107 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Tarcisio

107 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN TARSICIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE AGOSTO DE 2010

SAN TARSICIO

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo manifestar mi alegría por estar aquí hoy en medio de vosotros, en esta plaza, donde os habéis reunido en fiesta para esta audiencia general, que cuenta con la presencia tan significativa de la gran Peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos, muchachas y jóvenes, ¡sed bienvenidos! Dado que la gran mayoría de los monaguillos presentes en la plaza son de lengua alemana, me dirigiré ante todo a ellos en mi lengua materna.

Queridos monaguillos y amigos; queridos peregrinos de lengua alemana, ¡bienvenidos a Roma! Os saludo cordialmente a todos. Junto con vosotros saludo al cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone; se llama Tarsicio, como vuestro patrono. Habéis tenido la amabilidad de invitarlo y él, que lleva el nombre de san Tarsicio, se alegra de poder estar aquí, entre los monaguillos del mundo y entre los monaguillos alemanes. Saludo a los queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y a los diáconos, que han querido participar en esta audiencia. Agradezco de corazón al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, presidente del Coetus internationalis ministrantium, las palabras de saludo que me ha dirigido, así como el gran don de la estatua de san Tarsicio y el fular que me ha entregado. Todo ello me recuerda el tiempo en que también yo era monaguillo. Le doy las gracias en vuestro nombre, también por la gran labor que lleva a cabo entre vosotros, junto con sus colaboradores y todos los que han hecho posible este alegre encuentro. Mi agradecimiento va también a los promotores suizos y a todos aquellos que han trabajado de varias maneras para la realización de la estatua de san Tarsicio.

Sois numerosos. Ya he sobrevolado la plaza de San Pedro en helicóptero y he visto todos los colores y la alegría que reina en esta plaza. Así no sólo creáis un ambiente de fiesta en la plaza, sino que además hacéis aún más alegre mi corazón. ¡Gracias! La estatua de san Tarsicio ha llegado hasta nosotros después de una larga peregrinación. En septiembre de 2008 fue presentada en Suiza, en presencia de ocho mil monaguillos: ciertamente algunos de vosotros os hallabais presentes. Desde Suiza pasó por Luxemburgo hasta Hungría. Hoy nosotros la acogemos con gozo, alegrándonos de poder conocer mejor esa figura de los primeros siglos de la Iglesia. Luego la estatua —como ya ha explicado monseñor Gächter— será colocada en las catacumbas de san Calixto, donde san Tarsicio fue sepultado. El deseo que expreso a todos es que ese lugar, es decir, las catacumbas de san Calixto, y esta estatua se conviertan en un punto de referencia para los monaguillos y para quienes desean seguir a Jesús más de cerca a través de la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Todos podemos contemplar a este joven valiente y fuerte, y renovar el compromiso de amistad con el Señor mismo para aprender a vivir siempre con él, siguiendo el camino que nos señala con su Palabra y el testimonio de tantos santos y mártires, de los cuales, por medio del Bautismo, hemos llegado a ser hermanos y hermanas.

San Tarsicio krouillong comunion en la mano sacrilegio

¿Quién era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de san Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y celebrar la santa misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa. Un día, cuando el sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio— será la mejor protección para la Eucaristía». El sacerdote, convencido, le confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus débiles cuidados se encomienda un tesoro celestial. Evita los caminos frecuentados y no olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los perros ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?». «Moriré —respondió decidido Tarsicio— antes que cederlos». A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron, dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo. Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue llevado al sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la tumba de san Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos. Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.

Queridas y queridos monaguillos, el testimonio de san Tarsicio y esta hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que debemos tener hacia la Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo valor no se puede medir; es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se convierte en alimento, apoyo y fuerza para nuestro peregrinar de cada día, y en camino abierto hacia la vida eterna; es el mayor don que Jesús nos ha dejado.

Me dirijo a vosotros, aquí presentes, y por medio de vosotros a todos los monaguillos del mundo. Servid con generosidad a Jesús presente en la Eucaristía. Es una tarea importante, que os permite estar muy cerca del Señor y crecer en una amistad verdadera y profunda con él. Custodiad celosamente esta amistad en vuestro corazón como san Tarsicio, dispuestos a comprometeros, a luchar y a dar la vida para que Jesús llegue a todos los hombres. También vosotros comunicad a vuestros coetáneos el don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin miedo, para que puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es verdad y que lo amáis. Cada vez que os acercáis al altar, tenéis la suerte de asistir al gran gesto de amor de Dios, que sigue queriéndose entregar a cada uno de nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos, darnos fuerza para vivir bien. Como sabéis, con la consagración, ese pedacito de pan se convierte en Cuerpo de Cristo, ese vino se convierte en Sangre de Cristo. Sois afortunados por poder vivir de cerca este inefable misterio. Realizad con amor, con devoción y con fidelidad vuestra tarea de monaguillos. No entréis en la iglesia para la celebración con superficialidad; antes bien, preparaos interiormente para la santa misa. Ayudando a vuestros sacerdotes en el servicio del altar contribuís a hacer que Jesús esté más cerca, de modo que las personas puedan sentir y darse cuenta con más claridad de que él está aquí; vosotros colaboráis para que él pueda estar más presente en el mundo, en la vida de cada día, en la Iglesia y en todo lugar. Queridos amigos, vosotros prestáis a Jesús vuestras manos, vuestros pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de recompensaros, dándoos la verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está la felicidad más plena. San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede llevar incluso hasta la entrega de la vida por un bien auténtico, por el verdadero bien, por el Señor.

Probablemente a nosotros no se nos pedirá el martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la participación interior, nuestra fe y el esfuerzo de mantener presente este tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción interior y por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a nuestros amigos que Jesús vive. Que en este compromiso nos ayude la intercesión de san Juan María Vianney —cuya memoria litúrgica se celebra hoy—, de este humilde párroco de Francia que cambió una pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo de san Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el final. Gracias, una vez más, a todos. Que Dios os bendiga en estos días. Os deseo un feliz regreso a vuestros países.

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106 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Martirio

106 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL MARTIRIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE AGOSTO DE 2010

EL MARTIRIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy en la liturgia recordamos a santa Clara de Asís, fundadora de las clarisas, luminosa figura de la cual hablaré en una de las próximas catequesis. Pero esta semana —como ya anticipé en el Ángelus del domingo pasado— recordamos también a algunos santos mártires de los primeros siglos de la Iglesia, como san Lorenzo, diácono; san Ponciano, Papa; y san Hipólito, sacerdote; y a santos mártires de un tiempo más cercano a nosotros, como santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, patrona de Europa; y san Maximiliano María Kolbe. Quiero ahora detenerme brevemente a hablar sobre el martirio, forma de amor total a Dios.

¿En qué se funda el martirio? La respuesta es sencilla: en la muerte de Jesús, en su sacrificio supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que pudiéramos tener la vida (cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de quien habla el profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el camino del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su cruz y me sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt10, 38-39). Es la lógica del grano de trigo que muere para germinar y dar vida (cf. Jn 12, 24). Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo» (Benedicto XVI, Visita a la Iglesia luterana de Roma, 14 de marzo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando libremente morir por la salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).

El Martirio de los Santos krouillong comunion en la mano sacrilegio

Una vez más, ¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? De la profunda e íntima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Si leemos la vida de los mártires quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9). Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios.

El Martirio de los Santos krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Queridos hermanos y hermanas, como dije el miércoles pasado, probablemente nosotros no estamos llamados al martirio, pero ninguno de nosotros queda excluido de la llamada divina a la santidad, a vivir en medida alta la existencia cristiana, y esto conlleva tomar sobre sí la cruz cada día. Todos, sobre todo en nuestro tiempo, en el que parece que prevalecen el egoísmo y el individualismo, debemos asumir como primer y fundamental compromiso crecer día a día en un amor mayor a Dios y a los hermanos para transformar nuestra vida y transformar así también nuestro mundo. Por intercesión de los santos y de los mártires pidamos al Señor que inflame nuestro corazón para ser capaces de amar como él nos ha amado a cada uno de nosotros.

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105 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pío X

105 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PÍO X

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE AGOSTO DE 2010

 

SAN PÍO X

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero detenerme a hablar de la figura de mi predecesor san Pío X, de quien el próximo sábado se celebra la memoria litúrgica, subrayando algunos rasgos que pueden resultar útiles también para los pastores y los fieles de nuestra época.

Giuseppe Sarto (este era su nombre), nació en Riese (Treviso) en 1835 de familia campesina. Después de los estudios en el seminario de Padua fue ordenado sacerdote a los 23 años. Primero fue vicario parroquial en Tombolo, luego párroco en Salzano, después canónigo de la catedral de Treviso con el cargo de canciller episcopal y director espiritual del seminario diocesano. En esos años de rica y generosa experiencia pastoral, el futuro Romano Pontífice mostró el profundo amor a Cristo y a la Iglesia, la humildad, la sencillez y la gran caridad hacia los más necesitados, que fueron características de toda su vida. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y en 1893 patriarca de Venecia. El 4 de agosto de 1903 fue elegido Papa, ministerio que aceptó con titubeos, porque consideraba que no estaba a la altura de una tarea tan elevada.

El pontificado de san Pío X dejó una huella indeleble en la historia de la Iglesia y se caracterizó por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada en el lema Instaurare omnia in Christo: «Renovarlo todo en Cristo». En efecto, sus intervenciones abarcaron los distintos ámbitos eclesiales. Desde los comienzos se dedicó a la reorganización de la Curia romana; después puso en marcha los trabajos de redacción del Código de derecho canónico, promulgado por su sucesor Benedicto XV. Promovió también la revisión de los estudios y del itinerario de formación de los futuros sacerdotes, fundando asimismo varios seminarios regionales, dotados de buenas bibliotecas y profesores preparados. Otro ámbito importante fue el de la formación doctrinal del pueblo de Dios. Ya en sus años de párroco él mismo había redactado un catecismo y durante el episcopado en Mantua había trabajado a fin de que se llegara a un catecismo único, si no universal, por lo menos italiano. Como auténtico pastor había comprendido que la situación de la época, entre otras cosas por el fenómeno de la emigración, hacía necesario un catecismo al que cada fiel pudiera referirse independientemente del lugar y de las circunstancias de la vida. Como Romano Pontífice preparó un texto de doctrina cristiana para la diócesis de Roma, que se difundió en toda Italia y en el mundo. Este catecismo, llamado «de Pío X», fue para muchos una guía segura a la hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y preciso, y por la eficacia expositiva.

Dedicó notable atención a la reforma de la liturgia, en particular de la música sagrada, para llevar a los fieles a una vida de oración más profunda y a una participación más plena en los sacramentos. En el motu proprio Tra le sollecitudini, de 1903, primer año de su Pontificado, afirma que el verdadero espíritu cristiano tiene su primera e indispensable fuente en la participación activa en los sagrados misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia (cf. ASS 36 [1903] 531). Por eso recomendó acercarse a menudo a los sacramentos, favoreciendo la recepción diaria de la sagrada comunión, bien preparados, y anticipando oportunamente la primera comunión de los niños hacia los siete años de edad, «cuando el niño comienza a tener uso de razón» (cf. S. Congr. de Sacramentis, decreto Quam singulari: AAS 2 [1910] 582).

Fiel a la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, san Pío X, ante algunas tendencias que se manifestaron en ámbito teológico al final del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, intervino con decisión, condenando el «modernismo», para defender a los fieles de concepciones erróneas y promover una profundización científica de la Revelación en consonancia con la tradición de la Iglesia. El 7 de mayo de 1909, con la carta apostólica Vinea electa, fundó el Pontificio Instituto Bíblico. La guerra ensombreció los últimos meses de su vida. El llamamiento a los católicos del mundo, lanzado el 2 de agosto de 1914, para expresar «el profundo dolor» de la hora presente, fue el grito de sufrimiento del padre que ve a sus hijos enfrentarse unos contra otros. Murió poco después, el 20 de agosto, y su fama de santidad comenzó a difundirse enseguida entre el pueblo cristiano.

San Pio X krouillong comunion en la mano sacrilegio

Queridos hermanos y hermanas, san Pío x nos enseña a todos que en la base de nuestra acción apostólica, en los distintos campos en los que actuamos, siempre debe haber una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Este es el núcleo de toda su enseñanza, de todo su compromiso pastoral. Sólo si estamos enamorados del Señor seremos capaces de llevar a los hombres a Dios y abrirles a su amor misericordioso, y de este modo abrir el mundo a la misericordia de Dios.

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104 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 25 de agosto de 2010

104 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE AGOSTO DE 2010

 AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE AGOSTO DE 2010

Queridos hermanos y hermanas:

En la vida de cada uno de nosotros hay personas muy queridas, que sentimos particularmente cercanas; algunas están ya en los brazos de Dios, otras comparten aún con nosotros el camino de la vida: son nuestros padres, los familiares, los educadores; son personas a las que hemos hecho el bien o de las que hemos recibido el bien; son personas con las que sabemos que podemos contar. Es importante, sin embargo, tener también «compañeros de viaje» en el camino de nuestra vida cristiana: pienso en el director espiritual, en el confesor, en las personas con las que se puede compartir la propia experiencia de fe, pero pienso también en la Virgen María y en los santos. Cada uno debería tener algún santo que le sea familiar, para sentirlo cerca con la oración y la intercesión, pero también para imitarlo. Quiero invitaros, por tanto, a conocer más a los santos, empezando por aquel cuyo nombre lleváis, leyendo su vida, sus escritos. Estad seguros de que se convertirán en buenos guías para amar cada vez más al Señor y en ayudas válidas para vuestro crecimiento humano y cristiano.

Como sabéis, yo también estoy unido de modo especial a algunas figuras de santos: entre estas, además de san José y san Benito, de quienes llevo el nombre, y de otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de conocer de cerca, por decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se ha convertido en un buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi ministerio. Quiero subrayar una vez más un aspecto importante de su experiencia humana y cristiana, actual también en nuestra época, en la que parece que el relativismo es, paradójicamente, la «verdad» que debe guiar el pensamiento, las decisiones y los comportamientos.

San Agustín fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la sed, la búsqueda inquieta y constante de la Verdad es una de las características de fondo de su existencia; pero no la de las «pseudo-verdades» incapaces de dar paz duradera al corazón, sino de aquella Verdad que da sentido a la existencia y es la «morada» en la que el corazón encuentra serenidad y alegría. Su camino, como sabemos, no fue fácil: creyó encontrar la Verdad en el prestigio, en la carrera, en la posesión de las cosas, en las voces que le prometían la felicidad inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó fracasos, pero nunca se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un hilo de luz; supo mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las Confesiones, se dio cuenta de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus fuerzas, era más íntimo a él que él mismo, había estado siempre a su lado, nunca lo había abandonado y estaba a la espera de poder entrar de forma definitiva en su vida (cf. III, 6, 11; X, 27, 38). Como dije comentando la reciente película sobre su vida, san Agustín comprendió, en su inquieta búsqueda, que no era él quien había encontrado la Verdad, sino que la Verdad misma, que es Dios, lo persiguió y lo encontró (cf. L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2009, p. 3). Romano Guardini, comentando un pasaje del capítulo III de lasConfesiones, afirma: san Agustín comprendió que Dios es «gloria que nos pone de rodillas, bebida que apaga la sed, tesoro que hace felices, […él tuvo] la tranquilizadora certeza de quien por fin comprendió, pero también la bienaventuranza del amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori religiosi, Brescia 2001, p. 177).

san agustin de hipona krouillong comunion en la mano

También en las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una conversación con su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el próximo viernes, pasado mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su madre están en Ostia, en un albergue, y desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y mar, y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad: las criaturas deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede hablar. Esto es verdad siempre, también en nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de miedo al silencio, al recogimiento, a pensar en los propios actos, en el sentido profundo de la propia vida; a menudo se prefiere vivir sólo el momento fugaz, esperando ilusoriamente que traiga felicidad duradera; se prefiere vivir, porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo de buscar la Verdad, o quizás se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín.

Queridos hermanos y hermanas, quiero decir a todos, también a quienes atraviesan un momento de dificultad en su camino de fe, a quienes participan poco en la vida de la Iglesia o a quienes viven «como si Dios no existiese», que no tengan miedo de la Verdad, que no interrumpan nunca el camino hacia ella, que no cesen nunca de buscar la verdad profunda sobre sí mismos y sobre las cosas con el ojo interior del corazón. Dios no dejará de dar luz para hacer ver y calor para hacer sentir al corazón que nos ama y que desea ser amado.

Que la intercesión de la Virgen María, de san Agustín y de santa Mónica nos acompañe en este camino.

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100 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico al Reino Unido

100 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO AL REINO UNIDO

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE SEPTIEMBRE DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO AL REINO UNIDO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero detenerme a hablar del viaje apostólico al Reino Unido, que Dios me concedió realizar en los días pasados. Fue una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y de la actualidad de un pueblo rico en cultura y en fe, como es el pueblo británico. Se trata de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en el largo y complejo camino de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal de la visita era proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento más destacado del viaje apostólico, cuyo tema se inspiraba en el lema del escudo cardenalicio del beato Newman: «El corazón habla al corazón». Y en los cuatro intensos y bellísimos días transcurridos en aquella noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos hablaron al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. En efecto, pude constatar cuán fuerte y activa sigue siendo la herencia cristiana en todos los niveles de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y son numerosas las expresiones de religiosidad que mi visita ha puesto aún más de relieve.

Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el período de mi estancia, en todas partes recibí una cordial acogida de las autoridades, de los exponentes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las distintas confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso en particular en los fieles de la comunidad católica y en sus pastores, que, aunque son una minoría en el país, gozan de gran aprecio y consideración, comprometidos en el gozoso anuncio de Jesucristo, haciendo que el Señor resplandezca y siendo su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud por el entusiasmo demostrado y por el encomiable celo con el que han trabajado para que mi visita —cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón— fuera un éxito.

La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la reina Isabel II, que, junto con su consorte, el duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, en el que compartimos algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. A ello hice referencia en el discurso a Su Majestad y a las autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas islas. También hablé del papel que Gran Bretaña ha desempeñado y desempeña en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos que se han dado para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.

El clima de fiesta y alegría que crearon los muchachos y los niños alegró la etapa de Edimburgo. Después me trasladé a Glasgow, una ciudad que cuenta con parques encantadores, donde presidí la primera santa misa del viaje precisamente en Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que ese día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninián, primer evangelizador de Escocia. A esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y partícipe, que las melodías tradicionales y los hermosos cantos hacían todavía más solemne, le recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época, en la que un penetrante relativismo amenaza con ensombrecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.

El segundo día comencé la visita a Londres. Allí me encontré primero con el mundo de la educación católica, que reviste un papel relevante en el sistema de instrucción de aquel país. En un auténtico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con simpatía y entusiasmo, les propuse que no persiguieran objetivos limitados, contentándose con opciones cómodas, sino que aspiraran a algo más grande, es decir, a la búsqueda de la verdadera felicidad, que se encuentra sólo en Dios. En la cita sucesiva, con los responsables de las otras religiones más representadas en el Reino Unido, recordé la necesidad ineludible de un diálogo sincero, que para ser plenamente provechoso debe respetar el principio de reciprocidad. Al mismo tiempo, puse de relieve la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el cual afianzar la amistad, la confianza y la colaboración.

La visita fraterna al arzobispo de Canterbury fue la ocasión para subrayar el compromiso común de testimoniar el mensaje cristiano que vincula a católicos y anglicanos. Siguió uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, exponentes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que, para los legisladores, la religión no debe representar un problema a resolver, sino un factor que contribuye de modo vital al camino histórico y al debate público de la nación, especialmente porque recuerda la importancia esencial del fundamento ético para las opciones en los distintos sectores de la vida social.

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En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro entró en ese lugar de culto, símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el Confesor, mientras el coro cantaba: «Congregavit nos in unum Christi amor», todos alabamos a Dios, que nos lleva por el camino de la plena unidad.

En la mañana del sábado, la cita con el primer ministro marcó el inicio de la serie de encuentros con los mayores exponentes del mundo político británico. Siguió la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un momento extraordinario de fe y de oración —que puso también de relieve la rica y preciosa tradición de música litúrgica «romana» e «inglesa»— en el que tomaron parte los distintos componentes eclesiales, espiritualmente unidos a los numerosos creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Fue una gran alegría encontrarme con gran número de jóvenesque participaban en la santa misa desde fuera de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y respetuosa, demostraron que quieren ser los protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de solidaridad activa y de compromiso generoso al servicio del Evangelio.

En la nunciatura apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de exponentes del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de muchachos y jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y los alenté a seguir adelante con su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de esmero por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. También en Londres, visité la residencia de ancianos dirigida por las Hermanitas de los Pobres con la valiosa aportación de numerosos enfermeros y voluntarios. Esa casa de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia siempre ha tenido por los ancianos, y a la vez expresión del compromiso de los católicos británicos por el respeto de la vida, sin tener en cuenta la edad o las condiciones.

Como dije antes, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, hijo ilustre de Inglaterra. Estuvo precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en Hyde Park, en un clima de profundo recogimiento. A la multitud de fieles, especialmente jóvenes, señalé de nuevo la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede sintetizar en el testimonio de que el camino de la conciencia no es encerrarse en el propio «yo», sino apertura, conversión y obediencia a Aquel que es camino, verdad y vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne celebración eucarística dominical, en presencia de una vasta multitud proveniente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representantes de muchos otros países. Este acontecimiento conmovedor volvió a poner de actualidad a un estudioso de talla excepcional, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento ha iluminado muchas conciencias y ejerce todavía hoy un atractivo extraordinario. En él han de inspirarse, en particular, los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga dando frutos abundantes de vida evangélica.

El encuentro con la Conferencia episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia, concluyó una jornada de fiesta grande y de comunión intensa de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.

Queridos hermanos y hermanas, en mi visita al Reino Unido, como siempre, quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, alentándola a trabajar incansablemente por defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están en la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. Quise asimismo hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas y de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la imperecedera novedad del Evangelio, del cual está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una profunda convicción: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una sola cosa con el «genio» y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no cesa de trabajar por mantener continuamente despierta esta tradición espiritual y cultural.

El beato John Henry Newman, cuya figura y cuyos escritos todavía conservan una extraordinaria actualidad, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos por «esparcir dondequiera que vayan el perfume de Cristo, a fin de que toda su vida sea solamente una irradiación de la del Señor», como escribió sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.

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99 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Matilde de Hackeborn

99 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA MATILDE DE HACKEBORN

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE SEPTIEMBRE DE 2010

SANTA MATILDE DE HACKEBORN

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana, santa Gertrudis la Grande, en el libro VI de la obra Liber specialis gratiae (Libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios concedió a santa Matilde, afirma: «Lo que hemos escrito es muy poco respecto a lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto guardar silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios, no tanto para ella misma, según nuestra opinión, sino para nosotros y para aquellos que vendrán después de nosotros» (Matilde de Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra monja de Helfta, y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual acompañada de sufrimientos físicos. En estas condiciones, confió a dos religiosas amigas las gracias singulares con que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que ellas tomaban nota de todo. Cuando lo supo, se angustió y se turbó profundamente. Pero el Señor la tranquilizó, haciéndole comprender que cuanto se escribía era para gloria de Dios y el bien del prójimo (cf. ib., II, 25; V, 20). Así, esta obra es la fuente principal para obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra santa.

Con ella entramos en la familia del barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y potentes de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos también en el monasterio de Helfta, en el período más glorioso de su historia. El barón ya había dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231-1232/1291-1292), dotada de una notable personalidad, abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis les dio a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, la liturgia, la tradición patrística, la Regla y la espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en el radicalismo evangélico y en el celo apostólico. Matilde, desde la infancia, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, dando luego su impronta personal.

Matilde nació en 1241 o 1242, en el castillo de Helfta; era la tercera hija del barón. A los siete años, con la madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Se sintió tan fascinada por ese ambiente, que deseó ardientemente formar parte de él. Ingresó como educanda, y en 1258 se convirtió en monja en el convento que, mientras tanto, se había mudado a Helfta, en la finca de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, el fervor, la amabilidad, la limpidez y la inocencia de su vida, la familiaridad y la intensidad con que vive su relación con Dios, la Virgen y los santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos» (ib., Proemio). Así, «el ruiseñor de Dios» —como se la llama—, siendo muy joven todavía, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro y maestra de novicias, servicios que desempeñó con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas sino también de todo aquel que deseaba recurrir a su sabiduría y bondad.

Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas plegarias. Fue maestra de doctrina fiel y de gran humildad, consejera, consoladora y guía en el discernimiento: «Ella enseñaba —se lee— la doctrina con tanta abundancia como jamás se había visto en el monasterio, y ¡ay!, tenemos gran temor de que no se verá nunca más algo semejante. Las monjas se reunían en torno a ella para escuchar la Palabra de Dios como alrededor de un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, por don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio sino también extraños, religiosos y seglares, llegados desde lejos, testimoniaban que esta santa virgen los había liberado de sus penas y que jamás habían experimentado tanto consuelo como cuando estaban junto a ella. Además, compuso y enseñó tantas plegarias que, si se recopilaran, excederían el volumen de un salterio» (ib., VI, 1).

En 1261 llegó al convento una niña de cinco años, de nombre Gertrudis; se la encomendaron a Matilde, apenas veinteañera, que la educó y la guió en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo una discípula excelente sino también su confidente. En 1271 ó 1272 también ingresó en el monasterio Matilde de Magdeburgo. Así, el lugar acogía a cuatro grandes mujeres —dos Gertrudis y dos Matilde—, gloria del monaquismo germánico. Durante su larga vida pasada en el monasterio, Matilde soportó continuos e intensos sufrimientos, a los que sumaba las durísimas penitencias elegidas por la conversión de los pecadores. De este modo, participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cf. ib., vi, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo y su camino en la fe y en el amor tienen aquí sus raíces y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde articuladas a lo largo de las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la bienaventurada Virgen. Es impresionante la capacidad que tiene esta santa de vivir la liturgia en sus varios componentes, incluso en los más simples, llevándola a la vida cotidiana monástica. Algunas imágenes, expresiones y aplicaciones a veces resultan ajenas a nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora del coro, se capta su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas de comunidad a vivir intensamente, partiendo de la liturgia, cada momento de la vida monástica.

Santa Matilde de Hackeborn krouillong comunion en la mano sacrilegio

En la oración litúrgica, Matilde da particular relieve a las horas canónicas y a la celebración de la santa misa, sobre todo a la santa Comunión. Aquí se extasiaba a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedía la iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas» (ib., I, 40). En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ella, el cielo y la tierra se unen.

Sus visiones, sus enseñanzas y las vicisitudes de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Así se capta su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, que era su pan diario. A ella recurría constantemente, ya sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, ya sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes y personajes. Tenía predilección por el Evangelio: «Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tanta dulzura, que muchas veces por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente, que suscitaba devoción en todos. De igual modo, cuando cantaba en el coro estaba totalmente absorta en Dios, embargada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos mediante gestos… Otra veces, como en éxtasis, no oía a quienes la llamaban o la movían, y de mal grado retomaba el sentido de las cosas exteriores» (ib., VI, 1). En una de sus visiones, es Jesús mismo quien le recomienda el Evangelio; abriéndole la llaga de su dulcísimo Corazón, le dice: «Considera qué inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha oído jamás expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Joan. XV, 9)» (ib., I, 22).

Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la liturgia de las Horas y la santa misa son el fundamento de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y alimentada con el Pan eucarístico, recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en plena fidelidad a la Iglesia. Esta es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración diaria y la participación atenta, fiel y activa en la santa misa. La liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

Su discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la santísima Trinidad, del Señor, de la Virgen María y de todos los santos, incluso de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llamarla a sí, ella le pidió poder vivir todavía en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació con este ulterior signo de amor.

Matilde tenía 58 años. Recorrió el último tramo de camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Al llegar su hora, «el Dios de majestad…, única suavidad del alma que lo ama…, le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei… Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino…, y la asoció a su gloria» (ib., VI, 8).

Santa Matilde de Hackeborn nos encomienda al sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Nos invita a alabar al Hijo con el corazón de la Madre y a alabar a María con el corazón del Hijo: «Te saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío que desde el corazón de la santísima Trinidad se difundió en ti; te saludo en la gloria y el gozo con que ahora te alegras eternamente, tú que preferida entre todas las criaturas de la tierra y del cielo fuiste elegida incluso antes de la creación del mundo. Amén» (ib., i, 45).

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98 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Gertrudis

98 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA GERTRUDIS

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE OCTUBRE DE 2010

 

SANTA GERTRUDIS

Queridos hermanos y hermanas:

Santa Gertrudis la Grande, de quien quiero hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-alemana. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados.

En Helfta se confronta, por decirlo así, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la audiencia del miércoles pasado; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente, de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con una confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo de su mundo monástico, sino también y sobre todo del bíblico, litúrgico, patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

Nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le desvela el sentido de su primer desarraigo: «La he elegido como morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo del afecto que se le tiene» (Le rivelazioni, I, 16, Siena 1994, pp. 76-77).

A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido, tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien, como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140 s).

Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.

De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación» (ib., II, 1, p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1, p. 89), reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligentea la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores» (ib., I, 1, p. 25).

Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la literatura mística espiritual.

Santa Gertrudis de Helfta krouillong comunion en la mano sacrilegio

En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría. Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).

Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p. 145).

Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén» (Ejercicios, Milán 2006, p. 148).

Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de camino recto, y nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús, el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor a la Sagrada Escritura, en al amor a la liturgia, en la fe profunda, en el amor a María, para conocer cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

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97 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Beata Ángela de Foligno

97 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: BEATA ÁNGELA DE FOLIGNO

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE OCTUBRE DE 2010

BEATA ÁNGELA DE FOLIGNO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de la beata Ángela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Generalmente, uno queda fascinado por las cumbres de la experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero quizás se consideran demasiado poco sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la llevó desde el punto de partida, el «gran temor del infierno», hasta la meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Ángela ciertamente no es la de una ferviente discípula del Señor. Nació alrededor de 1248 en una familia acomodada, y quedó huérfana de padre; su madre la educó de un modo más bien superficial. Muy pronto fue introducida en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con quien se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, tanto que se permitía despreciar a los llamados «penitentes» —que abundaban en esa época—, es decir, a aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.

Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la añosa guerra contra Perugia y sus duras consecuencias influyen en la vida de Ángela, la cual toma conciencia progresivamente de sus pecados, hasta dar un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo con vistas a hacer una buena confesión general: estamos en 1285; Ángela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, su camino de conversión conoce otro viraje: el final de los vínculos afectivos, puesto que, en pocos meses, mueren primero su madre y luego su marido y todos sus hijos. Entonces vende sus bienes y en 1291 entra en la Tercera Orden de San Francisco. Muere en Foligno el 4 de enero de 1309.

El Libro de la beata Ángela de Foligno, en el cual se recoge la documentación sobre nuestra beata, relata esta conversión; indica los medios necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, el sucederse de las experiencias de Ángela, que comienzan en 1285. Recordándolas, después de haberlas vivido, trató de contarlas a través del fraile confesor, quien las transcribió fielmente intentando después organizarlas por etapas, que llamó «pasos o mutaciones», pero sin lograr ordenarlas plenamente (cf. Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto se debió a que para la beata Ángela la experiencia de unión es una implicación total de los sentidos espirituales y corporales; y de lo que ella «comprende» durante sus éxtasis sólo queda, por decirlo así, una «sombra» en su mente. «Oí realmente estas palabras —confiesa después de un éxtasis místico—, pero lo que vi y comprendí, y que él [es decir, Dios] me mostró, de ningún modo sé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que entendí con las palabras que oí, pero fue un abismo absolutamente inefable». Ángela de Foligno presenta sus «vivencias» místicas, sin elaborarlas con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de modo improviso e inesperado. Al mismo fraile confesor le cuesta referir esos acontecimientos, «también a causa de su gran y admirable discreción respecto a los dones divinos» (ib., p. 194). A la dificultad de Ángela de expresar su experiencia mística se añade además la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad que el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar total posesión de él. Así es para Ángela, que escribía a uno de sus hijos espirituales: «Hijo mío, si vieras mi corazón, te sentirías absolutamente obligado a hacer todas las cosas que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío». Resuenan aquí las palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Consideremos sólo algún «paso» del rico camino espiritual de nuestra beata. El primero, en realidad, es una premisa: «Fue el conocimiento del pecado —como ella precisa— a consecuencia del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este paso lloró amargamente» (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este «temor» del infierno responde al tipo de fe que Ángela tenía en el momento de su «conversión»; una fe todavía pobre en caridad, es decir, en amor a Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Ángela la perspectiva del doloroso «camino de la cruz» que, del octavo al decimoquinto paso, la llevará después al «camino del amor». Narra el fraile confesor: «La feligresa me dijo entonces: He tenido esta revelación divina: “Después de las cosas que ha escrito, haga escribir que quien quiera conservar la gracia no debe apartar los ojos del alma de la cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito”» (ib., p. 143). Pero en esta fase Ángela todavía «no siente amor»; afirma: «El alma siente vergüenza y aflicción, y no experimenta todavía el amor, sino el dolor» (ib., p. 39), y está insatisfecha.

Ángela siente que debe dar algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, es más, que es «nada» ante él; comprende que su voluntad no le puede dar el amor de Dios, porque sólo puede darle su «nada», el «no amor». Como ella dirá: sólo «el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que reconozca sus defectos y la bondad divina (…). Ese amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no puede verificarse o existir ningún engaño. Con este amor no se puede mezclar algo del amor del mundo» (ib., pp. 124-125). Abrirse sólo y totalmente al amor de Dios, que tiene su máxima expresión en Cristo: «Oh Dios mío —reza— hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu fervorosísimo e inefable amor realizó, junto con el amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. (…) ¡Oh incomprensible amor! Por encima de este amor, que llevó a mi Dios a hacerse hombre para hacerme Dios, no existe amor más grande» (ib., p. 295). Sin embargo, el corazón de Ángela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, se encontraba perdonada y todavía afligida por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno porque cuanto más progresa el alma por el camino de la perfección cristiana, tanto más se convence no sólo de ser «indigna», sino de ser merecedora del infierno.

Así, en su camino místico, Ángela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su «indignidad» y de «merecer el infierno» no será su «unión con Dios» y el poseer la «verdad», sino Jesús crucificado, «su crucifixión por mí», su amor. En el octavo paso, dice: «Todavía no entendía si era un bien mayor mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión a penitencia, o su crucifixión por mí» (ib., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, que percibió en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente por esto prefiere contemplar a Cristo crucificado, porque en esa visión ve realizado el perfecto equilibrio: en la cruz está el hombre-Dios, en un acto supremo de sufrimiento, que es un acto supremo de amor. En la terceraInstrucción la beata insiste en esta contemplación y afirma: «Cuánto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. (…) Por eso, cuánto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él mediante el amor. (…) Lo que he dicho del amor (…) lo digo también del dolor: el alma cuánto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se entristece y se transforma en dolor» (ib., pp. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos de Cristo crucificado, identificarse con él. La conversión de Ángela, que comienza con la confesión de 1285, llegará a su madurez sólo cuando el perdón de Dios aparecerá ante su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: «Nadie tiene excusa —afirma— porque cualquiera puede amar a Dios, y él no pide al alma sino que lo quiera, porque él la ama y es su amor» (ib., p. 76).

Beata Angela de Foligno krouillong comunion en la mano sacrilegio

En el itinerario espiritual de Ángela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, se realiza a través del Crucificado. El «Dios-hombre de la Pasión» se convierte en su «maestro de perfección». Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una «semejanza» perfecta con él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. A esta estupenda empresa Ángela se entrega totalmente, en cuerpo y alma, sin escatimar penitencias ni tribulaciones del principio al fin, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en él: «Oh hijos de Dios —recomendaba— transformaos totalmente en el Dios-hombre de la Pasión, que os amó tanto que se dignó morir por vosotros con una muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de modo muy penoso y amargo. ¡Esto sólo por amarte a ti, oh hombre!» (ib., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque —como ella afirma— «mediante la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; mediante el desprecio y la vergüenza obtendrá sumo honor y grandísima gloria; mediante poca penitencia hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Sumo Bien, Dios eterno» (ib., p. 293).

De la conversión a la unión mística con Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: «Cuánto más reces —afirma— tanto más serás iluminado; cuánto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás el Sumo Bien, el Ser sumamente bueno; cuánto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuánto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuánto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de entenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque entenderás que no puedes comprender» (ib., p. 184).

Queridos hermanos y hermanas, la vida de la beata Ángela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero el encuentro con la figura de san Francisco y, por último, el encuentro con Cristo crucificado despierta el alma para la presencia de Dios, para el hecho de que sólo con Dios la vida es verdadera vida, porque en el dolor por el pecado se convierte en amor y alegría. Así nos habla a nosotros la beata Ángela. Hoy todos corremos el peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy lejano de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y me conoce y me ama. Y la beata Ángela quiere que estemos atentos a estos signos con los que el Señor nos toca al alma, que estemos atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo crucificado. Pidamos al Señor que nos haga estar atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

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96 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Isabel de Hungría

96 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE OCTUBRE DE 2010

 

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia.

Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.

Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

Santa Isabel de Hungria krouillong comunion en la mano sacrilegio

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.

La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).

Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverellode Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.

En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

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95 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Brígida

95 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA BRÍGIDA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE OCTUBRE DE 2010

 

SANTA BRÍGIDA

Queridos hermanos y hermanas:

En la ferviente vigilia del gran jubileo del año 2000, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II proclamó copatrona de toda Europa a santa Brígida de Suecia. Esta mañana quiero presentar su figura, su mensaje y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar —todavía hoy— a la Iglesia y al mundo.

Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, acontecida en 1373. Brígida nació setenta años antes, en 1303, en Finster, Suecia, una nación del norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.

Podemos distinguir dos períodos en la vida de esta santa. El primero se caracteriza por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de una importante provincia del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, la segunda de los cuales, Karin (Catalina), es venerada como santa. Se trata de un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica fue apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte durante cierto tiempo, con el fin de instruir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.

Brígida, guiada espiritualmente por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva sobre su familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera «iglesia doméstica». Junto con su marido, adoptó la regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad con los indigentes; incluso fundó un hospital. Al lado de su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. Al regreso de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, realizada en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco tiempo después, en la paz de un monasterio donde se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.

Este primer período de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar lo que hoy podríamos definir una auténtica «espiritualidad conyugal»: los esposos cristianos pueden recorrer juntos un camino de santidad, sostenidos por la gracia del sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer quien con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura logra que el marido recorra un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día tras día, también hoy iluminan a su familia con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor suscite también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en la generación y en la educación de los hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.

Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo período de su vida. Renunció a otras nupcias para intensificar la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, tras la muerte de su marido, después de distribuir sus bienes a los pobres, aunque nunca accedió a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Allí comenzaron las revelaciones divinas, que la acompañaron durante todo el resto de su vida. Brígida las dictó a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título precisamente Revelationes extravagantes (Revelaciones suplementarias).

Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta en forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los cuales también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata del relato de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela acerca de la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, lo precisa el venerable Juan Pablo II en la carta Spes aedificandi: «Al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones que tuvo, aceptó la autenticidad global de su experiencia interior» (n. 5).

De hecho, leyendo estas Revelaciones nos sentimos interpelados sobre numerosos temas importantes. Por ejemplo, aparece con frecuencia la descripción, con detalles bastante realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios a los hombres. En labios del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: «Oh, amigos míos, yo amo con tanta ternura a mis ovejas que, si fuera posible, quisiera morir muchas otras veces por cada una de ellas con la misma muerte que sufrí para la redención de todas» (Revelationes, libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la convirtió en Mediadora y Madre de misericordia, es un tema que se repite en lasRevelaciones.

Al recibir estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección de parte del Señor: «Hija mía —leemos en el primer libro de las Revelaciones—, te he elegido a ti para mí, ámame con todo tu corazón… más que a todo lo que existe en el mundo» (c. 1). Por otra parte, Brígida sabía bien y estaba firmemente convencida de que todo carisma está destinado a edificar a la Iglesia. Precisamente por este motivo, no pocas de sus revelaciones iban dirigidas, en forma de amonestaciones incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluidas las autoridades religiosas y políticas, para que vivieran su vida cristiana con coherencia; pero siempre lo hacía con una actitud de respeto y fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del apóstol Pedro.

En 1349 Brígida dejó Suecia para siempre y peregrinó a Roma. No sólo quería participar en el jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una Orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador y compuesta de monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no nos debe sorprender: en el Medievo existían fundaciones monásticas con una rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma Regla monástica, que preveía la dirección de la abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana se reconoce a la mujer una dignidad propia, y —siguiendo el ejemplo de María, Reina de los Apóstoles— un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es igualmente importante para el crecimiento espiritual de la comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.

Santa Brígida de Suecia krouillong comunion en la mano sacrilegio

En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se dirigió en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida nutrió siempre gran devoción. Por último, en 1371, se cumplió su mayor deseo: el viaje a Tierra Santa, adonde fue en compañía de sus hijos espirituales, un grupo que Brígida llamaba «los amigos de Dios».

Durante esos años, los Pontífices estaban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió a ellos pidiéndoles encarecidamente que volvieran a la sede de Pedro, en la ciudad eterna.

Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI regresara definitivamente a Roma. Fue enterrada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la llevaron de nuevo a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.

La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, hace de ella una figura eminente en la historia de Europa. Proveniente de Escandinavia, santa Brígida testimonia que el cristianismo ha impregnado profundamente la vida de todos los pueblos de este continente. Al declararla copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II deseó que santa Brígida —que vivió en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental todavía no estaba herida por la división— interceda eficazmente ante Dios para obtener la gracia tan esperada de la unidad plena de todos los cristianos. Por esta misma intención, tan importante para nosotros, y para que Europa sepa alimentarse siempre de sus raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, discípula fiel de Dios, copatrona de Europa. Gracias por vuestra atención.

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94 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Margarita de Oingt

94 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA MARGARITA DE OINGT

AUDIENCIA GENERAL DE 3 DE NOVIEMBRE DE 2010

SANTA MARGARITA DE OINGT

Queridos hermanos y hermanas:

Margarita de Oingt, de la cual quiero hablaros hoy, nos introduce en la espiritualidad cartuja, que se inspira en la síntesis evangélica que vivió y propuso san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque algunos la sitúan alrededor de 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de antigua nobleza del Lyonesado, los Oingt. Sabemos que su madre también se llamaba Margarita y que tenía dos hermanos —Guiscardo y Luis— y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, donde más tarde le sucederá como priora.

No tenemos noticias acerca de su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor ilimitado de Dios, ella valoraba muchas imágenes vinculadas a su familia, en especial las referidas a las figuras de su padre y su madre. En una meditación reza así: «Dulce y buen Señor, cuando pienso en las gracias especiales que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me has custodiado desde mi infancia, y cómo me has preservado del peligro de este mundo y me has llamado a dedicarme a tu santo servicio, y cómo me has provisto de todo lo que necesitaba para comer, beber, vestir y calzarme, (y lo has hecho) de modo que no he tenido que pensar en todas estas cosas, sino sólo en tu gran misericordia» (Margarita de Oingt, Scritti spirituali, Meditación v, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).

También por sus meditaciones intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejándolo todo y aceptando la severa regla cartuja, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con él. Escribe: «Dulce Señor, dejé a mi padre, a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, puesto que las riquezas de este mundo no son más que espinas punzantes; y quien más posee es más desafortunado. Por esto me parece que no he dejado más que miseria y pobreza; pero tú sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiera disponer de ellos a mi antojo, lo abandonaría todo por tu amor; e incluso si tú me dieras todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me sentiría satisfecha hasta que no te tuviera a ti, porque tú eres la vida de mi alma, y no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti» (ib., Meditación II, 32, p. 59).

También de su vida en la Cartuja poseemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, acontecida el 11 de febrero de 1310. En cualquier caso, sus escritos no manifiestan virajes particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la plena configuración con Cristo, el cual es el Libro que hay que escribir, que hay que grabar diariamente en el propio corazón y en la propia vida, de modo especial su pasión salvífica. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor «había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Había puesto tan plenamente al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso presente, con un libro cerrado en su mano, para instruirla» (ib., I, 2-3, p. 81). «En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta la ascensión al cielo» (ib., i, 12, p. 83).

Cada día, desde muy temprano, Margarita se aplica al estudio de este libro. Y, tras haberlo mirado bien, comienza a leer en el libro de su propia conciencia, que revela las falsedades y las mentiras de su vida (cf. ib., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de su vida. Y esto para que la vida de Cristo esté impresa en el alma de modo estable y profundo, hasta llegar a ver el Libro dentro, o sea, hasta llegar a contemplar el misterio de Dios Trinidad (cf. ib., II, 14-22; III, 23-40, pp. 84-90).

A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos datos de su espiritualidad, permitiéndonos conocer algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco provenzal y también esto es algo raro: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente al querer aferrarlo y la inadecuación del lenguaje humano para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de captar sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, el impulso del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, uniendo su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido es significativo un pasaje de una carta a su padre: «Dulce padre mío, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en los buenos pensamientos; de hecho tengo tantas cosas que hacer que no sé por dónde empezar. No hemos recogido el trigo en el séptimo mes del año y la tempestad ha destruido nuestros viñedos. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a rehacerla en parte» (ib., Lettere, III, 14, p. 127).

Una monja cartuja delinea así la figura de Margarita: «A través de su obra nos revela una personalidad fascinante, con una inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con cierto humorismo una afectividad totalmente espiritual» (Una monja cartuja, Certosine, enDizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valoriza la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con mayor prontitud y ardor la acción divina. El motivo reside en el hecho de que la persona humana ha sido creada a imagen de Dios y, por esto, está llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose comprometer totalmente por su iniciativa.

El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo la fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo al Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Afirma que la cruz de Cristo es semejante al lecho del parto. Compara el dolor de Jesús en la cruz con el de una madre. Escribe: «La madre que me llevó en su seno sufrió agudamente al darme a luz, durante un día o una noche, pero tú, dulce y buen Señor, por mí fuiste torturado no una noche o un día solamente, sino más de treinta años (…); ¡cuán amargamente sufriste por mi causa durante toda tu vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu sufrimiento fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió en gotas de sangre que corrían por todo tu cuerpo hasta el suelo» (Scritti spirituali, Meditación I, 33, p. 59).

Margarita, evocando los relatos de la Pasión de Jesús, contempla estos dolores con profunda compasión: «Tú fuiste puesto en el duro lecho de la cruz, de tal modo que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros, como suele hacer un hombre que padece un gran dolor, puesto que te extendieron completamente y te hundieron los clavos (…) y (…) desgarraron todos tus músculos y tus venas. (…) Pero todos estos dolores (…) todavía no te bastaban, hasta el punto de que quisiste que te traspasaran el costado con la lanza de un modo tan cruel que tu manso cuerpo quedó completamente surcado y torturado; y tu preciosa sangre brotaba con tanta violencia que formaba un largo reguero, casi como si fuera un gran arroyo». Refiriéndose a María afirma: «No hay que asombrarse de que la espada que te desgarró el cuerpo haya penetrado en el corazón de tu gloriosa madre que tanto amaba sostenerte (…) puesto que tu amor fue superior a todos los demás amores» (ib., Meditación II, 36-39.42, p. 60 s).

Queridos amigos, Margarita de Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y la de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestra existencia. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y de los demás. Con Margarita digamos también nosotros: «Dulce Señor, todo lo que has realizado por amor mío y de todo el género humano me impulsa a amarte, pero el recuerdo de tu santísima Pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por esto me parece (…) que he encontrado lo que tanto he deseado: no amar nada más que a ti o en ti o por tu amor» (ib., Meditación II, 46, p. 62).

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A primera vista esta figura de cartuja medieval, así como toda su vida y su pensamiento, parecen muy lejanos a nosotros, a nuestra vida, a nuestro modo de pensar y de actuar. Pero si miramos lo esencial de esta vida, vemos que nos toca también a nosotros y debería llegar a ser esencial también para nuestra existencia.

Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el cual se ve también la propia conciencia. Y por este espejo entró la luz en su alma: dejó entrar la palabra, la vida de Cristo en su ser y así quedó transformada; su conciencia se vio iluminada, encontró criterios, luz, y quedó limpia. Precisamente esto es lo que necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que se vea iluminada, y comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; para que nuestra conciencia se vea iluminada y quede limpia. La basura no está sólo en algunas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto, imitemos a santa Margarita mirando a Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la verdadera vida. Gracias.

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93 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostolico a Santiago de Compostela y Barcelona

93 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y BARCELONA

AUDIENCIA DEL 10 DE NOVIEMBRE DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y BARCELONA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero recordar con vosotros el viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona que tuve el gozo de realizar el sábado y domingo pasados. Fui allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no defrauda y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios a todos los hombres.

La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida pude experimentar el afecto que las gentes de España albergan hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y fervor. En este Año Santo Compostelano quise hacerme peregrino junto a quienes, en gran número, han acudido a ese célebre santuario. Pude visitar la «Casa del Apóstol Santiago el Mayor», el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que, en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, sin imputar a los hombres sus culpas.

En la imponente catedral de Compostela, al dar con emoción el tradicional abrazo al Santo, pensaba en que ese gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual, por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la buena nueva que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o someterla a otros intereses, y, por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.

Al ver el número de peregrinos presentes en la solemne santa misa que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba sobre el hecho de que lo que impulsa a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso, es el deseo de alcanzar la luz de Cristo, a la que anhelan en el fondo de su corazón, aunque a menudo no lo saben expresar bien con palabras. En los momentos de desconcierto, de búsqueda, de dificultad, así como en la aspiración a fortalecer la fe y a vivir de modo más coherente, los que peregrinan a Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí mismo la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas a donde el mal ya no tiene poder, a donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, provenientes de todas las partes del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades impregnadas de catolicismo.

En esa solemne Eucaristía, vivida por los numerosísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que quienes peregrinan a Santiago reciban el don de convertirse en verdaderos testigos de Cristo, que han redescubierto en las encrucijadas de los sugestivos caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que a lo largo de los siglos han recorrido el «Camino de Santiago», sigan manteniendo vivo el genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a las modas. Ese camino, entramado de sendas que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, ha sido y sigue siendo un lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más distintas proveniencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.

STG87.SANTIAGO DE COMPOSTELA, 06/11/2010.- El papa Benedicto XVI vestido de peregrino, una capa con la concha de vieira y la Cruz de Santiago, saluda a las personas congregadas en la plaza de la Quintata antes de cruzar la Puerta Santa de la Catedral de Santiago de Compostela. EFE/Lavandeira jr ***POOL***

Precisamente la fe en Cristo es lo que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, responda plenamente a su vocación y misión en el mundo. Por eso, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiando en su futuro de esperanza, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás continentes.

Después, el domingo, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré basílica menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medievo, que han marcado profundamente la historia y la fisonomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida —riquísima en simbología religiosa, preciosa en la trama de las formas, fascinante en el juego de las luces y de los colores— casi una inmensa escultura de piedra, fruto de la fe profunda, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el cielo, adonde Cristo entró para presentarse ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, ha sabido representar de modo admirable el misterio de la Iglesia, a la cual los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1 P 2, 5).

Gaudí concibió y proyectó la iglesia de la Sagrada Familia como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un canto de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente puso su genialidad al servicio de la belleza. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, así como las innovadoras técnicas arquitectónicas y escultóricas, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la cual estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de la construcción de esa iglesia, su vida quedó marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, al sentir la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cf. Ef 2, 22), fortaleciéndolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad con Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la ciudad un edificio digno de Dios y, por eso mismo, digno del hombre.

En Barcelona visité también la Obra del «Nen Déu», una iniciativa ultracentenaria, muy vinculada a esa archidiócesis, donde cuidan, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicional de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y muchos otros profesionales y voluntarios, que colaboran con dedicación encomiable en esa institución. También bendije la primera piedra de una nueva residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no sólo por lo que hace.

Mientras estaba en Barcelona oré intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a los que sufren, especialmente en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presentes, al mismo tiempo, a los jóvenes —que me acompañaron en toda la visita a Santiago y a Barcelona con su entusiasmo y su alegría— para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se hace para sostener el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que aumenta la grandeza del hombre y su inviolable dignidad, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.

Queridos amigos, doy gracias a Dios por los intensos días que viví en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al rey y a la reina de España, a los príncipes de Asturias y a todas las autoridades. Dirijo una vez más mi saludo agradecido y afectuoso a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, así como a cuantos se han prodigado generosamente a fin de que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuera fructuosa. ¡Fueron días inolvidables, que quedarán grabados en mi corazón! En particular, las dos celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición musical de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo él sabe hacer; que la santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando su camino con su protección. El año que viene, si Dios quiere, iré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada mundial de la juventud. Encomiendo desde ahora a vuestra oración esta próvida iniciativa, a fin de que sea ocasión de crecimiento en la fe para muchos jóvenes.

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Oración de San Ambrosio

ORACIÓN DE SAN AMBROSIO

Señor mío Jesucristo, me acerco a tu altar lleno de temor por mis pecados, pero también lleno de confianza porque estoy seguro de tu misericordia.

Tengo conciencia de que mis pecados son muchos y de que no he sabido dominar mi corazón y mi lengua. Por eso, Señor de bondad y de poder, con mis miserias y temores me acerco a Ti, fuente de misericordia y de perdón; vengo a refugiarme en Ti, que has dado la vida por salvarme, antes de que llegues como juez a pedirme cuentas.

Señor no me da vergüenza descubrirte a Ti mis llagas. Me dan miedo mis pecados, cuyo número y magnitud sólo Tú conoces; pero confío en tu infinita misericordia.

Señor mío Jesucristo, Rey eterno, Dios y hombre verdadero, mírame con amor, pues quisiste hacerte hombre para morir por nosotros. Escúchame, pues espero en Ti. Ten compasión de mis pecados y miserias, Tú que eres fuente inagotable de amor.

Te adoro, Señor, porque diste tu vida en la Cruz y te ofreciste en ella como Redentor por todos los hombres y especialmente por mi. Adoro Señor, la sangre preciosa que brotó de tus heridas y ha purificado al mundo de sus pecados.

Mira, Señor, a este pobre pecador, creado y redimido por Ti. Me arrepiento de mis pecados y propongo corregir sus consecuencias. Purifícame de todos mis maldades para que pueda recibir menos indignamente tu sagrada comunión. Que tu Cuerpo y tu Sangre me ayuden, Señor, a obtener de Ti el perdón de mis pecados y la satisfacción de mis culpas; me libren de mis malos pensamientos, renueven en mi los sentimientos santos, me impulsen a cumplir tu voluntad y me protejan en todo peligro de alma y cuerpo. Amén.

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91 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Catalina de Siena

91 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA CATALINA DE SIENA

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE NOVIEMBRE DE 2010

 

SANTA CATALINA DE SIENA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada vez más pleno.

Nació en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

Cuando se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

Catalina sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.

La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.

En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

Ilustra esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.

En torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.

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También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo en Cristo dulce Jesús».

Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario, carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).

Aquí podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia, como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (…) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

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90 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Juliana de Norwich

90 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JULIANA DE NORWICH

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE DICIEMBRE DE 2010

JULIANA DE NORWICH

Queridos hermanos y hermanas

Todavía recuerdo con gran alegría el viaje apostólico que realicé al Reino Unido el pasado mes de septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a numerosas figuras ilustres, que con su testimonio y sus enseñanzas embellecen la historia de la Iglesia. Una de estas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que quiero hablaros esta mañana.

Las noticias de las que disponemos sobre su vida —no muchas— están tomadas principalmente del libro en el cual esta mujer amable y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió de 1342 a 1430 aproximadamente, años tormentosos tanto para la Iglesia, desgarrada por el cisma que siguió al regreso del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Pero Dios, incluso en tiempos de tribulaciones, no cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

Como ella misma nos cuenta, en mayo de 1373, probablemente el 13 de ese mes, de improviso se vio afectada por una enfermedad gravísima que en tres días parecía que la llevaría a la muerte. Después de que el sacerdote —que acudió a su cabecera— le mostrara el crucifijo, Juliana no sólo recuperó prontamente la salud, sino que recibió las dieciséis revelaciones que sucesivamente puso por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue precisamente el Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. «¿Querrías saber qué quiso decir tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que él quería. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor… Así aprenderás que nuestro Señor significa amor» (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

Inspirada por el amor divino, Juliana hizo una opción radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir en una celda, situada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el nombre del santo al que estaba dedicada la iglesia cerca de la cual vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir «recluida», como se decía en sus tiempos. Pero no era la única que hizo esa opción: en aquellos siglos un número considerable de mujeres eligió este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas expresamente para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rieval. Las anacoretas o «reclusas», dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De ese modo, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, por la que la gente las veneraba. Hombres y mujeres de todas las edades y de toda condición, cuando necesitaban consejos y consuelo, las buscaban devotamente. Por tanto, no se trataba de una elección individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a quienes vivían entre dificultades en esta vida.

Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como lo confirma la autobiografía de otra fervorosa cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que acudió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. Por este motivo, cuando Juliana vivía, la llamaban «Madre Juliana», como está escrito en el monumento fúnebre que contiene sus restos mortales. Se había convertido en una madre para muchos.

Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta opción suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y las debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del cual se alejan, no posee y, con amabilidad, la comparten con quienes llaman a su puerta. Pienso, por tanto, con admiración y reconocimiento, en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, tesoro precioso para toda la Iglesia, especialmente a la hora de recordar el primado de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

Precisamente en la soledad habitada por Dios, Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de las que nos han llegado dos versiones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de que Dios nos ama y su Providencia nos protege. En él leemos estas estupendas palabras: «Vi con seguridad absoluta… que Dios aun antes de crearnos nos ha amado con un amor que nunca ha disminuido y que nunca se desvanecerá. Y con este amor él ha hecho todas sus obras, y con este amor él ha hecho que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y con este amor nuestra vida dura para siempre… En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin» (Il libro delle rivelazioni, cap. 86, p. 320).

Juliana de Norwich krouillong comunion en la mano sacrilegio revelaciones del amor divino

El tema del amor divino se repite a menudo en las visiones de Juliana de Norwich que, con cierta audacia, no duda en compararlo también con el amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios para con nosotros son tan grandes que, a nosotros, peregrinos en esta tierra, nos evocan el amor de una madre por sus hijos. En realidad, también los profetas bíblicos utilizaron a veces este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y tiene su culmen en la Encarnación del Hijo. Pero Dios supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor.

Quiero subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia católica refiere las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un tema que no cesa de constituir una provocación para todos los creyentes (cf. nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se han planteado esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza y a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, incluso del mal Dios sabe sacar un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: «Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe y, por tanto, debía creer perfectamente y con seguridad que todo iba a redundar en bien…» (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

Sí, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios siempre son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. «Y todo será bien», «todo será para bien»: este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

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89 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Verónica Giuliani

89 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA VERÓNICA GIULIANI

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE DICIEMBRE DE 2010

 

SANTA VERÓNICA GIULIANI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así como Mercatello —su pueblo natal— y la diócesis de Urbino, viven con alegría este acontecimiento.

Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; es la última de siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida monástica; le dan el nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su madre, y su padre se traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el punto de que a los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí recibe el nombre de Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto, llegará a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado. Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!» (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales pasados en el monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26 de mayo de 1839.

Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos, poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus experiencias.

Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero, la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.

El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo que sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como «expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.

En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, passim). Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotros no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo crucificado.

Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con él: «En un instante —escribe—, vi salir de sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo veía cómo esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me traspasó el corazón, de lado a lado… y los clavos me traspasaron las manos y los pies. Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).

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La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en «salvar la propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido «solidario», de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan siempre relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio sanctorum, aclara su entrega eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. «Los santos —escribe— están allá arriba mediante los méritos y la pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib., III, 203).

En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se hacen vida en ella.

Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31; cf. Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella la asimilación de este texto paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un hecho que se realiza en su propia persona: «Mi alma —escribe— se ha unido a la voluntad divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la voluntad de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de Dios y volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones ni criaturas ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en la vida y en la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV, 272). Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.

Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía —me susurra Cristo crucificado— me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que me acercara a su costado… Y me encontré entre los brazos de Cristo crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo te hice descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde ella fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).

Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de sufrimiento de Jesús crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para calentar nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver!». Gracias.

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88 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 22 de diciembre de 2010

88 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE DICIEMBRE DE 2010

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE DICIEMBRE DE 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta última audiencia antes de las festividades navideñas, nos acercamos, llenos de emoción y de estupor, al «lugar» donde para nosotros y para nuestra salvación comenzó todo, donde todo encontró cumplimiento, donde se encontraron y cruzaron las expectativas del mundo y del corazón humano con la presencia de Dios. Ya podemos saborear desde ahora la alegría por esa pequeña luz que se vislumbra, que desde la cueva de Belén comienza a irradiarse por el mundo. En el camino del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, hemos sido acompañados a acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran acontecimiento de la venida del Salvador y a contemplar llenos de admiración su entrada en el mundo.

La espera gozosa, característica de los días que preceden la santa Navidad, ciertamente es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Encontramos esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en aquellos que fueron los primeros en acoger la venida del Mesías: Zacarías e Isabel, los pastores, el pueblo sencillo y especialmente, María y José, quienes experimentaron en primera persona la conmoción, pero sobre todo la alegría por el misterio de ese nacimiento. Todo el Antiguo Testamento constituye una única gran promesa, que debía cumplirse con la venida de un salvador poderoso. Nos da testimonio de ello en particular el libro del profeta Isaías, el cual nos habla del sufrimiento de la historia y de toda la creación por una redención destinada a dar nuevas energías y nueva orientación al mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las Sagradas Escrituras, encuentra espacio y significado, a lo largo de los siglos, también nuestra espera, la que en estos días estamos experimentando y la que nos mantiene despiertos durante todo el camino de nuestra vida. En efecto, toda la existencia humana está animada por este profundo sentimiento, por el deseo de que lo más verdadero, lo más bello y lo más grande que hemos vislumbrado e intuido con la mente y el corazón, nos salga al encuentro y ante nuestros ojos se haga concreto y nos vuelva a levantar.

«Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Antífona de entrada, santa misa del 21 de diciembre). En estos días repetimos con frecuencia estas palabras. En el tiempo de la liturgia, que actualiza el Misterio, ya está a las puertas Aquel que viene a salvarnos del pecado y de la muerte, Aquel que, después de la desobediencia de Adán y Eva, nos abraza de nuevo y nos abre de par en par el acceso a la vida verdadera. Lo explica san Ireneo, en su tratado «Contra las herejías», cuando afirma: «El Hijo mismo de Dios entró “en una carne semejante a la del pecado” (Rm8, 3) para condenar el pecado, y, una vez condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al hombre a ser semejante a él, lo hizo imitador de Dios, lo puso en el camino que indicó el Padre a fin de que pudiera ver a Dios, y le dio como don al Padre mismo» (III, 20, 2-3).

Se nos presentan algunas de las ideas preferidas de san Ireneo: Dios con el Niño Jesús nos llama a ser semejantes a él. Vemos cómo es Dios. Y así nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y debemos imitarlo. Dios se ha donado, Dios se ha dado en nuestras manos. Debemos imitar a Dios. Y, por último, la idea de que así podemos ver a Dios. Una idea central de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así está en la oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así comienza a ver la verdad, así comienza a vivir.

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El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad. Con su venida entre nosotros Dios nos indica y nos asigna también una tarea: precisamente la de ser semejantes a él y tender a la verdadera vida, la de llegar a la visión de Dios, en el rostro de Cristo. Afirma también san Ireneo: «El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio como “signo” de nuestra salvación a Aquel que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (ib.). También aquí tenemos una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su bondad y por su infinita misericordia.

En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo. Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre desprevenidos, empeñados sólo en embellecer la realidad exterior. Que el cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es contrario a esta venida: pensamientos, palabras, actitudes y acciones, espoleándonos a hacer el bien y a contribuir a realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a caminar así hacia el encuentro con el Señor.

El belén es un signo característico del tiempo navideño. También en la plaza de San Pedro, como es tradición, ya casi está listo e idealmente se asoma a Roma y a todo el mundo, representando la belleza del Misterio del Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros (cf. Jn 1, 14). El belén es expresión de nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros, que Cristo se acerca a nosotros, pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque permanece viva y, más aún, se renueva la tradición de preparar el belén en las casas, en los ambientes de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este genuino testimonio de fe cristiana ofrezca también hoy a todos los hombres de buena voluntad un sugestivo icono del amor infinito del Padre hacia todos nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos se sorprendan de nuevo frente a él.

Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a vivir el Misterio de la Navidad con renovada gratitud al Señor. Que en medio de la actividad frenética de nuestros días, este tiempo nos dé un poco de calma y de alegría, y nos haga palpar la bondad de nuestro Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nueva valentía y nueva luz a nuestro camino. Este es mi deseo para una santa y feliz Navidad: lo dirijo con afecto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, en particular a los enfermos y a los que sufren, así como a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

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92 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Juliana de Cornillon

92 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA JULIANA DE CORNILLON

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE NOVIEMBRE DE 2010

SANTA JULIANA DE CORNILLON

Queridos hermanos y hermanas:

También esta mañana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida, pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Christi. Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Tenemos algunos datos acerca de su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en la que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la santa.

Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico». Allí, antes que Juliana, teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras de caridad.

Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.

Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja, rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.

Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios, siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral.

Santa Juliana de Mont Cornillon krouillong comunion en la mano sacrilegio

A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependía su monasterio. Entonces, por su propia voluntad, Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compañeras y durante diez años, de 1248 a 1258, fue huésped en varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenía palabras de crítica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un último impulso de amor a Jesús Eucaristía, a quien siempre había amado, honrado y adorado.

La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».

El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.

Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento. Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera eucarística» se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana. El venerable Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que «en muchos lugares (…) la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282).

Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección. Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.

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87 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Catalina de Bolonia

87 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA CATALINA DE BOLONIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE DICIEMBRE DE 2010

 

SANTA CATALINA DE BOLONIA

Queridos hermanos y hermanas:

En una reciente catequesis hablé de santa Catalina de Siena. Hoy quiero presentaros a otra santa, menos conocida, que lleva el mismo nombre: santa Catalina de Bolonia, mujer de vasta cultura, pero muy humilde; dedicada a la oración, aunque siempre dispuesta a servir; generosa en el sacrificio, pero llena de alegría a la hora de aceptar con Cristo la cruz.

Nace en Bolonia el 8 de septiembre de 1413, primogénita de Benvenuta Mammolini y de Giovanni de Vigri, rico y culto patricio de Ferrara, doctor en derecho y lector público en Padua, donde desempeñaba actividad diplomática para Nicolás III d’Este, marqués de Ferrara. Las noticias sobre la infancia y la niñez de Catalina son escasas y no todas son seguras. De niña vive en Bolonia, en casa de sus abuelos; allí la educan los familiares, sobre todo su madre, mujer de gran fe. Se traslada con ella a Ferrara cuando tenía cerca de diez años y entra en la corte de Nicolás III d’Este como dama de honor de Margarita, hija natural de Nicolás. El marqués está transformando Ferrara en una espléndida ciudad, llamando a artistas y literatos de varios países. Promueve la cultura y, aunque lleve una vida privada poco ejemplar, cuida mucho el bien espiritual, la conducta moral y la educación de sus súbditos.

En Ferrara, Catalina no se deja influir por los aspectos negativos que conllevaba a menudo la vida de corte; goza de la amistad de Margarita y se convierte en su confidente; enriquece su cultura: estudia música, pintura y danza; aprende a escribir poesías y composiciones literarias, y a tocar la viola; se hace experta en el arte de la miniatura y de la copia; perfecciona el estudio del latín. En su futura vida monástica valorizará mucho el patrimonio cultural y artístico adquirido en estos años. Aprende con facilidad, con pasión y con tenacidad; muestra gran prudencia, singular modestia, gracia y amabilidad en el comportamiento. En cualquier caso, una nota la distingue de modo absolutamente claro: su espíritu constantemente dirigido a las cosas del cielo. En 1427, a sólo catorce años, entre otras razones como consecuencia de algunos acontecimientos familiares, Catalina decide dejar la corte, para unirse a un grupo de mujeres jóvenes provenientes de familias nobles que hacían vida común, consagrándose a Dios. Su madre, con fe, da su consentimiento, aunque tenía otros proyectos para ella.

No conocemos el camino espiritual de Catalina antes de esta decisión. Hablando en tercera persona, afirma que ha entrado al servicio de Dios «iluminada por la gracia divina (…) con recta conciencia y gran fervor», solícita día y noche en la santa oración, esforzándose por conquistar todas las virtudes que veía en los demás, «no por envidia, sino para agradar más a Dios, en quien había puesto todo su amor» (Le sette armi spirituali, VII, 8, Bolonia 1998, p. 12). Sus progresos espirituales en esta nueva fase de la vida son notables, pero también son grandes y terribles sus pruebas, sus sufrimientos interiores, sobre todo las tentaciones del demonio. Atraviesa una profunda crisis espiritual hasta el umbral de la desesperación (cf. ib., VII, pp. 12-29). Vive en la noche del espíritu, asaltada también por la tentación de la incredulidad respecto a la Eucaristía. Después de sufrir mucho, el Señor la consuela: en una visión le da el conocimiento claro de la presencia real eucarística, un conocimiento tan luminoso que Catalina no logra expresarlo con las palabras (cf. ib., VIII, 2, pp. 42-46). En el mismo período una prueba dolorosa se abate sobre la comunidad: surgen tensiones entre quienes quieren seguir la espiritualidad agustiniana y quienes se orientan más hacia la espiritualidad franciscana.

Entre 1429 y 1430 la responsable del grupo, Lucia Mascheroni, decide fundar un monasterio agustiniano. Catalina, en cambio, con otras, elige vincularse a la regla de santa Clara de Asís. Es un don de la Providencia, porque la comunidad habita cerca de la iglesia del Espíritu Santo anexa al convento de los Frailes Menores que se han adherido al movimiento de la Observancia. Así Catalina y sus compañeras pueden participar regularmente en las celebraciones litúrgicas y recibir una asistencia espiritual adecuada. También tienen la alegría de escuchar la predicación de san Bernardino de Siena (cf. ib., VII, 62, p. 26). Catalina narra que, en 1429 —tercer año desde su conversión— va a confesarse con uno de los Frailes Menores que estima, hace una buena confesión y pide intensamente al Señor que le conceda el perdón de todos los pecados y de la pena unida a ellos. Dios le revela en una visión que le ha perdonado todo. Es una experiencia muy fuerte de la misericordia divina, que la marca para siempre, dándole nuevo impulso para responder con generosidad al inmenso amor de Dios (cf. ib., ix, 2, pp. 46-48).

En 1431 tiene una visión del juicio final. La estremecedora escena de los condenados la impulsa a intensificar oraciones y penitencias por la salvación de los pecadores. El demonio sigue atacándola y ella se encomienda de modo cada vez más total al Señor y a la Virgen María (cf. ib., x, 3, pp. 53-54). En sus escritos, Catalina nos deja algunas anotaciones esenciales de esta misteriosa batalla, de la que sale vencedora con la gracia de Dios. Lo hace para instruir a sus hermanas y a quienes deseen encaminarse por la senda de la perfección: quiere poner en guardia ante las tentaciones del demonio, que a menudo se esconde bajo apariencias engañosas, para luego insinuar dudas de fe, incertidumbres vocacionales y sensualidad.

En el tratado autobiográfico y didascálico, Las siete armas espirituales, Catalina ofrece, al respecto, enseñanzas de gran sabiduría y de profundo discernimiento. Habla en tercera persona al referir las gracias extraordinarias que el Señor le da y en primera persona al confesar sus pecados. Su escrito refleja la pureza de su fe en Dios, la profunda humildad, la sencillez de corazón, el ardor misionero, el celo por la salvación de las almas. Identifica siete armas en la lucha contra el mal, contra el diablo: 1. tener cuidado y solicitud en obrar siempre el bien; 2. creer que nosotros solos nunca podremos hacer algo verdaderamente bueno; 3. confiar en Dios y, por amor a él, no temer nunca la batalla contra el mal, tanto en el mundo como en nosotros mismos; 4. meditar a menudo los hechos y las palabras de la vida de Jesús, sobre todo su pasión y muerte; 5. recordar que debemos morir; 6. tener fija en la mente la memoria de los bienes del Paraíso; 7. tener familiaridad con la Santa Escritura, llevándola siempre en el corazón para que oriente todos nuestros pensamientos y acciones. ¡Un buen programa de vida espiritual, también hoy, para cada uno de nosotros!

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En el convento, Catalina, a pesar de que estaba acostumbrada a la corte de Ferrara, se ocupa de lavar, coser, hacer pan y cuidar de los animales. Todo, incluso los servicios más humildes, lo hace con amor y con obediencia pronta, dando a sus hermanas un testimonio luminoso. En efecto, ella ve en la desobediencia el orgullo espiritual que destruye cualquier otra virtud. Por obediencia acepta el cargo de maestra de novicias, pese a que se considere incapaz de desempeñar esta responsabilidad, y Dios sigue animándola con su presencia y sus dones: de hecho, es una maestra sabia y apreciada.

Más tarde le encomiendan el servicio del locutorio. Le cuesta mucho interrumpir a menudo la oración para responder a las personas que se presentan a la reja del monasterio, pero tampoco esta vez el Señor deja de visitarla y de estar cerca. Con ella el monasterio es cada vez más un lugar de oración, de ofrenda, de silencio, de esfuerzo y de alegría. A la muerte de la abadesa, los superiores piensan inmediatamente en ella, pero Catalina los impulsa a dirigirse a las Clarisas de Mantua, más instruidas en las Constituciones y en las observancias religiosas. Sin embargo, pocos años después, en 1456, piden a su monasterio que haga una nueva fundación en Bolonia. Catalina preferiría terminar sus días en Ferrara, pero el Señor se le aparece y la exhorta a cumplir la voluntad de Dios yendo a Bolonia como abadesa. Se prepara al nuevo compromiso con ayunos, disciplinas y penitencias. Va a Bolonia con dieciocho hermanas. Como superiora es la primera en la oración y en el servicio; vive en profunda humildad y pobreza. Cuando termina el trienio de abadesa es feliz de que la sustituyan, pero al cabo de un año debe retomar sus funciones, porque la nueva elegida se ha quedado ciega. Aunque sufre y la atormentan graves enfermedades, presta su servicio con generosidad y entrega.

A lo largo de un año más exhorta a sus hermanas a la vida evangélica, a la paciencia y a la constancia en las pruebas, al amor fraterno, a la unión con el Esposo divino, Jesús, a fin de preparar así la propia dote para las nupcias eternas. Una dote que Catalina ve en saber compartir los sufrimientos de Cristo, afrontando con serenidad necesidades, angustias, desprecio, incomprensión (cf. Le sette armi spirituali, X, 20, pp. 57-58). A comienzos de 1463 sus enfermedades se agravan; reúne a las hermanas por última vez en el capítulo, para anunciarles su muerte y recomendar la observancia de la Regla. Hacia finales de febrero padece fuertes sufrimientos que ya no la abandonarán, pero es ella quien consuela a las hermanas en el dolor, asegurándoles su ayuda también desde el cielo. Después de recibir los últimos sacramentos, entrega a su confesor el escrito Las siete armas espirituales y entra en agonía; su rostro se embellece y se ilumina; mira de nuevo con amor a cuantas la rodean y expira dulcemente, pronunciando tres veces el nombre de Jesús: es el 9 de marzo de 1463 (cf. I. Bembo, Specchio di illuminazione. Vita di S. Caterina a Bologna, Florencia 2001, cap. III). Catalina es canonizada por el Papa Clemente XI el 22 de mayo de 1712. La ciudad de Bolonia, en la capilla del monasterio del Corpus Domini, conserva su cuerpo incorrupto.

Queridos amigos, santa Catalina de Bolonia, con sus palabras y su vida, es una fuerte invitación a dejarnos guiar siempre por Dios, a cumplir diariamente su voluntad, aunque a menudo no coincida con nuestros proyectos, a confiar en su Providencia que nunca nos deja solos. Desde esta perspectiva, santa Catalina habla con nosotros. A pesar de que han pasado muchos siglos, es muy moderna y habla a nuestra vida. Como nosotros sufre la tentación, sufre las tentaciones de la incredulidad, de la sensualidad, de un combate difícil, espiritual. Se siente abandonada por Dios, se encuentra en la oscuridad de la fe. Pero en todas estas situaciones se agarra siempre a la mano del Señor, no lo deja, no lo abandona. Y avanzando de la mano del Señor, va por el camino correcto y encuentra la senda de la luz. Así, nos dice también a nosotros: ánimo, incluso en la noche de la fe, incluso entre tantas dudas que podemos tener, no dejes la mano del Señor, camina de su mano, cree en la bondad de Dios; ¡esto es ir por el camino correcto! Y quiero subrayar otro aspecto, el de su gran humildad: es una persona que no quiere ser alguien o algo; no quiere sobresalir; no quiere gobernar. Quiere servir, hacer la voluntad de Dios, estar al servicio de los demás. Precisamente por esto Catalina era creíble en la autoridad, porque se podía ver que para ella la autoridad era exactamente servir a los demás. Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra santa, el don de realizar el proyecto que él tiene para nosotros, con valentía y generosidad, para que sólo él sea la roca firme sobre la cual se edifica nuestra vida. Gracias.

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84 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristianos unidos ante los desafíos de la cultura y de la economía

84 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE ENERO DE 2009

CRISTIANOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado comenzó la “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, que concluirá el domingo próximo, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Se trata de una iniciativa espiritual preciosa, que se está difundiendo cada vez más entre los cristianos, en sintonía y, podríamos decir, en respuesta a la apremiante invocación que Jesús dirigió al Padre en el Cenáculo, antes de su Pasión: “Que sean una sola cosa, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Durante esta oración sacerdotal, el Señor, en cuatro ocasiones, pide a sus discípulos que sean “una sola cosa”, según la imagen de la unidad entre el Padre y el Hijo. Se trata de una unidad que sólo puede crecer siguiendo el ejemplo de la entrega del Hijo al Padre, es decir, saliendo de sí y uniéndose a Cristo. Además, por dos veces, en esta oración Jesús añade como fin de esta unidad: para que el mundo crea. Por tanto, la unidad plena está conectada con la vida y la misión misma de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe vivir una unidad que sólo puede derivar de su unidad con Cristo, con su trascendencia, como signo de que Cristo es la verdad. Esta es nuestra responsabilidad: que sea visible en el mundo el don de una unidad en virtud de la cual se haga creíble nuestra fe. Por esto es importante que cada comunidad cristiana tome conciencia de la urgencia de trabajar de todas las formas posibles para llegar a este gran objetivo. Al mismo tiempo, es importante implorarla con oración constante y confiada, sabiendo que la unidad es ante todo “don” del Señor. Sólo saliendo de nosotros mismos y yendo hacia Cristo, sólo en la relación con él podemos llegar a estar realmente unidos entre nosotros. Esta es la invitación que, con la presente “Semana”, se nos dirige a los creyentes en Cristo de toda Iglesia y Comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, respondamos a esta invitación con generosidad diligente.

Este año la “Semana de oración por la unidad” propone a nuestra meditación y oración estas palabras tomadas del libro del profeta Ezequiel: “Que formen una sola cosa en tu mano” (37, 17). El tema ha sido elegido por un grupo ecuménico de Corea, y revisado después para su divulgación internacional por el Comité mixto de oración, formado por representantes del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y por el Consejo mundial de Iglesias de Ginebra. El mismo proceso de preparación ha sido un estimulante y fecundo ejercicio de auténtico ecumenismo.

En el pasaje del libro del profeta Ezequiel del que se ha sacado el tema, el Señor ordena al profeta que tome dos maderas, una como símbolo de Judá y sus tribus y la otra como símbolo de José y de toda la casa de Israel unida a él, y les pide que las “acerque”, de modo que formen una sola madera, “una sola cosa” en su mano. Es transparente la parábola de la unidad. A los “hijos del pueblo”, que pedirán explicación, Ezequiel, iluminado desde lo Alto, dirá que el Señor mismo toma las dos maderas y las acerca, de forma que los dos reinos con sus tribus respectivas, divididas entre sí, lleguen a ser “una sola cosa en su mano”. La mano del profeta, que acerca los dos leños, se considera como la mano misma de Dios que reúne y unifica a su pueblo y, finalmente, a la humanidad entera. Las palabras del profeta las podemos aplicar a los cristianos como una exhortación a rezar, a trabajar haciendo todo lo posible para que se realice la unidad de todos los discípulos de Cristo; a trabajar para que nuestra mano sea instrumento de la mano unificadora de Dios.

Esta exhortación resulta particularmente conmovedora y apremiante en las palabras de Jesús después de la última Cena. El Señor desea que todo su pueblo camine —y ve en él a la Iglesia del futuro, de los siglos futuros— con paciencia y perseverancia hacia la realización de la unidad plena. Este empeño que comporta la adhesión humilde y obediencia dócil al mandato del Señor, que lo bendice y lo hace fecundo. El profeta Ezequiel nos asegura que será precisamente él, nuestro único Señor, el único Dios, quien nos tome en “su mano”.

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En la segunda parte de la lectura bíblica se profundizan el significado y las condiciones de la unidad de las distintas tribus en un solo reino. En la dispersión entre los gentiles, los israelitas habían conocido cultos erróneos, habían asimilado concepciones de vida equivocadas, habían asumido costumbres ajenas a la ley divina. Ahora el Señor declara que ya no se contaminarán más con los ídolos de los pueblos paganos, con sus abominaciones, con todas sus iniquidades (cf. Ez 37, 23). Reclama la necesidad de liberarlos del pecado, de purificar su corazón. “Los libraré de todas sus rebeldías —afirma—, los purificaré”. Y así “serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez37, 23). En esta condición de renovación interior, ellos “seguirán mis mandamientos, observarán mis leyes y las pondrán en práctica”. Y el texto profético se concluye con la promesa definitiva y plenamente salvífica: “Haré con ellos una alianza de paz… pondré mi santuario, es decir, mi presencia, en medio de ellos” (Ez 37, 26).

La visión de Ezequiel es particularmente elocuente para todo el movimiento ecuménico, porque pone en claro la exigencia imprescindible de una renovación interior auténtica en todos los componentes del pueblo de Dios que sólo el Señor puede realizar. A esta renovación debemos estar abiertos también nosotros, porque también nosotros, desperdigados entre los pueblos del mundo, hemos aprendido costumbres muy alejadas de la Palabra de Dios. “Así como hoy la renovación de la Iglesia —se lee en el decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II— consiste esencialmente en el crecimiento de la fidelidad a su vocación, esta es sin duda la razón del movimiento hacia la unidad” (Unitatis redintegratio, 6), es decir, la mayor fidelidad a la vocación de Dios. El decreto subraya también la dimensión interior de la conversión del corazón. “El ecumenismo verdadero —añade— no existe sin la conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y del ejercicio pleno de la caridad (ib., 7). La “Semana de oración por la unidad” se convierte, de esta forma, para todos nosotros en estímulo a una conversión sincera y a una escucha cada vez más dócil a la Palabra de Dios, a una fe cada vez más profunda.

La “Semana” es también una ocasión propicia para agradecer al Señor por cuanto nos ha concedido hacer hasta ahora “para acercar” unos a otros, los cristianos divididos, y las propias Iglesias y Comunidades eclesiales. Este espíritu ha animado a la Iglesia católica, la cual, durante el año pasado, ha proseguido, con firme convicción y segura esperanza, manteniendo relaciones fraternas y respetuosas con todas las Iglesias y Comunidades eclesiales de Oriente y Occidente. En la variedad de las situaciones, a veces más positivas y a veces con más dificultades, se ha esforzado por no decaer nunca en el empeño de realizar todos los esfuerzos para la recomposición de la unidad plena. Las relaciones entre las Iglesias y los diálogos teológicos han seguido dando signos de convergencias espirituales alentadoras. Yo mismo he tenido la alegría de encontrar, aquí en el Vaticano y en el curso de mis viajes apostólicos, a cristianos procedentes de todos los horizontes. Con gran alegría acogí en tres ocasiones al Patriarca ecuménico Su Santidad Bartolomé I y, como acontecimiento extraordinario, le oímos tomar la palabra, con calor eclesial fraterno y con confianza convencida en el porvenir, durante la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos. Tuve el placer de recibir a los dos Catholicós de la Iglesia apostólica armenia: Su Santidad Karekin II de Etchmiadzin y Su Santidad Aram Ide Antelias. Y, finalmente, he compartido el dolor del Patriarcado de Moscú por la partida del amado hermano en Cristo, el Patriarca Su Santidad Alexis II, y continúo permaneciendo en comunión de oración con estos hermanos nuestros que se preparan para elegir al nuevo Patriarca de la venerada y gran Iglesia ortodoxa. Igualmente, tuve ocasión de encontrar a representantes de las diversas Comuniones cristianas de Occidente, con los que prosigue el diálogo sobre el importante testimonio que los cristianos deben dar hoy de forma concorde, en un mundo cada vez más dividido y que se encuentra ante numerosos desafíos de carácter cultural, social, económico y ético. De esto y de tantos otros encuentros, diálogos y gestos de fraternidad que el Señor nos ha permitido poder realizar, démosle gracias juntos con alegría.

Queridos hermanos y hermanas, aprovechemos la oportunidad que la “Semana de oración por la unidad de los cristianos” nos ofrece para pedir al Señor que prosigan y, si es posible, se intensifiquen el compromiso y el diálogo ecuménico. En el contexto del Año paulino, que conmemora el bimilenario del nacimiento de san Pablo, no podemos no referirnos también a cuanto el apóstol san Pablo nos dejó escrito a propósito de la unidad de la Iglesia. Cada miércoles voy dedicando mi reflexión a sus cartas y a su preciosa enseñanza. Retomo aquí sencillamente cuanto escribió dirigiéndose a la comunidad de Éfeso: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 4-5). Hagamos nuestro el anhelo de san Pablo, que consumó enteramente su vida por el único Señor y por la unidad de su Cuerpo místico, la Iglesia, dando, con el martirio, un testimonio supremo de fidelidad y de amor a Cristo.

Que cada comunidad, siguiendo su ejemplo y contando con su intercesión, crezca en el empeño de la unidad, gracias a las diversas iniciativas espirituales y pastorales y a las asambleas de oración común, que suelen hacerse más numerosas e intensas en esta “Semana”, haciéndonos ya pregustar, en cierto modo, el día de la unidad plena. Oremos para que entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales continúe el diálogo de la verdad, indispensable para dirimir las divergencias, y el de la caridad, que condiciona el diálogo teológico mismo y ayuda a vivir unidos para un testimonio común. El deseo que habita en nuestros corazones es que llegue pronto el día de la comunión plena, cuando todos los discípulos del único Señor nuestro podrán finalmente celebrar juntos la Eucaristía, el sacrificio divino para la vida y la salvación del mundo. Invocamos la intercesión maternal de María para que ayude a todos los cristianos a cultivar una escucha más atenta de la Palabra de Dios y una oración más intensa por la unidad.

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