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67 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Año Sacerdotal

67 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AÑO SACERDOTAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE JUNIO DE 2009

 

AÑO SACERDOTAL

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario del “nacimiento para el cielo” del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?

La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: “Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua”.

Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.

No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo “funcional” se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio.

A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, “por una parte, una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de “servicio”: el servicio a la comunidad, en la realización de una función… Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento” (J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra “sacerdocio” hacia el sentido de “servicio, ministerio, encargo”, es signo de esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio “sacerdocio-sacrificio”, mientras que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.

Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II afirma: “Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios, de manera que todos (…) se ofrezcan a sí mismos como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rm 12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, hasta que el Señor venga” (n. 2).

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Entonces nos preguntamos: “¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?”. Jesús habla del anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un “discurso”. Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama “palabras”, sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.

Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. El presbítero no puede considerarse “dueño” de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es “voz” de la Palabra: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Mc 1, 3).

Ahora bien, para el sacerdote ser “voz” de la Palabra no constituye únicamente un aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial “perderse” en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en sukénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con él: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.

Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el “estar unido de corazón” a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.

El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: “¡Da miedo ser sacerdote!”. Y añadía: “¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!”. Que el Año sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a “disminuir” para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.

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Más de 80 años sin confesarse

Autor: Juan Pablo Ledesma, LC. Roma (Italia)
Fuente: www.100sacerdotes.com

Más de 80 años sin confesarse

Cierto día, uno de los misioneros me pidió llevar la comunión a una señora muy anciana…

Tengo que confesar que ser misionero ha sido siempre la ilusión de toda mi vida. De niño fue el sueño que me cautivó y que encendió en mí la llama de la vocación. Yo quería ser sacerdote para ayudar a los demás, para hacer algo que valiera la pena. Alguna vez me imaginé convertido en otro San Francisco Javier en las Indias: con el brazo dolorido por tanto bautizar, agotado de confesar, de predicar, de enseñar el catecismo, sin tiempo de comer, sin poder descansar porque todos acudían a mí en busca de consuelo, de consejo o de ayuda.

El episodio que aquí narro me sucedió en una aldea de la Sierra norteña de Sonora… Sus habitantes no saben que hace ya muchos años, allá por 1646, la corona española embarcó hacia sus tierras soldados y misioneros. Cierto día los Apaches, una de las cuarenta tribus que poblaban estas tierras, saquearon una guarnición española y fueron castigados. En represalia atacaron sin piedad, matando y destruyendo. El sacerdote Juan Bautista, amigo de todos, los recibió con los brazos abiertos. Los temibles Apaches respondieron con arcos y flechas. Una a una, le clavaron más de veinte saetas. Agonizando y desangrado, el misionero se arrastró a gatas hasta los pies del crucifijo de la misión. Era una talla de gran tamaño, esculpida por los indios Órapas. Se abrazó a él. Y murió así, mezclando su sangre con la del Cristo. Ese es el pasado glorioso de estas tierras.

Nuestra jornada misionera comenzaba muy temprano y acababa en la madrugada del día siguiente. Después de levantarnos, un suculento y nutritivo desayuno y un buen rato de oración. Luego, la voz de la campana atraía a pequeños y grandes a la capilla. Mientras tanto los misioneros visitábamos a las familias y les impartíamos catequesis. Como sacerdote, yo confesaba todo el día y luego celebraba la Misa. Si había enfermos, los visitaba y les administraba los sacramentos.

Un bien día conocí a este encanto… Cierto día, uno de los misioneros me pidió llevar la comunión a una señora muy anciana. Vivía muy lejos, en una loma. Ya había atardecido y no quise adentrarme por la brecha de la montaña, difícil y tortuosa. Incluso nos perdimos. Decidí volver. Además tenía el compromiso de cenar en la casa del sordomudo. Una familia muy pobre me había invitado y accedí. Estaban todos reunidos, esperándonos y de pie, porque no había platos ni vasos ni sillas suficientes para todos. Eran muy pobres. Me ofrecieron sardinas enlatadas. Les conté mi desilusión del día y el señor sordomudo, que seguía la conversación leyendo los labios de su esposa, con gestos y expresiones me ofreció su caballo para el día siguiente. -¿A qué hora lo quiere?- preguntó su esposa. Miré a los otros misioneros y me dijeron que tenía todo el día ocupado. –Entonces nos quedamos sin comer para ver a esta señora. Al día siguiente, a la una del mediodía tenía ensillado el caballo. Una gran emoción me embargaba el alma. Entre la aventura y el deseo de ayudar, cabalgaba, llevando en una píxide el Santísimo Sacramento. Nos adentramos en el cauce del Sonora. Después de veinte minutos de trote llegamos a la casita. Era una señora de 83 años, enferma, que no podía caminar, con un tumor en la pierna. Nos recibió con gran alegría y emocionada… Era la primera vez que un sacerdote le visitaba. Contaba cómo su mamá había tenido 23 hijos y que en sólo 3 años había perdido a 13 de sus hijos por enfermedades y accidentes. Hablé con ellas a solas. ¡Cómo olvidarla! Era la primera vez que se confesaba. Toda la vida esperando este momento. Fue su primera confesión. Su primera comunión y su primera y -quizás también- última unción de los enfermos. Después, ayudada por otra señora, nos sirvió una taza de café y nos despedimos.

De regreso, sobre el caballo, no dejaba de darle gracias a Dios. Hablaba con él y comentábamos que quizás sería la última vez que vería a esta persona en mi vida. Pensé también en todos los años de preparación y de sacerdocio y me dije: ¡Valió la pena! ¡Momentos como éste, pagan con creces todo! Valdría la pena ser sacerdote para un momento como éste. No hay mayor alegría que dar, es la mejor inversión de nuestro tiempo, dar nuestra vida por amor.

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