81 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Las palabras de Jesús en la Cruz (2)

81 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2012

Las Palabras de Jesús en la Cruz (2)

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Ahora quiero continuar con la meditación sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de la muerte. Quiero detenerme hoy en la narración que encontramos en el Evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales —la primera y la tercera— son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, en cambio, está constituida por la promesa hecha al así llamado buen ladrón, crucificado con él. En efecto, respondiendo a la oración del ladrón, Jesús lo tranquiliza: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc23, 43). En el relato de san Lucas se entrecruzan muy sugestivamente las dos oraciones que Jesús moribundo dirige al Padre y la acogida de la petición que le dirige a él el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre al que a menudo se llama latro poenitens, «el ladrón arrepentido».

Detengámonos en estas tres palabras de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de haber sido clavado en la cruz, mientras los soldados se dividen sus vestiduras como triste recompensa de su servicio. En cierto sentido, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san Lucas: «Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte» (23, 33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos. Así Jesús realiza en primera persona lo que había enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6, 27), y también había prometido a quienes saben perdonar: «será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo» (v. 35). Ahora, desde la cruz, él no sólo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo a su favor.

Esta actitud de Jesús encuentra una «imitación» conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, ya próximo a su fin, «cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras, murió» (Hch 7, 60): estas fueron sus últimas palabras. La comparación entre la oración de perdón de Jesús y la oración del protomártir es significativa. San Esteban se dirige al Señor resucitado y pide que su muerte —un gesto definido claramente con la expresión «este pecado»— no se impute a los que lo lapidaban. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no sólo pide el perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece también una lectura de lo que está sucediendo. Según sus palabras, en efecto, los hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, él pone la ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión, como sucede por lo demás en las palabras que pronunciará el centurión en el momento de la muerte de Jesús: «Realmente, este hombre era justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión» (Jesús de Nazaret, II, 243-244).

La segunda palabra de Jesús en la cruz transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.

Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús moribundo. El evangelista relata: «Era ya casi mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta las tres de la tarde, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diversos con respecto al cuadro que ofrecen san Marcos y san Mateo. Las tres horas de oscuridad no están descritas en san Marcos, mientras que en san Mateo están vinculadas con una serie de acontecimientos apocalípticos diversos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros y los muertos que resucitan (cf. Mt 27, 51-53). En san Lucas las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipse del sol, pero en aquel momento se produce también el rasgarse del velo del templo. De este modo el relato de san Lucas presenta dos signos, en cierto modo paralelos, en el cielo y en el templo. El cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras en el templo, lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús se caracteriza explícitamente como acontecimiento cósmico y litúrgico; en particular, marca el comienzo de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el Cuerpo mismo de Jesús muerto y resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento —«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»— es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. La invocación inicial —«Padre»— hace referencia a su primera declaración cuando era un adolescente de doce años. Entonces permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora se ha rasgado. Y cuando sus padres le manifestaron su preocupación, respondió: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el comienzo hasta el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con el Padre. En la cruz él vive plenamente, en el amor, su relación filial con Dios, que anima su oración.

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Jesús Crucificado – Martirio Etíope 1756, Mural de Iglesia Africana 

Las palabras pronunciadas por Jesús después de la invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo 31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús ante la muerte es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En Getsemaní, cuando había entrado en el combate final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser «entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44), «le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 44). Pero su corazón era plenamente obediente a la voluntad del Padre, y por ello «un ángel del cielo» vino a confortarlo (cf. Lc22, 42-43). Ahora, en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir en viaje hacia Jerusalén, Jesús había insistido con sus discípulos: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44). Ahora que su muerte es inminente, él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como afirma el evangelista san Juan— todo se cumplió, el supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al límite y más allá del límite.

Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos instantes de su vida terrena ofrecen indicaciones comprometedoras a nuestra oración, pero la abren también a una serena confianza y a una firme esperanza. Jesús, que pide al Padre que perdone a los que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de rezar incluso por aquellos que nos han hecho mal, nos han perjudicado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine su corazón; y nos invita a vivir, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene para con nosotros: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», decimos cada día en el «Padrenuestro». Al mismo tiempo, Jesús, que en el momento extremo de la muerte se abandona totalmente en las manos de Dios Padre, nos comunica la certeza de que, por más duras que sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, nunca caeremos fuera de las manos de Dios, esas manos que nos han creado, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque las guía un amor infinito y fiel. Gracias.

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80 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

 

80 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MIÉRCOLES DE CENIZA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE FEBRERO DE 2012

Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis quiero hablar brevemente del tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Se trata de un itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, el corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia este era el tiempo en que los que habían oído y acogido el anuncio de Cristo iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del Bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación en la fe que debía realizarse gradualmente, mediante un cambio interior por parte de los catecúmenos, es decir, de quienes deseaban hacerse cristianos, incorporándose así a Cristo y a la Iglesia.

Sucesivamente, también a los penitentes y luego a todos los fieles se les invitaba a vivir este itinerario de renovación espiritual, para conformar cada vez más su existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en los diversos pasos del itinerario cuaresmal subraya una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: la redención, no de algunos, sino de todos, está disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por tanto, sea los que recorrían un camino de fe como catecúmenos para recibir el Bautismo, sea quienes se habían alejado de Dios y de la comunidad de la fe y buscaban la reconciliación, sea quienes vivían la fe en plena comunión con la Iglesia, todos sabían que el tiempo que precede a la Pascua es un tiempo demetánoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; el tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en movimiento ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.

Con una expresión que se ha hecho típica en la liturgia, la Iglesia denomina el período en el que hemos entrado hoy «Quadragesima», es decir, tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la Sagrada Escritura, nos introduce así en un contexto espiritual preciso. De hecho, cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la experiencia de la fe del pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no constituye un tiempo cronológico exacto, resultado de la suma de los días. Indica más bien una paciente perseverancia, una larga prueba, un período suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo dentro del cual es preciso decidirse y asumir las propias responsabilidades sin más dilaciones. Es el tiempo de las decisiones maduras.

El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Este hombre justo, a causa del diluvio, pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera otros cuarenta días, después del diluvio, antes de tocar la tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7, 4.12; 8, 6). Luego, la próxima etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24, 18). Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para experimentar la fidelidad de Dios: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años… Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años», dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de emigración (Dt 8, 2.4). Los años de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde se encuentra con Dios (cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn 3, 4). Cuarenta son también los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), de David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y de Salomón (1 R 11, 41), los tres primeros reyes de Israel. También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como por ejemplo el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv. 7c-10).

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En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf.Mt 4, 2): se alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).

Con este número recurrente —cuarenta— se describe un contexto espiritual que sigue siendo actual y válido, y la Iglesia, precisamente mediante los días del período cuaresmal, quiere mantener su valor perenne y hacernos presente su eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene como finalidad favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y sobre todo aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto presentan actitudes y situaciones ambivalentes. Por una parte, son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando él hablaba a su corazón, indicándole continuamente el camino por recorrer. Dios, por decirlo así, había puesto su morada en medio de Israel, lo precedía dentro de una nube o de una columna de fuego, proveía cada día a su sustento haciendo que bajara el maná y que brotara agua de la roca. Por tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a él por parte del pueblo: tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia muestra asimismo otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: también es el tiempo de las tentaciones y de los peligros más grandes, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera volver al paganismo y se construye sus propios ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios más cercano y tangible. También es el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.

Esta ambivalencia, tiempo de la cercanía especial de Dios —tiempo del primer amor—, y tiempo de tentación —tentación de volver al paganismo—, la volvemos a encontrar, de modo sorprendente, en el camino terreno de Jesús, naturalmente sin ningún compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que renuncia a sí mismo y vive para los demás y se mete entre los pecadores para cargar sobre sí el pecado del mundo, Jesús se dirige al desierto para estar cuarenta días en profunda unión con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos los períodos de cuarenta días o años a los que he aludido. Esta dinámica es una constante en la vida terrena de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima comunión, en íntima soledad con él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de «desierto» y de encuentro especial con el Padre, Jesús se encuentra expuesto al peligro y es asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, el cual le propone un camino mesiánico diferente, alejado del proyecto de Dios, porque pasa por el poder, el éxito, el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor, de entrega de sí mismo.

Esta situación de ambivalencia describe también la condición de la Iglesia en camino por el «desierto» del mundo y de la historia. En este «desierto» los creyentes, ciertamente, tenemos la oportunidad de hacer una profunda experiencia de Dios que fortalece el espíritu, confirma la fe, alimenta la esperanza y anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte mediante el sacrificio de amor en la cruz. Pero el «desierto» también es el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el laicismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano de la existencia sustrayéndolo a toda referencia a la trascendencia. Este es también el ambiente en el que el cielo que está sobre nosotros se oscurece, porque lo cubren las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, también para la Iglesia de hoy el tiempo del desierto puede transformarse en tiempo de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura Dios puede hacer que brote el agua viva que quita la sed y restaura.

Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos conducirán a la Pascua de Resurrección podemos encontrar nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe todas las situaciones de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que el Señor hará surgir de las tinieblas el nuevo día. Y si permanecemos fieles a Jesús, siguiéndolo por el camino de la cruz, se nos dará de nuevo el claro mundo de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría: será el alba nueva creada por Dios mismo. ¡Feliz camino de Cuaresma a todos vosotros!

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79 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 7 de marzo de 2012

79 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE MARZO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE MARZO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.

En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).

La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.

La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.

La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt – «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.

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Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.

Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas delCatecismo de la Iglesia católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).

Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.

A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación… He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).

Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

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78 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 14 de marzo de 2012

78 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MARZO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MARZO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Con la catequesis de hoy quiero comenzar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de san Pablo. Como sabemos, san Lucas nos ha entregado uno de los cuatro Evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado el que ha sido definido el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En ambos libros, uno de los elementos recurrentes es precisamente la oración, desde la de Jesús hasta la de María, la de los discípulos, la de las mujeres y la de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado, ante todo, por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los Apóstoles en testigos del Resucitado hasta el derramamiento de su sangre, y por la rápida difusión de la Palabra de Dios hacia Oriente y Occidente. Sin embargo, antes de que se difunda el anuncio del Evangelio, san Lucas refiere el episodio de la Ascensión del Resucitado (cf. Hch 1, 6-9). El Señor entrega a los discípulos el programa de su existencia dedicada a la evangelización y dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8). En Jerusalén los Apóstoles, que ya eran sólo once por la traición de Judas Iscariote, se encuentran reunidos en casa para orar, y es precisamente en la oración como esperan el don prometido por Cristo resucitado, el Espíritu Santo.

En este contexto de espera, entre la Ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la Madre de Jesús, y a sus parientes (cf. v. 14). A María le dedicó las páginas iniciales de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia; en ambos momentos, el clima es el de la escucha de Dios, del recogimiento. Hoy, por lo tanto, quiero detenerme en esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública hasta el pie de la cruz, y ahora sigue también, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la Anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, está atenta a sus palabras, las acoge y responde al proyecto divino, manifestando su plena disponibilidad: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad» (cf. Lc 1, 38). María, precisamente por la actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor quien actúa. En su visita a su prima Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina, que ha colmado su corazón y su vida, convirtiéndola en Madre del Señor (cf. Lc 1, 46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magníficat, María no mira sólo lo que Dios ha obrado en ella, sino también lo que ha realizado y realiza continuamente en la historia. San Ambrosio, en un célebre comentario al Magníficat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y escribe: «Cada uno debe tener el alma de María para alabar al Señor; cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: pl 15, 1561).

También en el Cenáculo, en Jerusalén, «en la sala del piso superior, donde solían reunirse» los discípulos de Jesús (cf. Hch 1, 13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que se abran de par en par las puertas y ellos comiencen a anunciar a Cristo Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que él les había mandado (cf. Mt 28, 19-20). Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la cruz, donde el Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios (cf. Lc 2, 19-51); y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente. La presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión, no es, por tanto, una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, sino que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.

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La última alusión a María en los dos escritos de san Lucas está situada en el día de sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día del silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su resurrección. Y en este episodio hunde sus raíces la tradición de Santa María en Sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer Pentecostés cristiano, los Apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede ser testigos. Ella, que ya lo había recibido para engendrar al Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de todo creyente «se forme Cristo» (cf. Ga 4, 19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, tampoco hay Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella vivió de un modo único lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquileya comenta así la anotación de los Hechos de los Apóstoles: «Se reunió, por tanto, la Iglesia en la sala del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos. Así pues, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor… La Iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo de la Virgen; y, donde predican los Apóstoles, que son hermanos del Señor, allí se escucha el Evangelio» (Sermo 30, 1: sc 164, 135).

El concilio Vaticano II quiso subrayar de modo especial este vínculo que se manifiesta visiblemente al orar juntos María y los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen gentium afirma: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes” (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, donde «es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular… y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» (ib., 53).

Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa, por consiguiente, aprender de ella a ser comunidad que ora: esta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42). Con frecuencia se recurre a la oración por situaciones de dificultad, por problemas personales que impulsan a dirigirse al Señor para obtener luz, consuelo y ayuda. María invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirse a Dios no sólo en la necesidad y no sólo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel, con «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch4, 32).

Queridos amigos, la vida humana atraviesa diferentes fases de paso, a menudo difíciles y arduas, que requieren decisiones inderogables, renuncias y sacrificios. El Señor puso a la Madre de Jesús en momentos decisivos de la historia de la salvación y ella supo responder siempre con plena disponibilidad, fruto de un vínculo profundo con Dios madurado en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella le fue confiado el discípulo predilecto y con él toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn 19, 26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella se encuentra con y en la Iglesia en oración (cf.Hch 1, 14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce esta maternidad hasta el fin de la historia. Encomendémosle a ella todas las fases de paso de nuestra existencia personal y eclesial, entre ellas la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos indica que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con valentía, para llegar hasta los confines del mundo y anunciar por doquier al Señor Jesús, Salvador del mundo. Gracias.

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77 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a México y República de Cuba – Triduo Pascual

77 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y REPÚBLICA DE CUBA

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ABRIL DE 2012

Viaje apostólico a México y República de Cuba – Triduo Pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen vivas en mí las emociones suscitadas por el reciente viaje apostólico a México y a Cuba, sobre el que quiero reflexionar hoy. Surge espontáneamente en mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, quiso que fuera por primera vez como Sucesor de Pedro a esos dos países, que conservan un recuerdo indeleble de las visitas realizadas por el beato Juan Pablo II. El bicentenario de la independencia de México y de otros países latinoamericanos, el vigésimo aniversario de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, y el cuarto centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en la República de Cuba fueron las ocasiones de mi peregrinación. Con ella quise abrazar idealmente a todo el continente, invitando a todos a vivir juntos en la esperanza y en el compromiso concreto de caminar unidos hacia un futuro mejor. Expreso mi agradecimiento a los señores presidentes de México y de Cuba, que con deferencia y cortesía me dieron su bienvenida, así como a las demás autoridades. Doy las gracias de corazón a los arzobispos de León, de Santiago de Cuba y de La Habana, y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con gran afecto, así como a sus colaboradores y a todos los que se prodigaron generosamente por mi visita pastoral. Fueron días inolvidables de alegría y de esperanza, que quedarán impresos en mi corazón.

La primera etapa fue León, en el Estado de Guanajuato, centro geográfico de México. Allí una gran multitud en fiesta me dispensó una acogida extraordinaria y entusiasta, como signo del abrazo cordial de todo un pueblo. Desde la ceremonia de bienvenida pude apreciar la fe y el calor de los sacerdotes, de las personas consagradas y de los fieles laicos. En presencia de los exponentes de las instituciones, de numerosos obispos y de representantes de la sociedad, recordé la necesidad del reconocimiento y de la tutela de los derechos fundamentales de la persona humana, entre los que destaca la libertad religiosa, asegurando mi cercanía a quienes sufren a causa de plagas sociales, de antiguos y nuevos conflictos, de la corrupción y de la violencia. Recuerdo con profunda gratitud la fila interminable de gente a lo largo de las calles, que me acompañó con entusiasmo. En esas manos tendidas en señal de saludo y de afecto, en esos rostros alegres, en esos gritos de alegría constaté la tenaz esperanza de los cristianos mexicanos, esperanza que permaneció encendida en los corazones a pesar de los difíciles momentos de violencia, que no dejé de deplorar y a cuyas víctimas dirigí un conmovido pensamiento; y pude confortar personalmente a algunas. Ese mismo día me encontré con muchísimos niños y adolescentes, que son el futuro de la nación y de la Iglesia. Su inagotable alegría, manifestada con ruidosos cantos y músicas, así como sus miradas y sus gestos, expresaban el fuerte deseo de todos los muchachos de México, de América Latina y del Caribe, de poder vivir en paz, con serenidad y armonía, en una sociedad más justa y reconciliada.

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Los discípulos del Señor deben incrementar la alegría de ser cristianos, la alegría de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones difíciles y de sufrimiento. Recordé esta verdad a la inmensa multitud que se reunió para la celebración eucarística dominical en el parque del Bicentenario de León. Exhorté a todos a confiar en la bondad de Dios omnipotente que puede cambiar desde dentro, desde el corazón, las situaciones insoportables y oscuras. Los mexicanos respondieron con su fe ardiente; y en su adhesión convencida al Evangelio reconocí una vez más signos consoladores de esperanza para el continente. El último evento de mi visita a México fue, también en León, la celebración de las vísperas en la catedral de Nuestra Señora de la Luz, con los obispos mexicanos y los representantes de los Episcopados de América. Manifesté mi cercanía a su compromiso frente a los diversos desafíos y dificultades, y mi gratitud por los que siembran el Evangelio en situaciones complejas y a menudo con muchas limitaciones. Los animé a ser pastores celosos y guías seguros, suscitando por doquier comunión sincera y adhesión cordial a la enseñanza de la Iglesia. Luego dejé la amada tierra mexicana, donde experimenté una devoción y un afecto especiales al Vicario de Cristo. Antes de partir, estimulé al pueblo mexicano a permanecer fiel al Señor y a su Iglesia, bien anclado en sus raíces cristianas.

Al día siguiente comenzó la segunda parte de mi viaje apostólico con la llegada a Cuba, adonde fui ante todo para sostener la misión de la Iglesia católica, comprometida a anunciar con alegría el Evangelio, a pesar de la pobreza de medios y las dificultades que todavía quedan por superar, para que la religión pueda prestar su servicio espiritual y formativo en el ámbito público de la sociedad. Esto lo quise subrayar al llegar a Santiago de Cuba, segunda ciudad de la isla, sin dejar de evidenciar las buenas relaciones existentes entre el Estado y la Santa Sede, orientadas al servicio de la presencia viva y constructiva de la Iglesia local. Además, aseguré que el Papa lleva en el corazón las preocupaciones y las aspiraciones de todos los cubanos, especialmente de los que sufren por la limitación de la libertad.

La primera santa misa que tuve la alegría de celebrar en tierra cubana se situaba en el contexto del IV centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Se trató de un momento de fuerte intensidad espiritual, con la participación atenta y orante de miles de personas, signo de una Iglesia que viene de situaciones difíciles, pero con un testimonio vivo de caridad y de presencia activa en la vida de la gente. A los católicos cubanos que, junto a toda la población, esperan un futuro cada vez mejor, les dirigí una invitación a dar nuevo vigor a su fe y a contribuir, con la valentía del perdón y de la comprensión, a la construcción de una sociedad abierta y renovada, donde haya cada vez más espacio para Dios porque, cuando se excluye a Dios, el mundo se transforma en un lugar inhóspito para el hombre. Antes de dejar Santiago de Cuba me dirigí al santuario de Nuestra Señora de la Caridad en El Cobre, tan venerada por el pueblo cubano. La peregrinación de la imagen de la Virgen de la Caridad entre las familias de la isla suscitó gran entusiasmo espiritual, representando un significativo evento de nueva evangelización y una ocasión de redescubrimiento de la fe. A la Virgen santísima encomendé sobre todo a las personas que sufren y a los jóvenes cubanos.

La segunda etapa cubana fue La Habana, capital de la isla. Los jóvenes, en particular, fueron los principales protagonistas de la exuberante acogida en el itinerario hasta la nunciatura, donde tuve ocasión de reunirme con los obispos del país para hablar de los desafíos que la Iglesia cubana está llamada a afrontar, consciente de que la gente la mira con creciente confianza. Al día siguientepresidí la santa misa en la plaza principal de La Habana, abarrotada de gente. A todos recordé que Cuba y el mundo necesitan cambios, pero que estos cambios sólo se producirán si cada uno se abre a la verdad integral sobre el hombre, presupuesto imprescindible para alcanzar la libertad, y decide sembrar en su entorno reconciliación y fraternidad, fundando su vida en Jesucristo: únicamente él puede disipar las tinieblas del error, ayudándonos a derrotar el mal y todo lo que nos oprime. Asimismo, quise reafirmar que la Iglesia no pide privilegios; sólo pide poder proclamar y celebrar también públicamente la fe, llevando el mensaje de esperanza y de paz del Evangelio a todos los ambientes de la sociedad. Manifestando aprecio por los pasos dados hasta ahora en ese sentido por las autoridades cubanas, subrayé que es necesario proseguir en este camino de libertad religiosa cada vez más plena.

En el momento de dejar Cuba, decenas de miles de cubanos salieron a las calles para saludarme, a pesar de la fuerte lluvia. En laceremonia de despedida recordé que en la actualidad los diversos componentes de la sociedad cubana están llamados a un esfuerzo de sincera colaboración y de diálogo paciente para el bien de la patria. En esta perspectiva, mi presencia en la isla, como testigo de Jesucristo, quiso ser un estímulo a abrir las puertas del corazón a él, que es fuente de esperanza y de fuerza para hacer que crezca el bien. Por esto, me despedí de los cubanos exhortándolos a reavivar la fe de sus padres y edificar un futuro cada vez mejor.

Este viaje a México y a Cuba, gracias a Dios, logró el anhelado éxito pastoral. Que el pueblo mexicano y el cubano obtengan de él abundantes frutos para construir en la comunión eclesial y con valentía evangélica un futuro de paz y de fraternidad.

Queridos amigos, mañana por la tarde, con la santa misa in cena Domini, entraremos en el Triduo pascual, culmen de todo el Año litúrgico, para celebrar el Misterio central de la fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En el Evangelio de san Juan, este momento culminante de la misión de Jesús se llama su «hora», que se abre con la última Cena. El evangelista lo introduce así: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Toda la vida de Jesús está orientada a esta hora, caracterizada por dos aspectos que se iluminan recíprocamente: es la hora del «paso» (metabasis) y es la hora del «amor (agape) hasta el extremo». En efecto, es precisamente el amor divino, el Espíritu del que Jesús está colmado, el que hace «pasar» a Jesús mismo a través del abismo del mal y de la muerte, y lo hace salir al «espacio» nuevo de la resurrección. Es el agape, el amor, el que obra esta transformación, de modo que Jesús trasciende los límites de la condición humana marcada por el pecado y supera la barrera que mantiene prisionero al hombre, separado de Dios y de la vida eterna. Participando con fe en las celebraciones litúrgicas del Triduo pascual, se nos invita a vivir esta transformación obrada por el agape. Cada uno de nosotros ha sido amado por Jesús «hasta el extremo», es decir, hasta la entrega total de sí mismo en la cruz, cuando gritó: «Está cumplido» (Jn 19, 30). Dejémonos abrazar por este amor; dejémonos transformar, para que se realice de verdad en nosotros la resurrección. Os invito, por tanto, a vivir con intensidad el Triduo pascual y deseo a todos una santa Pascua. Gracias.

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76 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 11 de abril de 2012

76 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.

En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: «No os dejaré huérfanos». Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 1).

Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Este gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: «Paz a vosotros» (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.

Cristo Resucitado Peter Paul Rubens krouillong comunion en la mano sacrilegio

Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.

Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la resurrección; de hecho le refieren: «Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo» (vv. 22-23). Y todo eso no había bastado para convencerlos, pues «a él no lo vieron» (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).

Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero viandante «simula que va a seguir caminando» (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: «Quédate con nosotros» (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: «Quédate con nosotros». «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Este episodio nos indica dos «lugares» privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos «lugares» profundamente unidos entre sí porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.

Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.

En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.

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75 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pentecostés

75 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PENTECOSTÉS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ABRIL DE 2012

Pentecostés

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes fiestas, volvemos ahora a las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de la Semana Santa reflexionamos sobre la figura de la santísima Virgen María, presente en medio de los Apóstoles en oración mientras esperaban la venida del Espíritu Santo. Un clima de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, porque la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan constantemente el camino de la comunidad cristiana. En losHechos de los Apóstoles, san Lucas, además de narrar la gran efusión acontecida en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), refiere otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que se repiten en la historia de la Iglesia. Hoy deseo reflexionar sobre lo que se ha definido el «pequeño Pentecostés», que tuvo lugar en el culmen de una fase difícil en la vida de la Iglesia naciente.

Los Hechos de los Apóstoles narran que, después de la curación de un paralítico a las puertas del templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (cf. Hch 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un proceso sumario, fueron puestos en libertad, se reunieron con sus hermanos y les narraron lo que habían tenido que sufrir por haber dado testimonio de Jesús resucitado. En aquel momento, dice san Lucas, «todos invocaron a una a Dios en voz alta» (Hch 4, 24). Aquí san Lucas refiere la oración más amplia de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual, como hemos escuchado, «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (At 4, 31).

Antes de considerar esta hermosa oración, notemos una importante actitud de fondo: frente al peligro, a la dificultad, a la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias, cómo defenderse, qué medidas adoptar, sino que ante la prueba se dedica a orar, se pone en contacto con Dios.

Y ¿qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y concorde de toda la comunidad, que afronta una situación de persecución a causa de Jesús. En el original griego san Lucas usa el vocablo «homothumadon» —«todos juntos», «concordes»— un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles para subrayar esta oración perseverante y concorde (cf. Hch 1, 14; 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. Entonces no es sólo la oración de Pedro y de Juan, que se encontraron en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos Apóstoles no sólo les atañe a ellos, sino también a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas a causa de Jesús, la comunidad no sólo no se atemoriza y no se divide, sino que se mantiene profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Este, diría, es el primer prodigio que se realiza cuando los creyentes son puestos a prueba a causa de su fe: la unidad se consolida, en vez de romperse, porque está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a sufrir, sino confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocado en la oración.

Demos un paso más: ¿qué pide a Dios la comunidad cristiana en este momento de prueba? No pide la incolumidad de la vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a quienes encarcelaron a Pedro y a Juan; pide sólo que se le conceda «predicar con valentía» la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29), es decir, pide no perder la valentía de la fe, la valentía de anunciar la fe. Sin embargo, antes de comprender a fondo lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos ayuda a descifrar la realidad del mundo.

En la oración que eleva al Señor, la comunidad comienza recordando e invocando la grandeza y la inmensidad de Dios: «Señor, tú que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos» (Hch 4, 24). Es la invocación al Creador: sabemos que todo viene de él, que todo está en sus manos. Esta es la convicción que nos da certeza y valentía: todo viene de él, todo está en sus manos. Luego pasa a reconocer cómo ha actuado Dios en la historia —por tanto, comienza con la creación y sigue con la historia—, cómo ha estado cerca de su pueblo manifestándose como un Dios que se interesa por el hombre, que no se ha retirado, que no abandona al hombre, su criatura; y aquí se cita explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual se lee la situación de dificultad que está viviendo en ese momento la Iglesia. El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judá, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, los abusos de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean proyectos vanos? Se presentaron los reyes de la tierra, los príncipes conspiraron contra el Señor y contra su Mesías» (Hch 4, 25-26). Esto es lo que ya dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías, y en toda la historia es característica esta rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Precisamente leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decir a Dios en su oración: «En verdad se aliaron en esta ciudad… contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, para realizar cuanto tu mano y tu voluntad habían determinado que debía suceder» (Hch 4, 27-28). Lo sucedido es leído a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz, que siempre es la clave para la Resurrección. La oposición hacia Jesús, su Pasión y Muerte, se releen, a través del Salmo 2, como cumplimiento del proyecto de Dios Padre para la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución que está viviendo la primera comunidad cristiana; esta primera comunidad no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del designio de Dios. Como aconteció a Jesús, también los discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios realiza en el mundo, siempre a su modo.

Precisamente por esto la primera comunidad cristiana de Jerusalén no pide a Dios en la oración que la defienda, que le ahorre la prueba, el sufrimiento, no pide tener éxito, sino solamente poder proclamar con «parresia», es decir, con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29).

Luego añade la petición de que este anuncio vaya acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, señales, prodigios (cf. Hch 4, 30), es decir, que sea visible la bondad de Dios, como fuerza que transforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y lleve la novedad radical del Evangelio.

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Al final de la oración —anota san Lucas— «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la Palabra de Dios» (Hch 4, 31). El lugar tembló, es decir, la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa y llena el corazón de todos los que han invocado al Señor. Este es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.

También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber llevar los acontecimientos de nuestra vida diaria a nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación de la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente también y precisamente en los momentos difíciles, y que todo —incluso las cosas incomprensibles— forma parte de un designio superior de amor en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.

Como sucedió a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más adecuada y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar la petición del don del Espíritu Santo, para que caliente el corazón e ilumine la mente, a fin de reconocer que el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría cualquier situación de la vida y con san Pablo gloriarnos «en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada, esperanza»: la esperanza que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.

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74 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 25 de abril de 2012

74 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ABRIL DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ABRIL DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En la anterior catequesis mostré cómo la Iglesia, desde los inicios de su camino, tuvo que afrontar situaciones imprevistas, nuevas cuestiones y emergencias, a las que trató de dar respuesta a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quiero reflexionar sobre otra de estas cuestiones: un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que afrontar y resolver, como nos narra san Lucas en el capítulo sexto de los Hechos de los Apóstoles, acerca de la pastoral de la caridad en favor de las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y corría el peligro de crear divisiones en su seno. De hecho, el número de los discípulos iba aumentando, pero los de lengua griega comenzaban a quejarse contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas (cf. Hch 6, 1). Ante esta urgencia, que afectaba a un aspecto fundamental en la vida de la comunidad, es decir, a la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos, y la justicia, los Apóstoles convocan a todo el grupo de los discípulos. En este momento de emergencia pastoral resalta el discernimiento llevado a cabo por los Apóstoles. Se encuentran ante la exigencia primaria de anunciar la Palabra de Dios según el mandato del Señor, pero —aunque esa sea la exigencia primaria de la Iglesia— consideran con igual seriedad el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de asistir a las viudas, a los pobres, proveer con amor a las situaciones de necesidad en que se hallan los hermanos y las hermanas, para responder al mandato de Jesús: amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 15, 12.17). Por consiguiente, las dos realidades que deben vivir en la Iglesia —el anuncio de la Palabra, el primado de Dios, y la caridad concreta, la justicia— están creando dificultad y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación necesaria. La reflexión de los Apóstoles es muy clara. Como hemos escuchado, dicen: «No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y les encargaremos esta tarea. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Hch 6, 2-4).

Destacan dos cosas: en primer lugar, desde ese momento existe en la Iglesia un ministerio de la caridad. La Iglesia no sólo debe anunciar la Palabra, sino también realizar la Palabra, que es caridad y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no sólo deben gozar de buena fama, sino que además deben ser hombres llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, no pueden ser sólo organizadores que saben «actuar», sino que deben «actuar» con espíritu de fe a la luz de Dios, con sabiduría en el corazón; y, por lo tanto, también su función —aunque sea sobre todo práctica— es una función espiritual. La caridad y la justicia no son únicamente acciones sociales, sino que son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así pues, podemos decir que los Apóstoles afrontan esta situación con gran responsabilidad, tomando una decisión: se elige a siete hombres de buena fama, los Apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo y luego les imponen las manos para que se dediquen de modo especial a esta diaconía de la caridad. Así, en la vida de la Iglesia, en los primeros pasos que da, se refleja, en cierta manera, lo que había acontecido durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María, en Betania. Marta andaba muy afanada con el servicio de la hospitalidad que se debía ofrecer a Jesús y a sus discípulos; María, en cambio, se dedica a la escucha de la Palabra del Señor (cf. Lc 10, 38-42). En ambos casos, no se contraponen los momentos de la oración y de la escucha de Dios con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. La amonestación de Jesús: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10, 41-42), así como la reflexión de los Apóstoles: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Hch 6, 4), muestran la prioridad que debemos dar a Dios. No quiero entrar ahora en la interpretación de este pasaje de Marta y María. En cualquier caso, no se debe condenar la actividad en favor del prójimo, de los demás, sino que se debe subrayar que debe estar penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otra parte, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo; por tanto, en la tierra nunca podemos tenerla completamente, sino sólo debe estar presente como anticipación en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre también dejarnos penetrar en nuestra actividad por la luz de la Palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio al otro, que no tiene necesidad de muchas cosas —ciertamente, le hacen falta las cosas necesarias—, sino que tiene necesidad sobre todo del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.

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San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta así a sus fieles y también a nosotros: «Tratemos, por tanto, de tener también nosotros lo que no se nos puede quitar, prestando a la Palabra del Señor una atención diligente, no distraída: sucede a veces que las semillas de la Palabra celestial, si se las siembra en el camino, desaparecen. Que te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: esta es la obra más grande, la más perfecta». Y añade que «ni siquiera la solicitud del ministerio debe distraer del conocimiento de la Palabra celestial», de la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: pl 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre oración y acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernando, que es un modelo de armonía entre contemplación y laboriosidad, en el libro De consideratione, dirigido al Papa Inocencio II para hacerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en que se encuentre y la tarea que esté realizando. San Bernardo afirma que demasiadas ocupaciones, una vida frenética, a menudo acaban por endurecer el corazón y hacer sufrir el espíritu (cf. II, 3).

Es una valiosa amonestación para nosotros hoy, acostumbrados a valorarlo todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo —sin duda se crea un verdadero ministerio—, del empeño en las actividades diarias, que es preciso realizar con responsabilidad y esmero, pero también nuestra necesidad de Dios, de su guía, de su luz, que nos dan fuerza y esperanza. Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin». Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra.

En la catequesis del miércoles pasado subrayé la oración unánime de la primera comunidad cristiana ante la prueba y cómo, precisamente en la oración, en la meditación sobre la Sagrada Escritura pudo comprender los acontecimientos que estaban sucediendo. Cuando la oración se alimenta de la Palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe, y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da nueva luz al camino en todo momento y en toda situación. Nosotros creemos en la fuerza de la Palabra de Dios y de la oración. Incluso la dificultad que estaba viviendo la Iglesia ante el problema del servicio a los pobres, ante la cuestión de la caridad, se supera en la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los Apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres, sino que, «después de orar, les impusieron las manos» (Hch 6, 6). El evangelista recordará de nuevo estos gestos con ocasión de la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: «Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los enviaron» (At 13,3). Esto confirma de nuevo que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.

Con el gesto de la imposición de las manos los Apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les dé la gracia correspondiente. Es importante que se subraye la oración —«después de orar», dicen— porque pone de relieve precisamente la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de conferir un encargo como sucede en una organización social, sino que es un evento eclesial en el que el Espíritu Santo se apropia de siete hombres escogidos por la Iglesia, consagrándolos en la Verdad, que es Jesucristo: él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su fuerza y santificados para afrontar los desafíos pastorales. El relieve que se da a la oración nos recuerda además que sólo de la relación íntima con Dios, cultivada cada día, nace la respuesta a la elección del Señor y se encomienda cualquier ministerio en la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que impulsó a los Apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete hombres encargados del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y al anuncio de la Palabra, nos indica también a nosotros el primado de la oración y de la Palabra de Dios, que luego produce también la acción pastoral. Para los pastores, esta es la primera y más valiosa forma de servicio al rebaño que se les ha confiado. Si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el peligro de asfixiarnos en medio de los mil afanes de cada día: la oración es la respiración del alma y de la vida. Hay otra valiosa observación que quiero subrayar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con él, incluso cuando nos encontramos en el silencio de una iglesia o de nuestra habitación, estamos unidos en el Señor a tantos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, aun con su individualidad, elevan a Dios una única gran sinfonía de intercesión, de acción de gracias y de alabanza. Gracias.

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73 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Esteban

73 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ESTEBAN

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE MAYO DE 2012

San Esteban

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura abren a la escucha de Dios que nos habla e infunden luz para comprender el presente. Hoy quiero hablar del testimonio y de la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad con los necesitados. En el momento de su martirio, narrado por los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, una vez más, la fecunda relación entre la Palabra de Dios y la oración.

Esteban es llevado al tribunal, ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que «Jesús… destruirá este lugar, [el templo], y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés» (Hch 6, 14). Durante su vida pública, Jesús efectivamente anunció la destrucción del templo de Jerusalén: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Sin embargo, como anota el evangelista san Juan, «él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron en la Escritura y en la Palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 21-22).

El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla precisamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto y sustituye, con la ofrenda que hace de sí mismo en la cruz, lo sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar que es infundada la acusación que se le hace de cambiar la ley de Moisés e ilustra su visión de la historia de la salvación, de la alianza entre Dios y el hombre. Así, relee toda la narración bíblica, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que conduce al «lugar» de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, en particular su pasión, muerte y resurrección. En esta perspectiva Esteban lee también el hecho de que es discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite de este modo comprender su misión, su vida, su presente. En esto lo guía la luz del Espíritu Santo, su relación íntima con el Señor, hasta el punto de que los miembros del Sanedrín vieron su rostro «como el de un ángel» (Hch 6, 15). Ese signo de asistencia divina remite al rostro resplandeciente de Moisés cuando bajó el monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex 34, 29-35; 2 Co 3, 7-8).

En su discurso, Esteban parte de la llamada de Abrahán, peregrino hacia la tierra indicada por Dios y que tuvo en posesión sólo a nivel de promesa; pasa luego a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios, para llegar a Moisés, que se transforma en instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero también encuentra en varias ocasiones el rechazo de su propia gente. En estos acontecimientos narrados por la Sagrada Escritura, de la que Esteban muestra que está en religiosa escucha, emerge siempre Dios, que no se cansa de salir al encuentro del hombre a pesar de hallar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por consiguiente, en todo el Antiguo Testamento él ve la prefiguración de la vida de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que —como los antiguos Padres— afronta obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66, 1-2): «Mi trono es el cielo; la tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué casa me vais a construir o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Hch 7, 49-50). En su meditación sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, evidenciando la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, afirma que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en él Dios mismo se hizo presente de modo único y definitivo: Jesús es el «lugar» del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo durante cierto tiempo, pero subraya que «Dios no habita en edificios construidos por manos humanas» (Hch 7, 48). El nuevo verdadero templo, en el que Dios habita, es su Hijo, que asumió la carne humana; es la humanidad de Cristo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión sobre el templo «no construido por manos humanas» se encuentra también en la teología de san Pablo y de la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que él asumió para ofrecerse a sí mismo como víctima sacrificial a fin de expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en él Dios y el hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús toma sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo en el amor de Dios y para «quemarlo» en este amor. Acercarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, quiere decir entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el verdadero templo.

La vida y el discurso de Esteban improvisamente se interrumpen con la lapidación, pero precisamente su martirio es la realización de su vida y de su mensaje: llega a ser uno con Cristo. Así su meditación sobre la acción de Dios en la historia, sobre la Palabra divina que en Jesús encontró su plena realización, se transforma en una participación en la oración misma de la cruz. En efecto, antes de morir exclama: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7, 59), apropiándose las palabras del Salmo 31 (v. 6) y recalcando la última expresión de Jesús en el Calvario: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46); y, por último, como Jesús, exclama con fuerte voz ante los que lo estaban apedreando: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 60). Notemos que, aunque por una parte la oración de Esteban recoge la de Jesús, el destinatario es distinto, porque la invocación se dirige al Señor mismo, es decir, a Jesús, a quien contempla glorificado a la derecha del Padre: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (v. 56).

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Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos ofrece algunas indicaciones para nuestra oración y para nuestra vida. Podemos preguntarnos: ¿De dónde sacó este primer mártir cristiano la fortaleza para afrontar a sus perseguidores y llegar hasta el don de sí mismo? La respuesta es sencilla: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, de su meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe alimentarse de la escucha de la Palabra de Dios, en la comunión con Jesús y su Iglesia.

Un segundo elemento: san Esteban ve anunciada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús. Él —el Hijo de Dios— es el templo «no construido con manos humanas» en el que la presencia de Dios Padre se ha hecho tan cercana que ha entrado en nuestra carne humana para llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del cielo. Nuestra oración, por consiguiente, debe ser contemplación de Jesús a la derecha de Dios, de Jesús como Señor de nuestra existencia diaria, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, también nosotros podemos dirigirnos a Dios, tomar contacto real con Dios, con la confianza y el abandono de los hijos que se dirigen a un Padre que los ama de modo infinito. Gracias.

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72 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 9 de mayo de 2012

72 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE MAYO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE MAYO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar sobre el último episodio de la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su liberación por la intervención prodigiosa del ángel del Señor, en la víspera de su proceso en Jerusalén (cf. Hch 12, 1-17).

El relato está marcado, una vez más, por la oración de la Iglesia. De hecho, san Lucas escribe: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12, 5). Y, después de salir milagrosamente de la cárcel, con ocasión de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se afirma que «había muchos reunidos en oración» (Hch 12, 12). Entre estas dos importantes anotaciones que explican la actitud de la comunidad cristiana frente al peligro y a la persecución, se narra la detención y la liberación de Pedro, que comprende toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una liberación inimaginable e inesperada, enviando a su ángel.

El relato alude a los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía. Como sucedió en aquel acontecimiento fundamental, también aquí realiza la acción principal el ángel del Señor que libera a Pedro. Y las acciones mismas del Apóstol —al que se le pide que se levante de prisa, que se ponga el cinturón y que se envuelva en el manto— reproducen las del pueblo elegido en la noche de la liberación por intervención de Dios, cuando fue invitado a comer deprisa el cordero con la cintura ceñida, las sandalias en los pies y un bastón en la mano, listo para salir del país (cf. Ex 12, 11). Así Pedro puede exclamar: «Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12, 11). Pero el ángel no sólo recuerda al de la liberación de Israel de Egipto, sino también al de la Resurrección de Cristo. De hecho, losHechos de los Apóstoles narran: «De repente se presentó el ángel del Señor y se iluminó la celda. Tocando a Pedro en el costado, lo despertó» (Hch 12, 7). La luz que llena la celda de la prisión, la acción misma de despertar al Apóstol, remiten a la luz liberadora de la Pascua del Señor que vence las tinieblas de la noche y del mal. Por último, la invitación: «Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12, 8), hace resonar en el corazón las palabras de la llamada inicial de Jesús (cf. Mc 1, 17), repetida después de la Resurrección junto al lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: «Sígueme» (Jn 21, 19.22). Es una invitación apremiante al seguimiento: sólo saliendo de sí mismos para ponerse en camino con el Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.

Quiero subrayar también otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel: de hecho, notamos que, mientras la comunidad cristiana ora con insistencia por él, Pedro «estaba durmiendo» (Hch 12, 6). En una situación tan crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que en cambio denota tranquilidad y confianza; se fía de Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos, y se abandona totalmente en las manos del Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, solidaria con los demás, plenamente confiada en Dios, que nos conoce en lo más íntimo y cuida de nosotros de manera que —dice Jesús— «hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo» (Mt 10, 30-31). Pedro vive la noche de la prisión y de la liberación de la cárcel como un momento de su seguimiento del Señor, que vence las tinieblas de la noche y libra de la esclavitud de las cadenas y del peligro de muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios pasos descritos esmeradamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa la primera y la segunda guardia, hasta el portón de hierro que daba a la ciudad, el cual se abre solo ante ellos (cf. Hch 12, 10). Pedro y el ángel del Señor avanzan juntos un tramo del camino hasta que, vuelto en sí, el Apóstol se da cuenta de que el Señor lo ha liberado realmente y, después de reflexionar, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos se hallan reunidos en oración; una vez más la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es ponerse en manos de Dios, intensificar la relación con él.

Aquí me parece útil recordar otra situación no fácil que vivió la comunidad cristiana de los orígenes. Nos habla de ella Santiago en su Carta. Es una comunidad en crisis, en dificultad, no tanto por las persecuciones, cuanto porque en su seno existen celos y disputas (cf. St 3, 14-16). Y el Apóstol se pregunta el porqué de esta situación. Encuentra dos motivos principales: el primero es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus deseos de placer, de su egoísmo (cf. St 4, 1-2a); el segundo es la falta de oración —«no pedís» (St 4, 2b)— o la presencia de una oración que no se puede definir como tal –«pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones» (St 4, 3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si la comunidad unida hablara con Dios, si orara realmente de modo asiduo y unánime. Incluso hablar sobre Dios, de hecho, corre el riesgo de perder su fuerza interior y el testimonio se desvirtúa si no están animados, sostenidos y acompañados por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Una advertencia importante también para nosotros y para nuestras comunidades, sea para las pequeñas, como la familia, sea para las más grandes, como la parroquia, la diócesis o la Iglesia entera. Y me hace pensar que oraban en esta comunidad de Santiago, pero oraban mal, sólo por sus propias pasiones. Debemos aprender siempre de nuevo a orar bien, orar realmente, orientarse hacia Dios y no hacia el propio bien.

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La comunidad, en cambio, que acompaña a Pedro mientras se halla en la cárcel, es una comunidad que ora verdaderamente, durante toda la noche, unida. Y es una alegría incontenible la que invade el corazón de todos cuando el Apóstol llama inesperadamente a la puerta. Son la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así, la Iglesia eleva su oración por Pedro; y a la Iglesia vuelve él para narrar «cómo el Señor lo sacó de la cárcel» (Hch 12, 17). En aquella Iglesia en la que está puesto como roca (cf. Mt 16, 18), Pedro narra su «Pascua» de liberación: experimenta que en seguir a Jesús está la verdadera libertad, que nos envuelve la luz deslumbrante de la Resurrección y por esto se puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y «realmente el Señor ha mandado a su ángel para librarlo de las manos de Herodes» (cf. Hch 12, 11). El martirio que sufrirá después en Roma lo unirá definitivamente a Cristo, que le había dicho: cuando seas viejo, otro te llevará adonde no quieras, para indicar con qué muerte iba a dar gloria a Dios (cf. Jn 21, 18-19).

Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro narrado por san Lucas nos dice que la Iglesia, cada uno de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero lo que nos sostiene es la vigilancia incesante de la oración. También yo, desde el primer momento de mi elección a Sucesor de san Pedro, siempre me he sentido sostenido por vuestra oración, por la oración de la Iglesia, sobre todo en los momentos más difíciles. Lo agradezco de corazón. Con la oración constante y confiada el Señor nos libra de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la serenidad del corazón para afrontar las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición y la persecución. El episodio de Pedro muestra esta fuerza de la oración. Y el Apóstol, aunque esté en cadenas, se siente tranquilo, con la certeza de que nunca está solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca de él; más aún, sabe que «la fuerza de Cristo se manifiesta plenamente en la debilidad» (2 Co 12, 9). La oración constante y unánime es un instrumento valioso también para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque estar unidos a Dios es lo que nos permite estar también profundamente unidos los unos a los otros. Gracias.

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71 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 16 de mayo de 2012

71 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE MAYO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE MAYO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero notar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza; y, al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1, 8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1 Co 16, 23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que se dirige.

Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto de Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la Carta a los Romanos escribe: «Del mismo modo el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (8, 26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.

En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no sólo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8, 26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (2, 12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8, 26).

Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del Espíritu del Hijo de Dios, en el que hemos sido hecho hijos. San Pablo habla del Espíritu de Cristo (cf. Rm 8, 9) y no sólo del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su Espíritu es también Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, se hizo ya muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Espíritu de Dios también se hace espíritu humano y nos toca; podemos entrar en la comunión del Espíritu. Es como si dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo, que vivió, fue crucificado, murió y resucitó. El Apóstol recuerda que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Así pues, el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que «ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (cf. Ga 2, 20). En sus Catequesis sobre los sacramentos, san Ambrosio, reflexionando sobre la Eucaristía, afirma: «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo» (5, 3, 17: pl 16, 450).

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Y ahora quiero poner de relieve tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando dejamos actuar en nosotros, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro obrar.

Ante todo, con la oración animada por el Espíritu somos capaces de abandonar y superar cualquier forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de los hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro ser en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la situación descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino el mal que no queremos (cf. Rm 7, 19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, por las circunstancias de nuestro ser a causa del pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal. El Apóstol quiere darnos a entender que no es en primer lugar nuestra voluntad lo que nos libra de estas condiciones, y tampoco la Ley, sino el Espíritu Santo. Y dado que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Co 3, 17), con la oración experimentamos la libertad que nos ha dado el Espíritu: una libertad auténtica, que es libertad del mal y del pecado para el bien y para la vida, para Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de optar por el mal, sino con el «fruto del Espíritu que es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). Esta es la verdadera libertad: poder seguir realmente el deseo del bien, de la verdadera alegría, de la comunión con Dios, y no ser oprimido por las circunstancias que nos llevan a otras direcciones.

Una segunda consecuencia que se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo es que la relación misma con Dios se hace tan profunda que no la altera ninguna realidad o situación. Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm 8, 17). Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libre del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que no nos escucha y entonces corremos el peligro de desalentarnos y de no perseverar. En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche, y precisamente en la oración constante y fiel comprendemos con san Pablo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rm 8, 18). La oración no nos libra de la prueba y de los sufrimientos; más aún —dice san Pablo— nosotros «gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm8, 23); él dice que la oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, el cual —según la Carta a los Hebreos— «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (5, 7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos, de la cruz, de la muerte, sino que fue una escucha mucho más grande, una respuesta mucho más profunda; a través de la cruz y la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva también a nosotros a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, en la plena esperanza, en la confianza en Dios que responde como respondió al Hijo.

Y, en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de toda la creación, que, «expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Esto significa que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo más íntimo de nosotros mismos, no permanece nunca cerrada en sí misma, nunca es sólo oración por mí, sino que se abre a compartir los sufrimientos de nuestro tiempo, de los demás. Se transforma en intercesión por los demás, y así en mi liberación, en canal de esperanza para toda la creación, en expresión de aquel amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Y precisamente este es un signo de una verdadera oración, que no acaba en nosotros mismos, sino que se abre a los demás, y así me libera, así ayuda a la redención del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración debemos abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, el cual ruega en nosotros con gemidos inefables, para llevarnos a adherirnos a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El Espíritu de Cristo se convierte en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración «apagada», en el fuego de nuestra oración «árida», dándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de que no estamos solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación «que gime y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Gracias.

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70 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 23 de mayo de 2012

70 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE MAYO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE MAYO DE 2012

 

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado mostré cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de la oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con los términos afectuosos de los hijos, llamándolo «Abba, Padre». Eso hizo Jesús. Incluso en el momento más dramático de su vida terrena, nunca perdió la confianza en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: «¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).

Ya desde los primeros pasos de su camino, la Iglesia acogió esta invocación y la hizo suya, sobre todo en la oración del Padre nuestro, en la que decimos cada día: «Padre…, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9-10). En las cartas de san Pablo la encontramos dos veces. El Apóstol, como acabamos de escuchar, se dirige a los Gálatas con estas palabras: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: “¡Abba, Padre!”» (Ga 4, 6). Y en el centro del canto al Espíritu Santo, que es el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, afirma: «No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos sitúa en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial análoga a la de Jesús, aunque sea distinto su origen y su alcance: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y nosotros, en cambio, nos convertimos en hijos en él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el Misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza la adopción filial a la que estamos llamados todos los seres humanos, porque, como precisa la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo (…) a ser sus hijos» (Ef 1, 4-5).

Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra «padre» con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre que no está presente en la vida del niño, es un gran problema de nuestro tiempo, porque resulta difícil comprender en su profundidad qué quiere decir que Dios es Padre para nosotros, De Jesús mismo, de su relación filial con Dios podemos aprender qué significa propiamente «padre», cuál es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Algunos críticos de la religión han dicho que hablar del «Padre», de Dios, sería una proyección de nuestros padres al cielo. Pero es verdad lo contrario: en el Evangelio, Cristo nos muestra quién es padre y cómo es un verdadero padre; así podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también la verdadera paternidad. Pensemos en las palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, donde dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo.

Así pues, podríamos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. Ante todo, Dios es nuestro Padre, porque es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él. Cuando en el Libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1, 27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro padre, para él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay unas palabras en los Salmos que me conmueven siempre cuando las rezo: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119, 73), dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: «Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste». Pero esto todavía no basta. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, pues Jesús es el «Hijo» en sentido pleno, «de la misma naturaleza del Padre», como profesamos en el Credo. Al hacerse un ser humano como nosotros, con la encarnación, la muerte y la resurrección, Jesús a su vez nos acoge en su humanidad y en su mismo ser Hijo, de modo que también nosotros podemos entrar en su pertenencia específica a Dios. Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra. Esta realidad fundamental se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y él nos hace dirigirnos a Dios diciéndole «¡Abba, Padre!». Realmente, más allá de la creación, hemos entrado en la adopción con Jesús; unidos, estamos realmente en Dios, somos hijos de un modo nuevo, en una nueva dimensión.

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Ahora deseo volver a los dos pasajes de san Pablo, que estamos considerando, sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí son dos pasajes que se corresponden, pero que contienen un matiz diverso. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abba, Padre!»; en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros quienes clamamos «¡Abba, Padre!». Y san Pablo quiere darnos a entender que la oración cristiana nunca es, nunca se realiza en sentido único desde nosotros a Dios, no es sólo una «acción nuestra», sino que es expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo quien clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón. Así pues, la primera iniciativa viene de Dios y, con el Bautismo, Dios actúa de nuevo en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el primer iniciador de la oración, para que nosotros podamos realmente hablar con Dios y decir «Abba» a Dios. Por consiguiente, su presencia abre nuestra oración y nuestra vida, abre a los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.

Además —este es el segundo punto—, comprendemos que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. Al orar, se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también propiamente con todos los hijos de Dios, porque somos uno. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra morada interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos inmersos en la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida por todos los rincones de la tierra y en todos los tiempos eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos —y este es un elemento de riqueza—, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Así pues, cada vez que clamamos y decimos: «¡Abba, Padre!» es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia. Esto se refleja también en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de las tareas que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12, 4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir «¡Abba, Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en el que cada uno tiene un puesto y un papel importante, en profunda unidad con el todo.

Una última anotación: también aprendemos a clamar «¡Abba, Padre!» con María, la Madre del Hijo de Dios. La plenitud de los tiempos, de la que habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4, 4), se realizó en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que clame en nosotros a Dios «¡Abba, Padre!» y para que nuestra oración cambie, para que convierta constantemente nuestro pensar, nuestro actuar, de modo que sea cada vez más conforme al del Hijo unigénito, Jesucristo. Gracias.

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69 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 30 de mayo de 2012

69 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE MAYO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE MAYO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, mediante el Espíritu Santo. Hoy, en este encuentro, entran en diálogo el «sí» fiel de Dios y el «amén» confiado de los creyentes. Quiero subrayar esta dinámica, reflexionando sobre la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta apasionada Carta a una Iglesia que en repetidas ocasiones puso en tela de juicio su apostolado, y abre su corazón para que los destinatarios tengan la seguridad de su fidelidad a Cristo y al Evangelio. Esta Segunda Carta a los Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas del Nuevo Testamento. Reza así: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Co 1, 3-4).

Así pues, san Pablo VIve en gran tribulación; son muchas las dificultades y las aflicciones que ha tenido que atravesar, pero nunca ha cedido al desaliento, sostenido por la gracia y la cercanía del Señor Jesucristo, para el cual se había convertido en apóstol y testigo poniendo en sus manos toda su existencia. Precisamente por esto, san Pablo comienza esta Carta con una oración de bendición y de acción de gracias a Dios, porque en ningún momento de su vida de apóstol de Cristo sintió que le faltara el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de todo consuelo. Sufrió terriblemente, lo dice en esta Carta, pero en todas esas situaciones, donde parecía que ya no se abría un camino ulterior, recibió de Dios consuelo y fortaleza. Por anunciar a Cristo sufrió incluso persecuciones, hasta el punto de ser encarcelado, pero siempre se sintió libre interiormente, animado por la presencia de Cristo, deseoso de anunciar la palabra de esperanza del Evangelio. Desde la cárcel, encadenado, escribe a Timoteo, su fiel colaborador: «La Palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús» (2 Tm 2, 9b-10). Al sufrir por Cristo, experimenta el consuelo de Dios. Escribe: «Lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1, 5).

En la oración de bendición que introduce la Segunda Carta a los Corintios domina, por tanto, junto al tema de las aflicciones, el tema del consuelo, que no ha de entenderse sólo como simple consolación, sino sobre todo como aliento y exhortación a no dejarse vencer por la tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir toda situación unidos a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del mundo para traer luz, esperanza y redención. Así Jesús nos hace capaces de consolar, a nuestra vez, a aquellos que se encuentran en toda clase de aflicción. La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su presencia, disponen a compartir los sufrimientos y las aflicciones de los hermanos. San Pablo escribe: «¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién tropieza sin que yo me encienda?» (2 Co 11, 29). Esta actitud de compartir no nace de una simple benevolencia, ni sólo de la generosidad humana o del espíritu de altruismo, sino que brota del consuelo del Señor, del apoyo inquebrantable de la «fuerza extraordinaria que proviene de Dios y no de nosotros» (cf. 2 Co 4, 7).

Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo están marcados por dificultades, incomprensiones y sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación fiel con el Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos sentir concretamente el consuelo que proviene de Dios. Y esto refuerza nuestra fe, porque nos hace experimentar de modo concreto el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma: «El Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue “sí” y “no”, sino que en él sólo hubo “sí”. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su “sí” en él. Así, por medio de él, decimos nuestro “amén” a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Co 1, 19-20). El «sí» de Dios no es parcial, no pasa del «sí» al «no», sino que es un sencillo y seguro «sí». Y a este «sí» nosotros correspondemos con nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros en el «sí» de Dios.

La fe no es, primariamente, acción humana, sino don gratuito de Dios, que arraiga en su fidelidad, en su «sí», que nos hace comprender cómo vivir nuestra existencia amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de la salvación es un progresivo revelarse de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y nuestras negaciones, con la certeza de que «los dones y la llamada de Dios son irrevocables», como declara el Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).

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Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios —muy distinto del nuestro— nos da consuelo, fuerza y esperanza porque Dios no retira su «sí». Ante los contrastes en las relaciones humanas, a menudo incluso en las relaciones familiares, tendemos a no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. Dios, en cambio, nunca se cansa de nosotros, nunca se cansa de tener paciencia con nosotros, y con su inmensa misericordia siempre nos precede, sale él primero a nuestro encuentro; su «sí» es completamente fiable. En el acontecimiento de la cruz nos revela la medida de su amor, que no calcula y no tiene medida. San Pablo, en la Carta a Tito, escribe: «Se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre» (Tt3, 4). Y para que este «sí» se renueve cada día «nos ungió, nos selló y ha puesto su Espíritu como prenda en nuestros corazones» (2 Co 1, 21b-22).

De hecho, es el Espíritu Santo quien hace continuamente presente y vivo el «sí» de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada en los cielos no construida por manos humanas. No hay ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso a quienes siguen respondiendo con el «no» del rechazo y del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, siempre nos busca, quiere acogernos en la comunión con él para darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.

En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en todas las acciones de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe con la que concluye siempre nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos de forma rutinaria con nuestro «amén» en la oración, sin fijarnos en su significado profundo. Este término deriva de ’aman que en hebreo y en arameo significa «hacer estable», «consolidar» y, en consecuencia, «estar seguro», «decir la verdad». Si miramos la Sagrada Escritura, vemos que este «amén» se dice al final de los Salmos de bendición y de alabanza, como por ejemplo en el Salmo 41: «A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia. Bendito el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Amén, amén» (vv. 13-14). O expresa adhesión a Dios, en el momento en que el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del destierro de Babilonia y dice su «sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se narra que, después de este regreso, «Esdras abrió el libro (de la Ley) en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: “Amén, amén”» (Ne 8, 5-6).

Por lo tanto, desde los inicios el «amén» de la liturgia judía se convirtió en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de san Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5b-6). Así está escrito en el primer capítulo del Apocalipsis. Y el mismo libro se concluye con la invocación «Amén, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

Queridos amigos, la oración es el encuentro con una Persona viva que podemos escuchar y con la que podemos dialogar; es el encuentro con Dios, que renueva su fidelidad inquebrantable, su «sí» al hombre, a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de las tempestades de la vida y hacernos vivir, unidos a él, una existencia llena de alegría y de bien, que llegará a su plenitud en la vida eterna.

En nuestra oración estamos llamados a decir «sí» a Dios, a responder con este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a él a lo largo de toda nuestra vida. Esta fidelidad nunca la podemos conquistar con nuestras fuerzas; no es únicamente fruto de nuestro esfuerzo diario; proviene de Dios y está fundada en el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf.Jn 4, 34). Debemos entrar en este «sí», entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo mismo quien vive en nosotros. Así, el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida de consolación de Dios, una vida inmersa en el Amor eterno e inquebrantable. Gracias.

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68 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Visita pastoral a la Archidiócesis de Milán – VII Encuentro Mundial de las Familias

68 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VISITA PASTORAL A LA ARCHIDIÓCESIS DE MILÁN – VII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE JUNIO DE 2012

Visita pastoral a la Archidiócesis de Milán – VII Encuentro Mundial de las Familias

Queridos hermanos y hermanas:

«La familia, el trabajo y la fiesta»: este fue el tema del séptimo Encuentro mundial de las familias, que tuvo lugar los días pasados en Milán. Conservo todavía en los ojos y en el corazón las imágenes y las emociones de este acontecimiento inolvidable y maravilloso, que transformó Milán en una ciudad de las familias: núcleos familiares provenientes de todo el mundo, unidos por la alegría de creer en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido a Dios que me concedió vivir esta cita «con» las familias y «para» la familia. En cuantos me han escuchado en estos días encontré una sincera disponibilidad para acoger y testimoniar el «Evangelio de la familia». Sí, porque no hay futuro de la humanidad sin la familia; en especial los jóvenes, para aprender los valores que dan sentido a la existencia, necesitan nacer y crecer en esa comunidad de vida y de amor que Dios mismo quiso para el hombre y para la mujer.

El encuentro con las numerosas familias provenientes de diversos continentes me ofreció la feliz ocasión de visitar por primera vez como Sucesor de Pedro la archidiócesis de Milán. Me acogieron muy cordialmente —por lo cual estoy profundamente agradecido— el cardenal Angelo Scola, los presbíteros y todos los fieles, así como el alcalde y las demás autoridades. De este modo pude experimentar de cerca la fe de la población ambrosiana, rica en historia, cultura, humanidad y caridad activa. En la plaza del Duomo, símbolo y corazón de la ciudad, tuvo lugar la primera cita de esta intensa visita pastoral de tres días. No puedo olvidar el abrazo caluroso de la multitud de milaneses y de los participantes en el VII Encuentro mundial de las familias, que me acompañaron luego durante toda mi visita, con las calles llenas de gente. Una multitud de familias en fiesta, que con sentimientos de profunda participación se unió de forma especial al pensamiento afectuoso y solidario que inmediatamente dirigí a cuantos tienen necesidad de ayuda y consuelo, y están afligidos por varias preocupaciones, especialmente a las familias más afectadas por la crisis económica y a las queridas poblaciones golpeadas por el terremoto. En este primer encuentro con la ciudad quise hablar ante todo al corazón de los fieles ambrosianos, exhortándolos a vivir la fe en su experiencia personal y comunitaria, privada y pública, de modo que favorezca un auténtico «bien-estar», a partir de la familia, que se ha de redescubrir como patrimonio principal de la humanidad. Desde lo alto de la catedral, la estatua de la Virgen con los brazos abiertos de par en par parecía acoger con ternura maternal a todas las familias de Milán y del mundo entero.

Milán me reservó luego un singular y noble saludo en uno de los lugares más sugestivos y significativos de la ciudad, el Teatro en la Scala donde se han escrito páginas importantes de la historia del país, bajo el impulso de grandes valores espirituales e ideales. En este templo de la música, las notas de la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven dieron voz a aquella instancia de universalidad y de fraternidad que la Iglesia propone incansablemente anunciando el Evangelio. Precisamente al contraste entre este ideal y los dramas de la historia, y a la exigencia de un Dios cercano, que comparta nuestros sufrimientos, hice referencia al final del concierto, dedicándolo a los numerosos hermanos y hermanas probados por el terremoto. Subrayé que en Jesús de Nazaret Dios se hace cercano y carga junto con nosotros nuestro sufrimiento. Al final de este intenso momento artístico y espiritual, quise hacer referencia a la familia del tercer milenio, recordando que es en la familia donde se experimenta por primera vez que la persona humana no ha sido creada para vivir cerrada en sí misma, sino en relación con los demás; y es en la familia donde se comienza a encender en el corazón la luz de la paz para que ilumine nuestro mundo.

Al día siguiente, en la catedral, abarrotada de sacerdotes, religiosos y religiosas, y seminaristas, con la presencia de muchos cardenales y obispos que habían llegado a Milán desde varios países del mundo, celebré la Hora Tercia según la liturgia ambrosiana. Allí quise reafirmar el valor del celibato y de la virginidad consagrada, tan apreciada por el gran san Ambrosio. Celibato y virginidad en la Iglesia son un signo luminoso del amor a Dios y a los hermanos, que nace de una relación cada vez más íntima con Cristo en la oración, y se expresa en la entrega total de sí mismos.

Un momento lleno de gran entusiasmo fue la cita en el estadio «Meazza», donde experimenté el abrazo de una multitud alegre de muchachos y muchachas que este año han recibido o están por recibir el sacramento de la Confirmación. La esmerada preparación del encuentro, con textos y oraciones significativos, así como coreografías, hizo aún más estimulante la cita. A los muchachos ambrosianos les dirigí una invitación a dar un «sí» libre y consciente al Evangelio de Jesús, acogiendo los dones del Espíritu Santo que permiten formarse como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. Los alenté a comprometerse, en especial en el estudio y en el servicio generoso al prójimo.

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El encuentro con los representantes de las autoridades institucionales, de los empresarios y de los trabajadores, del mundo de la cultura y de la educación de la sociedad milanesa y lombarda, me permitió poner de relieve la importancia de que la legislación y la obra de las instituciones estatales estén al servicio y protección de la persona en sus múltiples aspectos, comenzando por el derecho a la vida, cuya supresión deliberada jamás se puede permitir, y por el reconocimiento de la identidad propia de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.

Después de esta última cita dedicada a la realidad diocesana y ciudadana, me dirigí a la gran área del Parque Norte, en territorio de Bresso, donde participé en la emotiva Fiesta de los testimonios, con el título: «One world, family, love» —«Un mundo, familia, amor»—. Allí tuve la alegría de encontrarme con miles de personas, un arco iris de familias italianas y de todo el mundo, reunidas ya desde tempranas horas de la tarde en un clima de fiesta y de entusiasmo auténticamente familiar. Respondiendo a las preguntas de algunas familias, preguntas que brotaban de su vida y de sus experiencias, quise dar un signo del diálogo abierto que existe entre las familias y la Iglesia, entre el mundo y la Iglesia. Me impresionó mucho el testimonio conmovedor de esposos e hijos de diversos continentes, sobre temas candentes de nuestro tiempo: la crisis económica, la dificultad de conciliar los tiempos de trabajo con los de la familia, el aumento de separaciones y divorcios, así como interrogantes existenciales que atañen a adultos, jóvenes y niños. Aquí quiero recordar lo que reafirmé en defensa del tiempo de la familia, amenazado por una especie de «prepotencia» de los compromisos laborales: el domingo es el día del Señor y del hombre, un día en el cual todos deben poder estar libres, libres para la familia y libres para Dios. Defendiendo el domingo, defendemos la libertad del hombre.

La santa misa del domingo 3 de junio, conclusión del VII Encuentro mundial de las familias, contó con la participación de una inmensa asamblea orante, que llenó completamente el área del aeropuerto de Bresso, convertida casi en una gran catedral al aire libre, también gracias a la reproducción de las estupendas vidrieras polícromas de la catedral de Milán que destacaban sobre el palco. Ante esa miríada de fieles, provenientes de diversas naciones, que participaban con devoción en la liturgia muy bien preparada, dirigí un llamamiento a edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Santísima Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra, sino también por irradiación, con la fuerza del amor vivido, porque el amor es la única fuerza que puede transformar el mundo. Además, puse de relieve la importancia de la «tríada» familia, trabajo y fiesta. Son tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra existencia que deben encontrar un equilibrio armónico para construir sociedades con rostro humano.

Siento un profundo agradecimientos por estas magníficas jornadas de Milán. Gracias al cardenal Ennio Antonelli y al Consejo pontificio para la familia, a todas las autoridades, por su presencia y colaboración en este acontecimiento; gracias también al presidente del Consejo de Ministros de la República italiana por haber participado en la santa misa del domingo. Y renuevo un «gracias» cordial a las diversas instituciones que cooperaron generosamente con la Santa Sede y con la archidiócesis de Milán para la organización del Encuentro, que tuvo un gran éxito pastoral y eclesial, así como un vasto eco en todo el mundo. En efecto, el Encuentro reunió en Milán a más de un millón de personas, que durante varios días invadieron pacíficamente las calles, testimoniando la belleza de la familia, esperanza para la humanidad.

El Encuentro mundial de Milán ha sido así una elocuente «epifanía» de la familia, que se manifestó en la variedad de sus expresiones, pero también en la unicidad de su identidad sustancial: la de una comunión de amor, fundada en el matrimonio y llamada a ser santuario de la vida, pequeña Iglesia, célula de la sociedad. Desde Milán se lanzó a todo el mundo un mensaje de esperanza, fundado en experiencias vividas: es posible y gozoso, aunque sea comprometedor, vivir el amor fiel, «para siempre», abierto a la vida; es posible participar como familias en la misión de la Iglesia y en la construcción de la sociedad. Que, gracias a la ayuda de Dios y a la protección especial de María santísima, Reina de la familia, la experiencia vivida en Milán sea portadora de frutos abundantes en el camino de la Iglesia, y sea auspicio de una atención creciente a la causa de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización. Gracias.

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67 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 13 de junio de 2012

67 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE JUNIO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE JUNIO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro diario con el Señor y la recepción frecuente de los sacramentos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente la respiración del alma, sino también, para usar una imagen, el oasis de paz en el que podemos encontrar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir al monte de la santidad, para que estemos cada vez más cerca de él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consolaciones. Esta es la experiencia personal a la que hace referencia san Pablo en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, sobre el que deseo reflexionar hoy. Frente a quienes cuestionaban la legitimidad de su apostolado, no enumera tanto las comunidades que había fundado, los kilómetros que había recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que había afrontado para anunciar el Evangelio, sino que indica su relación con el Señor, una relación tan intensa que se caracteriza también por momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cf. 2 Co 12, 1); así pues, no se jacta de lo que ha hecho él, de su fuerza, de su actividad y de sus éxitos, sino que se gloría de la acción que Dios ha realizado en él y a través de él. De hecho, con gran pudor narra el momento en que vivió la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la carta «fue arrebatado —así dice— hasta el tercer cielo» (v. 2). Con el lenguaje y las maneras de quien narra lo que no se puede narrar, san Pablo habla de aquel hecho incluso en tercera persona; afirma que un hombre fue arrebatado al «jardín» de Dios, al paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa que el Apóstol no recuerda ni siquiera los contenidos de la revelación recibida, pero tiene muy presentes la fecha y las circunstancias en que el Señor lo aferró de una manera tan total, lo atrajo hacia sí, como había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp3, 12).

San Pablo prosigue diciendo que precisamente para no engreírse por la grandeza de las revelaciones recibidas, lleva en sí mismo una «espina» (2 Co 12, 7), un sufrimiento, y suplica con fuerza al Resucitado que lo libre del emisario del Maligno, de esta espina dolorosa en la carne. Tres veces —refiere— ha orado con insistencia al Señor para que aleje de él esta prueba. Y precisamente en esta situación, en la contemplación profunda de Dios, durante la cual «oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir» (v. 4), recibe la respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige unas palabras claras y tranquilizadoras: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad» (v. 9).

El comentario de san Pablo a estas palabras nos puede asombrar, pero revela cómo comprendió lo que significa ser verdaderamente apóstol del Evangelio. En efecto, exclama: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (vv. 9b-10); es decir, no se jacta de sus acciones, sino de la acción de Cristo que actúa precisamente en su debilidad. Reflexionemos un momento sobre este hecho, que aconteció durante los años en que san Pablo VIvió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a recorrer Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza ante la manifestación de Dios es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y nuestras debilidades.

Ante todo, ¿de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es esta «espina» en la carne? No lo sabemos y no lo dice, pero su actitud da a entender que toda dificultad en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio se puede superar abriéndose con confianza a la acción del Señor. San Pablo es muy consciente de que es un «siervo inútil» (Lc 17, 10) —no es él quien ha hecho las maravillas, sino el Señor—, una «vasija de barro» (2 Co 4, 7), en donde Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo comprende con claridad cómo afrontar y vivir cada acontecimiento, sobre todo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: en el momento en que se experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no nos abandona, no nos deja solos, sino que se transforma en apoyo y fuerza. Ciertamente, san Pablo hubiera preferido ser librado de esta «espina», de este sufrimiento; pero Dios dice: «No, esto te es necesario. Te bastará mi gracia para resistir y para hacer lo que debes hacer». Esto vale también para nosotros. El Señor no nos libra de los males, pero nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. Así pues, la fe nos dice que, si permanecemos en Dios, «aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, aunque haya muchas dificultades, nuestro hombre interior se va renovando, madura día a día precisamente en las pruebas» (cf. 2 Co 4, 16). El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que «la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria» (v. 17). En realidad, hablando humanamente, no era ligera la carga de las dificultades; era muy pesada; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza de ser amado por Dios, resulta ligera, sabiendo que la gloria será inconmensurable. Por tanto, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda, abandonándonos a él como frágiles «vasijas de barro».

San Pablo refiere dos revelaciones particulares que cambiaron radicalmente su vida. La primera —como sabemos— es la desconcertante pregunta en el camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4), pregunta que lo llevó a descubrir y encontrarse con Cristo vivo y presente, y a oír su llamada a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le dirigió en la experiencia de oración contemplativa sobre las que estamos reflexionando: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad». Sólo la fe, confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor fue la fuerza que acompañó a san Pablo en los enormes trabajos para difundir el Evangelio y su corazón entró en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de llevar a los demás hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.

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En la oración, por tanto, abrimos nuestra alma al Señor para que él venga a habitar nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y también es rico en significado el verbo griego con el que san Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; usa episkenoo, que podríamos traducir con «plantar la propia tienda». El Señor sigue plantando su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.

La intensa contemplación de Dios que experimentó san Pablo recuerda la de los discípulos en el monte Tabor, cuando, al ver a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9, 5). «No sabía qué decir, pues estaban asustados», añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque él nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura, donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra inadecuación, la dificultad de vencer al Maligno, que insidia nuestra vida, la espina clavada también en nuestra carne. En la oración, en la contemplación diaria del Señor recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde escribió: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día conformando nuestra vida a la de Cristo, el cual —como afirma san Pablo— «fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios para vosotros» (2 Co 13, 4).

Queridos amigos, en el siglo pasado Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la paz, afirmaba que «Pablo es un místico y nada más que un místico», es decir, un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a él que podía decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se funda sólo en los acontecimientos excepcionales que vivió, sino también en la relación diaria e intensa con el Señor, que siempre lo sostuvo con su gracia. La mística no lo alejó de la realidad; al contrario, le dio la fuerza para vivir cada día por Cristo y para construir la Iglesia hasta los confines del mundo de aquel tiempo. La unión con Dios no aleja del mundo, pero nos da la fuerza para permanecer realmente en el mundo, para hacer lo que se debe hacer en el mundo. Así pues, también en nuestra vida de oración tal vez podemos tener momentos de particular intensidad, en los que sentimos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad de la relación con Dios, sobre todo en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Sólo si somos aferrados por el amor de Cristo, seremos capaces de afrontar cualquier adversidad, como san Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos da la fuerza (cf. Flp 4, 13). Por consiguiente, cuanto más espacio demos a la oración, tanto más veremos que nuestra vida se transformará y estará animada por la fuerza concreta del amor de Dios. Así sucedió, por ejemplo, a la beata madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús, y precisamente también en tiempos de larga aridez, encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestra vida —como ya he dicho— no nos aleja de la realidad, sino que nos hace aún más partícipes de las vicisitudes humanas, porque el Señor, atrayéndonos hacia sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a todos los hermanos en su amor. Gracias.

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66 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 27 de junio de 2012

66 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE JUNIO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE JUNIO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra oración está hecha, como hemos visto los miércoles pasados, de silencios y palabra, de canto y gestos que implican a toda la persona: los labios, la mente, el corazón, todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy quiero hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la tradición cristiana, que san Pablo nos presenta en el que, en cierto modo, es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Se trata de una Carta que el Apóstol dicta mientras se encuentra en la cárcel, tal vez en Roma. Siente próxima su muerte, pues afirma que su vida será ofrecida como sacrificio litúrgico (cf. Flp 2, 17).

A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, san Pablo, en toda la Carta, manifiesta la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de que no ve la muerte como una pérdida, sino como una ganancia. En el último capítulo de la Carta hay una fuerte invitación a la alegría, característica fundamental del ser cristianos y de nuestra oración. San Pablo escribe: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4, 4). Pero, ¿cómo puede alguien estar alegre ante una condena a muerte ya inminente? ¿De dónde, o mejor, de quién le viene a san Pablo la serenidad, la fuerza, la valentía de ir al encuentro del martirio y del derramamiento de su sangre?

Encontramos la respuesta en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana denomina carmen Christo, el canto a Cristo, o más comúnmente, «himno cristológico»; un canto en el que toda la atención se centra en los «sentimientos» de Cristo, es decir, en su modo de pensar y en su actitud concreta y vivida. Esta oración comienza con una exhortación: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2, 5). Estos sentimientos se presentan en los versículos siguientes: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, la entrega. No se trata sólo y sencillamente de seguir el ejemplo de Jesús, como una cuestión moral, sino de comprometer toda la existencia en su modo de pensar y de actuar. La oración debe llevar a un conocimiento y a una unión en el amor cada vez más profundos con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como él, en él y por él. Practicar esto, aprender los sentimientos de Jesús, es el camino de la vida cristiana.

Ahora quiero reflexionar brevemente sobre algunos elementos de este denso canto, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios y abarca toda la historia humana: desde su ser de condición divina, hasta la encarnación, la muerte en cruz y la exaltación en la gloria del Padre está implícito también el comportamiento de Adán, el comportamiento del hombre desde el inicio. Este himno a Cristo parte de su ser «en morphe tou Theou», dice el texto griego, es decir, de su ser «en la forma de Dios», o mejor, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su «ser como Dios» para triunfar o para imponer su supremacía; no lo considera una posesión, un privilegio, un tesoro que guardar celosamente. Más aún, «se despojó de sí mismo», se vació de sí mismo asumiendo, dice el texto griego, la «morphe doulou», la «forma de esclavo», la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; se hizo plenamente semejante a los hombres, excepto en el pecado, para actuar como siervo completamente entregado al servicio de los demás. Al respecto, Eusebio de Cesarea, en el siglo iv, afirma: «Tomó sobre sí mismo las pruebas de los miembros que sufren. Hizo suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió y padeció por nuestra causa y lo hizo por su gran amor a la humanidad» (La demostración evangélica, 10, 1, 22). San Pablo prosigue delineando el cuadro «histórico» en el que se realizó este abajamiento de Jesús: «Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8). El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y recorrió un camino en la completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre hasta el sacrificio supremo de su vida. El Apóstol especifica más aún: «hasta la muerte, y una muerte de cruz». En la cruz Jesucristo alcanzó el máximo grado de la humillación, porque la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: «mors turpissima crucis», escribe Cicerón (cf. In Verrem, v, 64, 165).

En la cruz de Cristo el hombre es redimido, y se invierte la experiencia de Adán: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretendió ser como Dios con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de Dios, y así perdió la dignidad originaria que se le había dado. Jesús, en cambio, era «de condición divina», pero se humilló, se sumergió en la condición humana, en la fidelidad total al Padre, para redimir al Adán que hay en nosotros y devolver al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres subrayan que se hizo obediente, restituyendo a la naturaleza humana, a través de su humanidad y su obediencia, lo que se había perdido por la desobediencia de Adán.

En la oración, en la relación con Dios, abrimos la mente, el corazón, la voluntad a la acción del Espíritu Santo para entrar en esa misma dinámica de vida, come afirma san Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: «La obra del Espíritu Santo busca transformarnos por medio de la gracia en la copia perfecta de su humillación» (Carta Festal 10, 4). La lógica humana, en cambio, busca con frecuencia la realización de uno mismo en el poder, en el dominio, en los medios potentes. El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para alcanzar por sí mismo la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la cruz nos recuerdan que la realización plena está en la conformación de la propia voluntad humana a la del Padre, en vaciarse del propio egoísmo, para llenarse del amor, de la caridad de Dios y así llegar a ser realmente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo permaneciendo cerrado en sí mismo, afirmándose a sí mismo. El hombre sólo se encuentra saliendo de sí mismo. Sólo si salimos de nosotros mismos nos reencontramos. Adán quiso imitar a Dios, cosa que en sí misma no está mal, pero se equivocó en la idea de Dios. Dios no es alguien que sólo quiere grandeza. Dios es amor que ya se entrega en la Trinidad y luego en la creación. Imitar a Dios quiere decir salir de sí mismo, entregarse en el amor.

En la segunda parte de este «himno cristológico» de la Carta a los Filipenses, cambia el sujeto; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo pone de relieve que, precisamente por la obediencia a la voluntad del Padre, «Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre» (Flp 2, 9-10). Aquel que se humilló profundamente asumiendo la condición de esclavo, es exaltado, elevado sobre todas las cosas por el Padre, que le da el nombre de «Kyrios», «Señor», la suprema dignidad y señorío. Ante este nombre nuevo, que es el nombre mismo de Dios en el Antiguo Testamento, «toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (vv. 10-11). El Jesús que es exaltado es el de la última Cena, que se despoja de sus vestiduras, se ata una toalla, se inclina a lavar los pies a los Apóstoles y les pregunta: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 12-14). Es importante recordar siempre en nuestra oración y en nuestra vida que «el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 124).

El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos indicaciones importantes para nuestra oración. La primera es la invocación «Señor» dirigida a Jesucristo, sentado a la derecha del Padre: él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos «dominadores» que la quieren dirigir y guiar. Por ello, es necesario tener una escala de valores en la que el primado corresponda a Dios, para afirmar con san Pablo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3, 8). El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que él es el único tesoro por el cual vale la pena gastar la propia existencia.

La segunda indicación es la postración, el «doblarse de toda rodilla» en la tierra y en el cielo, que remite a una expresión del profeta Isaías, donde indica la adoración que todas las criaturas deben a Dios (cf. 45, 23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el ponerse de rodillas durante la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de no realizar este gesto por costumbre o de prisa, sino con profunda consciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor confesamos nuestra fe en él, reconocemos que él es el único Señor de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración fijemos nuestra mirada en el Crucificado, detengámonos con mayor frecuencia en adoración ante la Eucaristía, para que nuestra vida entre en el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hasta él. Al comienzo de la catequesis nos preguntamos cómo podía alegrarse san Pablo ante el riesgo inminente del martirio y del derramamiento de su sangre. Esto sólo es posible porque el Apóstol nunca apartó su mirada de Cristo, hasta llegar a ser semejante a él en la muerte, «con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 11). Como san Francisco ante el crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, una esperanza cierta y una caridad perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).

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65 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Alfonso María de Ligorio

65 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE AGOSTO DE 2012

San Alfonso María de Ligorio

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, redentoristas, patrono de los estudiosos de teología moral y de los confesores. San Alfonso es uno de los santos más populares del siglo XVIII, por su estilo sencillo e inmediato y por su doctrina sobre el sacramento de la Penitencia: en un período de gran rigorismo, fruto del influjo jansenista, él recomendaba a los confesores que administraran este sacramento manifestando el abrazo gozoso de Dios Padre, que en su misericordia infinita no se cansa de acoger al hijo arrepentido. Esta celebración nos brinda la ocasión de reflexionar sobre las enseñanzas de san Alfonso respecto a la oración, muy valiosas y llenas de unción espiritual. Al año 1759 se remonta su tratado Sobre el gran medio de la oración, que él consideraba el más útil de todos sus escritos. De hecho, describe la oración como «el medio necesario y seguro para obtener la salvación y todas las gracias que necesitamos para conseguirla» (Introducción). En esta frase se sintetiza el modo alfonsiano de entender la oración.

Al decir que es un medio, nos recuerda ante todo el fin que se pretende alcanzar: Dios ha creado por amor, para poder darnos la vida en plenitud; pero esta meta, esta vida en plenitud, a causa del pecado, por decir así, se ha alejado —lo sabemos todos—, y sólo la gracia de Dios la puede hacer accesible. Para explicar esta verdad fundamental y hacer entender con inmediatez cuán real es para el hombre el peligro de «perderse», san Alfonso acuñó una famosa máxima, muy elemental, que dice: «Quien ora, se salva; quien no ora, se condena». Comentando esta frase lapidaria, añadía: «Salvarse sin orar es dificilísimo, más aún, imposible…, pero, si se ora, salvarse es algo seguro y facilísimo» (II, Conclusión). Y prosigue diciendo: «Si no oramos, no tenemos excusa, porque la gracia de orar se da a cada uno… Si no nos salvamos, toda la culpa será nuestra, porque no habremos rezado» (ib.). Así pues, al decir que la oración es un medio necesario, san Alfonso quería dar a entender que en todas las situaciones de la vida no se puede dejar de orar, especialmente en los momentos de prueba y dificultad. Siempre debemos llamar con confianza a la puerta del Señor, sabiendo que él cuida de sus hijos, de nosotros, en todo. Por esto, se nos invita a no tener miedo de recurrir a él y presentarle con confianza nuestras peticiones, con la certeza de que obtendremos lo que necesitamos.

Queridos amigos, esta es la cuestión central: ¿qué es lo realmente necesario en mi vida? Respondo con san Alfonso: «La salud y todas las gracias que para ella hacen falta» (ib.); naturalmente, él entiende no sólo la salud del cuerpo, sino ante todo también la del alma, que Jesús nos regala. Más que cualquier otra cosa, necesitamos su presencia liberadora, que hace de verdad plenamente humano, y por eso lleno de alegría, nuestro existir. Y sólo mediante la oración podemos acogerlo a él, su Gracia, que, iluminándonos en toda situación, nos hace discernir el verdadero bien y, fortificándonos, hace eficaz también nuestra voluntad, es decir, la capacita para realizar el bien conocido.

San Alfonso Maria de Ligorio krouillong comunion en la mano sacrilegio

Con frecuencia reconocemos el bien, pero no somos capaces de realizarlo. Con la oración logramos hacerlo. El discípulo del Señor sabe que siempre está expuesto a la tentación y no puede menos de pedir ayuda a Dios en la oración, para vencerla.

San Alfonso refiere el ejemplo de san Felipe Neri —muy interesante—, quien «desde el primer momento en que se despertaba por la mañana, decía a Dios: “Señor, mantén hoy tus manos sobre Felipe, porque si no, Felipe te traiciona”» (III, 3). Muy realista. Pide a Dios que mantenga sus manos sobre él. También nosotros, conscientes de nuestra debilidad, debemos pedir ayuda a Dios con humildad, confiando en la riqueza de su misericordia. En otro pasaje dice san Alfonso: «Nosotros somos pobres de todo, pero si pedimos ya no somos pobres. Aunque nosotros somos pobres, Dios es rico» (II, 4). Y, siguiendo a san Agustín, invita a todo cristiano a no tener miedo de obtener de Dios, con la oración, la fuerza que no tiene, y que necesita para hacer el bien, con la certeza de que el Señor no niega su ayuda a quien reza con humildad (cf. III, 3). Queridos amigos, san Alfonso nos recuerda que la relación con Dios es esencial en nuestra vida. Sin la relación con Dios falta la relación fundamental, y la relación con Dios se realiza hablando con Dios, en la oración personal cotidiana y con la participación en los sacramentos; así esta relación puede crecer en nosotros, puede crecer en nosotros la presencia divina que orienta nuestro camino, lo ilumina y lo hace seguro y sereno, incluso en medio de dificultades y peligros. Gracias.

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64 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santo Domingo de Guzmán

64 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE AGOSTO DE 2012

Santo Domingo de Guzmán

Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia celebra hoy la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. En una catequesis anterior ya ilustré esta insigne figura y la contribución fundamental que aportó a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy, quiero poner de relieve un aspecto esencial de su espiritualidad: su vida de oración. Santo Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios, no tuvo otra aspiración que la salvación de las almas, especialmente de las que habían caído en las redes de las herejías de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de una vida pobre; bajo la guía del Espíritu Santo progresó en el camino de la perfección cristiana. En todo momento la oración fue la fuerza que renovó e hizo cada vez más fecundas sus obras apostólicas.

El beato Jordán de Sajonia, fallecido en 1237, su sucesor en el gobierno de la Orden, escribió: «Durante el día nadie se mostraba más sociable que él… Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración. El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la entregaba a Dios» (P. Filippini, Santo Domingo visto por sus contemporáneos, Bolonia 1982, p. 133). En santo Domingo podemos ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas más cercanas a él, «hablaba siempre con Dios o de Dios». Esta observación indica su comunión profunda con el Señor y, al mismo tiempo, el compromiso constante de llevar a los demás a esta comunión con Dios. No dejó escritos sobre la oración, pero la tradición dominicana recogió y transmitió su experiencia viva en una obra titulada: Los nueve modos de orar de santo Domingo. Este libro, compuesto entre 1260 y 1288 por un fraile dominico, nos ayuda a comprender algo de la vida interior del Santo y nos ayuda también a nosotros, con todas las diferencias, a aprender algo sobre cómo rezar.

Santo Domingo de Guzman krouillong comunion en la mano sacrilegio

Son, por tanto, nueve los modos de orar según santo Domingo, y cada uno de estos, que realizaba siempre ante Jesús crucificado, expresa una actitud corporal y una espiritual que, íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento y el fervor. Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como pasos de un camino, hacia la comunión con Dios, con la Trinidad: santo Domingo reza de pie inclinado para expresar humildad, postrado en tierra para pedir perdón por los propios pecados, de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos del Señor, con los brazos abiertos mirando fijamente al Crucificado para contemplar al Sumo Amor, con la mirada hacia el cielo sintiéndose atraído al mundo de Dios. Por lo tanto, son tres modos: de pie, de rodillas y postrado en tierra; pero siempre con la mirada dirigida al Señor crucificado. Los dos últimos modos, sobre los que quiero reflexionar brevemente, corresponden, en cambio, a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el Santo. Ante todo, la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión aún más íntima, fervorosa y tranquilizadora. Al final del rezo de la Liturgia de las Horas, y después de la celebración de la misa, santo Domingo prolongaba el coloquio con Dios, sin ponerse límites de tiempo. Sentado tranquilamente, se recogía en sí mismo en actitud de escucha, leyendo un libro o fijando la mirada en el Crucificado. Vivía tan intensamente estos momentos de relación con Dios que también exteriormente se podían percibir sus reacciones de alegría o de llanto. Por tanto, asimiló en sí, meditando, las realidades de la fe. Los testigos cuentan que, a veces, entraba en una especie de éxtasis con el rostro transfigurado, pero inmediatamente después retomaba humildemente sus actividades cotidianas con la nueva fuerza que viene de lo Alto. Luego, la oración durante los viajes entre un convento y otro; recitaba con los compañeros las Laudes, la Hora media y las Vísperas y, atravesando los valles o las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su corazón un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios por tantos dones, sobre todo por la maravilla más grande: la redención realizada por Cristo.

Queridos amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento. Este santo nos recuerda también la importancia de las posturas exteriores en nuestra oración. Arrodillarse, estar de pie ante el Señor, fijar la mirada en el Crucificado, detenerse y recogerse en silencio, no son secundarios, sino que nos ayudan a ponernos interiormente, con toda la persona, en relación con Dios. Quiero llamar una vez más la atención sobre la necesidad para nuestra vida espiritual de encontrar diariamente momentos para rezar con tranquilidad; debemos tomarnos este tiempo especialmente en las vacaciones, dedicar un poco de tiempo a hablar con Dios. Será un modo también para ayudar a quien está cerca de nosotros a entrar en el rayo luminoso de la presencia de Dios, que trae la paz y el amor que todos.

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63 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia del 22 de agosto de 2012

63 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE AGOSTO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE AGOSTO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María invocada con el título: «Reina». Es una fiesta de institución reciente, aunque es antiguo su origen y devoción: fue instituida por el venerable Pío XII, en 1954, al final del Año Mariano, fijando para su celebración la fecha del 31 de mayo (cf. Carta enc. Ad caeli Reginam, 11 de octubre de 1954: AAS 46 [1954] 625-640). En esa circunstancia el Papa dijo que María es Reina más que cualquier otra criatura por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones recibidos. Ella no cesa de dispensar todos los tesoros de su amor y de sus cuidados a la humanidad (cf. Discurso en honor de María Reina, 1 de noviembre de 1954). Ahora, después de la reforma posconciliar del calendario litúrgico, fue situada ocho días después de la solemnidad de la Asunción para poner de relieve la íntima relación entre la realeza de María y su glorificación en cuerpo y alma al lado de su Hijo. En la constitución del concilio Vaticano II sobre la Iglesia leemos: «María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo» (Lumen gentium, 59).

Este es el fundamento de la fiesta de hoy: María es Reina porque fue asociada a su Hijo de un modo único, tanto en el camino terreno como en la gloria del cielo. El gran santo de Siria, Efrén el siro, afirma, sobre la realeza de María, que deriva de su maternidad: ella es Madre del Señor, del Rey de los reyes (cf. Is 9, 1-6) y nos señala a Jesús como vida, salvación y esperanza nuestra. El siervo de Dios Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica Marialis cultus: «En la Virgen María todo se halla referido a Cristo y todo depende de él: con vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (n. 25).

Santa Maria Reina krouillong comunion en la mano sacrilegio

Pero ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? Como ya hemos indicado, es una consecuencia de su unión con el Hijo, de estar en el cielo, es decir, en comunión con Dios. Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Recordemos que Jesús fue proclamado rey en la cruz con esta inscripción escrita por Pilato: «rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26). En aquel momento sobre la cruz se muestra que él es rey. ¿De qué modo es rey? Sufriendo con nosotros, por nosotros, amando hasta el extremo, y así gobierna y crea verdad, amor, justicia. O pensemos también en otro momento: en la última Cena se abaja a lavar los pies de los suyos. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores; así lo demostró durante toda su vida. Y lo mismo vale para María: es reina en el servicio a Dios en la humanidad; es reina del amor que vive la entrega de sí a Dios para entrar en el designio de la salvación del hombre. Al ángel responde: He aquí la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), y en el Magníficat canta: Dios ha mirado la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 48). Nos ayuda. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestra hermana, humilde esclava.

De este modo ya hemos llegado al punto fundamental: ¿Cómo ejerce María esta realeza de servicio y de amor? Velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. Por medio de la Virgen María, nos dirigimos con confianza a Aquel que gobierna el mundo y que tiene en su mano el destino del universo. Ella, desde hace siglos, es invocada como celestial Reina de los cielos; ocho veces, después de la oración del santo Rosario, es implorada en las letanías lauretanas como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. El ritmo de estas antiguas invocaciones, y las oraciones cotidianas como la Salve Regina, nos ayudan a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida.

El título de reina es, por lo tanto, un título de confianza, de alegría, de amor. Y sabemos que la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos ayuda en nuestras dificultades.

Queridos amigos, la devoción a la Virgen es un componente importante de la vida espiritual. En nuestra oración no dejemos de dirigirnos a ella con confianza. María intercederá seguramente por nosotros ante su Hijo. Mirándola a ella, imitemos su fe, su disponibilidad plena al proyecto de amor de Dios, su acogida generosa de Jesús. Aprendamos a vivir como María. María es la Reina del cielo cercana a Dios, pero también es la madre cercana a cada uno de nosotros, que nos ama y escucha nuestra voz. Gracias por la atención.

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62 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 29 de agosto de 2012

62 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE AGOSTO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE AGOSTO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Este último miércoles del mes de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde, ya a mediados del siglo iv, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista. En el Martirologio romano se hace referencia a un segundo hallazgo de la preciosa reliquia, transportada, para la ocasión, a la iglesia de San Silvestre en Campo Marzio, en Roma.

Estas pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como «el Cordero de Dios» que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: «San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad» (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.

San Juan Bautista krouillong comunion en la mano sacrilegio

Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc 1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1, 8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el «Benedictus», exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el «Padrenuestro», señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: «Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (cf. Lc 11, 1).

Queridos hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.

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