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116 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Los esposos Priscila y Áquila

116 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LOS ESPOSOS PRISCILA Y ÁQUILA

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE FEBRERO DE 2007

Los esposos Priscila y Áquila

Queridos hermanos y hermanas: 

Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de los primeros testigos de la fe cristiana, que comenzamos hace unas semanas, hoy tomamos en consideración a una pareja de esposos. Se trata de los cónyuges Priscila y Áquila, que se encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en torno al apóstol san Pablo, a quienes ya aludí brevemente el miércoles pasado. De acuerdo con las noticias que tenemos, esta pareja de esposos desempeñó un papel muy activo en el tiempo pospascual de los orígenes de la Iglesia.

Los nombres de Áquila y Priscila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío. Sin embargo, al menos Áquila procedía geográficamente de la diáspora de Anatolia del norte, que da al mar Negro, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo nombre se utiliza a veces abreviado en Prisca, era probablemente una judía procedente de Roma (cf. Hch 18, 2).

En cualquier caso, habían llegado desde Roma a Corinto, donde san Pablo se encontró con ellos al inicio de los años cincuenta; allí se unió a ellos, dado que, como narra san Lucas, ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico; incluso fue acogido en su casa (cf. Hch 18, 3).
El motivo de su traslado a Corinto fue la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían en la urbe. El historiador romano Suetonio, refiriéndose a este acontecimiento, nos dice que expulsó a los judíos porque “provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto” (cf. Vidas de los doce Césares, Claudio, 25). Se ve que no conocía bien el nombre —en vez de Cristo escribe “Cresto”— y sólo tenía una idea muy confusa de lo que había sucedido.

En cualquier caso, había discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas eran motivo suficiente para expulsar simplemente a todos los judíos de Roma. De ahí se deduce que estos dos esposos ya habían abrazado la fe cristiana en Roma, en los años cuarenta, y que ahora habían encontrado en san Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe —que Jesús es el Cristo—, sino que además era apóstol, llamado personalmente por el Señor resucitado. Por tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde lo acogen en su casa y trabajan juntos en la fabricación de tiendas.

Priscila y Áquila esposos discipulos de San Pablo krouillong comunion en la mano sacrilegio

En un segundo momento, se trasladaron a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un papel decisivo para completar la formación cristiana del judío alejandrino Apolo, de quien hablamos el miércoles pasado. Dado que este sólo conocía someramente la fe cristiana, “al oírle Áquila y Priscila, lo tomaron consigo y le expusieron más exactamente el camino de Dios” (Hch 18, 26). Cuando en Éfeso el apóstol san Pablo escribe su primera carta a los Corintios, además de sus saludos personales, envía explícitamente también los de “Áquila y Prisca, junto con la iglesia que se reúne en su casa” (1 Co 16, 19).

Así conocemos el papel importantísimo que desempeñó esta pareja de esposos en el ámbito de la Iglesia primitiva:  acogían en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar, cuando se reunían para escuchar la palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. Ese tipo de reunión es precisamente la que en griego se llama ekklesìa —en latín “ecclesia”, en italiano “chiesa”, en español “iglesia”—, que quiere decir convocación, asamblea, reunión.

Así pues, en la casa de Áquila y Priscila se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados misterios. De este modo, podemos ver cómo nace la realidad de la Iglesia en las casas de los creyentes. De hecho, hasta el siglo III los cristianos no tenían lugares propios de culto:  estos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta que se deshizo la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento, y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el Antiguo Testamento. Luego, tras esa “ruptura”, los cristianos se reúnen en las casas, que así se convierten en “Iglesia”. Y por último, en el siglo III, surgen los auténticos edificios del culto cristiano. Pero aquí, en la primera mitad del siglo I, y en el siglo II, las casas de los cristianos se transforman en auténtica “iglesia”. Como he dicho, juntos leen las sagradas Escrituras y se celebra la Eucaristía. Es lo que sucedía, por ejemplo, en Corinto, donde san Pablo menciona a un cierto “Gayo, que me hospeda a mí y a toda la comunidad” (Rm 16, 23), o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la casa de una cierta Ninfas (cf. Col 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la casa de un tal Arquipo (cf. Flm 2).

Al regresar posteriormente a Roma, Áquila y Priscila siguieron desempeñando esta función importantísima también en la capital del imperio. En efecto, san Pablo, en su carta a los Romanos, les envía este saludo particular:  “Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos  expusieron  su cabeza para salvarme. Y no sólo les estoy agradecido yo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa” (Rm 16, 3-5).

¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran esas palabras! Lo hace nada más y nada menos que el apóstol san Pablo, el cual define explícitamente a los dos como verdaderos e importantes colaboradores de su apostolado. La alusión al hecho de que habían arriesgado la vida por él se refiere probablemente a intervenciones en favor de él durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma Éfeso (cf. Hch 19, 23; 1 Co 15, 32; 2 Co 1, 8-9). Y el hecho de que san Pablo, además de su gratitud personal manifieste la gratitud de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda parecer una hipérbole, da a entender cuán amplio era su radio de acción o por lo menos su influjo en beneficio del Evangelio.

La tradición hagiográfica posterior dio una importancia muy particular a Priscila, aunque queda el problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, en Roma tenemos una iglesia dedicada a santa Prisca, en el Aventino, y también las catacumbas de Priscila, en la vía Salaria. De este modo, se perpetúa el recuerdo de una mujer que fue seguramente una persona activa y de gran valor en la historia del cristianismo romano. Ciertamente, a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de fieles laicos, de familias, de esposos como Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación. No sólo pudo crecer gracias a los Apóstoles que lo anunciaban. Para arraigar en la tierra del pueblo, para desarrollarse ampliamente, era necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades cristianas, de fieles laicos que ofrecieron el “humus” al crecimiento de la fe. Y sólo así crece siempre la Iglesia.

Esta pareja demuestra, en particular, la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están sostenidos por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia resulta natural. La comunión diaria de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una responsabilidad común en favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de este. Así sucedió en la primera generación y así seguirá sucediendo.

De su ejemplo podemos sacar otra lección importante:  toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y atención recíproca, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de Jesucristo. Por eso, en la carta a los Efesios, san Pablo compara la relación matrimonial con la comunión esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 25-33). Más aún, podríamos decir que el Apóstol indirectamente configura la vida de la Iglesia con la de la familia. Y la Iglesia, en realidad, es la familia de Dios. Por eso, honramos a Áquila y Priscila como modelos de una vida conyugal responsablemente comprometida al servicio de toda la comunidad cristiana. Y vemos en ellos el modelo de la Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.

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115 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Las mujeres al servicio del Evangelio

115 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LAS MUJERES AL SERVICIO DEL EVANGELIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE FEBRERO DE 2007

 

Las mujeres al servicio del Evangelio

Queridos hermanos y hermanas:

Llegamos hoy al final de nuestro recorrido entre los testigos del cristianismo naciente que mencionan los escritos del Nuevo Testamento. Y usamos la última etapa de este primer recorrido para centrar nuestra atención en las numerosas figuras femeninas que desempeñaron un papel efectivo y valioso en la difusión del Evangelio. No se puede olvidar su testimonio, como dijo el mismo Jesús sobre la mujer que le ungió la cabeza poco antes de la Pasión:  “Yo os aseguro:  dondequiera que se proclame esta buena nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha  hecho  para  memoria suya” (Mt 26, 13; Mc 14, 9).

El Señor quiere que estos testigos del Evangelio, estas figuras que dieron su contribución para que creciera la fe en él, sean conocidas y su recuerdo siga vivo en la Iglesia. Históricamente podemos distinguir el papel de las mujeres en el cristianismo primitivo, durante la vida terrena de Jesús y durante las vicisitudes de la primera generación cristiana.

Ciertamente, como sabemos, Jesús escogió entre sus discípulos a doce hombres como padres del nuevo Israel, “para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14-l5). Este hecho es evidente, pero, además de los Doce, columnas de la Iglesia, padres del nuevo pueblo de Dios, fueron escogidas también muchas mujeres en el grupo de los discípulos.

Sólo puedo mencionar brevemente a las que se encontraron en el camino de Jesús mismo, desde la profetisa Ana (cf. Lc 2, 36-38) hasta la samaritana (cf. Jn 4, 1-39), la mujer siro-fenicia (cf. Mc 7, 24-30), la hemorroísa (cf. Mt 9, 20-22) y la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Y no hablaré de las protagonistas de algunas de sus eficaces parábolas, por ejemplo, la mujer que hace el pan (Mt 13, 33), la que pierde la dracma (Lc 15, 8-10) o la viuda que importuna al juez (Lc 18, 1-8). Para nuestra reflexión son más significativas las mujeres que desempeñaron un papel activo en el marco de la misión de Jesús.

En primer lugar, pensamos naturalmente en la Virgen María, que con su fe y su obra maternal colaboró de manera única en nuestra Redención, hasta el punto de que Isabel pudo llamarla “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42), añadiendo:  “Bienaventurada la que ha creído” (Lc 1, 45). Convertida en discípula de su Hijo, María manifestó en Caná una confianza total en él (cf. Jn 2, 5) y lo siguió hasta el pie de la cruz, donde recibió de él una misión materna para todos sus discípulos de todos los tiempos, representados por san Juan (cf. Jn 19, 25-27).

Además, encontramos a varias mujeres que de diferentes maneras giraron en torno a la figura de Jesús con funciones de responsabilidad. Constituyen un ejemplo elocuente las mujeres que seguían a Jesús para servirle con sus bienes. San Lucas menciona algunos nombres:  María Magdalena, Juana, Susana y “otras muchas” (cf. Lc 8, 2-3). Asimismo, los Evangelios nos informan de que las mujeres, a diferencia de los Doce, no abandonaron a Jesús en la hora de la pasión (cf. Mt 27, 56. 61; Mc 15, 40). Entre estas destaca en particular la Magdalena, que no sólo estuvo presente en la Pasión, sino que se convirtió también en el primer testigo y heraldo del Resucitado (cf. Jn 20, 1. 11-18). Precisamente a María Magdalena santo Tomás de Aquino le da el singular calificativo de “apóstol de los Apóstoles” (“apostolorum apostola”), dedicándole un bello comentario:  “Del mismo modo que una mujer había anunciado al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer fue la primera en anunciar a los Apóstoles palabras de vida” (Super Ioannem, ed. Cai, 2519).

En el ámbito de la Iglesia primitiva la presencia femenina tampoco fue secundaria. No insistimos en las cuatro hijas del “diácono” Felipe, cuyo nombre no se menciona, residentes en Cesarea Marítima, dotadas todas ellas, como dice san Lucas, del “don de profecía”, es decir, de la facultad de hablar públicamente bajo la acción del Espíritu Santo (cf. Hch 21, 9). La brevedad de la noticia no permite sacar deducciones más precisas.

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Debemos a san Pablo una documentación más amplia sobre la dignidad y el papel eclesial de la mujer. Toma como punto de partida el principio fundamental según el cual para los bautizados “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer”. El motivo es que “todos somos uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28), es decir, todos tenemos la misma dignidad de fondo, aunque cada uno con funciones específicas (cf. 1 Co 12, 27-30).

El Apóstol admite como algo normal que en la comunidad cristiana la mujer pueda “profetizar” (1 Co 11, 5), es decir, hablar abiertamente bajo el influjo del Espíritu, a condición de que sea para la edificación de la comunidad y que se haga de modo digno. Por tanto, hay que relativizar la sucesiva y conocida exhortación:  “Las mujeres cállense en las asambleas” (1 Co 14, 34).

Dejamos a los exegetas el consiguiente problema, muy  discutido, sobre la relación entre la primera frase —las mujeres pueden profetizar en la asamblea—, y la otra —no pueden hablar—, es decir, la relación entre estas dos indicaciones, que aparentemente son contradictorias. No conviene discutirlo aquí. El miércoles pasado ya hablamos de Prisca o Priscila, esposa de Áquila, que en dos casos sorprendentemente es mencionada antes que su marido (cf. Hch 18, 18; Rm 16, 3); en cualquier caso, ambos son calificados explícitamente por san Pablo como sus “colaboradores” –sun-ergoús (Rm 16, 3).

Hay otras observaciones que no conviene descuidar. Por ejemplo, es preciso constatar que san Pablo dirige también a una mujer de nombre “Apfia” la breve carta a Filemón (cf. Flm 2). Traducciones latinas y sirias del texto griego añaden al nombre “Apfia” el calificativo de “soror carissima” (ib.) y conviene notar que en la comunidad de Colosas debía ocupar un puesto importante; en todo caso, es la única mujer mencionada por san Pablo entre los destinatarios de una carta suya.

En otros pasajes, el Apóstol menciona a una cierta “Febe”, a la que llama diákonos de la Iglesia en Cencreas, pequeña localidad portuaria al este de Corinto (cf. Rm 16, 1-2). Aunque en aquel tiempo ese título todavía no tenía un valor ministerial específico de carácter jerárquico, demuestra que esa mujer ejercía verdaderamente un cargo de responsabilidad en favor de la comunidad cristiana. San Pablo pide que la reciban cordialmente y le ayuden “en cualquier cosa que necesite”, y después añade:  “pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo”.

En el mismo contexto epistolar, el Apóstol, con gran delicadeza, recuerda otros nombres de mujeres: una cierta María, y después Trifena, Trifosa, Pérside, “muy querida”, y Julia, de las que escribe abiertamente que “se han fatigado por vosotros” o “se han fatigado en el Señor” (Rm 16, 6. 12a. 12b. 15), subrayando así su intenso compromiso eclesial.

Asimismo, en la Iglesia de Filipos se distinguían dos mujeres llamadas Evodia y Síntique (Flp 4, 2):  el llamamiento que san Pablo hace a la concordia mutua da a entender que estas dos mujeres desempeñaban una función importante dentro de esa comunidad.

En síntesis, la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres. Por eso, como escribió mi venerado y querido predecesor Juan Pablo II en la carta apostólicaMulieris dignitatem, “la Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una. (…) La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del “genio” femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del pueblo de Dios, por todas las victorias  que  debe  a su fe, esperanza y  caridad; manifiesta  su  gratitud por todos  los  frutos  de santidad femenina” (n. 31).

Como se ve, el elogio se refiere a las mujeres en el transcurso de la historia de la Iglesia y se expresa en nombre de toda la comunidad  eclesial. También nosotros nos unimos a este aprecio, dando gracias al Señor porque él guía a su Iglesia, de generación en generación, sirviéndose indistintamente de hombres y mujeres, que saben hacer fructificar su fe  y su bautismo para el bien de todo el Cuerpo eclesial, para mayor gloria de Dios.

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114 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

114 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MIÉRCOLES DE CENIZA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE FEBRERO DE 2007

Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles de Ceniza, que hoy celebramos, es para nosotros, los cristianos, un día particular, caracterizado por un intenso espíritu de recogimiento y de reflexión. En efecto, iniciamos el camino de la Cuaresma, tiempo de escucha de la palabra de Dios, de oración y de penitencia. Son cuarenta días en los que la liturgia nos ayudará a revivir las fases destacadas del misterio de la salvación.

Como sabemos, el hombre fue creado para ser amigo de Dios, pero el pecado de los primeros padres rompió esa relación de confianza y de amor y, como consecuencia, hizo a la humanidad incapaz de realizar su vocación originaria. Sin embargo, gracias al sacrificio redentor de Cristo, hemos sido rescatados del poder del mal. En efecto, como escribe el apóstol san Juan, Cristo se hizo víctima de expiación por nuestros pecados (cf. 1 Jn 2, 2); y san Pedro añade:  murió una vez para siempre por los pecados (cf. 1 P 3, 18).

También el bautizado, al morir en Cristo al pecado, renace a una vida nueva, restablecido gratuitamente en su dignidad de hijo de Dios. Por esto, en la primitiva comunidad cristiana, el bautismo era considerado como “la primera resurrección” (cf. Ap 20, 5; Rm 6, 1-11; Jn 5, 25-28).
Por tanto, desde los orígenes, la Cuaresma se vive como el tiempo de la preparación inmediata al bautismo, que se administra solemnemente durante la Vigilia pascual. Toda la Cuaresma era un camino hacia este gran encuentro con Cristo, hacia esta inmersión en Cristo y esta renovación de la vida. Nosotros ya estamos bautizados, pero con frecuencia el bautismo no es muy eficaz en nuestra vida diaria. Por eso, también para nosotros la Cuaresma es un “catecumenado” renovado, en el que salimos de nuevo al encuentro de nuestro  bautismo  para  redescubrirlo y volver a vivirlo en profundidad, para  ser de nuevo realmente cristianos.

Así pues, la Cuaresma es una oportunidad para “volver a ser” cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de progreso en el conocimiento y en el amor de Cristo. La conversión no se realiza nunca de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda nuestra vida. Ciertamente, este itinerario de conversión evangélica no puede limitarse a un período particular del año:  es un camino de cada día, que debe abrazar toda la existencia, todos los días de nuestra vida.

Desde esta perspectiva, para cada cristiano y para todas las comunidades eclesiales, la Cuaresma es el tiempo espiritual propicio para entrenarse con mayor tenacidad en la búsqueda de Dios, abriendo el corazón a Cristo. San Agustín dijo una vez que nuestra vida es un ejercicio del deseo de acercarnos a Dios, de ser capaces de dejar entrar a Dios en nuestro ser. “Toda la vida del cristiano fervoroso —dice— es un santo deseo”. Si esto  es así, en Cuaresma se nos invita con mayor fuerza a arrancar “de nuestros deseos las raíces de la vanidad” para educar el corazón a desear, es decir, a amar a Dios. “Dios —dice también san Agustín—, es todo lo que deseamos” (cf. Tract. in Iohn., 4). Ojalá que  comencemos  realmente a desear a Dios, para desear así  la  verdadera  vida, el amor mismo y la verdad.

Es muy oportuna la exhortación de Jesús, que refiere el evangelista san Marcos:  “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). El deseo sincero de Dios nos lleva a evitar el mal y a hacer el bien. Esta conversión del corazón es ante todo un don gratuito de Dios, que nos ha creado para sí y en Jesucristo nos ha redimido:  nuestra verdadera felicidad consiste en permanecer en él (cf. Jn15, 4). Por este motivo, él mismo previene con su gracia nuestro deseo y acompaña nuestros esfuerzos de conversión.

Pero, ¿qué es en realidad convertirse? Convertirse quiere decir buscar a Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de su Hijo, de Jesucristo; convertirse no es un esfuerzo para autorrealizarse, porque el ser humano no es el arquitecto de su propio destino eterno. Nosotros no nos hemos hecho a nosotros mismos. Por ello, la autorrealización es una contradicción y, además, para nosotros es demasiado poco. Tenemos  un destino más alto. Podríamos decir que la conversión consiste precisamente en no considerarse “creadores” de sí mismos, descubriendo de este modo la verdad, porque no somos autores de nosotros mismos.

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La conversión consiste en aceptar libremente y con amor que dependemos totalmente de Dios, nuestro verdadero Creador; que dependemos del amor. En realidad, no se trata de dependencia, sino de libertad. Por tanto, convertirse significa no buscar el éxito personal —que es algo efímero—, sino, abandonando toda seguridad humana, seguir con sencillez y confianza al Señor a fin de que Jesús sea para cada uno, como solía repetir la beata Teresa de Calcuta, “mi todo en todo”. Quien se deja conquistar por él no tiene miedo de perder su vida, porque en la cruz él nos amó y se entregó por nosotros. Y precisamente, perdiendo por amor nuestra vida, la volvemos a encontrar.

En el mensaje para la Cuaresma publicado hace pocos días, puse de relieve el inmenso amor que Dios nos tiene, para que los cristianos de todas las comunidades se unan espiritualmente durante el tiempo de la Cuaresma a María y Juan, el discípulo predilecto, en la contemplación de Cristo, que en la cruz consumó por la humanidad el sacrificio de su vida (cf. Jn 19, 25).

Sí, queridos hermanos y hermanas, la cruz es la revelación definitiva del amor y de la misericordia divina también para nosotros, hombres y mujeres de nuestra época, con demasiada frecuencia distraídos por preocupaciones e intereses terrenos y momentáneos. Dios es amor y su amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora bien, para entrar en este misterio de amor no hay otro camino que el de perdernos, entregarnos:  el camino de la cruz. “Si alguno quiere venir en pos de mí —dice el Señor—, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). Por eso, la liturgia cuaresmal, además de invitarnos a reflexionar y orar, nos estimula a valorar más la penitencia y el sacrificio, para rechazar el pecado y el mal, y vencer el egoísmo y la indiferencia. De este modo, la oración, el ayuno y la penitencia, las obras de caridad en favor de los hermanos se convierten en sendas espirituales que hay que recorrer para volver a Dios, respondiendo a los repetidos llamamientos a la conversión, presente también en la liturgia de hoy (cf. Jl 2, 12-13; Mt 6, 16-18).

Queridos hermanos y hermanas, que el período cuaresmal, que hoy iniciamos con el austero y significativo rito de la imposición de la Ceniza, sea para todos una  renovada  experiencia  del  amor misericordioso de Cristo, que en la cruz derramó  su  sangre por nosotros.

Sigamos dócilmente su ejemplo para “volver a dar” también nosotros su amor al prójimo, especialmente a los que sufren y atraviesan dificultades. Esta es la misión de todo discípulo de Cristo, pero para cumplirla es necesario permanecer a la escucha de su Palabra y alimentarse asiduamente de su Cuerpo y de su Sangre. Que el itinerario cuaresmal, que en la Iglesia antigua era itinerario hacia la iniciación cristiana, hacia el bautismo y la Eucaristía, sea para nosotros, los bautizados, un tiempo “eucarístico”, en el que participemos con mayor fervor en el sacrificio de la Eucaristía.

La Virgen María, que, después de compartir la pasión dolorosa de su Hijo divino, experimentó la alegría de la resurrección, nos acompañe en esta Cuaresma hacia el misterio de la Pascua, revelación suprema del amor de Dios.

¡Buena Cuaresma a todos!

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113 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Clemente Romano

113 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CLEMENTE ROMANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE MARZO DE 2007

San Clemente Romano

Queridos hermanos y hermanas: 

Durante los meses pasados hemos meditado en las figuras de cada uno de los Apóstoles y en los primeros testigos de la fe cristiana mencionados en los escritos del Nuevo Testamento. Ahora, dedicaremos nuestra atención a los padres apostólicos, es decir, a la primera y a la segunda generación de la Iglesia después de los Apóstoles. Así podemos ver cómo comienza el camino de la Iglesia en la historia.

San Clemente, obispo de Roma en los últimos años del siglo I, es el tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Anacleto. El testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo, obispo de Lyon hasta el año 202, el cual atestigua que san Clemente “había visto a los Apóstoles”, “se había relacionado con ellos” y “tenía todavía la predicación apostólica en sus oídos y su tradición ante sus ojos” (Adversus haereses, III, 3, 3). Testimonios tardíos, entre los siglos IV y VI, atribuyen a san Clemente el título de mártir.

La autoridad y el prestigio de este Obispo de Roma eran tan grandes, que se le atribuyeron varios escritos, pero su única obra segura es la Carta a los Corintios. Eusebio de Cesarea, el gran “archivero” de los orígenes cristianos, la presenta con estas palabras:  “Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica, grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la Iglesia de Corinto… Sabemos que desde hace mucho tiempo y todavía hoy es leída públicamente durante la asamblea de los fieles” (Hist. Eccl. 3, 16).

A esta carta se le atribuía un carácter casi canónico. Al inicio de este texto, escrito en griego, san Clemente se lamenta de que “las repentinas y sucesivas calamidades y tribulaciones” (1, 1), le habían impedido una intervención en el tiempo oportuno. Estas “adversidades” se identifican con la persecución de Domiciano:  por eso, la fecha de composición de la carta se debe remontar a un tiempo inmediatamente posterior a la muerte del emperador y al final de la persecución, es decir, inmediatamente después del año 96.

La intervención de san Clemente —estamos todavía en el siglo I— era requerida por los graves problemas por los que atravesaba la Iglesia de Corinto:  en efecto, los presbíteros de la comunidad habían sido destituidos por algunos jóvenes contestadores. También san Ireneo alude a esa triste situación cuando escribe:  “Bajo el gobierno de Clemente se produjo entre los hermanos de Corinto una divergencia de opiniones no pequeña; la Iglesia de Roma envió a los Corintios una carta importantísima para reconciliarlos en la paz, renovar su fe y anunciarles la tradición que ella había recibido recientemente de los Apóstoles” (Adversus haereses, III, 3, 3).

Por tanto, podríamos decir que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado romano después de la muerte de san Pedro. La carta de san Clemente retoma algunos temas muy queridos por san Pablo, que había escrito dos grandes cartas a los Corintios, en particular, la dialéctica teológica, perennemente actual, entre el indicativo de la salvación y el imperativo del compromiso moral. Ante todo está la buena nueva de la gracia que salva. El Señor nos previene y nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser cristianos, hermanos y hermanas suyos. Es una buena nueva que llena de alegría nuestra vida y que da seguridad a nuestro actuar:  el Señor nos previene siempre con su bondad, y la bondad del Señor es siempre más grande que todos nuestros pecados.
Sin embargo, debemos comprometernos de manera coherente con el don recibido y responder al anuncio de la salvación con un camino generoso y valiente de conversión. Con respecto al modelo de san Pablo, la novedad está en que san Clemente, después de la parte doctrinal y de la parte práctica, que constituían el núcleo de todas las cartas de san Pablo, presenta una “gran oración”, con la que prácticamente concluye la carta.

La ocasión inmediata de la carta permite al Obispo de Roma explicar con amplitud la identidad de la Iglesia y su misión. Si en Corinto ha habido abusos, observa san Clemente, el motivo hay que buscarlo en el debilitamiento de la caridad y de otras virtudes cristianas indispensables. Por eso, invita a los fieles a la humildad y al amor fraterno, dos virtudes que constituyen verdaderamente el ser en la Iglesia. “Seamos una porción santa”, exhorta, “practiquemos todo lo que exige la santidad” (30, 1). En particular, el Obispo de Roma recuerda que el mismo Señor “estableció dónde y por quiénes quiere que se realicen los servicios litúrgicos, a fin de que, haciéndose todo santamente y con su beneplácito, sea acepto a su voluntad… En efecto, al sumo sacerdote le estaban encomendadas funciones litúrgicas propias; los sacerdotes ordinarios tenían asignado su lugar propio; y los levitas tenían encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está sometido a los preceptos laicos” (40, 1-5:  obsérvese que en esta carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la literatura cristiana el término laikós, que significa “miembro del laos“, es decir, “del pueblo de Dios”).

De este modo, refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, san Clemente manifiesta su ideal de Iglesia, congregada por “un solo Espíritu de gracia derramado sobre nosotros”, que sopla en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el que todos, unidos sin ninguna separación, son “miembros los unos de los otros” (46, 6-7). La neta distinción entre los “laicos” y la jerarquía no significa en absoluto una contraposición, sino sólo la conexión orgánica de un cuerpo, de un organismo, con sus diferentes funciones. En efecto, la Iglesia no es un lugar de confusión y anarquía, donde uno puede hacer lo que quiera en cada momento:  en este organismo, con una estructura articulada, cada uno ejerce su ministerio según la vocación recibida.

Por lo que atañe a los jefes de las comunidades, san Clemente explica claramente la doctrina de la sucesión apostólica. Las normas que la regulan derivan, en última instancia, de Dios mismo. El Padre envió a Jesucristo, quien a su vez mandó a los Apóstoles. Estos, luego, mandaron a los primeros jefes de las comunidades y establecieron que a ellos les sucedieran otros hombres dignos. Por tanto, todo procede “ordenadamente por voluntad de Dios” (42). Con estas palabras, con estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura sacramental y no una estructura política. La acción de Dios, que sale a nuestro encuentro en la liturgia, precede a nuestras decisiones y nuestras ideas. La Iglesia es, sobre todo, don de Dios y no creación nuestra; por eso, esta estructura sacramental no sólo garantiza el ordenamiento común, sino también la precedencia del don de Dios, que todos necesitamos.

San Clemente Papa krouillong comunion en la mano sacrilegio

Por último, la “gran oración” confiere una dimensión cósmica a las argumentaciones precedentes. San Clemente alaba y da gracias a Dios por su maravillosa providencia de amor, que creó el mundo y sigue salvándolo y santificándolo. Particular importancia asume la invocación por los gobernantes. Después de los textos del Nuevo Testamento, constituye la oración más antigua por las instituciones políticas. Así, tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que continuarían las persecuciones, no dejaban de rezar por las mismas autoridades que los habían condenado injustamente. El motivo es, ante todo, de carácter cristológico:  se debe orar por los perseguidores, como hizo Jesús en la cruz.

Pero esta oración encierra también una enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud de los cristianos ante la política y el Estado. Al orar por las autoridades, san Clemente reconoce la legitimidad de las instituciones políticas en el orden establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la preocupación de que las autoridades sean dóciles a Dios y “ejerzan con paz, mansedumbre y piedad, el poder que Dios les ha dado” (61, 2). El César no lo es todo. Existe otra soberanía, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino “de arriba”:  la de la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada.

Así, la carta de san Clemente afronta numerosos temas de perenne actualidad. Es aún más significativa en cuanto que representa, desde el siglo I, la solicitud de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el mismo Espíritu, hagamos nuestras las invocaciones de la “gran oración”, en las que el Obispo de Roma se hace portavoz del mundo entero:  “Sí, oh Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro por el bien de la paz; protégenos con tu mano poderosa… Te damos gracias, a través del sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea gloria y alabanza a ti, ahora y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén” (60-61).

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112 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Ignacio de Antioquía

112 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MARZO DE 2007

San Ignacio de Antioquía

Queridos hermanos y hermanas:

Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres “primados”:  el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un “primado”.

San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente:  su primer obispo fue el apóstol san Pedro —así nos lo dice la tradición— y allí “por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de su Historia eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). “Desde Siria —escribe— Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias” (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama “diez leopardos”), “en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica”.

La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. “Habiendo partido de Esmirna —prosigue Eusebio— Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas”:  dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos “corrientes” espirituales:  la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como “mi Dios” o “nuestro Dios”.

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por “unirse a Jesucristo”. Y explica:  “Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros… Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios” (Carta a los Romanos, VI: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable “realismo” cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta:  Jesucristo —escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)— “es realmente del linaje de David”, “realmente nació de una virgen”, “realmente fue clavado en la cruz por nosotros”.

La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica “mística de la unidad”. Él mismo se define “un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad” (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII, 1).

San Ignacio de Antioquia Martirio krouillong comunion en la mano sacrilegio 3

Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.

De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de laCarta a los Corintios de san Clemente Romano. “Conviene —escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso— que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (…) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz” (IV, 1-2).

Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que “nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el obispo” (VIII, 1), dice a san Policarpo:  “Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas” (Carta a san Policarpo, VI, 1-2:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).

En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana:  por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías:  la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.

Es evidente la responsabilidad peculiar de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. “Sed uno”, escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena:  “Una sola oración, una sola mente, una sola esperanza en el amor… Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar:  él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad” (VII, 1-2).

En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo “católica”, es decir, “universal”:  “Donde está Jesucristo —afirma— allí está la Iglesia católica” (Carta a los cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor:  “En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda bienaventuranza… preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre” (Carta a los Romanos, prólogo).

Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente “el doctor de la unidad”:  unidad de Dios y unidad de Cristo  (a  pesar  de  las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza  humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de  los fieles “en la fe y en la caridad, a las que nada se puede anteponer” (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).

En definitiva, el “realismo” de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una síntesis progresiva entreconfiguración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más “en posesión del espíritu  indiviso, que es Jesucristo mismo” (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).

Pidiendo al Señor esta “gracia de unidad”, y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (cf. Carta a los Romanos,prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales:  “Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios… Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha” (XIII).

Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es el amor el que purifica las almas.

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111 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Justino

111 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUSTINO

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE MARZO DE 2007

San Justino

Queridos hermanos y hermanas: 

En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia primitiva. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los Padres apologistas del siglo II. Con la palabra “apologista” se designa a los antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adecuada a la cultura de su tiempo. Así, los apologistas buscan dos finalidades:  una, estrictamente apologética, o sea, defender el cristianismo naciente (apologhía, en griego, significa precisamente “defensa”); y otra, “misionera”, o sea, proponer, exponer los contenidos de la fe con un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles para los contemporáneos.

San Justino nació, alrededor del año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; durante mucho tiempo buscó la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su Diálogo con Trifón, un misterioso personaje, un anciano con el que se encontró en la playa del mar, primero lo confundió, demostrándole la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le explicó que tenía que acudir a los antiguos profetas para encontrar el camino de Dios y la “verdadera filosofía”. Al despedirse, el anciano lo exhortó a la oración, para que se le abrieran las puertas de la luz.

Este relato constituye el episodio crucial de la vida de san Justino:  al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, que consideraba como la verdadera filosofía, pues en ella había encontrado la verdad y, por tanto, el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y decapitado en torno al año 165, en el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien san Justino había dirigido una de sus Apologías.

Las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, san Justino quiere ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Todo hombre, como criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una “semilla” y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como en “semillas de verdad”, en la filosofía griega. Ahora, concluye san Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, “todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos” (2 Apol. XIII, 4). De este modo, san Justino, aunque critica las contradicciones de la filosofía griega, orienta con decisión hacia el Logos cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular “pretensión” de verdad y de universalidad de la religión cristiana.

San Justino Martir krouillong comunion en la mano sacrilegio

Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo del mismo modo que una figura se orienta hacia la realidad que significa, también la filosofía griega tiende a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega, son los dos caminos que llevan a Cristo, al Logos. Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un bien propio. Por eso, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II definió a san Justino “un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento”:  pues san Justino, “conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y provechosa” (Diálogo con Trifón VIII, 1)” (Fides et ratio, 38).

En conjunto, la figura y la obra de san Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, más bien que por la religión de los paganos. De hecho, los primeros cristianos no quisieron aceptar nada de la religión pagana. La consideraban idolatría, hasta el punto de que por eso fueron acusados de “impiedad” y de “ateísmo”. En particular, san Justino, especialmente en su primera Apología, hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, que consideraba como “desviaciones” diabólicas en el camino de la verdad.

Sin embargo, la filosofía constituyó el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente en el ámbito de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. “Nuestra filosofía”:  así, de un modo muy explícito, llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo de san Justino, el obispo Melitón de Sardes (Historia Eclesiástica, IV, 26, 7).

De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del Logos, sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que este, según la filosofía griega, carecía de consistencia en la verdad. Por eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable:  era la consecuencia lógica del alejamiento de la religión de la verdad del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.

San Justino, y con él los demás apologistas, firmaron la clara toma de posición de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra  los  falsos  dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas  después  de san Justino, Tertuliano definió esa misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que sigue siendo  siempre  válida:  “Dominus noster Christus veritatem se,  non consuetudinem, cognominavit”, “Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre” (De virgin. vel., I, 1).

A este respecto, conviene observar que el término consuetudo, que utiliza Tertuliano para referirse a la religión pagana, en los idiomas modernos se puede traducir con las expresiones “moda cultural”, “moda del momento”.

En una época como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión -así como en el diálogo interreligioso-, esta es una lección que no hay que olvidar. Con esta finalidad -y así concluyo- os vuelvo a citar las últimas palabras del misterioso anciano, con quien se encontró el filósofo Justino a la orilla del mar:  “Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender” (Diálogo con Trifón VII, 3).

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110 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Ireneo de Lyon

110 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN IRENEO DE LYON

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE MARZO DE 2007

San Ireneo de Lyon

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Las noticias biográficas acerca de él provienen de su mismo testimonio, transmitido por Eusebio en el quinto libro de la “Historia eclesiástica”.

San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon:  allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros.

Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa  de  los malos tratos sufridos en la cárcel. De este  modo,  a  su  regreso,  san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades:  defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él:  los cinco libros “Contra las herejías” y “La exposición de la predicación apostólica”, que se puede considerar también como el más antiguo “catecismo de la doctrina cristiana”. En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.

La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la “gnosis”, una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban “gnósticos”— comprenderían lo que se ocultaba detrás de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

Obviamente, este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban que junto al Dios bueno existía un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

Cimentándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que la del espíritu. Pero  su  obra  va  mucho  más  allá de la confutación  de  la herejía; en  efecto,  se  puede decir que se presenta  como el primer gran teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe.

En el centro de su doctrina está la cuestión de la “regla de la fe” y de su transmisión. Para san Ireneo la “regla de la fe” coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.

De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

Al aceptar esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad:  de hecho, tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo. Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia.

Con esos argumentos, resumidos aquí de manera muy breve, san Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los “intelectuales”:  ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter “secreto” de la tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.

a) La Tradición apostólica es “pública”, no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el contenido  de  la  fe transmitida por la Iglesia es el recibido de  los Apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera conocer la verdadera doctrina le basta con conocer “la Tradición que procede de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres”:  tradición  y  fe que “nos han llegado a través de la sucesión de los obispos” (Contra las herejías III, 3, 3-4). De este modo, sucesión de los obispos —principio personal— y Tradición apostólica —principio doctrinal— coinciden.

b) La Tradición apostólica es “única”. En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis.Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.

San Ireneo de Lyon krouillong comunion en la mano sacrilegio 3

Hay un párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías:  “Habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición” (I, 10, 1-2).

En ese momento —es decir, en el año 200—, se ve ya la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes de Alemania, España, Italia, Egipto y Libia, en la verdad común que nos reveló Cristo.

c) Por último, la Tradición apostólica es, como dice él en griego, la lengua en la que escribió su libro, “pneumatikÖ”, es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo:  en griego, espíritu se dice pne²ma. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la “vida” de la Iglesia; es lo que la mantiene siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu, para san Ireneo, son inseparables:  “Esta fe”, leemos en el tercer libro Contra las herejías, “que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. (…) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia” (III, 24, 1).

Como se puede ver, san Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, porque esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, el cual hace que viva de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que se presente como debe ser, es decir, “pública”,  “única”,  “pneumática”, “espiritual”. A partir de cada una de estas características,  se  puede  llegar  a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia.

Más en general, según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente fundada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta doctrina es como un “camino real” para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción misionera de la Iglesia, la fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.

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109 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Triduo Sacro

109 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL TRIDUO SACRO

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ABRIL DE 2007

El Triduo sacro

Queridos hermanos y hermanas: 

Mientras concluye el camino cuaresmal, que comenzó con el miércoles de Ceniza, la liturgia del Miércoles santo ya nos introduce en el clima dramático de los próximos días, impregnados del recuerdo de la pasión y muerte de Cristo. En efecto, en la liturgia de hoy el evangelista san Mateo propone a nuestra meditación el breve diálogo que tuvo lugar en el Cenáculo entre Jesús y Judas. “¿Acaso soy yo, Rabbí?”, pregunta el traidor del divino Maestro, que había anunciado:  “Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará”. La respuesta del Señor es lapidaria:  “Sí, tú lo has dicho” (cf. Mt 26, 14-25). Por su parte, san Juan concluye la narración del anuncio de la traición de Judas con pocas, pero significativas palabras:  “Era de noche” (Jn 13, 30).

Cuando el traidor abandona el Cenáculo, se intensifica la oscuridad en su corazón —es una noche interior—, el desconcierto se apodera del espíritu de los demás discípulos —también ellos van hacia la noche—, mientras las tinieblas del abandono y del odio se condensan alrededor  del  Hijo  del  Hombre, que se dispone a consumar su sacrificio en la cruz.

En los próximos días conmemoraremos el enfrentamiento supremo entre la Luz y las Tinieblas, entre la Vida y la Muerte. También nosotros debemos situarnos en este contexto, conscientes de nuestra “noche”, de nuestras culpas y responsabilidades, si queremos revivir con provecho espiritual el Misterio pascual, si queremos llegar a la luz del corazón mediante este Misterio, que constituye el fulcro central de nuestra fe.

El inicio del Triduo pascual es el Jueves santo, mañana. Durante la misa Crismal, que puede considerarse el preludio del Triduo sacro, el pastor diocesano y sus colaboradores más cercanos, los presbíteros, rodeados por el pueblo de  Dios,  renuevan  las  promesas  formuladas el día de la ordenación sacerdotal.

Se trata, año tras año, de un momento de intensa comunión eclesial, que pone de relieve el don del sacerdocio ministerial que Cristo dejó a su Iglesia en la víspera de su muerte en la cruz. Y para cada sacerdote es un momento conmovedor en esta víspera de la Pasión, en la que el Señor se nos entregó a sí mismo, nos dio el sacramento de la Eucaristía, nos dio el sacerdocio. Es un día que toca el corazón de todos nosotros.

Luego se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos:  el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos, y el santo crisma. Por la tarde, al entrar en el Triduo pascual, la comunidad cristiana revive en la misa in Cena Domini lo que sucedió durante la última Cena. En el Cenáculo el Redentor quiso anticipar el sacrificio de su vida en el Sacramento del pan y del vino convertidos en su Cuerpo y en su Sangre:  anticipa su muerte, entrega libremente su vida, ofrece el don definitivo de sí mismo a la humanidad.

Con el lavatorio de los pies se repite el gesto con el que él, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) y dejó a los discípulos, como su distintivo, este acto de humildad, el amor hasta la muerte. Después de la misa in Cena Domini, la liturgia invita a los fieles a permanecer en adoración del santísimo Sacramento, reviviendo la agonía de Jesús en Getsemaní. Y vemos cómo los discípulos se durmieron, dejando solo al Señor. También hoy, con frecuencia, nosotros, sus discípulos, dormimos. En esta noche sagrada de Getsemaní, queremos permanecer en vela; no queremos dejar solo al Señor en esta hora. Así podemos comprender mejor el misterio del Jueves santo, que abarca el triple sumo don del sacerdocio ministerial, de la Eucaristía y del mandamiento nuevo del amor (“agapé”).

El Viernes santo, que conmemora los acontecimientos que van desde la condena a muerte hasta la crucifixión de Cristo, es un día de penitencia, de ayuno, de oración, de participación en la pasión del Señor. La asamblea cristiana, en la hora establecida, vuelve a recorrer, con la ayuda de la palabra de Dios y de los gestos litúrgicos, la historia de la infidelidad humana al designio divino, que sin embargo precisamente así se realiza, y vuelve a escuchar la narración conmovedora de la dolorosa pasión del Señor.

Luego dirige al Padre celestial una larga “oración de los fieles”, que abarca todas las necesidades de la Iglesia y del mundo. Seguidamente, la comunidad adora la cruz y recibe la Comunión eucarística, consumiendo las especies sagradas conservadas desde la misa in Cena Domini del día anterior. San Juan Crisóstomo, comentando el Viernes santo, afirma:  “Antes la cruz significaba desprecio, pero hoy es algo venerable; antes era símbolo de condena, y hoy es esperanza de salvación. Se ha convertido verdaderamente en manantial de infinitos bienes; nos ha librado del error, ha disipado nuestras tinieblas, nos ha reconciliado con Dios; de enemigos de Dios, nos ha hecho sus familiares; de extranjeros, nos ha hecho sus vecinos:  esta cruz es la destrucción de la enemistad, el manantial de la paz, el cofre de nuestro tesoro” (De cruce et latrone I, 1, 4).

Para vivir de una manera más intensa la pasión del Redentor, la tradición cristiana ha dado vida a numerosas manifestaciones de religiosidad popular, entre las que se encuentran las conocidas procesiones del Viernes santo, con los sugerentes ritos que se repiten todos los años. Pero hay un ejercicio de piedad, el “vía crucis”, que durante todo el año nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente en nuestro espíritu el misterio de la cruz, de avanzar con Cristo por este camino, configurándonos así interiormente con él. Podríamos decir que el vía crucis, utilizando una expresión de san León Magno, nos enseña a “contemplar con los ojos del corazón a Jesús crucificado para reconocer en su carne nuestra propia carne” (Sermón 15 sobre la pasión del Señor). Precisamente en esto consiste la verdadera sabiduría del cristiano, que queremos aprender siguiendo el vía crucis del Viernes santo en el Coliseo.

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El Sábado santo es el día en el que la liturgia calla, el día del gran silencio, en el que se invita a los cristianos a mantener un recogimiento interior, con frecuencia difícil de cultivar en nuestro tiempo, para prepararse mejor a la Vigilia pascual. En muchas comunidades se organizan retiros espirituales y encuentros de oración mariana, para unirse a la Madre del Redentor, que espera con trepidante confianza la resurrección de su Hijo crucificado.

Por último, en la Vigilia pascual el velo de tristeza que envuelve a la Iglesia por la muerte y la sepultura del Señor será rasgado por el grito de victoria:  ¡Cristo ha resucitado y ha vencido para siempre a la muerte! Entonces podremos comprender verdaderamente el misterio de la cruz. “Dios crea prodigios incluso en lo imposible —escribe un autor antiguo— para que sepamos que sólo él puede hacer lo que quiere. De su muerte procede nuestra vida, de sus llagas nuestra curación, de su caída nuestra resurrección, de su descenso nuestra elevación” (Anónimo Cuartodecimano).

Animados por una fe más sólida, en el corazón de la Vigilia pascual acogeremos a los recién bautizados y renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Así experimentaremos que la Iglesia está siempre viva, que siempre rejuvenece, que siempre es bella y santa, porque está fundada sobre Cristo que, tras haber resucitado, ya no muere nunca más.

Queridos hermanos y hermanas, el misterio pascual, que el Triduo sacro nos hará revivir, no es sólo recuerdo de una realidad pasada; es una realidad actual:  también hoy Cristo vence con su amor al pecado y a la muerte. El mal, en todas sus formas, no tiene la última palabra. El triunfo final es de Cristo, de la verdad y del amor. Como nos recordará san Pablo en la Vigilia pascual, si con él estamos dispuestos a sufrir y morir, su vida se convierte en nuestra vida (cf. Rm 6, 9). En esta certeza se basa y se edifica nuestra existencia cristiana.

Invocando la intercesión de María santísima, que siguió a Jesús por el camino de la pasión y de la cruz y lo abrazó antes de ser sepultado, os deseo a todos que participéis con fervor en el Triduo pascual para experimentar la alegría de la Pascua juntamente con todos vuestros seres queridos.

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108 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

108 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2007

La octava de Pascua

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy nos volvemos a reunir, después de las solemnes celebraciones de la Pascua, para el acostumbrado encuentro del miércoles. Ante todo deseo renovaros a cada uno mi más cordial felicitación pascual. Os agradezco vuestra presencia en tan gran número y doy gracias al Señor por el hermoso sol que nos da.

En la Vigilia pascual resonó este anuncio:  “Verdaderamente, ha resucitado el Señor, aleluya”. Ahora es él mismo quien nos habla:  “No moriré —proclama—; seguiré vivo”. A los pecadores dice:  “Recibid el perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón”. Por último, a todos repite:  “Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo os mostraré al Padre”. Así se expresa un escritor del siglo II, Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).

En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de los acontecimientos pascuales.

El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima entre los creyentes:  la competición en busca de Cristo.

Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor.

Hoy, miércoles de la octava de Pascua, la liturgia nos invita a meditar en otro encuentro singular del Resucitado, el que tuvo con los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Mientras volvían a casa, desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando, al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc 24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.

Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma:  “Jesús parte el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra alma”. Y concluye:  “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a Jesús en el corazón.

Pascua de Resurreccion krouillong comunion en la mano sacrilegio 3 Cristo ResucitadoEn el prólogo de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas afirma que el Señor resucitado, “después de su pasión, se les presentó (a los Apóstoles), dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hch 1, 3). Hay que entender bien:  cuando el autor sagrado dice que les dio pruebas de que vivía no quiere decir que Jesús volvió a la vida de antes, como Lázaro. La Pascua que celebramos —observa san Bernardo— significa “paso” y no “regreso”, porque Jesús no volvió a la situación anterior, sino que “cruzó una frontera hacia una condición más gloriosa”, nueva y definitiva. Por eso —añade— “ahora Cristo ha pasado verdaderamente a una vida nueva” (cf. Discurso sobre la Pascua).

A María Magdalena el Señor le dijo:  “Suéltame, pues todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20, 27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno ayuda a comprender el otro.

María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes, considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar. Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino entablar una relación totalmente nueva con él:  era necesario ir hacia adelante.

Lo subraya san Bernardo:  Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a este paso… No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro.
Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”:  lo quiere convertir en testigo directo de su resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero:  “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 24).

Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual, para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.

Una vez más:  ¡Feliz Pascua a todos vosotros!

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107 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Clemente de Alejandría

107 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ABRIL DE 2007

San Clemente de Alejandría

Queridos hermanos y hermanas: 

Después del tiempo de las fiestas, volvemos a las catequesis normales, aunque por lo que se ve la plaza está todavía de fiesta. Como decía, con las catequesis volvemos a la serie que habíamos comenzado. Hemos hablado de los doce Apóstoles, luego de los discípulos de los Apóstoles, ahora de las grandes personalidades de la Iglesia naciente, de la Iglesia antigua. La última catequesis la dedicamos a hablar de san Ireneo de Lyon; hoy hablamos de Clemente de Alejandría, un gran teólogo que nació probablemente en Atenas a mediados del siglo II. De Atenas heredó un notable interés por la filosofía, que lo convirtió en uno de los más destacados promotores del diálogo entre la fe y la razón en la tradición cristiana.

Siendo todavía joven, llegó a Alejandría, la “ciudad símbolo” de la fecunda encrucijada entre diferentes culturas que caracterizó la edad helenista. Allí fue discípulo de Panteno, y le sucedió en la dirección de la escuela catequística. Numerosas fuentes atestiguan que fue ordenado presbítero. Durante la persecución de los años 202-203 abandonó Alejandría para refugiarse en Cesarea, en Capadocia, donde falleció hacia el año 215.

Las obras más importantes que nos quedan de él son tres:  el Protréptico, el Pedagogo, y los Stromata. Aunque al parecer no era esta la intención originaria del autor, esos escritos constituyen una auténtica trilogía, destinada a acompañar eficazmente la maduración espiritual del cristiano.

El Protréptico, como dice la palabra misma, es una “exhortación” dirigida a quienes comienzan y buscan el camino de la fe. O, mejor, el Protréptico coincide con una Persona:  el Hijo de Dios, Jesucristo, que “exhorta” a los hombres a avanzar con decisión por el camino que lleva hacia la Verdad. Jesucristo es asimismo Pedagogo, es decir, “educador” de aquellos que, en virtud del bautismo, se han convertido en hijos de Dios. Y, por último, Jesucristo es también Didascalos, es decir, “Maestro”, que propone las enseñanzas más profundas. Estas enseñanzas se recogen en la tercera obra de Clemente, los Stromata, palabra griega que significa:  “tapicerías”. No es una composición sistemática; aborda diferentes temas, fruto directo de la enseñanza habitual de Clemente.

En su conjunto, la catequesis de Clemente acompaña paso a paso el camino del catecúmeno y del bautizado para que, con las “alas” de la fe y la razón, llegue a un conocimiento profundo de la Verdad, que es Jesucristo, el Verbo de Dios. Sólo este conocimiento de la persona que es la Verdad, es la “auténtica gnosis”, expresión griega que significa “conocimiento”, “inteligencia”. Es el edificio construido por la razón bajo el impulso de un principio sobrenatural. La fe misma construye la verdadera filosofía, es decir, la auténtica conversión al camino que hay que tomar en la vida. Por tanto, la auténtica “gnosis” es un desarrollo de la fe, suscitado por Jesucristo en el alma unida a él.

San Clemente de Alejandria krouillong comunion en la mano sacrilegio

Clemente distingue después dos niveles de la vida cristiana. El primero:  los cristianos creyentes que viven la fe de una manera común, pero siempre abierta a los horizontes de la santidad. Y el segundo:  los “gnósticos”, es decir, los que  ya  llevan una vida de perfección espiritual; en todo caso, el cristiano debe comenzar por la base común de la fe; a través de un camino de búsqueda debe dejarse guiar por Cristo, para llegar así al conocimiento de la Verdad y de las verdades que forman el contenido de la fe.

Este conocimiento, nos dice Clemente, se convierte para el alma en una realidad viva:  no es sólo una teoría; es una fuerza de vida, es una unión de amor transformadora. El conocimiento de Cristo no es sólo pensamiento; también es amor que abre los ojos, transforma al hombre y crea comunión con el “Logos”, con el Verbo divino que es verdad y vida. En esta comunión, que es el conocimiento perfecto y es amor, el cristiano perfecto alcanza la contemplación, la unificación con Dios.

Asimismo, Clemente retoma la doctrina según la cual el fin último del hombre consiste en llegar a ser semejantes a Dios. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero esto es también un desafío, un camino; de hecho, el objetivo de la vida, el destino último consiste verdaderamente en hacerse semejantes a Dios. Esto es posible gracias a la connaturalidad con él, que el hombre ha recibido en el momento de la creación, gracias a la cual ya es de por sí imagen de Dios.

Esta connaturalidad permite conocer las realidades divinas que el hombre acepta ante todo por la fe y, mediante la vivencia de la fe y la práctica de las virtudes, puede crecer hasta llegar a la contemplación de Dios. De este modo, en el camino de la perfección, Clemente da al requisito moral la misma importancia que al intelectual. Ambos están unidos, porque no es posible conocer sin vivir y no se puede vivir sin conocer. No es posible asemejarse a Dios y contemplarlo solamente con el conocimiento racional:  para lograr este objetivo hay que vivir una vida según el “Logos”, una vida según la verdad. En consecuencia, las buenas obras tienen que acompañar al conocimiento intelectual, como la sombra sigue al cuerpo.

Dos virtudes sobre todo adornan al alma del “auténtico gnóstico”. La primera es la libertad de las pasiones (apátheia); la segunda es el amor, la verdadera pasión, que asegura la unión íntima con Dios. El amor da la paz perfecta, y permite al “auténtico gnóstico” afrontar los mayores sacrificios, incluso el sacrificio supremo en el seguimiento de Cristo, y le hace subir escalón a escalón hasta llegar a la cumbre de las virtudes. Así, Clemente vuelve a definir, y conjugar con el amor, el ideal ético de la filosofía antigua, es decir, la liberación de las pasiones, en el proceso incesante de asemejarse a Dios.

De este modo, Clemente de Alejandría propició la segunda gran ocasión de diálogo entre el anuncio cristiano y la filosofía griega. Sabemos que san Pablo en el Areópago de Atenas, donde nació Clemente,  hizo el primer intento de diálogo con la filosofía griega -en gran parte fue un fracaso-, pero le dijeron:  “Otra vez te escucharemos”. Ahora Clemente retoma este diálogo y lo ennoblece al máximo en la tradición filosófica griega.

Como escribió mi venerado predecesor  Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio, Clemente de Alejandría llega a interpretar la filosofía como “una instrucción propedéutica a la fe cristiana” (n. 38). De hecho, Clemente llegó a afirmar que Dios dio la filosofía a los griegos “como un Testamento precisamente para ellos” (Stromata VI, 8, 67, 1). Para él la tradición filosófica griega, casi como sucede con la Ley para los judíos, es ámbito de “revelación”; son dos ríos que en definitiva confluyen en el mismo “Logos”. Clemente sigue señalando con decisión el camino a quienes quieren “dar razón” de su fe en Jesucristo. Puede servir de ejemplo a los cristianos, a los catequistas y a los teólogos de nuestro tiempo, a los que Juan Pablo II, en esa misma encíclica, exhortaba “a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente con el pensamiento filosófico contemporáneo” (n. 105).

Concluyamos con una de las expresiones de la famosa “oración a Cristo Logos“, con la que Clemente termina su Pedagogo. Suplica así:  “Muéstrate propicio a tus hijos”; “concédenos vivir en tu paz, trasladarnos a tu ciudad, atravesar las olas del pecado sin quedar sumergidos en ellas, ser transportados con serenidad por el Espíritu Santo y por la Sabiduría inefable:  nosotros, que de día y de noche, hasta el último día elevamos un canto de acción de gracias al único Padre, … al Hijo pedagogo y maestro, y al Espíritu Santo. ¡Amén!” (Pedagogo III, 12, 101).

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106 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Orígenes, vida y obra

106 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORÍGENES, VIDA Y OBRA

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ABRIL DE 2007

Orígenes: vida y obra

Queridos hermanos y hermanas: 

En nuestras meditaciones sobre las grandes personalidades de la Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más destacadas. Orígenes de Alejandría es, en realidad, una de las personalidades determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano. Recoge la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien meditamos el miércoles pasado, y la proyecta al futuro de manera tan innovadora que lleva a cabo un cambio irreversible en el desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un verdadero “maestro”; así lo recordaban con nostalgia y emoción sus discípulos:  no sólo era un brillante teólogo, sino también un testigo ejemplar de la doctrina que transmitía. Como escribe Eusebio de Cesarea, su biógrafo entusiasta, “enseñó que la conducta debe corresponder exactamente a la palabra, y sobre todo por esto, con la ayuda de la gracia de Dios, indujo a muchos a imitarlo” (Hist. Eccl. VI, 3, 7).

Durante toda su vida anhelaba el martirio. Cuando tenía diecisiete años, en el décimo año del emperador Septimio Severo, se desató en Alejandría la persecución contra los cristianos. Clemente, su maestro, abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue encarcelado. Su hijo anhelaba ardientemente el martirio, pero no pudo realizar este deseo. Entonces escribió a su padre, exhortándolo a no desfallecer en el supremo testimonio de la fe. Y cuando Leónidas fue decapitado, el joven Orígenes sintió que debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más tarde, mientras predicaba en Cesarea, declaró:  “De nada me sirve haber tenido un padre mártir si no tengo una buena conducta y no honro la nobleza de mi estirpe, esto es, el martirio de mi padre y el testimonio que lo hizo ilustre en Cristo” (Hom. Ez. 4, 8).

En una homilía sucesiva —cuando, gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe, parecía haber pasado la posibilidad de dar un testimonio cruento— Orígenes exclama:  “Si Dios me concediera ser lavado en mi sangre, para recibir el segundo bautismo habiendo aceptado la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo… Pero son dichosos los que merecen estas cosas” (Hom. Iud. 7, 12). Estas frases revelan la fuerte nostalgia de Orígenes por el bautismo de sangre. Y, al final, este irresistible anhelo se realizó, al menos en parte. En el año 250, durante la persecución de Decio, Orígenes fue arrestado y torturado cruelmente. A causa de los sufrimientos padecidos, murió pocos años después. Tenía menos de setenta años.

Hemos aludido a ese “cambio irreversible” que Orígenes inició en la historia de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en qué consiste este “cambio”, esta novedad tan llena de consecuencias? Consiste, principalmente, en haber fundamentado la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos decir incluso que su teología es una perfecta simbiosis entre teología y exégesis. En verdad, la característica propia de la doctrina de Orígenes se encuentra precisamente en la incesante invitación a pasar de la letra al espíritu de las Escrituras, para progresar en el conocimiento de Dios. Y, como escribió von Balthasar, este “alegorismo”, coincide precisamente “con el desarrollo del dogma cristiano realizado por la enseñanza de los doctores de la Iglesia”, los cuales —de una u otra forma—  acogieron la “lección” de Orígenes.

Así la tradición y el magisterio, fundamento y garantía de la investigación teológica, llegan a configurarse como “Escritura en acto” (cf. Origene:  il mondo, Cristo e la Chiesa, tr. it., Milán 1972, p. 43). Por ello, podemos afirmar que el núcleo central de la inmensa obra literaria de Orígenes consiste en su “triple lectura” de la Biblia. Pero antes de ilustrar esta “lectura” conviene echar una mirada de conjunto a la producción literaria del alejandrino. San Jerónimo, en su Epístola 33, enumera los títulos de 320 libros y de 310 homilías de Orígenes. Por desgracia, la mayor parte de esta obra se ha perdido, pero incluso lo poco que queda de ella lo convierte en el autor más prolífico de los tres primeros siglos cristianos. Su radio de interés va de la exégesis al dogma, la filosofía, la apologética, la ascética y la mística. Es una visión fundamental y global de la vida cristiana.

El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos dicho, la “triple lectura” de las Escrituras desarrollada por Orígenes en el arco de su vida. Con esta expresión aludimos a las tres modalidades más importantes —no son sucesivas entre sí; más bien, con frecuencia se superponen— con las que Orígenes se dedicó al estudio de las Escrituras. Ante todo leyó la Biblia con el deseo de buscar el texto más seguro y ofrecer su edición más fidedigna. Por ejemplo, el primer paso consiste en conocer realmente lo que está escrito y conocer lo que esta escritura quería decir inicialmente.

Origenes krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Orígenes realizó un gran estudio con este fin y redactó una edición de la Biblia con seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto hebreo en caracteres hebreos —mantuvo también contactos con los rabinos para comprender bien el texto original hebraico de la Biblia—, después el texto hebraico transliterado en caracteres griegos y a continuación cuatro traducciones diferentes en lengua griega, que le permitían comparar las diversas posibilidades de traducción. De aquí el título de “Hexapla” (“seis columnas”) atribuido a esta gran sinopsis. Lo primero, por tanto, es conocer exactamente lo que está escrito, el texto como tal. En segundo lugar Orígenes leyó sistemáticamente la Biblia con sus célebres Comentarios, que reproducen fielmente las explicaciones que el maestro daba en sus clases, tanto en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi versículo a versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda, con notas de carácter filológico y doctrinal. Se esfuerza por conocer bien, con gran exactitud, lo que querían decir los autores sagrados.

Por último, incluso antes de su ordenación presbiteral, Orígenes se dedicó muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a un público muy heterogéneo. En cualquier caso, también en sus Homilías se percibe al maestro totalmente dedicado a la interpretación sistemática del pasaje bíblico analizado, fraccionado en los sucesivos versículos. En las Homilías Orígenes aprovecha también todas las ocasiones para recordar las diversas dimensiones del sentido de la sagrada Escritura, que ayudan o expresan un camino en el crecimiento de la fe:  la primera es el sentido “literal”, el cual encierra profundidades que no se perciben en un primer momento; la segunda dimensión es el sentido “moral”:  qué debemos hacer para vivir la palabra; y, por último, el sentido “espiritual”, o sea, la unidad de la Escritura, que en  todo  su desarrollo habla de Cristo. Es el Espíritu Santo quien nos hace entender el contenido cristológico y así la unidad de la Escritura en su diversidad.

Sería interesante mostrar esto. En mi libro Jesús de Nazaret he intentado señalar en la situación actual estas múltiples dimensiones de la Palabra, de la sagrada Escritura, que ante todo debe respetarse precisamente en el sentido histórico. Pero este sentido nos trasciende hacia Cristo, a la luz del Espíritu Santo, y nos muestra el camino, cómo vivir. Por ejemplo, eso se puede percibir en la novena Homilía sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura con las nueces:  “La doctrina de la Ley y de los Profetas, en la escuela de Cristo, es así —afirma Orígenes en su homilía—:  la letra, que es como la corteza, es amarga; luego, está la cáscara, que es la doctrina moral; en tercer lugar se encuentra el sentido de los misterios, del que se alimentan las almas de los santos en la vida presente y en la futura” (Hom. Num. IX, 7).

Sobre todo por este camino Orígenes llega a promover eficazmente la “lectura cristiana” del Antiguo Testamento, rebatiendo brillantemente las teorías de los herejes —sobre todo gnósticos y marcionitas— que oponían entre sí los dos Testamentos, rechazando el Antiguo. Al respecto, en la misma Homilía sobre los Números, el Alejandrino afirma:  “Yo no llamo a la Ley un “Antiguo Testamento”, si la comprendo en el Espíritu. La Ley es “Antiguo Testamento” sólo para quienes quieren comprenderla carnalmente”, es decir, quedándose en la letra del texto. Pero “para nosotros, que la comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del Evangelio, la Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son para nosotros un nuevo Testamento, no a causa de la fecha temporal, sino de la novedad del sentido… En cambio, para el pecador y para quienes no respetan el pacto de la caridad, también los Evangelios envejecen” (Hom. Num. IX, 4).

Os invito —y así concluyo— a acoger en vuestro corazón la enseñanza de este gran maestro en la fe, el cual nos recuerda con entusiasmo que, en la lectura orante de la Escritura y en el compromiso coherente de la vida, la Iglesia siempre se renueva y rejuvenece. La palabra de Dios, que ni envejece ni se agota nunca, es medio privilegiado para ese fin. En efecto, la palabra de Dios, por obra del Espíritu Santo, nos guía continuamente a la verdad completa (cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el congreso internacional con motivo del XL aniversario de la constitución dogmática “Dei Verbum”L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de septiembre de 2005, p. 3). Pidamos al Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos y exégetas que perciban estas múltiples dimensiones, esta actualidad permanente de la sagrada Escritura, su novedad para hoy. Pidamos al Señor que nos ayude a leer la sagrada Escritura de modo orante, para alimentarnos realmente del verdadero pan de la vida, de su Palabra.

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105 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Orígenes, el pensamiento

105 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORÍGENES, EL PENSAMIENTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE MAYO DE 2007

Orígenes: el pensamiento

Queridos hermanos y hermanas: 

La catequesis del miércoles pasado estuvo dedicada a la gran figura de Orígenes, doctor alejandrino que vivió entre los siglos II y III. En esa catequesis, hablamos de la vida y la producción literaria de este gran maestro alejandrino, encontrando en la “triple lectura” que hacía de la Biblia el núcleo inspirador de toda su obra. No traté —para retomarlos hoy— dos aspectos de la doctrina de Orígenes, que considero entre los más importantes y actuales:  me refiero a sus enseñanzas sobre la oración y sobre la Iglesia.

En realidad, Orígenes, autor de un importante tratado “Sobre la oración”, siempre actual, mezcla constantemente su producción exegética y teológica con experiencias y sugerencias relativas a la oración. A pesar de toda la riqueza teológica de su pensamiento, nunca lo desarrolla de modo meramente académico; siempre se funda en la experiencia de la oración, del contacto con Dios. En su opinión, para comprender las Escrituras no sólo hace falta el estudio, sino también la intimidad con Cristo y la oración. Está convencido de que el camino privilegiado para conocer a Dios es el amor, y de que no se puede conocer de verdad a Cristo sin enamorarse de él.

En la Carta a Gregorio, Orígenes recomienda:  “Dedícate a la lectio de las divinas Escrituras; aplícate a ella con perseverancia. Comprométete en la lectio con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una puerta cerrada, llama y te la abrirá el guardián, de quien Jesús dijo:  “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que en ellas se encuentra oculto con gran amplitud. Ahora bien, no te contentes con llamar y buscar:  para comprender los asuntos de Dios tienes absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos a la oración, el Salvador no sólo nos dijo:  “buscad y hallaréis”, y “llamad y se os abrirá”, sino que añadió:  “Pedid y recibiréis”” (Carta a Gregorio, 4).

Salta a la vista el “papel primordial” que ha desempeñado Orígenes en la historia de la lectio divina. San Ambrosio, obispo de Milán, que aprendió a leer las Escrituras con las obras de Orígenes, la introdujo después en Occidente para entregarla a san Agustín y a la tradición monástica sucesiva.

Como ya hemos dicho, el nivel más elevado del conocimiento de Dios, según Orígenes, brota del amor. Lo mismo sucede entre los hombres:  uno sólo conoce profundamente al otro si hay amor, si se abren los corazones. Para demostrarlo, se basa en un significado que en ocasiones se da al verbo conocer en hebreo, es decir, cuando se utiliza para expresar el acto del amor humano:  “Conoció Adán a Eva, su mujer, la cual concibió” (Gn 4, 1). De esta manera se sugiere que la unión en el amor produce el conocimiento más auténtico. Como el hombre y la mujer son “dos en una sola carne”, así Dios y el creyente llegan a ser “dos en un mismo espíritu”.

De este modo, la oración de Orígenes roza los niveles más elevados de la mística, como lo atestiguan sus Homilías sobre el Cantar de los Cantares. A este propósito, en un pasaje de la primera Homilía, confiesa:  “Con frecuencia —Dios es testigo— he sentido que el Esposo se me acercaba al máximo; después se iba de repente, y yo no pude encontrar lo que buscaba. De nuevo siento el deseo de su venida,  y a  veces él vuelve, y cuando se me ha aparecido, cuando  lo tengo  entre mis  manos, vuelve a huir, y una vez que se ha ido me pongo a buscarlo de nuevo…” (Homilías sobre el Cantar de los Cantares I, 7).

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Me viene a la mente lo que mi venerado predecesor escribió, como auténtico testigo, en la Novo millennio ineunte, cuando mostraba a los fieles que la “oración puede avanzar, como verdadero diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible a la acción del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre” (n. 33). Se trata, seguía diciendo Juan Pablo II, de “un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual y encuentra también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero llega, de muchas formas posibles, al inefable gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”” (ib.).

Veamos, por último, la enseñanza de Orígenes sobre la Iglesia, y precisamente, dentro de ella, sobre el sacerdocio común de los fieles. Como afirma Orígenes en su novena Homilía sobre el Levítico (IX, 1), “esto nos afecta a todos”. En la misma Homilía, refiriéndose a la prohibición hecha a Aarón, tras la muerte de sus dos hijos, de entrar en el Sancta sanctorum “en cualquier tiempo” (Lv 16, 2), exhorta así a los fieles:  “Esto demuestra que si uno entra a cualquier hora en el santuario, sin la debida preparación, sin estar revestido de los ornamentos pontificales, sin haber preparado las ofrendas prescritas y sin ser propicio a Dios, morirá… Esto vale para todos, pues establece que aprendamos a acercarnos al altar de Dios. ¿Acaso no sabes que el sacerdocio también ha sido conferido a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes? Escucha cómo habla san Pedro a los fieles:  “Linaje elegido”, dice, “sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Por tanto, tú tienes el sacerdocio, pues eres “linaje sacerdotal”, y por ello debes ofrecer a Dios el sacrificio… Pero para que lo puedas ofrecer dignamente, necesitas vestidos puros, distintos de los que usan los demás hombres, y te hace falta el fuego divino” (ib.).

Así, por una parte, “los lomos ceñidos” y los “ornamentos sacerdotales”, es decir, la pureza y la honestidad de vida; y, por otra, tener la “lámpara siempre encendida”, es decir, la fe y el conocimiento de las Escrituras, son las condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio universal, que exige pureza y honestidad de vida, fe y conocimiento de las Escrituras.

Con mayor razón aún estas condiciones son indispensables, evidentemente, para el ejercicio del sacerdocio ministerial. Estas condiciones —conducta íntegra de vida, pero sobre todo acogida y estudio de la Palabra— establecen una auténtica “jerarquía de la santidad” en el sacerdocio común de los cristianos. En la cumbre de este camino de perfección Orígenes pone el martirio.

También en la novena Homilía sobre el Levítico alude al “fuego para el holocausto”, es decir, a la fe y al conocimiento de las Escrituras, que nunca debe apagarse en el altar de quien ejerce el sacerdocio. Después añade:  “Pero, cada uno de nosotros no sólo tiene en sí el fuego, sino también el holocausto, y con su holocausto enciende el altar para que arda siempre. Si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo, ofrezco mi holocausto en el altar de Dios; y si entrego mi cuerpo para que arda, con caridad, y alcanzo la gloria del martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios” (IX, 9).

Este continuo camino de perfección “nos afecta a todos”, a condición de que “la mirada de nuestro corazón” se dirija a la contemplación de la Sabiduría y de la Verdad, que es Jesucristo. Al predicar sobre el discurso de Jesús en Nazaret, cuando “en la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él” (Lc 4, 16-30), Orígenes parece dirigirse precisamente a nosotros:  “También hoy, en esta asamblea, si queréis, vuestros ojos pueden fijarse en el Salvador. Cuando dirijas la mirada más profunda del corazón hacia la contemplación de la Sabiduría, de la Verdad y del Hijo único de Dios, entonces tus ojos verán a Dios. ¡Bienaventurada la asamblea de la que la Escritura dice que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Cuánto desearía que esta asamblea diera ese mismo testimonio:  que los ojos de todos, de los no bautizados y de los fieles, de las mujeres, de los hombres y de los niños —no los ojos del cuerpo, sino los del alma— estuvieran fijos en Jesús!… Sobre nosotros está impresa la luz de tu rostro, Señor, a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (Homilía sobre san Lucas, XXXII, 6).

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104 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Brasil

104 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE MAYO DE 2007

Viaje apostólico a Brasil

Queridos hermanos y hermanas: 

En esta audiencia general quisiera recordar el viaje apostólico que realicé a Brasil del 9 al 14 de este mes. Después de dos años de pontificado, finalmente he tenido la alegría de visitar América Latina, a la que tanto quiero, y donde vive, de hecho, una gran parte de los católicos  del mundo. La meta fue Brasil, pero quise abrazar a todo el gran subcontinente latinoamericano, pues el acontecimiento eclesial que me impulsó a  ir allá fue la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe.

Deseo renovar mi profunda gratitud a los queridos hermanos obispos, en particular a los de São Paulo y Aparecida, por la acogida recibida. Doy las gracias al presidente de Brasil y a las demás autoridades civiles por su cordial y generosa colaboración. Con gran afecto, agradezco al pueblo brasileño la cordialidad con que me acogió —fue verdaderamente grande y conmovedora— y la atención que prestó a mis palabras.

Mi viaje tuvo ante todo el valor de un acto de alabanza a Dios por las “maravillas” obradas en los pueblos de América Latina, por la fe que ha animado su vida y su cultura durante más de quinientos años.

En este sentido, fue una peregrinación que tuvo su momento culminante en el santuario de la Virgen Aparecida, Patrona principal de Brasil. El tema de la relación entre fe y cultura fue siempre muy importante para mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Quise retomarlo confirmando a la Iglesia que está en América Latina y el Caribe en el camino de una fe que se ha hecho y se hace historia vivida, piedad popular, arte, en diálogo con las ricas tradiciones precolombinas así como con las múltiples influencias europeas y de otros continentes.

Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano:  no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables —por lo demás condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca— no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos.

Así, en ese continente el Evangelio ha llegado a ser el elemento fundamental de una síntesis dinámica que, con diversos matices según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos. Hoy, en la época de la globalización, esta identidad católica sigue presentándose como la respuesta más adecuada, con tal de que esté animada por una seria formación espiritual y por los principios de la doctrina social de la Iglesia.

Brasil es un gran país que conserva valores cristianos profundamente arraigados, pero también vive enormes problemas sociales y económicos. Para contribuir a su solución, la Iglesia debe movilizar a todas las fuerzas espirituales y morales de sus comunidades, buscando convergencias oportunas con las demás energías sanas del país.

Ciertamente, entre los elementos positivos hay que indicar la creatividad y la fecundidad de esa Iglesia, en la que nacen continuamente nuevos Movimientos y nuevos institutos de vida consagrada. También es de alabar la entrega generosa de tantos fieles laicos, muy activos en las diferentes iniciativas promovidas por la Iglesia.

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Brasil es también un país que puede proponer al mundo el testimonio de un nuevo modelo de desarrollo:  la cultura cristiana puede impulsar una “reconciliación” entre los hombres y la creación, a partir de la recuperación de la dignidad personal en la relación con Dios Padre.

En este sentido, un ejemplo elocuente es la “Hacienda de la Esperanza”, una red de comunidades de recuperación para jóvenes que quieren salir del túnel tenebroso de la droga. En la que visité, que me impresionó profundamente y llevo fuertemente grabada en mi corazón, es significativa la presencia de un monasterio de religiosas Clarisas. Esto me pareció emblemático para el mundo de hoy, que necesita una “recuperación” ciertamente psicológica y social, pero sobre todo profundamente espiritual.

También fue emblemática la canonización, celebrada con alegría, del primer santo nativo del país:  fray Antonio de Santa Ana Galvão. Este sacerdote franciscano del siglo XVIII, muy devoto de la Virgen María, apóstol de la Eucaristía y de la Confesión, fue llamado ya en vida “hombre de paz y de caridad”. Su testimonio es una ulterior confirmación de que la santidad es la verdadera revolución, que puede promover la auténtica reforma de la Iglesia y de la sociedad.

En la catedral de São Paulo me encontré con los obispos de Brasil, la Conferencia episcopal más numerosa del mundo. Testimoniarles el apoyo del Sucesor de Pedro era uno de los objetivos principales de mi misión, pues conozco los grandes desafíos que el anuncio del Evangelio tiene que afrontar en ese país. Alenté a mis hermanos a proseguir y reforzar el compromiso de la nueva evangelización, exhortándolos a desarrollar de forma capilar y metódica la difusión de la palabra de Dios, para que la religiosidad innata y generalizada de las poblaciones se haga más profunda y se transforme en fe madura y en adhesión personal y comunitaria al Dios de Jesucristo. Los animé a recuperar por doquier el estilo de la primitiva comunidad cristiana, descrita en ellibro de los Hechos de los Apóstoles:  asidua en la catequesis, en la vida sacramental y en la caridad operante.
Conozco la entrega de estos fieles servidores del Evangelio, que lo quieren presentar sin cortapisas ni confusiones, custodiando el depósito de la fe con discernimiento; y conozco también su preocupación constante por promover el desarrollo social, principalmente mediante la formación de los laicos, llamados a asumir responsabilidades en el campo de la política y la economía. Doy gracias a Dios por haberme permitido profundizar en la comunión con los obispos brasileños, que siguen estando siempre presentes en mi oración.

Otro momento destacado del viaje fue, sin duda, el encuentro con los jóvenes, no sólo esperanza para el futuro, sino también fuerza vital para el presente de la Iglesia y de la sociedad. Por eso, la vigilia que animaron en São Paulo de Brasil  fue una fiesta de esperanza, iluminada por las palabras que Cristo dirigió al “joven rico”, que le había preguntado:  “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (Mt 19, 16). Jesús le indicó, ante todo, “los mandamientos” como el camino de la vida, y después lo invitó a dejarlo todo para seguirle.

Hoy la Iglesia sigue haciendo lo mismo:  ante todo vuelve a proponer los mandamientos, auténtico camino de educación de la libertad para el bien personal y social, y sobre todo propone el “primer mandamiento”, el del amor, pues sin amor incluso los mandamientos no pueden dar pleno sentido a la vida y proporcionar la verdadera felicidad. Sólo quien encuentra en Jesús el amor de Dios y emprende este camino para recorrerlo entre los hombres, se convierte en su discípulo y su misionero. Invité a los jóvenes a ser apóstoles de sus coetáneos y, por eso, a cuidar siempre su formación humana y espiritual; a tener gran estima del matrimonio y del camino que conduce a él, con castidad y responsabilidad; a estar abiertos también a la llamada a la vida consagrada por el reino de Dios. En síntesis, los animé a aprovechar la gran “riqueza” de su juventud, para ser el rostro joven de la Iglesia.

La cumbre del viaje fue la inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en el santuario de Nuestra Señora Aparecida. El tema de esta grande e importante asamblea, que se concluirá a finales de mes, es “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida. “Yo soy el camino, la verdad y la vida””. El binomio “discípulos  y  misioneros” corresponde a  lo que el evangelio de san Marcos dice sobre la llamada de los Apóstoles:  “(Jesús) instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14-15).

Por tanto, la palabra “discípulos” hace referencia a la dimensión formativa y al seguimiento, a la comunión y a la amistad con Jesús; el término “misionero” expresa el fruto del discipulado, es decir, el testimonio y la comunicación de la experiencia vivida, de la verdad y del amor conocidos y asimilados. Ser discípulos y misioneros implica un vínculo íntimo con la palabra de Dios, con la Eucaristía y con los demás sacramentos, vivir en la Iglesia en escucha obediente de sus enseñanzas. Renovar con alegría la voluntad de ser discípulos de Jesús, de “estar con él”, es la condición fundamental para ser misioneros “recomenzando desde Cristo”, según la consigna del Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia tras el jubileo del año 2000.

Mi venerado predecesor siempre insistió en una evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, como afirmó precisamente hablando a la asamblea del Celam, el 9 de marzo de 1983, en Haití (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, p. 24). Con mi viaje apostólico, he querido exhortar a proseguir por este camino, ofreciendo como perspectiva de unificación la de la encíclica Deus caritas est, una perspectiva inseparablemente teológica y social, que se resume en esta expresión:  es el amor quien da la vida. “La presencia de Dios, la amistad con el Hijo de Dios encarnado, la luz de su Palabra, son siempre condiciones fundamentales para la presencia y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras sociedades” (Discurso inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, n. 4).

A la materna intercesión de la Virgen María, venerada con el título de Nuestra Señora de Guadalupe como patrona de toda América Latina, y al nuevo santo brasileño, fray Antonio de Santa Ana Galvão, encomiendo los frutos de este inolvidable viaje apostólico.

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103 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Tertuliano

103 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TERTULIANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE MAYO DE 2007

Tertuliano

Queridos hermanos y hermanas: 

Con la catequesis de hoy retomamos el hilo de las catequesis abandonado con motivo del viaje a Brasil y seguimos hablando de las grandes personalidades de la Iglesia antigua:  también para nosotros hoy son maestros de fe y testigos de la perenne actualidad de la fe cristiana.

Hoy hablamos de un africano, Tertuliano, que entre fines del siglo II e inicios del III inaugura la literatura cristiana en latín. Con él comienza una teología en ese idioma. Su obra ha dado frutos decisivos, que sería imperdonable subestimar. Ejerce su influencia en varios niveles:  desde el lenguaje y la recuperación de la cultura clásica, hasta el descubrimiento de un “alma cristiana” común en el mundo y la formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.

No conocemos exactamente las fechas de su nacimiento y de su muerte. Sin embargo, sabemos que en Cartago, a fines del siglo II, recibió de padres y maestros paganos una sólida formación retórica, filosófica, jurídica e histórica. Luego se convirtió al cristianismo, al parecer, atraído por el ejemplo de los mártires cristianos. Comenzó a publicar sus escritos más famosos en el año 197. Pero una búsqueda demasiado individual de la verdad y su carácter intransigente —era muy riguroso— lo llevaron poco a poco a abandonar la comunión con la Iglesia y a unirse a la secta del montanismo. Sin embargo, la originalidad de su pensamiento y la incisiva eficacia de su lenguaje los sitúan en un lugar destacado dentro de la literatura cristiana antigua.

Son famosos sobre todo sus escritos de carácter apologético, que manifiestan dos objetivos principales: confutar las gravísimas acusaciones que los paganos dirigían contra la nueva religión; y, de manera más positiva y misionera, comunicar el mensaje del Evangelio en diálogo con la cultura de su tiempo. Su obra más conocida, el Apologético, denuncia el comportamiento injusto de las autoridades políticas con respecto a la Iglesia; explica y defiende las enseñanzas y las costumbres de los cristianos; presenta las diferencias entre la nueva religión y las principales corrientes filosóficas de la época; manifiesta el triunfo del Espíritu, que opone a la violencia de los perseguidores la sangre, el sufrimiento y la paciencia de los mártires:  «Aunque sea refinada —escribe el autor africano—, vuestra crueldad no sirve de nada; más aún, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos hacemos más numerosos:  la sangre de los cristianos es semilla eficaz (semen est sanguis christianorum)» (Apologético 50, 13). Al final el martirio y el sufrimiento por la verdad salen victoriosos, y son más eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.

Pero Tertuliano, como todo buen apologista, experimenta al mismo tiempo la necesidad de comunicar positivamente la esencia del cristianismo. Por eso, adopta el método especulativo para ilustrar los fundamentos racionales del dogma cristiano. Los profundiza de manera sistemática, comenzando por la descripción del «Dios de los cristianos».  «Aquel a quien adoramos es un Dios único», atestigua el apologista. Y prosigue, utilizando las antítesis y paradojas características de su lenguaje:  «Es invisible, aunque se le vea; inalcanzable, aunque esté presente a través de la gracia; inconcebible, aunque los sentidos humanos lo puedan concebir; por eso es verdadero y grande» (ib., 17, 1-2).

Tertuliano, además, da un paso enorme en el desarrollo del dogma trinitario; nos dejó en latín el lenguaje adecuado para expresar este gran misterio, introduciendo los términos:  «una sustancia» y «tres personas». También desarrolló mucho el lenguaje correcto para expresar el misterio de Cristo, Hijo de Dios y verdadero hombre. El autor africano habla también del Espíritu Santo, demostrando su carácter personal y divino:  «Creemos que, según su promesa, Jesucristo envió por medio del Padre al Espíritu Santo, el Paráclito, el santificador de la fe de quienes creen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu» (ib., 2, 1). Asimismo, sus obras contienen numerosos textos sobre la Iglesia, a la que Tertuliano siempre reconoce como “madre”. Incluso después de su adhesión al montanismo, no olvidó que la Iglesia es la Madre de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. También habla de la conducta moral de los cristianos y de la vida futura.

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Sus escritos son importantes también para descubrir tendencias vivas en las comunidades cristianas sobre María santísima, sobre los sacramentos de la Eucaristía, el Matrimonio y la Reconciliación, sobre el primado de Pedro, sobre la oración… En aquellos años de persecución, en los que los cristianos parecían una minoría perdida, el apologista los exhorta en especial a la esperanza, que —según sus escritos— no es solamente una virtud, sino también una modalidad que afecta a todos los aspectos de la existencia cristiana.

Tenemos la esperanza de que el futuro será nuestro porque el futuro es de Dios. Así, la resurrección del Señor se presenta como el fundamento de nuestra resurrección futura, y representa el objeto principal de la confianza de los cristianos:  «La carne resucitará —afirma categóricamente Tertuliano—:  toda la carne, precisamente la carne, y la carne toda entera. Dondequiera que se encuentre, está en consigna ante Dios, en virtud del fidelísimo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá  Dios  al  hombre y el hombre a Dios» (La resurrección de los muertos, 63, 1).

Desde el punto de vista humano, se puede hablar sin duda del drama de Tertuliano. Con el paso del tiempo, se hizo cada vez más exigente con los cristianos. Pretendía de ellos en todas las circunstancias, sobre todo en las persecuciones, un comportamiento heroico. Rígido en sus posiciones, no ahorraba duras críticas y acabó inevitablemente por aislarse. Por lo demás, todavía hoy siguen abiertas muchas cuestiones, no sólo sobre el pensamiento teológico y filosófico de Tertuliano, sino también sobre su actitud ante las instituciones políticas y la sociedad pagana.

A mí esta gran personalidad moral e intelectual, este hombre que dio una contribución tan grande al pensamiento cristiano, me hace reflexionar mucho. Se ve que al final le falta la sencillez, la humildad para integrarse en la Iglesia, para aceptar sus debilidades, para ser tolerante con los demás y consigo mismo. Cuando sólo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde precisamente esta grandeza. La característica esencial de  un  gran teólogo es la humildad para estar  con  la Iglesia, para  aceptar  sus  debilidades y las propias, porque sólo Dios es totalmente santo. Nosotros, en cambio, siempre tenemos necesidad de perdón.

En definitiva, Tertuliano es un testigo interesante de los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los cristianos se convirtieron en auténticos sujetos de «nueva cultura» en el encuentro entre herencia clásica y mensaje evangélico. Es suya la famosa afirmación, según la cual, nuestra alma es “naturaliter cristiana” (Apologético, 17, 6), con la que evoca la perenne continuidad entre los auténticos valores humanos y los cristianos; y también es suya la reflexión, inspirada directamente en el Evangelio, según la cual, «el cristiano no puede odiar ni siquiera a sus enemigos» (cf. Apologético, 37), pues la dimensión moral ineludible de la opción de fe propone la “no violencia” como regla de vida. Y es evidente la dramática actualidad de esta enseñanza, a la luz del intenso debate sobre las religiones.

En definitiva, los escritos de Tertuliano contienen numerosos temas que todavía hoy tenemos que afrontar. Nos impulsan a una fecunda búsqueda interior, a la que invito a todos los fieles, para que sepan expresar de manera cada vez más convincente laRegla de la fe, según la cual, como dice el mismo Tertuliano, «nosotros creemos que hay un solo Dios, y no hay ningún otro fuera del Creador del mundo:  él lo  ha hecho todo de la  nada por medio de su Verbo, engendrado antes de todas las cosas» (La prescripción de los herejes 13, 1).

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102 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cipriano

102 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIPRIANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE JUNIO DE 2007

San Cipriano

Queridos hermanos y hermanas:

En la serie de nuestras catequesis sobre grandes personalidades de la Iglesia antigua llegamos hoy a un excelente obispo africano del siglo III, san Cipriano, «el primer obispo que consiguió en África la corona del martirio». Como atestigua el diácono Poncio, su primer biógrafo, su fama está vinculada tanto a la producción literaria como a la actividad pastoral de los trece años que transcurren entre su conversión y su martirio (cf. Vida 19, 1; 1, 1).

Nacido en Cartago en el seno de una rica familia pagana, después de una juventud disipada, Cipriano se convierte al cristianismo a la edad de 35 años. Él mismo narra su itinerario espiritual: «Cuando me encontraba aún en una noche oscura —escribe algunos meses después de su bautismo—, me parecía sumamente difícil y arduo realizar lo que la misericordia de Dios me proponía… Estaban tan arraigados en mí los muchos errores de mi vida pasada, que no creía que podía liberarme de ellos; me arrastraban los vicios, tenía malos deseos… Pero luego, con la ayuda del agua regeneradora, quedó lavada la miseria de mi vida anterior; una luz de lo alto se difundió en mi corazón; un segundo nacimiento me restauró en un ser totalmente nuevo. De un modo maravilloso comenzó entonces a disiparse toda duda… Comprendí claramente que era terreno lo que antes vivía en mí, en la esclavitud de los vicios de la carne, y que, en cambio, era divino y celestial lo que el Espíritu Santo ya había generado en mí» (A Donato, 3-4).

Inmediatamente después de la conversión, Cipriano —no sin envidias y resistencias—fue elegido para el oficio sacerdotal y para la dignidad episcopal. En el breve período de su episcopado afrontó las dos primeras persecuciones decretadas por un edicto imperial, la de Decio (año 250) y la de Valeriano (años 257-258).

Después de la persecución especialmente cruel de Decio, san Cipriano tuvo que esforzarse denodadamente por restablecer la disciplina en la comunidad cristiana, pues muchos fieles habían renegado, o por lo menos no habían mantenido una conducta correcta ante la prueba. Eran los así llamados “lapsi“, es decir, los “caídos”, que deseaban ardientemente volver a formar parte de la comunidad. El debate sobre su readmisión llegó a dividir a los cristianos de Cartago en laxos y rigoristas.

A estas dificultades es preciso añadir una grave peste que asoló África y planteó interrogantes teológicos angustiosos tanto en el seno de la comunidad como frente a los paganos. Por último, conviene recordar la controversia entre san Cipriano y el obispo de Roma, Esteban, sobre la validez del bautismo administrado a los paganos por cristianos herejes.

En estas circunstancias realmente difíciles, san Cipriano mostró notables dotes de gobierno: fue severo, pero no inflexible con los lapsi, concediéndoles la posibilidad del perdón después de una penitencia ejemplar. Ante Roma fue firme defensor de las sanas tradiciones de la Iglesia africana. Fue muy bondadoso; estaba animado por el más auténtico espíritu evangélico, que lo impulsaba a exhortar a los cristianos a ayudar fraternalmente a los paganos durante la peste.

Supo practicar la justa medida al recordar a los fieles —demasiado temerosos de perder la vida y los bienes terrenos— que para ellos la verdadera vida y los verdaderos bienes no son los de este mundo.

Combatió con decisión las costumbres corrompidas y los pecados que devastaban la vida moral, sobre todo la avaricia. «Así pasaba sus jornadas —narra en este punto el diácono Poncio—, cuando he aquí que, por orden del procónsul, llegó repentinamente a su casa el jefe de la policía» (Vida, 15, 1). Ese día el santo obispo fue arrestado y, tras un breve interrogatorio, afrontó con valentía el martirio en medio de su pueblo.

San Cipriano krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

San Cipriano compuso numerosos tratados y cartas, siempre relacionados con su ministerio pastoral. Poco inclinado a la especulación teológica, escribía sobre todo para la edificación de la comunidad y para el buen comportamiento de los fieles. De hecho, la Iglesia es —con mucho— el tema que más trató. Distingue entre Iglesia visible, jerárquica, e Iglesia invisible, mística, pero afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada sobre Pedro. No se cansa de repetir que «quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, se engaña si cree que se mantiene en la Iglesia» (La unidad de la Iglesia católica, 4). San Cipriano sabe bien, y lo formuló con palabras fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Carta 4, 4 y 73, 21) y que «no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre» (La unidad de la Iglesia católica, 4).

Una característica esencial de la Iglesia es la unidad, simbolizada por la túnica de Cristo sin costuras (cf. ib., 7):unidad de la que dice que tiene su fundamento en Pedro (cf. ib., 4) y su perfecta realización en la Eucaristía (cf. Carta 63, 13). «Hay un solo Dios y un solo Cristo —afirma san Cipriano—; una sola es su Iglesia, una sola fe, un solo pueblo cristiano, que se mantiene fuertemente unido con el cemento de la concordia; y no se puede separar lo que es uno por naturaleza» (La unidad de la Iglesia católica, 23).

Hemos hablado de su pensamiento sobre la Iglesia, pero no podemos dejar de referirnos a la enseñanza de san Cipriano sobre la oración. A mí me gusta especialmente su libro sobre el «Padre nuestro», que me ha ayudado mucho a comprender mejor y a rezar mejor la “oración del Señor”. San Cipriano enseña que en el «Padre nuestro» se da al cristiano precisamente el modo correcto de orar, y subraya que esa oración está en plural, «para que quien reza no ore únicamente por sí mismo. Nuestra oración —escribe— es pública y comunitaria; y, cuando rezamos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque junto con todo el pueblo somos uno» (La oración del Señor, 8).

De esta forma, oración personal y litúrgica se presentan estrechamente unidas entre sí. Su unidad proviene del hecho de que responden a la misma palabra de Dios. El cristiano no dice  «Padre mío», sino «Padre nuestro», incluso en lo más secreto de su recámara cerrada, porque sabe que en todo lugar, en toda circunstancia, es miembro de un mismo cuerpo.

«Oremos, pues, hermanos amadísimos —escribe el Obispo de Cartago—, como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es oración confidencial e íntima orar a Dios con lo que es suyo, elevar hasta sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo, cuando rezamos una oración: el que habita en lo más íntimo del alma debe estar presente también en la voz… Además, cuando se reza, hay que tener un modo de hablar y orar que, con disciplina, mantenga la calma y la reserva. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divinos tanto con la postura del cuerpo como con el tono de la voz… Y cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos los sacrificios divinos con el sacerdote de Dios, debemos recordar el temor reverencial y la disciplina, sin lanzar al viento nuestras oraciones con voz descompuesta, ni hacer con mucha palabrería una petición que más bien debemos elevar a Dios con moderación, porque Dios no escucha la voz sino el corazón (non vocis sed cordis auditor est)« (ib., 3-4). Se trata de palabras que siguen siendo válidas hoy y nos ayudan a celebrar bien la sagrada liturgia.

En definitiva, san Cipriano se sitúa en los orígenes de la fecunda tradición teológico-espiritual que ve en el «corazón» el lugar privilegiado de la oración. Según la Biblia y los santos Padres, el corazón es lo más íntimo del hombre, el lugar donde habita Dios. En él se realiza el encuentro en el que Dios habla al hombre y el hombre escucha a Dios; el hombre habla a Dios y Dios escucha al hombre. Todo ello a través de la única Palabra divina. Precisamente en este sentido, remitiéndose a san Cipriano, Esmaragdo, abad de San Miguel en el Mosa en los primeros años del siglo IX, atestigua que la oración «es obra del corazón, no de los labios, porque Dios no mira las palabras sino el corazón del que ora» (La diadema de los monjes, 1).

Queridos hermanos, hagamos nuestro este «corazón que escucha» del que hablan la Biblia (cf. 1 R 3, 9) y los santos Padres; lo necesitamos mucho. Sólo así podremos experimentar con plenitud que Dios es nuestro Padre, y que la Iglesia, la santa Esposa de Cristo, es verdaderamente nuestra Madre.

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101 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Eusebio de Cesarea

101 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN EUSEBIO DE CESAREA

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE JUNIO DE 2007

San Eusebio de Cesarea

Queridos hermanos y hermanas:

En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la distinción entre los primeros tres siglos y los que siguieron al concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como “bisagra” entre los dos períodos están el así llamado “viraje constantiniano” y la paz de la Iglesia, así como la figura de Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina, que fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su tiempo en contextos tan variados como la teología, la exégesis, la historia y la erudición. Eusebio es conocido sobre todo como el primer historiador del cristianismo, pero también como el mayor filólogo de la Iglesia antigua.

En Cesarea, donde probablemente nació Eusebio alrededor del año 260, Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí había fundado una escuela y una gran biblioteca. Precisamente con estos libros se habría formado, alguna década después, el joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó en el concilio de Nicea, desempeñando un papel de protagonista. Suscribió el Credo y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de Dios, definido por eso “de la misma sustancia” del Padre (homooúsios tõ Patrí). Es prácticamente el mismo Credo que rezamos todos los domingos en la sagrada liturgia.

Eusebio, sincero admirador de Constantino, que había dado la paz a la Iglesia, sintió por él estima y consideración. Celebró al emperador, no sólo en sus obras, sino también con discursos oficiales, pronunciados en el vigésimo y en el 30° aniversario de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el año 337. Dos o tres años después murió también Eusebio.

Estudioso incansable, en sus numerosos escritos Eusebio trata de reflexionar y hacer un balance de tres siglos de cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución, recurriendo en gran parte a las fuentes cristianas y paganas conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. Así, a pesar de la importancia objetiva de sus obras apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de Eusebio sigue estando vinculada en primer lugar a los diez libros de su Historia eclesiástica. Fue el primero en escribir una historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre. Con esta Historia logró salvar del olvido seguro numerosos acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia antigua. Se trata, por tanto, de una fuente fundamental para el conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.

Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el historiador presenta los temas que pretende afrontar en su obra: “Es mi propósito consignar las sucesiones de los santos apóstoles y los tiempos transcurridos desde nuestro Salvador hasta nosotros; el número y la magnitud de los hechos registrados por la historia eclesiástica y el número de los que en ella sobresalieron en el gobierno y en la presidencia de las iglesias más ilustres, así como el número de los que en cada generación, de viva voz o por escrito, fueron los embajadores de la palabra de Dios; y también quiénes, cuántos y cuándo, impulsados por el deseo de innovación hasta el error, se proclamaron públicamente a sí mismos introductores de una ciencia falsa y devoraron sin piedad, como lobos crueles, al rebaño de Cristo; (…) así como también el número, el modo y el tiempo de los ataques de los paganos contra la Palabra divina y la grandeza de cuantos, por defenderla afrontaron duras pruebas de sangre y torturas; y además los martirios de nuestros propios tiempos y la protección benévola y propicia de nuestro Salvador” (1, 1, 1-2).

De esta manera, Eusebio abarca diferentes aspectos: la sucesión de los Apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta “Historia”. En todo esto, a través de él resplandecen la misericordia y la benevolencia del Salvador. Así Eusebio inaugura la historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año 324, cuando Constantino, después de la derrota de Licinio, fue aclamado como único emperador de Roma. Se trata del año precedente al gran concilio de Nicea, que después ofrece la “summa” de lo que la Iglesia había aprendido -doctrinal, moral e incluso jurídicamente- en esos trescientos años.

La cita que acabamos de referir del primer libro de la Historia eclesiástica contiene una repetición seguramente voluntaria. En pocas líneas repite el título cristológico de Salvador, y hace referencia explícita a “su misericordia” y a “su benevolencia”. Así podemos descubrir la perspectiva fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia “cristocéntrica”, en la que se revela progresivamente el misterio del amor de Dios a los hombres. Con genuina sorpresa, Eusebio reconoce que “de todos los hombres de su tiempo y de los que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Jesús es llamado y confesado como Cristo (es decir Mesíasy Salvador del mundo), y todos dan testimonio de él con este nombre, recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además, todavía hoy entre sus discípulos, en toda la tierra, es honrado como rey, es contemplado como superior a un profeta y es glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y, por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logospreexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido del Padre el honor de ser digno de veneración. Y lo más singular de todo es que los que estamos consagrados a él no lo honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras palabras, sino con una completa disposición del alma, llegando incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia vida” (1, 3, 19-20).

San Eusebio de Cesarea krouillong comunion en la mano sacrilegio

Así se destaca otra característica que será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la “intención moral” que entraña la narración. El análisis histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles. Es una guía para nosotros mismos.

De esta manera, Eusebio interpela encarecidamente a los creyentes de todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa de ellas por simple curiosidad, buscando quizá el sensacionalismo y el escándalo a toda costa? ¿O es más bien la actitud llena de amor, y abierta al misterio, de quien sabe por la fe que puede descubrir en la historia de la Iglesia los signos del amor de Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas? Si esta es nuestra actitud, no podemos menos de sentirnos impulsados a dar una respuesta más coherente y generosa, un testimonio de vida más cristiano, para comunicar los signos del amor de Dios también a las futuras generaciones.

“Hay un misterio”, no se cansaba de repetir el cardenal Jean Daniélou, eminente estudioso de los Padres: “Hay un contenido oculto en la historia. (…) El misterio es el de las obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad auténtica, oculta detrás de las apariencias. (…) Pero esta historia que Dios realiza en favor del hombre, no la realiza sin él. Quedarse en la contemplación de las “grandes hazañas” de Dios significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está la respuesta de los hombres” (Saggio sul mistero della storia, Brescia 1963, p. 182).

También hoy, muchos siglos después, Eusebio de Cesarea nos invita a los creyentes a asombrarnos, a contemplar en la historia las grandes obras de Dios para la salvación de los hombres. Y con la misma fuerza nos invita a la conversión de vida. De hecho, no podemos quedar insensibles ante un Dios que nos ha amado así. El amor exige que toda la vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella transparente del amor de Dios.

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100 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Atanasio

100 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ATANASIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE JUNIO DE 2007

San Atanasio

Queridos hermanos y hermanas: 

Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia antigua, queremos centrar hoy nuestra atención en san Atanasio de Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya pocos años después de su muerte, fue aclamado como “la columna de la Iglesia” por el gran teólogo y obispo de Constantinopla san Gregorio Nacianceno (Discursos 21, 26), y siempre ha sido considerado un modelo de ortodoxia, tanto en Oriente como en Occidente.

Por tanto, no es casualidad que Gian Lorenzo Bernini colocara su estatua entre las de los cuatro santos doctores de la Iglesia oriental y occidental —juntamente con san Ambrosio, san Juan Crisóstomo y san Agustín—, que en el maravilloso ábside de la basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro.

San Atanasio fue, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más importantes y venerados. Pero este gran santo es, sobre todo, el apasionado teólogo de la encarnación del Logos, el Verbo de Dios que, como dice el prólogo del cuarto evangelio, “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14).

Precisamente por este motivo san Atanasio fue también el más importante y tenaz adversario de la herejía arriana, que entonces era una amenaza para la fe en Cristo, reducido a una criatura “intermedia” entre Dios y el hombre, según una tendencia que se repite en la historia y que también hoy existe de diferentes maneras.

Atanasio nació probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300; recibió una buena educación antes de convertirse en diácono y secretario del obispo de la metrópoli egipcia, san Alejandro. El joven eclesiástico, íntimo colaborador de su obispo, participó con él en el concilio de Nicea, el primero de carácter ecuménico, convocado por el emperador Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de la Iglesia. Así los Padres de Nicea pudieron afrontar varias cuestiones, principalmente el grave problema originado algunos años antes por la predicación de Arrio, un presbítero de Alejandría.

Este, con su teoría, constituía una amenaza para la auténtica fe en Cristo, declarando que el Logos no era verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser “intermedio” entre Dios y el hombre; de este modo el verdadero Dios permanecía siempre inaccesible para nosotros. Los obispos reunidos en Nicea respondieron redactando el “Símbolo de la fe” que, completado más tarde por el primer concilio de Constantinopla, ha quedado en la tradición de las diversas confesiones cristianas y en la liturgia como el Credo niceno-constantinopolitano.

En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia indivisa, y que todavía recitamos hoy todos los domingos en la celebración eucarística, aparece el término griego homooúsios, en latín consubstantialis:  indica que el Hijo, el Logos, es “de la misma substancia” del Padre, es Dios de Dios, es su substancia; así se subraya la plena divinidad del Hijo, que negaban los arrianos.

San Atanasio krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Al morir el obispo san Alejandro, en el año 328, san Atanasio pasó a ser su sucesor como obispo de Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión cualquier componenda con respecto a las teorías arrianas condenadas por el concilio de Nicea. Su intransigencia, tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria, contra quienes se habían opuesto a su elección episcopal y sobre todo contra los adversarios del Símbolo de Nicea, le provocó la implacable hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.

A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con claridad que el Hijo es de la misma substancia del Padre, poco después esas ideas erróneas volvieron a prevalecer —en esa situación, Arrio fue incluso rehabilitado— y fueron sostenidas por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y después por su hijo Constancio II. Este, al que le preocupaban más la unidad del Imperio y sus problemas políticos que la verdad teológica, quería politizar la fe, haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los súbditos del Imperio.

Así, la crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó durante décadas con vicisitudes difíciles y divisiones dolorosas en la Iglesia. Y en cinco ocasiones —durante treinta años, entre 336 y 366— san Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad, pasando diecisiete años en el destierro y sufriendo por la fe. Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría el obispo pudo sostener y difundir en Occidente, primero en Tréveris y después en Roma, la fe de Nicea así como los ideales del monaquismo, abrazados en Egipto por el gran eremita san Antonio, con una opción de vida por la que san Atanasio siempre se sintió atraído.

San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que apoyaba la fe de san Atanasio. Al volver definitivamente a su sede, el obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la reorganización de las comunidades cristianas. Murió el 2 de mayo del año 373, día en el que celebramos su memoria litúrgica.

La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el tratado Sobre la encarnación del Verbo, el Logos divino que se hizo carne, llegando a ser como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, san Atanasio afirma, con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad” (54, 3). Con su resurrección, el Señor destruyó la muerte como si fuera “paja en el fuego” (8, 4). La idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo nosotros podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente “Dios con nosotros”.

Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena parte están vinculadas a las vicisitudes de la crisis arriana, podemos citar también las cuatro cartas que dirigió a su amigo Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las que esa verdad se afirma con claridad, y unas treinta cartas “festivas”, dirigidas al inicio de cada año a las Iglesias y a los monasterios de Egipto para indicar la fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para consolidar los vínculos entre los fieles, reforzando su fe y preparándolos para esa gran solemnidad.

Por último, san Atanasio también es autor de textos de meditaciones sobre los Salmos, muy difundidos desde entonces, y sobre todo de una obra que constituye el best seller de la antigua literatura cristiana, la Vida de san Antonio, es decir, la biografía de san Antonio abad, escrita poco después de la muerte de este santo, precisamente mientras el obispo de Alejandría, en el destierro, vivía con los monjes del desierto egipcio. San Atanasio fue amigo del grande eremita hasta el punto de que recibió una de las dos pieles de oveja que dejó san Antonio como herencia, junto con el manto que el mismo obispo de Alejandría le había regalado.

La biografía ejemplar de ese santo tan apreciado por la tradición cristiana, que se hizo pronto sumamente popular y fue traducida inmediatamente dos veces al latín y luego a varias lenguas orientales, contribuyó decisivamente a la difusión del monaquismo, tanto en Oriente como en Occidente. En Tréveris la lectura de este texto forma parte de una emotiva narración de la conversión de dos funcionarios imperiales que san Agustín incluye en las Confesiones (VIII, 6, 15) como premisa para su misma conversión.

Por lo demás, el mismo san Atanasio muestra que tenía clara conciencia de la influencia que podía ejercer sobre el pueblo cristiano la figura ejemplar de san Antonio. En la conclusión de esa obra escribe:  “El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue sentida aun por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África, sino por Dios, que en todas partes da a conocer a los suyos, y que, más aún, le había anunciado esto a Antonio desde el principio? Pues aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como lámparas a todos los hombres, y así los que oyen hablar de ellos pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor para seguir la senda que conduce a la virtud” (Vida de san Antonio, 93, 5-6).

Sí, hermanos y hermanas, tenemos muchos motivos para dar gracias a san Atanasio. Su vida, como la de san Antonio y la de otros innumerables santos, nos muestra que “quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos” (Deus caritas est, 42).

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99 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cirilo de Jerusalen

99 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIRILO DE JERUSALÉN

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE JUNIO DE 2007

San Cirilo de Jerusalén

Queridos hermanos y hermanas: 

Nuestra atención se concentra hoy en san Cirilo de Jerusalén. En su vida se entrecruzan dos dimensiones:  por una parte, la solicitud pastoral; y, por otra, la implicación, a su pesar, en las intensas controversias que afligían entonces a la Iglesia de Oriente.

San Cirilo, nacido alrededor del año 315 en Jerusalén o en sus cercanías, recibió una óptima formación literaria, que constituyó la base de su cultura eclesiástica, centrada en el estudio de la Biblia. Ordenado presbítero por el obispo Máximo, cuando este murió o fue depuesto, en el año 348 fue ordenado obispo por Acacio, influyente metropolita de Cesarea de Palestina, filo-arriano, convencido de que Cirilo era su aliado. Por eso, se sospechó que había obtenido el nombramiento episcopal mediante concesiones al arrianismo.

En realidad, muy pronto san Cirilo chocó con Acacio, no sólo en el campo doctrinal, sino también en el jurisdiccional, porque san Cirilo reivindicaba la autonomía de su sede con respecto a la metropolitana de Cesarea. En dos décadas san Cirilo sufrió tres destierros:  el primero en el año 357, cuando fue depuesto por un Sínodo de Jerusalén; el segundo, en el año 360, por obra de Acacio; y el tercero, el más largo -duró once años- en el año 367 por iniciativa del emperador filo-arriano Valente. Sólo en el año 378, después de la muerte del emperador, san Cirilo pudo volver a tomar definitivamente posesión de su sede, devolviendo a los fieles unidad y paz.

Su ortodoxia, puesta en duda por algunas fuentes de aquel tiempo, la atestiguan otras fuentes igualmente históricas. La más autorizada de ellas es la carta sinodal del año 382, después del segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381), en el que san Cirilo había participado con un papel cualificado. En esa carta, enviada al Pontífice romano, los obispos orientales reconocen oficialmente la más absoluta ortodoxia de san Cirilo, la legitimidad de su ordenación episcopal y los méritos de su servicio pastoral, que concluyó con su muerte en el año 387.

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De san Cirilo conservamos veinticuatro célebres catequesis, que impartió como obispo hacia el año 350. Introducidas por unaProcatequesis de acogida, las primeras dieciocho están dirigidas a los catecúmenos o iluminandos ((photizomenoi); las pronunció en la basílica del Santo Sepulcro. Las primeras (1-5) tratan cada una, respectivamente, de las disposiciones previas al bautismo, de la conversión de las costumbres paganas, del sacramento del bautismo, de las diez verdades dogmáticas contenidas en el Credo o Símbolo de la fe.

Las sucesivas (6-18) constituyen una “catequesis continua” sobre el Símbolo de Jerusalén, en clave antiarriana. De las últimas cinco (19-23), llamadas “mistagógicas”, las dos primeras desarrollan un comentario a los ritos del bautismo; y las tres últimas versan sobre la Confirmación, sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y sobre la liturgia eucarística. En ellas se incluye la explicación del padrenuestro (Oración dominical):  con ella se comienza un camino de iniciación en la oración, que se desarrolla paralelamente a la iniciación en los tres sacramentos:  Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

La base de la instrucción sobre la fe cristiana se realizaba también en función polémica contra los paganos, los judeocristianos y los maniqueos. La argumentación se fundaba en el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, con un lenguaje lleno de imágenes. La catequesis era un momento importante, insertado en el amplio contexto de toda la vida, especialmente litúrgica, de la comunidad cristiana, en cuyo seno materno tenía lugar la gestación del futuro fiel, acompañada de la oración y el testimonio de los hermanos.

En su conjunto, las homilías de san Cirilo constituyen una catequesis sistemática sobre el nuevo nacimiento del cristiano mediante el bautismo. Dice san Cirilo al catecúmeno:  “Has caído dentro de las redes de la Iglesia (cf. Mt 13, 47). Por tanto, déjate captar vivo; no huyas, porque es Jesús quien te pesca con su anzuelo, no para darte la muerte, sino la resurrección después de la muerte. En efecto, debes morir y resucitar (cf. Rm 6, 11.14)… Desde hoy mueres al pecado y vives para la justicia” (Procatequesis5).

Desde el punto de vista doctrinal, san Cirilo comenta el Símbolo de Jerusalén recurriendo a la tipología de las Escrituras, en una relación “sinfónica” entre los dos Testamentos, desembocando en Cristo, centro del universo. La tipología será incisivamente descrita por san Agustín de Hipona:  “El Antiguo Testamento es el velo del Nuevo; y en el Nuevo Testamento se manifiesta el Antiguo” (De catechizandis rudibus 4, 8).

Por lo que atañe a la catequesis moral, se funda, con una profunda unidad, en la catequesis doctrinal:  el dogma se va introduciendo progresivamente en las almas, las cuales así se ven impulsadas a cambiar los comportamientos paganos de acuerdo con la nueva vida en Cristo, don del bautismo.

Por último, la catequesis “mistagógica” constituía el vértice de la instrucción que san Cirilo impartía, ya no a los catecúmenos, sino a los recién bautizados o neófitos, durante la semana de Pascua. Esa catequesis los llevaba a descubrir, bajo los ritos bautismales de la Vigilia pascual, los misterios encerrados en ellos, aún sin desvelar. Iluminados por la luz de una fe más profunda gracias al bautismo, los neófitos podían por fin comprenderlos mejor, habiendo celebrado ya sus ritos.

En particular con los neófitos de origen griego, san Cirilo se apoyaba en la facultad visiva, muy natural en ellos. Era el paso del rito al misterio, que valoraba el efecto psicológico de la sorpresa y la experiencia vivida en la noche pascual. He aquí un texto que explica el misterio del bautismo:  “Tres veces habéis sido sumergidos en el agua y otras tantas habéis emergido, para simbolizar los tres días de la sepultura de Cristo, es decir, imitando con este rito a nuestro Salvador, que pasó tres días y tres noches en el seno de la tierra (cf. Mt 12, 40). Con la primera emersión del agua habéis celebrado el recuerdo del primer día que pasó Cristo en el sepulcro, como con la primera inmersión habéis confesado la primera noche que pasó en el sepulcro:  del mismo modo que quien está en la noche no ve nada, y en cambio quien está en el día goza de luz, así también vosotros antes estabais inmersos en la noche y no veíais nada, pero al emerger os habéis encontrado en pleno día. Esta agua de salvación, misterio de la muerte y del nacimiento, ha sido para vosotros tumba y madre… Para vosotros (…) el tiempo de morir coincidió con el tiempo de nacer:  en el mismo tiempo han tenido lugar ambos acontecimientos” (Segunda Catequesis mistagógica, 4).

El misterio que se debe captar es el plan de Dios, que se realiza mediante las acciones salvíficas de Cristo en la Iglesia. A su vez, la dimensión mistagógica va acompañada por la de los símbolos, que expresan la vivencia espiritual que entrañan. Así la catequesis de san Cirilo, basándose en las tres dimensiones descritas -doctrinal, moral y mistagógica- es una catequesis global en el Espíritu. La dimensión mistagógica lleva a cabo la síntesis de las dos primeras, orientándolas a la celebración sacramental, en la que se realiza la salvación de todo el hombre.

En definitiva, se trata de una catequesis integral que, al implicar el cuerpo, el alma y el espíritu, es emblemática también para la formación catequética de los cristianos de hoy.

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98 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Basilio (1)

98 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BASILIO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE JULIO DE 2007

San Basilio (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy queremos recordar a uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Basilio, a quien los textos litúrgicos bizantinos definen como una «lumbrera de la Iglesia». Fue un gran obispo del siglo IV, al que mira con admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente por su santidad de vida, por la excelencia de su doctrina y  por la síntesis armoniosa de sus dotes especulativas y prácticas.
Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera Iglesia doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió con los mejores maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho de sus éxitos mundanos, al darse cuenta de que había perdido mucho tiempo en vanidades, él mismo confiesa:  «Un día, como si despertase de un sueño profundo, volví mis ojos a la admirable luz de la verdad del Evangelio…, y lloré por mi miserable vida» (cf. Ep. 223:  PG 32, 824 a).

Atraído por Cristo, comenzó a mirarlo y a escucharlo sólo a él (cf. Moralia 80, 1:  PG 31, 860 b c). Con determinación se dedicó a la vida monástica en la oración, en la meditación de las sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia, y en el ejercicio de la caridad (cf. Ep. 2 y 22), siguiendo también el ejemplo de su hermana, santa Macrina, la cual ya vivía el  ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por último, en el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual Turquía.

Con su predicación y sus escritos realizó una intensa actividad pastoral, teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir el servicio a las almas y la entrega a la oración y a la meditación en la soledad. Aprovechando su experiencia personal, favoreció la fundación de muchas «fraternidades» o comunidades de cristianos consagrados a Dios, a las que visitaba con frecuencia (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 29 in laudem BasiliiPG 36, 536 b). Con su palabra y sus escritos, muchos de los cuales se conservan todavía hoy (cf. Regulae brevius tractatae, Proemio:  PG 31, 1080 a b), los exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección. De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica antigua, entre ellos san Benito, que consideraba a san Basilio como su maestro (cf. Regula 73, 5).

En realidad, san Basilio creó una vida monástica muy particular:  no cerrada a la comunidad de la Iglesia local, sino abierta a ella. Sus monjes formaban parte de la Iglesia particular, eran su núcleo animador que, precediendo a los demás fieles en el seguimiento de Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme adhesión a Cristo —el amor a él—, sobre todo con obras de caridad. Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio de los pobres; así mostraron la integridad de la vida cristiana.

El siervo de Dios Juan Pablo II, hablando de la vida monástica, escribió:  «Muchos opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por san Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica Patres Ecclesiae, 2:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 13).

Como obispo y pastor de su vasta diócesis, san Basilio se preocupó constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los fieles; denunció con firmeza los males; se comprometió en favor de los más pobres y marginados; intervino también ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los poderosos para defender el derecho de profesar la verdadera fe (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio43, 48-51 in laudem BasiliiPG 36, 557 c-561 c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (cf. san Basilio, Ep. 94:  PG 32, 488 b c), una especie de ciudad de la misericordia, que por él tomó el nombre de «Basiliades» (cf. Sozomeno, Historia Eccl. 6, 34:  PG 67, 1397 a). En ella hunden sus raíces los modernos hospitales para la atención y curación de los enfermos.

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Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (Sacrosanctum Concilium, 10), san Basilio, aunque siempre se preocupaba por vivir la caridad, que es la señal de reconocimiento de la fe, también fue un sabio «reformador litúrgico» (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 34 in laudem BasiliiPG 36, 541 c). Nos dejó una gran plegaria eucarística, o anáfora, que lleva su nombre y que dio una organización fundamental a la oración y a la salmodia:  gracias a él el pueblo amó y conoció los Salmos y acudía a rezarlos incluso de noche (cf. san Basilio, In Psalmum 1, 1-2:  PG 29, 212 a-213 c). Así vemos cómo la liturgia, la adoración, la oración con la Iglesia y la caridad van unidas y se condicionan mutuamente.

Con celo y valentía, san Basilio supo oponerse a los herejes, que negaban que Jesucristo era Dios como el Padre (cf. san Basilio,Ep. 9, 3:  PG 32, 272 a; Ep. 52, 1-3:  PG 32, 392 b-396 a; Adv. Eunomium 1, 20:  PG 29, 556 c). Del mismo modo, contra quienes no aceptaban la divinidad del Espíritu Santo, defendió que también el Espíritu Santo es Dios y «debe ser considerado y glorificado juntamente con el Padre y el Hijo» (cf. De Spiritu SanctoSC 17 bis, 348). Por eso, san Basilio es uno de los grandes Padres que formularon la doctrina sobre la Trinidad:  el único Dios, precisamente por ser Amor, es un Dios en tres Personas, que forman la unidad más profunda que existe, la unidad divina.

En su amor a Cristo y a su Evangelio, el gran Padre capadocio trabajó también por sanar las divisiones dentro de la Iglesia (cf. Ep.70 y 243), procurando siempre que todos se convirtieran a Cristo y a su Palabra (cf. De iudicio 4:  PG 31, 660 b-661 a), fuerza unificadora, a la que  todos los creyentes deben obedecer (cf. ib. 1-3:  PG 31, 653 a-656 c).

En conclusión, san Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia y al multiforme ejercicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo trazó, se convirtió en “apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y norma de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios” (cf. Moralia 80, 11-20:  PG 31, 864 b-868 b).

Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra —tanto ayer como hoy—, un programa que él mismo se esforzó generosamente por poner en práctica. En el año 379, san Basilio, sin cumplir aún cincuenta años, agotado por el cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la esperanza de la vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor» (De Baptismo 1, 2, 9). Fue un hombre que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor al prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, san Basilio nos muestra cómo ser realmente cristianos.

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97 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Basilio (2)

97 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BASILIO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE AGOSTO DE 2007

San Basilio (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Después de estas tres semanas de pausa, reanudamos nuestros habituales encuentros del miércoles. Hoy quiero continuar el tema que tratamos en la última catequesis: la vida y los escritos de san Basilio, obispo en la actual Turquía, en Asia menor, durante el siglo IV. La vida de este gran santo y sus obras están llenas de puntos de reflexión y de enseñanzas que valen también para nosotros hoy.

San Basilio habla, ante todo, del misterio de Dios, que sigue siendo el punto de referencia más significativo y vital para el hombre. El Padre es “el principio de todo y la causa del ser de lo que existe, la raíz de los seres vivos” (Hom. 15, 2 de fide: PG 31, 465c) y sobre todo es “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Anaphora sancti Basilii). Remontándonos a Dios a través de las criaturas, “tomamos conciencia de su bondad y de su sabiduría” (Contra Eunomium 1, 14: PG 29, 544b). El Hijo es la “imagen de la bondad del Padre y el sello de forma igual a él” (cf. Anaphora sancti Basilii). Con su obediencia y su pasión, el Verbo encarnado realizó la misión de Redentor del hombre (cf. In Psalmum 48, 8: PG 29, 452ab; De Baptismo 1, 2: SC 357, 158).

Por último, habla extensamente del Espíritu Santo, al que dedicó un libro entero. Nos explica que el Espíritu Santo anima a la Iglesia, la colma de sus dones y la hace santa. La luz espléndida del misterio divino se refleja en el hombre, imagen de Dios, y exalta su dignidad. Contemplando a Cristo, se comprende plenamente la dignidad del hombre. San Basilio exclama: “(Hombre), date cuenta de tu grandeza considerando el precio pagado por ti: mira el precio de tu rescate y comprende tu dignidad” (In Psalmum 48, 8: PG 29, 452b).

En particular el cristiano, viviendo de acuerdo con el Evangelio, reconoce que todos los hombres son hermanos entre sí; que la vida es una administración de los bienes recibidos de Dios, por lo cual cada uno es responsable ante los demás, y el que es rico debe ser como un “ejecutor de las órdenes de Dios bienhechor” (Hom. 6 de avaritia: PG 32, 1181-1196). Todos debemos ayudarnos y cooperar como miembros de un solo cuerpo (Ep. 203, 3).

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San Basilio, en sus homilías usó también palabras valientes, fuertes, a este respecto. En efecto, quien quiere amar al prójimo como a sí mismo, cumpliendo el mandamiento de Dios, “no debe poseer nada más de lo que posee su prójimo” (Hom. in divites: PG 31, 281b).

En tiempo de carestía y calamidad, con palabras apasionadas, el santo obispo exhortaba a los fieles a “no mostrarse más crueles que las bestias…, apropiándose de lo que es común y poseyendo ellos solos lo que es de todos” (Hom. tempore famis: PG 31, 325a). El pensamiento profundo de san Basilio se pone claramente de manifiesto en esta sugestiva frase: “Todos los necesitados miran nuestras manos, como nosotros miramos las de Dios cuando tenemos necesidad”.

Así pues, es bien merecido el elogio que hizo de él san Gregorio Nacianceno, el cual, después de la muerte de san Basilio, dijo: “Basilio nos persuadió de que, al ser hombres, no debemos despreciar a los hombres ni ultrajar a Cristo, cabeza común de todos, con nuestra inhumanidad respecto de los hombres; más bien, en las desgracias ajenas debemos obtener beneficio y prestar a Dios nuestra misericordia, porque necesitamos misericordia” (Oratio 43, 63: PG 36, 580b). Son palabras muy actuales. Realmente, san Basilio es uno de los Padres de la doctrina social de la Iglesia.

San Basilio nos recuerda, además, que para mantener vivo en nosotros el amor a Dios y a los hombres, es necesaria la Eucaristía, alimento adecuado para los bautizados, capaz de robustecer las nuevas energías derivadas del Bautismo (cf. De Baptismo 1, 3: SC357, 192). Es motivo de inmensa alegría poder participar en la Eucaristía (Moralia 21, 3: PG 31, 741a), instituida “para conservar incesantemente el recuerdo de Aquel que murió y resucitó por nosotros” (Moralia 80, 22: PG 31, 869b).

La Eucaristía, don inmenso de Dios, protege en cada uno de nosotros el recuerdo del sello bautismal y permite vivir en plenitud y con fidelidad la gracia del Bautismo. Por eso, el santo obispo recomienda la Comunión frecuente, incluso diaria: “Comulgar también cada día recibiendo el santo cuerpo y la sangre de Cristo es algo bueno y útil, dado que él mismo dice claramente: “Quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). Por tanto, ¿quién dudará de que comulgar continuamente la vida es vivir en plenitud?” (Ep. 93: PG 32, 484b). En otras palabras, la Eucaristía nos es necesaria para acoger en nosotros la verdadera vida, la vida eterna (cf. Moralia 21, 1: PG 31, 737c).

Por último, san Basilio también se interesó, naturalmente, por esa porción elegida del pueblo de Dios que son los jóvenes, el futuro de la sociedad. A ellos les dirigió un Discurso sobre el modo de sacar provecho de la cultura pagana de su tiempo. Con gran equilibrio y apertura, reconoce que en la literatura clásica, griega y latina, se encuentran ejemplos de virtud. Estos ejemplos de vida recta pueden ser útiles para el joven cristiano en la búsqueda de la verdad, del modo recto de vivir (cf. Ad adolescentes 3).

Por tanto, hay que tomar de los textos de los autores clásicos lo que es conveniente y conforme a la verdad; así, con una actitud crítica y abierta —en realidad, se trata de un auténtico “discernimiento”— los jóvenes crecen en la libertad. Con la célebre imagen de las abejas, que toman de las flores sólo lo que sirve para la miel, san Basilio recomienda: “Como las abejas saben sacar de las flores la miel, a diferencia de los demás animales, que se limitan a gozar del perfume y del color de las flores, así también de estos escritos… se puede sacar provecho para el espíritu. Debemos utilizar esos libros siguiendo en todo el ejemplo de las abejas, las cuales no van indistintamente a todas las flores, y tampoco tratan de sacar todo lo que tienen las flores donde se posan, sino que sólo sacan lo que les sirve para la elaboración de la miel, y dejan lo demás. Así también nosotros, si somos sabios, tomaremos de esos escritos lo que se adapta a nosotros y es conforme a la verdad, y dejaremos el resto” (Ad adolescentes 4). San Basilio recomienda a los jóvenes, sobre todo, que crezcan en la virtud, en el recto modo de vivir: “Mientras que los demás bienes… pasan de uno a otro, como en el juego de los dados, sólo la virtud es un bien inalienable, y permanece durante la vida y después de la muerte” (ib., 5).

Queridos hermanos y hermanas, podemos decir que este santo Padre de un tiempo tan lejano nos habla también a nosotros y nos dice cosas importantes. Ante todo, esta participación atenta, crítica y creativa en la cultura de hoy. Luego, la responsabilidad social: en nuestro tiempo, en un mundo globalizado, también los pueblos geográficamente lejanos son realmente nuestro prójimo. A continuación, la amistad con Cristo, el Dios de rostro humano. Y, por último, el conocimiento y la acción de gracias a Dios, Creador y Padre de todos nosotros: sólo abiertos a este Dios, Padre común, podemos construir un mundo justo y fraterno.

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