ordenadamente el tejido eclesial, no sólo sin estancamientos, sino también sin fugas ni desgarramientos.

En una de sus cartas san Pablo presenta a la Iglesia como esposa de Cristo (cf. Ef 5, 21-33), utilizando una antigua metáfora profética, que consideraba al pueblo de Israel como la esposa del Dios de la alianza (cf. Os 2, 4. 21; Is 54, 5-8): así se pone de relieve la gran intimidad de las relaciones entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque es objeto del más tierno amor por parte de su Señor, ya sea porque el amor debe ser recíproco, y por consiguiente, también nosotros, en cuanto miembros de la Iglesia, debemos demostrarle una fidelidad apasionada.

Así pues, en definitiva, está en juego una relación de comunión: la relación ―por decirlo así― vertical, entre Jesucristo y todos nosotros, pero también la horizontal, entre todos los que se distinguen en el mundo por “invocar el nombre de Jesucristo, Señor nuestro” (1 Co 1, 2). Esta es nuestra definición: formamos parte de los que invocan el nombre del Señor Jesucristo. De este modo se entiende cuán deseable es que se realice lo que el mismo san Pablo dice en su carta a los Corintios: “Por el contrario, si todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido por todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros” (1 Co 14, 24-25).

Así deberían ser nuestros encuentros litúrgicos. Si entrara un no cristiano en una de nuestras asambleas, al final debería poder decir: “Verdaderamente Dios está con vosotros”. Pidamos al Señor que vivamos así, en comunión con Cristo y en comunión entre nosotros.

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