88 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Hilario de Poitiers

88 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN HILARIO DE POITIERS

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE OCTUBRE DE 2007

San Hilario de Poitiers

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad.

No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida de san Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una sólida formación literaria, que se puede apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que lo llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, que murió para darnos la vida eterna.

Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno a los años 353-354. En los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el “sínodo de los falsos apóstoles”, como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos “falsos apóstoles” pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo de Poitiers. De este modo, san Hilario se vio obligado a abandonar la Galia en el verano del año 356.

Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró en contacto con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin descanso por el restablecimiento de la unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el concilio de Nicea. Con este objetivo emprendió la redacción de su obra dogmática más importante y conocida: el De Trinitate (“Sobre la Trinidad”).

En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y se esfuerza por demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos insiste en la verdad de los nombres de Padre y de Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del bautismo que nos dio el Señor mismo:  “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas:  algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros en cambio subrayan su humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre; otros toman en cuenta el estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.

En los años de su destierro, san Hilario escribió también el Libro de los Sínodos, en el que reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia las confesiones de fe y otros documentos de los sínodos reunidos en Oriente a mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban confesar que el Hijo era semejante al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad. También me parece característico su espíritu de conciliación:  trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con gran inteligencia teológica, les ayuda a alcanzar la plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.

En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del destierro a su patria e inmediatamente reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de la misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers. Esa era precisamente una característica peculiar de San Hilario:  el arte de conjugar la firmeza en la fe con la bondad en la relación interpersonal.

En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los salmos, un comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la introducción de la obra:  “No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico, de manera que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo se refiera al conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y potencia de nuestra resurrección” (Instructio Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta transparencia del misterio de Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se encontró con san Martín:  precisamente cerca de Poitiers el futuro obispo de Tours fundó un monasterio, que todavía hoy existe. San Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX lo proclamó doctor de la Iglesia.

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Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el punto de partida de la reflexión teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate, escribe:  Jesús “mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue hecho (1 Co 8, 6), y un solo Espíritu (Ef 4, 4), don en todos. (…) No puede encontrarse nada que falte a una plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la alegría en el Don” (De Trinitate 2, 1).

Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al Hijo. Considero particularmente bella esta formulación de san Hilario:  “Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no” (ib. 9, 61).
Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución alguna:  “Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo” (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, “se hizo la carne de todos nosotros” (Tractatus in Psalmos 54, 9); “asumió en sí la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de todo sarmiento” (ib. 51, 16).

Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a todos —porque él ha atraído a todos hacia su humanidad—, aunque siempre se requiera la conversión personal:  “A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ef 4, 22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2, 14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan, para ser sepultados con él en su bautismo, con vistas a la vida (cf. Col 1, 12; Rm 6, 4)” (ib. 91, 9).

La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro:  la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios.

Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte también en oración nuestra:  “Haz, Señor —reza san Hilario, con gran inspiración— que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito. Amén” (De Trinitate 12, 57).

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87 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Eusebio de Vercelli

87 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN EUSEBIO DE VERCELLI

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE OCTUBRE DE 2007

San Eusebio de Vercelli

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector:  así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.

La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos venerados por la Iglesia como santos.

Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por elCredo de Nicea “de la misma naturaleza del Padre”. Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana del emperador.

Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política:  quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la política.

Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de Occidente:  como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis, Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya autenticidad se reconoce.

San Eusebio de Vercelli krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar posesión de su sede.

En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis “a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe” (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.

Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia) y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.

Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden “también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem 14:  Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil:  estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses “la descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando  incluso a sus propios conciudadanos”.

En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san Eusebio:  “Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente ser elegido por toda la Iglesia”. La admiración de san Ambrosio por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida:  “Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia”. De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.

El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la “observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad”. El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb13, 14). Así construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los ciudadanos de Vercelli.

De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Ese “rasgo” monástico, más bien, confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia “están en el mundo” (Jn 17, 11), pero no son “del mundo”. Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.

Esta “reserva escatológica” permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no se cansa de “recomendar encarecidamente” a sus fieles que “conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la oración” (Ep. Secunda, cit.).
Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta:  “Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que (…) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor” (ib.).

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86 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Ambrosio

86 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN AMBROSIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE OCTUBRE DE 2007

San Ambrosio

Queridos hermanos y hermanas:

El santo obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama, con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. “Nosotros veíamos que se movían sus labios”, atestigua Paulino, el diácono fiel que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, “pero no escuchábamos su voz”. En un momento determinado pareció que llegaba su fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía:  “Levántate pronto. Ambrosio está a punto de morir”. Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— “y le ofreció al santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles” (Vida 47).

En aquel Viernes santo del año 397 los brazos abiertos de san Ambrosio moribundo manifestaban su participación mística en la muerte y la resurrección del Señor. Esa era su última catequesis:  en el silencio de las palabras seguía hablando con el testimonio de la vida.

an Ambrosio no era anciano cuando murió. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 en Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica. Hacia el año 370 fue enviado a gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí se libraba con gran ardor la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. San Ambrosio intervino para pacificar a las dos facciones enfrentadas, y actuó con tal autoridad que, a pesar de ser solamente un catecúmeno, fue aclamado por el pueblo obispo de Milán.

Hasta ese momento, san Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en el norte de Italia. Muy bien preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con empeño. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la “escuela de Alejandría”. De este modo, san Ambrosio introdujo en el ambiente latino la meditación de las Escrituras iniciada por Orígenes, impulsando en Occidente la práctica de la lectio divina. El método de la lectio llegó a guiar toda la predicación y los escritos de san Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la palabra de Dios.

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Un célebre exordio de una catequesis ambrosiana muestra admirablemente la manera como el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana:  “Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral —dice el santo obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que vosotros, formados e instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos” (Los misterios 1, 1).

En otras palabras, según el Obispo, los neófitos y los catecúmenos, después de aprender el arte de vivir rectamente, ya podían considerarse preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de san Ambrosio, que representa el núcleo fundamental de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los Libros sagrados (“Los Patriarcas”, es decir, los Libros históricos; y “Los Proverbios”, o sea, los Libros sapienciales) para vivir de acuerdo con la Revelación divina.

Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano, escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión, no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta san Agustín, “el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su obispo”. Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual prosigue:  “Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la ciudad” (Confesiones 9, 7).

De la vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum:  “Todos los clérigos —dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la cita de san Agustín— “predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan en su interior””. Precisamente de san Ambrosio había aprendido esta “escucha en su interior”, esta asiduidad en la lectura de la sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el corazón y asimilar la palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de “icono patrístico” que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente “el corazón” de la doctrina de san Ambrosio. En el sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán, siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.

Aquí san Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (cf.Confesiones 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura “a flor de labios”, en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de la palabra de Dios —este es el “icono” del que hablamos—, se puede entrever el método de la catequesis de san Ambrosio:  la Escritura misma, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a los corazones a la conversión.

Así, según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de payaso, que recita un papel “por oficio”. Más bien, con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

Al igual que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de repetir:  “Omnia Christus est nobis“, “Cristo lo es todo para nosotros”— es un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra catequesis:  “Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz. (…) Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bienaventurado el hombre que espera en él” (De virginitate 16, 99). También nosotros esperamos en Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.

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85 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Máximo de Turín

85 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN MÁXIMO DE TURÍN

AUDIENCIA GENERAL DEL 31 DE OCTUBRE DE 2007

San Máximo de Turín

Queridos hermanos y hermanas:

Entre finales del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación del cristianismo en el norte de Italia: se trata de san Máximo, que era obispo de Turín en el año 398, un año después de la muerte de san Ambrosio. Tenemos muy pocas noticias de él; pero, en compensación, ha llegado hasta nosotros una colección de cerca de noventa Sermones. En ellos se puede constatar la profunda y vital relación del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio episcopal de san Ambrosio y el de san Máximo.

En aquel tiempo, fuertes tensiones turbaban la convivencia civil ordenada. En este contexto, san Máximo logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por diversos grupos de bárbaros que, tras penetrar por las fronteras orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por esto, Turín estaba constantemente protegida por guarniciones militares; y en los momentos críticos se convertía en el refugio de las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos que carecían de protección.

Las intervenciones de san Máximo, ante esta situación, manifiestan el compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque resulta difícil determinar la composición social de los destinatarios de los Sermones, parece que la predicación de san Máximo, para no quedarse en generalidades, se dirigía específicamente a un núcleo selecto de la comunidad cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión pastoral del Obispo, que concibió esta predicación como el camino más eficaz para mantener y reforzar su vinculación con el pueblo.

Para ilustrar, desde esta perspectiva, el ministerio de san Máximo en su ciudad, quiero presentar como ejemplo los Sermones 17 y 18, dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas. También en este ámbito existían fuertes tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. “Uno no piensa en las necesidades del otro —constata amargamente el Obispo en su Sermón número 17—. En efecto, muchos cristianos no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que incluso roban lo de los demás. No sólo no llevan a los pies de los apóstoles el dinero que han recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda”. Y concluye: “En nuestra ciudad hay muchos huéspedes o peregrinos. Haced lo que habéis prometido” al aceptar la fe, “para que no se diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: “No habéis mentido a los hombres, sino a Dios”” (Sermón 17, 2-3).

San Maximo de Turin krouillong comunion en la mano sacrilegio

En el Sermón sucesivo, el número 18, san Máximo critica las formas comunes de aprovechamiento de las desgracias ajenas. “Dime, cristiano —exhorta el Obispo a sus fieles—; dime, ¿por qué te has apoderado de la presa abandonada por los ladrones? ¿Por qué has introducido en tu casa una “ganancia”, como piensas tú mismo, desgarrada y contaminada?”. “Tal vez —añade— dices que la has comprado y por esto crees que evitas la acusación de avaricia. Pero de este modo lo que se compra no corresponde a lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha sido robado en un saqueo. (…) Así pues, el que compra para restituir se comporta como cristiano y como ciudadano” (Sermón 18, 3).

Sin hacerlo de modo muy notorio, san Máximo llegó a predicar una relación profunda entre los deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa también asumir los compromisos civiles; y, por el contrario, el cristiano que, “aun pudiendo vivir de su trabajo, arrebata la presa del otro con el furor de las fieras”, o “acecha a su vecino, tratando de arañar cada día parte de sus confines, de adueñarse de sus productos”, ni siquiera le parece semejante a la zorra que degüella las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos (Sermón 41, 4).

Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por san Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios históricos que se produjeron en la relación entre el Obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los cristianos que contribuyeran al rescate de los prisioneros, san Máximo, al derrumbarse las autoridades civiles del Imperio romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad. Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a suplir la ausencia de los magistrados y de las instituciones civiles. En este contexto, san Máximo no sólo se dedica a reavivar en los fieles al amor tradicional a la patria terrena, sino que proclama también el deber preciso de pagar los impuestos, aunque parezcan pesados y fastidiosos (cf. Sermón 26, 2).

En suma, el tono y el contenido de los Sermones implican una profunda conciencia de la responsabilidad política del Obispo en las circunstancias históricas específicas. Él es el “centinela” de la ciudad. ¿Quiénes son estos centinelas —se pregunta san Máximo en el Sermón 92— “sino los excelentísimos obispos que, situados por decirlo así en una roca elevada de sabiduría para la defensa de los pueblos, ven desde lejos los males que van a llegar?”.

Y en el Sermón 89 el Obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las abejas: Los obispos —dice—, “como la abeja, observan la castidad del cuerpo, proporcionan el alimento de la vida celestial y utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar”. Así describe san Máximo la tarea del obispo en su época.

En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que de hecho estaba sustituyendo a la civil. En efecto, esta es la línea de desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, desde san Eusebio, que vivía “como monje” en su ciudad, Vercelli, hasta san Máximo de Turín, situado “como centinela” en la roca más elevada de la ciudad.

Es evidente que hoy el contexto histórico, cultural y social es muy diferente. El contexto actual es, más bien, el que describió mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa, en la que hace un articulado análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (cf. nn. 6-22). En todo caso, aunque han cambiado las circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente con respecto a su ciudad y su patria. En efecto, los compromisos del “ciudadano honrado” siguen entrelazados con los del “buen cristiano”.

Como conclusión, quiero recordar lo que dice la constitución pastoral Gaudium et spes para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre la fe y la conducta, entre el Evangelio y la cultura. El Concilio exhorta a los fieles “a que se afanen por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del Evangelio. Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado” (n. 43).

Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio: que los fieles tengan un deseo cada vez mayor de “ejercer todas sus actividades terrestres, uniendo en una síntesis vital los esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos o técnicos con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección todo se coordina para la gloria de Dios” (ib.) y así para el bien de la humanidad.

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84 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Jerónimo (1)

84 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JERÓNIMO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE NOVIEMBRE DE 2007

San Jerónimo (1)

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida:  la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.

San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366,  se  orientó  hacia la vida ascética y, al  trasladarse  a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi “un coro de bienaventurados” (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep 14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana:  un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa “visión” que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser “ciceroniano y no cristiano” (cf. Ep 22, 30).

San Jeronimo krouillong comunion en la mano sacrilegio

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, “pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse” (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad:  comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor  a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.

Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos:  un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo— y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor:  constituye la así llamada “Vulgata”, el texto “oficial” de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino “oficial” de la Iglesia.

Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, “incluso el orden de las palabras es un misterio” (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales:  “Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos” (Ep 106, 2).

San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, “de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar— juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa” (Contra Rufinum 1, 16).

Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica:  lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importante Epistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo:  “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones:  por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.

No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.

Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario,  es  palabra de vida eterna, lleva  en  sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.

Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo:  “Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo” (Ep 53, 10).

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83 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Jerónimo (2)

83 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JERÓNIMO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE NOVIEMBRE DE 2007

San Jerónimo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como “doctor eminente en la interpretación de las sagradas Escrituras”. San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: “¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?” (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues “ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”. Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente “enamorado” de la Palabra de Dios, se preguntaba: “¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?” (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento “con el que cada día Dios habla a los fieles” (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

San Jeronimo Antonio de Pereda krouillong comunion en la mano sacrilegio

San Jerónimo – Antonio de Pereda

Leer la Escritura es conversar con Dios: “Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla” (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: “Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar” (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: “Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (…) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (…) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda” (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se “mantiene el equilibrio del alma” (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: “Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo” (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: “Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes” (Ep. 130, 20). Y añadía: “Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne” (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el “nosotros” en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: “Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen” (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión “con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia” (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: “Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro” (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y sólo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: “Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: “¿por qué entonces tú no actúas así?” ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo” (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: “La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse” (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo—, san Jerónimo le da este consejo: “El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?” (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario “vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa” (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: “Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil” (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, “modelo de conducta y maestro del género humano” (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: “No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (…), que es la más excelsa de las virtudes” (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar “un alma que tiene que convertirse en templo del Señor” (Ep. 107, 4), una “joya preciosísima” a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela— “a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente” (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: “Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (…) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra” (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.

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82 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Afraates el sabio persa

82 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN AFRAATES EL SABIO PERSA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE NOVIEMBRE DE 2007

Afraates el sabio persa

Queridos hermanos y hermanas: 

En nuestro recorrido por el mundo de los Padres de la Iglesia, hoy quiero guiaros hacia una parte poco conocida de este universo de la fe, es decir, a los territorios en los que florecieron las Iglesias de lengua semítica, sobre las que todavía no había influido el pensamiento griego. Esas Iglesias se desarrollaron a lo largo del siglo IV en Oriente Próximo, desde Tierra Santa hasta el Líbano y Mesopotamia.

Durante ese siglo, que fue un período de formación a nivel eclesial y literario, en dichas comunidades se manifestó el fenómeno ascético-monástico con características autóctonas, que no experimentaron la influencia del monaquismo egipcio. Por tanto, las comunidades siríacas del siglo IV representan al mundo semítico, del que salió la Biblia misma, y son expresión de un cristianismo cuya formulación teológica aún no había entrado en contacto con corrientes culturales diversas, sino que vivía de formas de pensamiento propias. Son Iglesias en las que el ascetismo bajo varias formas eremíticas (eremitas en el desierto, en las cuevas, recluidos y estilitas) y el monaquismo bajo formas de vida comunitaria desempeñan un papel de vital importancia en el desarrollo del pensamiento teológico y espiritual.

Quiero presentar este mundo a través de la gran figura de Afraates, conocido también con el sobrenombre de “sabio”, uno de los personajes más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo siríaco del siglo IV.

Originario de la región de Nínive-Mosul, hoy en Irak, vivió en la primera mitad del siglo IV. Tenemos pocas noticias sobre su vida; en cualquier caso, mantuvo relaciones estrechas con los ambientes ascético-monásticos de la Iglesia siríaca, acerca de la cual nos transmitió algunas noticias en su obra y a la cual dedicó parte de su reflexión. Según algunas fuentes, dirigió incluso un monasterio y, por último, fue consagrado obispo. Escribió veintitrés discursos conocidos con el nombre de Exposiciones o Demostraciones, en los que trató diversos temas de vida cristiana, como la fe, el amor, el ayuno, la humildad, la oración, la misma vida ascética, y también la relación entre judaísmo y cristianismo, entre Antiguo y Nuevo Testamento. Escribió con un estilo sencillo, con frases breves y con paralelismos a veces contrastantes; sin embargo, logró hacer una reflexión coherente, con un desarrollo bien articulado de los diversos temas que trató.

Afraates era originario de una comunidad eclesial que se encontraba en la frontera entre el judaísmo y el cristianismo. Era una comunidad muy unida a la Iglesia madre de Jerusalén, y sus obispos eran elegidos tradicionalmente de entre los así llamados “familiares” de Santiago, el “hermano del Señor” (cf. Mc 6, 3), es decir, eran personas unidas con vínculos de sangre y de fe a la Iglesia jerosolimitana.

La lengua de Afraates era el siríaco; por tanto, una lengua semítica como el hebreo del Antiguo Testamento y el arameo, hablado por Jesús mismo. La comunidad eclesial en la que vivió Afraates era una comunidad que trataba de permanecer fiel a la tradición judeocristiana, de la que se sentía hija. Por eso, mantenía una relación estrecha con el mundo judío y con sus libros sagrados. Afraates, significativamente, se definía a sí mismo “discípulo de la sagrada Escritura” del Antiguo y del Nuevo Testamento (Exposición 22, 26), que consideraba su única fuente de inspiración, recurriendo a ella tan a menudo que la convierte en el centro de su reflexión.

San Afraates krouillong comunion en la mano sacrilegio

Los temas que Afraates desarrolla en sus Exposiciones son muy variados. Fiel a la tradición siríaca, presenta a menudo la salvación realizada por Cristo como una curación y, por consiguiente, presenta a Cristo mismo como médico. En cambio, considera el pecado como una herida, que sólo la penitencia puede sanar:  “Un hombre que ha sido herido en la batalla —decía Afraates— no se avergüenza de ponerse en manos de un médico sabio (…); del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo la medicina de la penitencia” (Exposición 7, 3).

Otro aspecto importante en la obra de Afraates es su enseñanza sobre la oración y, en especial, sobre Cristo como maestro de oración. El cristiano ora siguiendo la enseñanza de Jesús y su ejemplo orante:  “Así, nuestro Salvador ha enseñado a orar, diciendo:  “Ora en lo secreto a Aquel que está en lo secreto, pero ve todo”; y también:  “Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo  secreto, te recompensará. Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6) (…). Lo  que  quiere mostrar nuestro Salvador  es  que  Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón” (Exposición 4, 10).

Para Afraates, la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y seguirlo por el camino del Evangelio. Una de las virtudes más convenientes para el discípulo de Cristo es la humildad. No es un aspecto secundario en la vida espiritual del cristiano:  la naturaleza del hombre es humilde, y es Dios quien la eleva a su misma gloria. La humildad —observa Afraates— no es un valor negativo:  “Aunque la raíz del hombre está plantada en la tierra, sus frutos suben hasta el Señor de la grandeza” (Exposición 9, 14). Si es humilde, el cristiano, incluso en la realidad terrena en la que vive, puede entrar en relación con el Señor:  “El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa” (Exposición 9, 2).

La visión que tiene Afraates del hombre y de su realidad corporal es muy positiva: el cuerpo humano, siguiendo el ejemplo de Cristo humilde, está llamado a la belleza, a la alegría y a la luz:  “Dios se acerca al hombre que ama, y es justo amar la humildad y permanecer en la condición de humildad. Los humildes son sencillos, pacientes, amados, íntegros, rectos, expertos en el bien, prudentes, serenos, sabios, tranquilos, pacíficos, misericordiosos, dispuestos a convertirse, benévolos, profundos, ponderados, agradables y deseables” (Exposición 9, 14).

En Afraates la vida cristiana se presenta a menudo con una clara dimensión ascética y espiritual:  la fe es su base, su fundamento, pues transforma al hombre en un templo donde habita Cristo mismo. Así pues, la fe hace posible una caridad sincera, que se manifiesta en el amor a Dios y al prójimo.

Otro aspecto importante en Afraates es el ayuno, que interpretaba en sentido amplio. Hablaba del ayuno del alimento como una práctica necesaria para ser caritativo y virgen, del ayuno constituido por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para dedicarse a la oración.

Queridos hermanos y hermanas, para concluir, volvamos una vez más a la enseñanza de Afraates sobre la oración. Según este antiguo “sabio”, la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano, y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo. En efecto, escribe:  “Consuela a los afligidos; visita a los enfermos; sé solícito con los pobres:  esta es la oración. La oración es buena, y sus obras son hermosas. La oración es aceptada cuando consuela al prójimo. La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas. La oración es fuerte cuando está llena de la fuerza de Dios” (Exposición 4, 14-16).

Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de apertura a Dios y, así, de amor al prójimo.

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81 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Efrén el Sirio

81 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN EFRÉN EL SIRIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE NOVIEMBRE DE 2007

San Efrén el Sirio

Queridos hermanos y hermanas:

Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea, que habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero la realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana se encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el mundo semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del Antiguo Testamento. Su expansión en los primeros siglos se produjo tanto hacia occidente —hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la cultura europea— como hacia oriente, hasta Persia y hasta la India, contribuyendo así a suscitar una cultura específica, en lenguas semíticas, con una identidad propia.

Para mostrar esta diversidad cultural de la única fe cristiana de los inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante de este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, casi desconocido para nosotros. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el sirio, nacido en Nisibi en torno al año 306 en el seno de una familia cristiana.

Fue el representante más importante del cristianismo de lengua siríaca y logró conciliar de modo único la vocación de teólogo con la de poeta. Se formó y creció junto a Santiago, obispo de Nisibi (303-338), y juntamente con él fundó la escuela teológica de su ciudad. Ordenado diácono, vivió intensamente la vida de la comunidad local cristiana hasta el año 363, cuando Nisibi cayó en manos de los persas. Entonces san Efrén emigró a Edesa, donde prosiguió su actividad de predicador. Murió en esta ciudad en el año 373, al quedar contagiado mientras atendía a los enfermos de peste.
No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro que fue diácono durante toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza. Así, en la especificidad de su expresión cultural se puede apreciar la identidad cristiana común y fundamental:  la fe, la esperanza —una esperanza que permite vivir pobre y casto en este mundo, poniendo toda expectativa en el Señor— y por último la caridad, hasta la entrega de sí mismo para atender a los enfermos de peste.

San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica:  su notable producción puede reagruparse en cuatro categorías:  obras escritas en prosa ordinaria (sus obras polémicas o bien los comentarios bíblicos); obras en prosa poética; homilías en verso; y, por último, los himnos, sin duda la obra más amplia de san Efrén. Es un autor rico e interesante en muchos aspectos, pero sobre todo desde el punto de vista teológico.

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Lo específico de su trabajo consiste en que unió teología y poesía. Al acercarnos a su doctrina, desde el inicio debemos poner de relieve que hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo tiempo, su teología se convierte en liturgia, en música:  de hecho, era un gran compositor, un músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía, canto y alabanza a Dios están unidos; y precisamente por este carácter litúrgico aparece con nitidez en la teología de san Efrén la verdad divina. En su búsqueda de Dios, al hacer teología, sigue el camino de la paradoja y del símbolo. Privilegia sobre todo las imágenes contrapuestas, pues le sirven para subrayar el misterio de Dios.

Ahora no puedo referir muchas cosas de él, en parte porque la poesía es difícil de traducir; pero, para dar al menos una idea de su teología poética, quisiera citar partes de dos himnos. Ante todo, también con vistas al Adviento, ya próximo, os propongo unas espléndidas imágenes tomadas de los himnos “Sobre el nacimiento de Cristo”. Ante la Virgen, con gran inspiración, san Efrén manifiesta su admiración:

«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero,
que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
El que creó todas las cosas
las posee, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero con vestido de humildad.
El que lo da todo
experimentó el hambre.
El que da de beber a todos
sufrió la sed.
El que todo lo reviste (de belleza)
salió desnudo de ella»
(Himno De Nativitate 11, 6-8).

Para expresar el misterio de Cristo, san Efrén utiliza una gran variedad de temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos, de forma eficaz, relaciona a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).

«Con la espada del querubín
se cerró el camino
del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado
él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados
al primer Adán
para su alimento.
Por nosotros el jardinero
del Jardín, en persona,
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos salimos
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que abajo (en la cruz)
ha sido retirada la espada,
por la lanza podemos regresar»
(Himno 49, 9-11).

Para hablar de la Eucaristía, san Efrén utiliza dos imágenes:  las brasas o el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del profeta Isaías (cf. Is 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y consume las Brasas, es decir, a Cristo mismo:

«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede ser consumido;
en tu vino está el fuego,
que no se puede beber.
El Espíritu en tu pan,
el fuego en tu vino:
he aquí la maravilla
que acogen nuestros labios.
El serafín no podía
acercar sus dedos a las brasas,
que sólo pudieron rozar
los labios de Isaías;
ni los dedos las tocaron,
ni los labios las ingirieron;
pero a nosotros
el Señor nos ha concedido
ambas cosas.
El fuego descendió
con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende
sobre el pan y en él permanece.
En vez del fuego
que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados»
(Himno De Fide 10, 8-10).

He aquí un último ejemplo de los himnos de san Efrén, donde habla de la perla como símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:

«La puse (la perla),
hermanos míos,
en la palma de mi mano
a fin de contemplarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto
por todas partes.
Así es la búsqueda
del Hijo, inescrutable,
pues toda ella es luz.
En su limpidez vi al Límpido,
al que no se opaca;
en su pureza,
vi un gran símbolo:
el cuerpo de nuestro Señor,
inmaculado.
En su indivisibilidad vi la Verdad,
que es indivisible»
(Himno Sobre la Perla 1, 2-3).

La figura de san Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de las diversas Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo, que, a partir de la sagrada Escritura, reflexiona poéticamente en el misterio de la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios encarnado. Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos tomados de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. San Efrén confiere a la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, aptos para ser recitados o para el canto litúrgico. San Efrén se sirve de estos himnos para difundir la doctrina de la Iglesia con ocasión de las fiestas litúrgicas. Con el paso del tiempo se han convertido en un instrumento catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.

Es importante la reflexión de san Efrén sobre el tema de Dios creador:  en la creación no hay nada aislado, y el mundo, al igual que la sagrada Escritura, es una Biblia de Dios. Al utilizar de modo erróneo su libertad, el hombre trastoca el orden del cosmos. Para san Efrén es importante el papel de la mujer. Siempre habla de ella con sensibilidad y respeto:  la habitación de Jesús en el seno de María elevó al máximo la dignidad de la mujer. Para san Efrén, como no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María. Las dimensiones divina y humana del misterio de nuestra redención se encuentran en los escritos de san Efrén; de manera poética y con imágenes tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el fondo teológico y en cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.

San Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de “cítara del Espíritu Santo”, fue diácono de su Iglesia durante toda la vida. Fue una opción decisiva y emblemática:  fue diácono, es decir, servidor, tanto en el ministerio litúrgico, como, de modo más radical, en el amor a Cristo, cantado por él de manera inigualable, y, por último, en la caridad con los hermanos, a quienes introdujo con maestría excepcional en el conocimiento de la Revelación divina.

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80 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cromacio de Aquileya

80 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CROMACIO DE AQUILEYA

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE DICIEMBRE DE 2007

San Cromacio de Aquileya

Queridos hermanos y hermanas: 

En las últimas dos catequesis hicimos una excursión por las Iglesias de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san Efrén el sirio; hoy volvemos al mundo latino, al norte del Imperio romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente centro de vida cristiana situado en la décima región del Imperio romano, Venetia et Histria.

En el año 388, cuando san Cromacio subió a la cátedra episcopal de la ciudad, la comunidad cristiana local tenía ya una gloriosa historia de fidelidad al Evangelio. Entre mediados del siglo III y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano habían cosechado gran número de mártires. Además, la Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo san Atanasio, heraldo de la ortodoxia de Nicea, a quien los arrianos expulsaron al destierro, encontró refugio durante algún tiempo en Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.

En septiembre del año 381 Aquileya fue sede de un sínodo, en el que se reunieron unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Ródano y de toda la décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de arrianismo en Occidente. En el concilio participó también el presbítero Cromacio, como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en torno al sínodo del año 381 representan la “edad de oro” de la comunidad de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373), en aquella especie de cenáculo teológico que san Jerónimo no duda en definir tamquam chorus beatorum, “como un coro de bienaventurados” (CrónicaPL XXVII, 697-698). En ese cenáculo, que en ciertos aspectos recuerda las experiencias comunitarias guiadas por san Eusebio de Vercelli y san Agustín, se formaron las personalidades más notables de las Iglesias del alto Adriático.

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Pero san Cromacio, ya en su familia, había aprendido a conocer y a amar a Cristo. Nos habla de ello, con palabras llenas de admiración, el mismo san Jerónimo, que compara a la madre de san Cromacio con la profetisa Ana, a sus dos hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, y a san Cromacio mismo y a su hermano Eusebio con el joven Samuel (cf. Ep VII: PL XXII, 341). San Jerónimo escribe también:  “El beato Cromacio y el santo Eusebio eran hermanos tanto por el vínculo de sangre como por la identidad de los ideales” (Ep VIII:  PL XXII, 342).

San Cromacio nació en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado diácono y después presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal de manos del obispo san Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la extensión del territorio encomendado a su solicitud pastoral. En efecto, la jurisdicción eclesiástica de Aquileya se extendía desde los territorios actuales de Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta Hungría.

Un episodio de la vida de san Juan Crisóstomo nos permite hacernos una idea de cuán conocido y estimado era san Cromacio en la Iglesia de su tiempo. Cuando el obispo de Constantinopla fue desterrado de su sede, escribió tres cartas a quienes consideraba los obispos más importantes de Occidente, para obtener su apoyo ante los emperadores:  una carta la escribió al Obispo de Roma; la segunda, al Obispo de Milán; y la tercera, al obispo de Aquileya, es decir, a san Cromacio (Ep CLV:  PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de la precaria situación política. Con toda probabilidad san Cromacio murió en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también falleció san Juan Crisóstomo.

Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la península italiana, y la novena del Imperio romano; también por este motivo llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos pusieron en peligro la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la biblioteca episcopal, rica en códices. También los escritos de san Cromacio se dispersaron y con frecuencia fueron atribuidos a otros autores: a san Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que los dos nombres comenzaban igual:  “Chromatius” y “Chrysostomus“); o a san Ambrosio y a san Agustín; e incluso a san Jerónimo, a quien san Cromacio había ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de san Cromacio se debe a afortunadas vicisitudes, que sólo en los años recientes han permitido reconstruir un corpus de escritos bastante consistente:  más de cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de san Mateo.

San Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para poder convertirse en su heraldo:  en su enseñanza siempre toma como punto de partida la palabra de Dios y a ella regresa siempre. Entre sus temas preferidos se encuentran, ante todo, el misterio de la Trinidad, que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación; luego, el del Espíritu Santo:  san Cromacio recuerda constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera Persona de la santísima Trinidad en la vida de la Iglesia. Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre:  ha asumido integralmente la humanidad para entregarle como don su propia divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave antiarriana, llevarían, unos cincuenta años después, a la definición del concilio de Calcedonia.

Al subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo, san Cromacio se siente impulsado a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es tersa y precisa. Le debemos algunas descripciones sugerentes de la Virgen santísima:  María es la “virgen evangélica capaz de acoger a Dios”; es la “oveja inmaculada e inviolada” que engendró al “cordero cubierto de púrpura” (cf.Sermo XXIII, 3:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/1, p. 134).

El Obispo de Aquileya pone a menudo a la Virgen en relación con la Iglesia:  ambas son “vírgenes” y “madres”. La eclesiología de san Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a san Mateo. He aquí algunos de sus conceptos más frecuentes:  la Iglesia es única, nació de la sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo; la Iglesia está donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen, donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen que gustaba particularmente a san Cromacio es la de la barca en el mar durante la tempestad —y, como hemos visto, vivió en una época de tempestades—:  “No cabe duda”, afirma el santo obispo, “que esta barca representa a la Iglesia” (cf. Tract. XLII, 5:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/2, p. 260).

Como celoso pastor, san Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje fresco, colorido e incisivo. Aunque conoce perfectamente el estilo latino clásico, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico en imágenes fácilmente comprensibles. Así, por ejemplo, tomando pie del mar, compara la pesca natural de peces que, sacados a la orilla, mueren, con la predicación evangélica, gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la muerte, e introducidos en la verdadera vida (cf. Tract. XVI, 3:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/2, p. 106). Desde la perspectiva del buen pastor, en un período borrascoso como el suyo, azotado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse siempre al lado de los fieles para confortarlos y para infundirles confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

Por último, como conclusión de estas reflexiones, recogemos una exhortación de san Cromacio que sigue siendo válida hoy:  «Invoquemos al Señor con todo el corazón y con toda la fe —recomienda el Obispo de Aquileya en un Sermón—; pidámosle que nos libre de toda incursión de los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta nuestros méritos, sino su misericordia, él que en el pasado se dignó librar también a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y que realice en nosotros lo que dijo el santo Moisés a los hijos de Israel:  “El Señor combatirá en vuestra defensa y vosotros estaréis en silencio”. Es él quien combate y es él quien obtiene la victoria. (…) Y para que se digne hacerlo, debemos orar lo más posible. Él mismo dice por labios del profeta:  “Invócame en el día de la tribulación; yo te libraré y tú me glorificarás”» (Sermo XVI, 4:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/1, pp. 100-102).

Así, precisamente al inicio del tiempo de Adviento, san Cromacio nos recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada uno, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta confianza en el tiempo litúrgico recién iniciado.

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79 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Paulino de Nola

79 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PAULINO DE NOLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE DICIEMBRE DE 2007

San Paulino de Nola

Queridos hermanos y hermanas:

El Padre de la Iglesia en el que centramos nuestra atención hoy es san Paulino de Nola. Contemporáneo de san Agustín, con quien estuvo unido por una profunda amistad, san Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje y luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en el sur de Francia, y precisamente de Burdeos, donde nació en el seno de una familia de la alta sociedad. Allí recibió una fina educación literaria, teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una primera ocasión para seguir su precoz carrera política: siendo joven, llegó a ser gobernador de Campania. En este cargo público destacó por su sabiduría y mansedumbre. Fue durante este período cuando la gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. Lo que lo impulsó a ello fue la fe sencilla e intensa con la que el pueblo veneraba la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual Cimitile. Como responsable de la administración pública, san Paulino se interesó por este santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y una carretera para hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.

Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena, descubría el camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto de llegada después de un camino arduo, lleno de pruebas. Algunas circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la autoridad política, le hicieron experimentar la caducidad de las cosas. Tras llegar a la fe, escribió: “El hombre sin Cristo es polvo y sombra” (Poesía X, 289). Tratando de iluminar el sentido de la existencia, se trasladó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el bautismo de manos del obispo Delfino, de Burdeos. En su camino de fe se sitúa también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de Barcelona, con la que tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no lo hubiera sacudido interiormente, mostrándole que Dios tenía otro plan para su vida. Se sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.

Totalmente de acuerdo con su esposa Teresa, vendió sus bienes para ayudar a los pobres; ambos dejaron Aquitania y se fueron a vivir a Nola, junto a la basílica del protector san Félix, en casta fraternidad, según una forma de vida a la que se unieron también otros. El ritmo comunitario era típicamente monástico, pero san Paulino, que había sido ordenado presbítero en Barcelona, ejercía también el ministerio sacerdotal en favor de los peregrinos. Esto le granjeó la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana que, al morir el obispo, hacia el año 409, lo eligió a él como sucesor en la cátedra de Nola.

Su actividad pastoral se intensificó, caracterizándose por una solicitud especial en favor de los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la caridad, como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus Diálogos, en el que presenta a san Paulino en el heroico gesto de ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. Desde el punto de vista histórico, se discute la veracidad del episodio, pero queda la figura de un obispo de gran corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias de las invasiones bárbaras.

La conversión de san Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro Ausonio, poeta pagano, se sintió “traicionado”, y le dirigió palabras duras, reprochándole el “desprecio”, considerado irrazonable, de los bienes materiales, y la renuncia a su vocación literaria. San Paulino replicó que su generosidad con los pobres no significaba desprecio de los bienes terrenales, sino una valorización para el fin más elevado: la caridad.

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Por lo que se refiere a sus vocación literaria, san Paulino no había renunciado a su talento poético, que seguiría cultivando, sino a las fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos. Una nueva estética regía ya su sensibilidad: era la belleza del Dios encarnado, crucificado y resucitado, de quien ahora se había convertido en trovador. En realidad, no había renunciado a la poesía, sino que ahora buscaba su inspiración en el Evangelio, como dice en este verso: “Para mí el único arte es la fe; y Cristo, mi poesía” (“At nobis ars una fides, et musica Christus“: Poesía XX, 32).

Sus poesías son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria de los pequeños y grandes acontecimientos se ve como historia de salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas composiciones, las así llamadas “Poesías de Navidad”, están relacionadas con la fiesta anual del mártir san Félix, a quien había escogido como patrono celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar a Cristo mismo, convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia de la conversión: “Por tu luz, con gozo, he amado a Cristo” (Poesía XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del santuario con una nueva basílica, que mandó decorar de manera que las pinturas, ilustradas con oportunas explicaciones, se convirtieran para los peregrinos en una catequesis visual. En una poesía, dedicada a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana, mientras lo acompañaba en una visita a sus basílicas, explicaba así su proyecto: “Ahora quiero que contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos… Nos ha parecido útil representar con la pintura temas sagrados en toda la casa de san Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes, la figura dibujada suscite el interés de las mentes asombradas de los campesinos” (Poesía XXVII, vv. 511.580-583). Todavía hoy se pueden admirar los vestigios de esas obras, que convierten al santo de Nola en una de las figuras de referencia de la arqueología cristiana.

En el cenobio de Cimitile la vida transcurría en pobreza y en oración, totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída, meditada y asimilada, era la luz a través de la cual el santo de Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quienes se sorprendían por su decisión de abandonar los bienes materiales, les recordaba que ese gesto, en realidad, no representaba una plena conversión: “Abandonar o vender los bienes temporales que se poseen en este mundo no significa la culminación, sino sólo el inicio de la carrera en el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El atleta no gana cuando se despoja de la ropa, pues deja los vestidos para comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después de haber combatido como se debe” (cf. Carta XXIV, 7 a Sulpicio Severo).

Además de la ascesis y la palabra de Dios, la caridad: en la comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. San Paulino no se limitaba a darles limosna: los acogía como si fueran Cristo mismo. Les había reservado un sector del monasterio; al obrar así, no tenía la impresión de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida brindada y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba. A los pobres los llamaba sus “dueños” (cf. Carta XIII, 11 a Pammaquio) y, constatando que se alojaban en el piso inferior, solía decir que su oración constituía el fundamento de su casa (cf. Poesía XXI, 393-394).

San Paulino no escribió tratados de teología, pero sus poesías y su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por la palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En particular, destaca en ella el sentido de la Iglesia como misterio de unidad. Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda experiencia de la amistad espiritual. En este sentido, san Paulino fue un verdadero maestro, haciendo de su vida una encrucijada de espíritus elegidos: san Martín de Tours, san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Delfín de Burdeos, Niceto de Remesiana, Vitricio de Ruán, Rufino de Aquileya, Pammaquio, Sulpicio Severo y muchos más, unos más conocidos y otros menos.

En este clima surgieron las intensas páginas que dirigió a san Agustín. Independientemente del contenido de cada una de esas cartas, impresiona el entusiasmo con el que el santo de Nola canta la amistad misma, como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. He aquí un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia entre los dos amigos: “No es de sorprender que, a pesar de la lejanía, estemos unidos y de que sin habernos conocido nos conocemos, pues somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado inundados por una única gracia, vivimos de un solo pan, avanzamos por el mismo camino y vivimos en la misma casa” (Carta 6, 2).

Como puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa ser cristianos, ser cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la Iglesia. La teología de nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el concepto de comunión la clave para enfocar el misterio de la Iglesia. El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia tal como nos la presenta el concilio Vaticano II: como sacramento de la íntima unión con Dios y, así, de la unidad de todos nosotros, y por último de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). Desde esta perspectiva os deseo a todos un feliz tiempo de Adviento.

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78 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El misterio de la Navidad

78 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL MISTERIO DE LA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE DICIEMBRE DE 2007

El misterio de la Navidad

Queridos hermanos y hermanas: 

En estos días, a medida que nos acercamos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos invita a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a comprender cada vez mejor el sentido y el valor de esta celebración anual.

La Navidad, por una parte, nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén; y, por otra, nos exhorta también a esperar, velando y orando, a nuestro Redentor, que en el último día “vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto:  se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, oramos:  “Ven, Señor Jesucristo, como Juez. Ven a tu manera”.

El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia. Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda; que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo expresión de una exigencia con respecto a los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comenzamos a vivir ante los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. Así, realizando la justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia en la realidad.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir ante los ojos del Juez, preparándonos así nosotros mismos y preparando al mundo para la justicia. Por tanto, de esta manera, viviendo ante los ojos del Dios-Juez, podemos preparar al mundo para la venida de su Hijo, disponer el corazón para acoger “al Señor que viene”.

El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una cueva en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino. En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia; así, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugestiva de invocaciones que se nos proponen durante estos días de la Novena de Navidad tanto en el aleluya de la misa, como en la antífona antes del cántico del Magnificat en las Vísperas.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestra alma.

Natividad del Señor Murillo krouillong comunion en la mano sacrilegio

Dejándonos guiar por el evangelista san Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y nuestro corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf. Jn 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza, por desgracia, hoy parecen alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos arreglamos según nuestras posibilidades, al menos eso es lo que parece. Pero así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento:  lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes! Como creyentes, reafirmemos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos. De aquí brota el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar esteeu-angelion, esta “buena nueva”. Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la doctrina de la fe titulado: “Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización“, que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa, para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría:  alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos ya desde ahora nuestro paso hacia Belén. Así, en el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al “Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”, junto con María y José (Lc 2, 12.16).

Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que podamos entrar en el misterio de su Nacimiento. María, que donó su seno virginal al Verbo de Dios, que lo contempló niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento  y en el amor de Cristo. Este es el deseo que expreso con afecto a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

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77 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, primogénito de toda criatura, primogénito de entre los muertos (Colosenses)

77 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA, PRIMOGÉNITO DE ENTRE LOS MUERTOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2006

Cristo, primogénito de toda criatura, primogénito de entre los muertos

Queridos hermanos y hermanas: 

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses:  es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como “liberación del dominio de las tinieblas” (v. 13), es decir, como “redención y perdón de los pecados” (v. 14), y luego de forma positiva como “participación en la herencia del pueblo santo en la luz” (v. 12) y como ingreso en “el reino de su Hijo querido” (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como “primogénito de toda criatura” (v. 15). En efecto, él es la “imagen de Dios invisible”, y esta expresión encierra toda la carga que tiene el “icono” en la cultura de Oriente:  más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al “Dios invisible” —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo  “es  anterior  a todo”, no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente:  “Por medio de él fueron creadas todas las cosas:  celestes y terrestres, visibles e invisibles (…). Todo se mantiene en él” (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también “por él y para él” (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante:  la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice:  sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros:  trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

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Cristo Resucitado – Peter Paul Rubens

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser “la cabeza del cuerpo, de la Iglesia” (v. 18):  este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia:  Cristo es el “primogénito de entre los muertos” (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el pleroma, la “plenitud” de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados:  esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será “todo en todos” (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. “El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio:  dio el espíritu y tomó la carne” (8:  Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.

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76 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Oración del Rey por la victoria y la paz (Salmo 143)

76 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORACIÓN DEL REY POR LA VICTORIA Y LA PAZ

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ENERO DE 2006

Oración del Rey por la victoria y la paz

1. Nuestro itinerario en el Salterio usado por la liturgia de las Vísperas llega ahora a un himno regio, el salmo 143, cuya primera parte se acaba de proclamar: en efecto, la liturgia propone este canto subdividiéndolo en dos momentos.

La primera parte (cf. vv. 1-8) manifiesta, de modo neto, la característica literaria de esta composición: el salmista recurre a citas de otros textos sálmicos, articulándolos en un nuevo proyecto de canto y de oración.

Precisamente porque este salmo es de época sucesiva, es fácil pensar que el rey exaltado no tiene ya los rasgos del soberano davídico, pues la realeza judía había acabado con el exilio de Babilonia en el siglo VI a.C., sino que representa la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una intervención de liberación contra el mal. No se habla del “mesías” —término hebreo para referirse al “consagrado”, como era el soberano—, sino del “Mesías” por excelencia, que en la relectura cristiana tiene el rostro de Jesucristo, “hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1, 1).

2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143, 1-2). También se utiliza la imagen marcial de Dios que adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas oscuras del mundo.

Ante el Señor omnipotente el orante, pese a su dignidad regia, se siente débil y frágil. Hace, entonces, una profesión de humildad, que se formula, como decíamos, con las palabras de los salmos 8 y 38. En efecto, siente que es “un soplo”, como una sombra que pasa, débil e inconsistente, inmerso en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por el límite propio de la criatura (cf. Sal 143, 4).

3. Entonces surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa y preocupa de esta criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (cf. v. 3) responde la grandiosa irrupción divina, llamada “teofanía”, a la que acompaña un cortejo de elementos cósmicos y acontecimientos históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del ser, del universo y de la historia.

Los montes echan humo en erupciones volcánicas (cf. v. 5), los rayos son como saetas que desbaratan a los malvados (cf. v. 6), las “aguas caudalosas” del océano son símbolo del caos, del cual, sin embargo, es librado el rey por obra de la misma mano divina (cf. v. 7). En el fondo están los impíos, que dicen “falsedades” y “juran en falso” (cf. vv. 7-8), una representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de la perversión moral, del mal que realmente se opone a Dios y a sus fieles.

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4. Ahora, para nuestra meditación, consideraremos inicialmente la profesión de humildad que el salmista realiza y acudiremos a las palabras de Orígenes, cuyo comentario a este texto ha llegado a nosotros en la versión latina de san Jerónimo. “El salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana” porque “por lo que se refiere a la condición humana, el hombre no es nada.
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, dijo el Eclesiastés”. Pero vuelve entonces la pregunta, marcada por el asombro y la gratitud: “”Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?”… Es gran felicidad para el hombre conocer a su Creador. En esto nos diferenciamos de las fieras y de los demás animales, porque sabemos que tenemos nuestro Creador, mientras que ellos no lo saben”.

Vale la pena meditar un poco estas palabras de Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su Creador; de que el hombre es capaz de la verdad, capaz de un conocimiento que se transforma en relación, en amistad. En nuestro tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto con los demás conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, y que son muchos. Pero resultan todos problemáticos, a veces peligrosos, si falta el conocimiento fundamental que da sentido y orientación a todo: el conocimiento de Dios creador.

Volvamos a Orígenes, que dice: “No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. “Señor, inclina tu cielo y desciende”. Tu oveja perdida no podrá curarse si no la cargas sobre tus hombros… Estas palabras se dirigen al Hijo: “Señor, inclina tu cielo y desciende”… Has descendido, has abajado el cielo y has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado tomar sobre ti la carne del hombre, y muchos han creído en ti” (Orígenes Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 512-515).

Para nosotros, los cristianos, Dios ya no es, como en la filosofía anterior al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad, porque Dios “ha inclinado su cielo y ha descendido”. El cielo es él mismo y ha descendido en medio de nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de la oveja perdida, a la que el pastor toma sobre sus hombros, la parábola de la Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación él descendió y tomó sobre sus hombros nuestra carne, a nosotros mismos. Así, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se ha hecho amistad, comunión. Demos gracias al Señor porque “ha inclinado su cielo y ha descendido”, ha tomado sobre sus hombros nuestra carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.

El salmo, que partió de nuestro descubrimiento de que somos débiles y estamos lejos del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la acción divina: a nuestro lado está el Dios-Emmanuel, que para los cristianos tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de nosotros.

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75 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”

75 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DONDE DOS O TRES SE REÚNEN EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTOY YO EN MEDIO DE ELLOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ENERO DE 2006

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”

“Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 19). Esta solemne afirmación de Jesús a sus discípulos sostiene también nuestra oración. Hoy comienza la tradicional “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, cita importante para reflexionar sobre el drama de la división de la comunidad cristiana y pedir juntos a Jesús mismo “que todos sean uno, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). Lo hacemos hoy también nosotros, aquí, en sintonía con una gran multitud en el mundo. En efecto, la oración “por la unión de todos” implica en formas, tiempos y modos diversos a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes, unidos por la fe en Jesucristo, único Señor y Salvador.

La oración por la unidad forma parte del núcleo central que el concilio Vaticano II llama “el alma de todo el movimiento ecuménico” (Unitatis redintegratio, 8), núcleo que incluye precisamente las oraciones públicas y privadas, la conversión del corazón y la santidad de vida. Esta convicción nos lleva al centro del problema ecuménico, que es la obediencia al Evangelio para hacer la voluntad de Dios, con su ayuda, necesaria y eficaz. El Concilio lo señaló explícitamente a los fieles al declarar:  “Cuanto más estrecha sea su —nuestra— comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua” (ib., 7).

Los elementos que, a pesar de la división permanente, unen aún a los cristianos permiten elevar una oración común a Dios. Esta comunión en Cristo sostiene todo el movimiento ecuménico e indica la finalidad misma de la búsqueda de la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Dios. Eso distingue el movimiento ecuménico de cualquier otra iniciativa de diálogo y de relaciones con otras religiones e ideologías. También en esto fue precisa la enseñanza del decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II:  “Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador” (ib., 1).

Las oraciones comunes que se realizan  en  el  mundo entero, especialmente en este período o en torno a Pentecostés, expresan, además, la voluntad de  compromiso común por el restablecimiento  de la comunión plena de todos los cristianos. “Estas oraciones en común  son  un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad” (ib., 8). Con esta afirmación, el concilio Vaticano II interpreta fundamentalmente lo que dice Jesús a sus discípulos, asegurándoles que si dos se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo al Padre que está en los cielos, él se lo concederá “porque” donde dos o tres se reúnen en su nombre él está en medio de ellos.

Después de la resurrección les asegura también que estará siempre con ellos “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La  presencia  de Jesús en la comunidad de los discípulos y en nuestra oración es lo que garantiza su eficacia, hasta el punto de prometer:  “Todo lo que atéis en la tierra quedará atado  en  el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18, 18).

Pero no nos limitemos a pedir. También podemos dar gracias al Señor por la  nueva  situación que, con gran esfuerzo, se ha creado en las relaciones ecuménicas entre los cristianos, con una renovada fraternidad, por los fuertes vínculos de solidaridad que se han establecido, por el crecimiento de la comunión y por las convergencias alcanzadas —ciertamente de modo desigual— entre los diversos diálogos. Hay muchos motivos para dar gracias. Y aunque queda mucho por esperar y por hacer, no olvidemos que Dios nos ha dado mucho en el camino hacia la unión. Por eso, le agradecemos esos dones. El futuro está ante nosotros. El Santo Padre Juan Pablo II, de feliz memoria, que tanto hizo y sufrió por la cuestión ecuménica, nos enseñó oportunamente que “reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad” (Ut unum sint, 41). Por tanto, hermanos y hermanas, sigamos orando para que seamos conscientes de que la santa causa del restablecimiento de la unidad de los cristianos supera nuestras pobres fuerzas humanas y que, en último término, la unidad es don de Dios.

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En este sentido y con esos sentimientos, el miércoles próximo, 25 de enero, fiesta de la Conversión del Apóstol de los gentiles, siguiendo las huellas del Papa Juan Pablo II, acudiré a la basílica de San Pablo extramuros para orar con los hermanos ortodoxos y protestantes:  orar para dar gracias por todo lo que el Señor nos ha concedido; orar para que el Señor nos guíe en el camino hacia la unidad.

Además, ese mismo día, el 25 de enero, se publicará por fin mi primera encíclica, cuyo título ya es conocido:  “Deus caritas est”, “Dios es amor”. El tema no es directamente ecuménico, pero el marco y el telón de fondo son ecuménicos, porque Dios y nuestro amor son la condición de la unidad de los cristianos. Son la condición de la paz en el mundo.

En esta encíclica quiero mostrar el concepto de amor en sus diversas dimensiones. Hoy, en la terminología que se conoce, “amor” aparece a menudo muy lejano de lo que piensa un cristiano al hablar de caridad. Por mi parte, quiero mostrar que se trata de un único movimiento con varias dimensiones. El “eros”, don del amor entre un hombre y una mujer, viene de la misma fuente, la bondad del Creador, así como la posibilidad de un amor que renuncia a sí mismo en favor del otro. El “eros” se transforma en “agape” en la medida en que los dos se aman realmente y uno ya no se busca a sí mismo, su alegría, su placer, sino que busca sobre todo el bien del otro. Y así este amor, que es “eros”, se transforma en caridad, en un camino de purificación, de profundización. A partir de la propia familia se abre hacia la familia más grande:  hacia la familia de la sociedad, hacia la familia de la Iglesia, hacia la familia del mundo.

También trato de demostrar que el acto personalísimo que nos viene de Dios es un único acto de amor. Este acto debe expresarse también como acto eclesial, organizativo. Si realmente es verdad que la Iglesia es expresión del amor de Dios, del amor que Dios tiene por su criatura humana, debe ser también verdad que el acto fundamental de la fe que crea y une a la Iglesia y nos da la esperanza de la vida eterna y de la presencia de Dios en el mundo, engendra un acto eclesial. En la práctica, la Iglesia, también como Iglesia, como comunidad, de modo institucional, debe amar. Y esta “caritas” no es pura organización, como otras organizaciones filantrópicas, sino expresión necesaria del acto más profundo del amor personal con que Dios nos ha creado, suscitando en nuestro corazón el impulso hacia el amor, reflejo del Dios Amor, que nos hace a su imagen.

La preparación y traducción del texto ha requerido bastante tiempo. Ahora me parece un don de la Providencia el hecho de que el texto se publique precisamente en el día en que oraremos por la unidad de los cristianos. Espero que ilumine y ayude a nuestra vida cristiana.

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74 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Oración del Rey (Salmo 143)

74 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORACIÓN DEL REY (SALMO 143)

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ENERO DE 2006

Oración del Rey

Queridos hermanos y hermanas:

1. Concluye hoy la Semana de oración por la unidad de los cristianos, durante la cual hemos reflexionado en la necesidad de pedir constantemente al Señor el gran don de la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo. En efecto, la oración contribuye de modo esencial a hacer más sincero y fructífero el compromiso ecuménico común de las Iglesias y comunidades eclesiales.
En este encuentro queremos reanudar la meditación sobre el salmo 143, que la liturgia de las Vísperas nos propone en dos momentos distintos  (cf. vv. 1-8 y vv. 9-15). Tiene el tono de un himno; y también en este segundo movimiento del salmo entra en escena la figura del “Ungido”, es decir, del “Consagrado” por excelencia, Jesús, que atrae a todos hacia sí para hacer de todos “uno” (cf. Jn 17, 11. 21). Con razón, la escena que dominará el canto estará marcada por la prosperidad y la paz, los símbolos típicos de la era mesiánica.

2. Por esto, el cántico se define como “nuevo”, término que en el lenguaje bíblico no indica tanto la novedad exterior de las palabras, cuanto la plenitud última que sella la esperanza (cf. v. 9). Así pues, se canta la meta de la historia, en la que por fin callará la voz del mal, que el salmista describe como “falsedades” y “jurar en falso”, expresiones que aluden a la idolatría (cf. v. 11).

Pero después de este aspecto negativo se presenta, con un espacio mucho mayor, la dimensión positiva, la del nuevo mundo feliz que está a punto de llegar. Esta es la verdadera shalom, es decir, la “paz” mesiánica, un horizonte luminoso que se articula en una sucesión de escenas de vida social:  también para nosotros pueden convertirse en auspicio de la creación de una sociedad más justa.

3. En primer lugar está la familia (cf. v. 12), que se basa en la vitalidad de la generación. Los hijos, esperanza del futuro, se comparan a árboles robustos; las hijas se presentan como columnas sólidas que sostienen el edificio de la casa, semejantes a las de un templo. De la familia se pasa a la vida económica, al campo con sus frutos conservados en silos, con las praderas llenas de rebaños que pacen, con los bueyes que avanzan en los campos fértiles (cf. vv. 13-14).

La mirada pasa luego a la ciudad, es decir, a toda la comunidad civil, que por fin goza del don valioso de la paz y de la tranquilidad pública. En efecto, desaparecen para siempre las “brechas” que los invasores abren en las murallas de las plazas durante los asaltos; acaban las “incursiones”, que implican saqueos y deportaciones, y, por último, ya no se escucha el “gemido” de los desesperados, de los heridos, de las víctimas, de los huérfanos, triste legado de las guerras (cf. v. 14).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 84. Este retrato de un mundo diverso, pero posible, se encomienda a la obra del Mesías y también a la de su pueblo. Todos juntos, bajo la guía del Mesías Cristo, debemos trabajar por este proyecto de armonía y paz, cesando la acción destructora del odio, de la violencia, de la guerra. Sin embargo, hay que hacer una opción, poniéndose de parte del Dios del amor y de la justicia.

Por esto el Salmo concluye con las palabras:  “Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor”. Dios es el bien de los bienes, la condición de todos los demás bienes. Sólo un pueblo que conoce a Dios y defiende los valores espirituales y morales puede realmente ir hacia una paz profunda y convertirse también en una fuerza de paz para el mundo, para los demás pueblos. Y, por tanto, puede entonar con el salmista el “cántico nuevo”, lleno de confianza y esperanza. Viene espontáneamente a la mente la referencia a la nueva alianza, a la novedad misma que es Cristo y su Evangelio.

Es lo que nos recuerda san Agustín. Leyendo este salmo, interpreta también las palabras:  “tocaré para ti el arpa de diez cuerdas”. El arpa de diez cuerdas es para él la ley compendiada en los diez mandamientos. Pero debemos encontrar la clave correcta de estas diez cuerdas, de estos diez mandamientos. Y, como dice san Agustín, estas diez cuerdas, los diez mandamientos, sólo resuenan bien si vibran con la caridad del corazón. La caridad es la plenitud de la ley. Quien vive los mandamientos como dimensión de la única caridad, canta realmente el “cántico nuevo”. La caridad que nos une a los sentimientos de Cristo es el verdadero “cántico nuevo” del “hombre nuevo”, capaz de crear también un “mundo nuevo”. Este salmo nos invita a cantar “con el arpa de diez cuerdas” con corazón nuevo, a cantar con los sentimientos de Cristo, a vivir los diez mandamientos en la dimensión del amor, contribuyendo así a la paz y a la armonía del mundo (cf. Esposizioni sui salmi, 143, 16:  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 677).

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73 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno a la grandeza y bondad de Dios (Salmo 144)

73 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO A LA GRANDEZA Y BONDAD DE DIOS (SALMO 144)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE FEBRERO DE 2006

Himno a la grandeza y bondad de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de orar con la plegaria del salmo 144, una gozosa alabanza al Señor que es ensalzado como soberano amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. La liturgia nos propone este himno en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora reflexionaremos en la primera parte, que corresponde a los versículos 1-13.

Este salmo es un canto elevado al Señor, al que se invoca y describe como “rey” (cf. Sal 144, 1), una representación divina que aparece con frecuencia en otros salmos (cf. Sal 46; 92; 95; y 98). Más aún, el centro espiritual de nuestro canto está constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza divina. En ella se repite cuatro veces —como para indicar los cuatro puntos cardinales del ser y de la historia— la palabra hebrea malkut, “reino” (cf. Sal 144, 11-13).

Sabemos que este simbolismo regio, que será central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios, el cual no es indiferente ante la historia humana; al contrario, con respecto a ella tiene el deseo de realizar con nosotros y por nosotros un proyecto de armonía y paz. Para llevar a cabo este plan se convoca también a la humanidad entera, a fin de que cumpla la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los “hombres”, a “todas las generaciones” y a “todos los siglos”. Una acción universal, que arranca el mal del mundo y establece en él la “gloria” del Señor, es decir, su presencia personal eficaz y trascendente.

2. Hacia este corazón del Salmo, situado precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y quisiera ser hoy el portavoz de todos nosotros. En efecto, la oración bíblica más elevada es la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor con respecto a sus criaturas. En este salmo  se  sigue exaltando “el nombre” divino, es decir, su persona (cf. vv. 1-2), que se manifiesta en su actuación histórica:  en concreto se habla de “obras”, “hazañas”, “maravillas”, “fuerza”, “grandeza”, “justicia”,  “paciencia”,  “misericordia”,  “gracia”, “bondad” y “ternura”.

Es una especie de oración, en forma de letanía, que proclama la intervención de Dios en la historia humana  para  llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, que tiene para nosotros un plan, un “reino” por instaurar (cf. v. 11).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano sacrilegio3. Este “reino” no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión, como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de los versículos que contienen la alabanza.

La síntesis de este retrato divino se halla en el versículo 8:  el Señor es “lento a la cólera y rico en piedad”. Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo:  “El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34, 6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor:  “Deus caritas est” (1 Jn 4, 8. 16).

4. Además de reflexionar en estas hermosas palabras, que nos muestran a un Dios “lento a la cólera y rico en piedad”, siempre dispuesto a perdonar y ayudar, centramos también nuestra atención en el siguiente versículo, un texto hermosísimo:  “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (v. 9). Se trata de palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.

A este propósito, san Pedro Crisólogo (380 ca. 450 ca.) en el Segundo discurso sobre el ayuno:  “”Son grandes las obras del Señor”. Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo:  “Son grandes las obras de Dios”; y en otro pasaje añade:  “Su misericordia es superior a todas sus obras”. La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. (…) Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. (…) Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia:  “Misericordia, Dios mío —dice— por tu bondad” (Sal 50, 3)” (42, 4-5:  Discursos 1-62 bis, Scrittori dell area santambrosiana, 1, Milán-Roma 1996, pp. 299. 301).

Así decimos también nosotros al Señor:  “Misericordia, Dios mío, por tu bondad”.

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72 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Tu reino es un reino eterno (Salmo 144, 14-21)

72 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TU REINO ES UN REINO ETERNO (SALMO 144, 14-21)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE FEBRERO DE 2006

Tu reino es un reino eterno

1. Siguiendo la liturgia, que lo divide en dos partes, volvemos a reflexionar sobre el salmo 144, un canto admirable en honor del Señor, rey amoroso y solícito con sus criaturas. Ahora queremos meditar en la segunda sección de este salmo:  son los versículos 14-21, que recogen el tema fundamental del primer movimiento del himno.

Allí se exaltaban la piedad, la ternura, la fidelidad y la bondad divina, que se extienden a la humanidad entera, implicando a todas las criaturas. Ahora el salmista centra su atención en el amor que el Señor siente, en particular, por los pobres y los débiles. La realeza divina no es lejana y altanera, como a veces puede suceder en el ejercicio del poder humano. Dios expresa su realeza mostrando su solicitud por las criaturas más frágiles e indefensas.

2. En efecto, Dios es ante todo un Padre que “sostiene a los que van a caer” y levanta a los que ya habían caído en el polvo de la humillación (cf. v. 14). En consecuencia, los seres vivos se dirigen al Señor casi como mendigos hambrientos y él, como padre solícito, les da el alimento que necesitan para vivir (cf. v. 15).

En este punto aflora a los labios del orante la profesión de fe en las dos cualidades divinas por excelencia:  la justicia y la santidad. “El Señor es justo en todos sus caminos, es santo en todas sus acciones” (v. 17). En hebreo se usan dos adjetivos típicos para ilustrar la alianza establecida entre Dios y su pueblo:  saddiq y hasid. Expresan la justicia que quiere salvar y librar del mal, y la fidelidad, que es signo de la grandeza amorosa del Señor.

3. El salmista se pone de parte de los beneficiados, a los que define con diversas expresiones; son términos que constituyen, en la práctica, una representación del verdadero creyente. Este “invoca” al Señor con una oración confiada, lo “busca” en la vida “sinceramente” (cf. v. 1), “teme” a su Dios, respetando su voluntad y obedeciendo su palabra (cf. v. 19), pero sobre todo lo “ama”, con la seguridad de que será acogido bajo el manto de su protección y de su intimidad (cf. v. 20).

Así, el salmista concluye el himno de la misma forma en que lo había comenzado:  invitando a alabar y bendecir al Señor y su “nombre”, es decir, su persona viva y santa, que actúa y salva en el mundo y en la historia; más aún, invitando a todas las criaturas marcadas por el don de la vida a asociarse a la alabanza orante del fiel:  “Todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre jamás” (v. 21).
Es una especie de canto perenne que se debe elevar desde la tierra hasta el cielo; es la celebración comunitaria del amor universal de Dios, fuente de paz, alegría y salvación.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano aparecida4. Para concluir nuestra reflexión, volvamos al consolador versículo que dice:  “Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (v. 18). Esta frase, en especial, la utilizaba con frecuencia Barsanufio de Gaza, un asceta que murió hacia mediados del siglo VI, al que buscaban los monjes, los eclesiásticos y los laicos por la sabiduría de su discernimiento.

Así, por  ejemplo, a un  discípulo que le expresaba el deseo “de buscar las causas de las diversas tentaciones que lo habían asaltado”, Barsanufio le respondió:  “Hermano Juan, no temas para nada las tentaciones que han surgido contra ti para probarte, porque el Señor no permitirá que caigas en ellas. Por eso, cuando te venga una de esas tentaciones, no te esfuerces por averiguar de qué se trata; lo que debes hacer es invocar el nombre de Jesús:  “Jesús ayúdame” y él te escuchará porque “cerca  está  el  Señor  de los que lo invocan”. No te desalientes; al contrario, corre con fuerza y llegarás a la meta, en nuestro Señor Jesucristo” (Barsanufio y Juan de Gaza, Epistolario, 39:  Colección de Textos Patrísticos, XCIII, Roma 1991, p. 109).

Y estas palabras de ese antiguo Padre valen también para nosotros. En nuestras dificultades, problemas y tentaciones, no debemos simplemente hacer una reflexión teórica —¿de dónde vienen?—; debemos reaccionar de forma positiva:  invocar al Señor, mantener el contacto vivo con el Señor. Más aún, debemos invocar el nombre de Jesús:  “Jesús, ayúdame”. Y estemos seguros de que él nos escucha, porque está cerca de los que lo buscan. No nos desanimemos; si corremos con fuerza, como dice este Padre, también nosotros llegaremos a la meta de nuestra vida, Jesús, nuestro Señor.

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71 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Magníficat” Cántico de la santísima Virgen María

71 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MAGNIFICAT, CÁNTICO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2006

La audiencia general del miércoles 15 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos:  el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI.  En el templo vaticano se habían congregado seis mil estudiantes italianos, y una gran peregrinación (mil ochocientos fieles), organizada por la familia religiosa de “Frères de Saint-Jean”.

En la basílica de San Pedro 

Saludo con afecto a todos los queridos estudiantes procedentes de varias partes de Italia. En particular, saludo a los alumnos y profesores de las Escuelas de Ostia Lido, del instituto del Sagrado Corazón de Caserta y del instituto Santa Dorotea de Roma.

Queridos amigos, como sabéis, recientemente se publicó mi primera encíclica, titulada Deus caritas est, en la que recuerdo que el amor de Dios es la fuente y el motivo de nuestra verdadera alegría. Invito a cada uno a comprender y acoger cada vez más este Amor, que cambia la vida y os hace testigos creíbles del Evangelio. Así llegaréis a ser auténticos amigos de Jesús y fieles apóstoles suyos.

Sobre todo a las personas más débiles y necesitadas debemos hacerles sentir la ternura del Corazón de Dios; no olvidéis que cada uno de nosotros, al difundir la caridad divina, contribuye a construir un mundo más justo y solidario.

Me complace saludar esta mañana a los miembros y amigos de la Congregación Saint-Jean, con ocasión de su trigésimo aniversario, acompañados por los priores generales y por el padre Marie-Dominique Philippe. Que vuestra peregrinación sea un tiempo de renovación, esforzándoos por analizar lo que habéis vivido, a fin de sacar las enseñanzas y realizar un discernimiento cada vez más profundo de las vocaciones que se presentan y de las misiones que debéis realizar, colaborando confiadamente con los pastores de las Iglesias locales. Que el señor os haga crecer en santidad, con la ayuda de María y del discípulo amado.

* * *

En la sala Pablo VI

“Magníficat” Cántico de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las Vísperas.

Al terminar la peregrinación por esos textos, que ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas:  elMagníficat (cf. Lc 1, 46-55).
Es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían “pobres” no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta “humildad”, en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta.

2. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1, 46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona:  “Mi alma… Mi espíritu… Mi Salvador… Me felicitarán… Ha hecho obras grandes por mí…”. Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor.

La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir:  “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su “fiat” y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.

3. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia:  “Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel”.

En estas siete acciones divinas es evidente el “estilo” en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento:  se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan “los soberbios, los poderosos y los ricos”. Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios:  “Los que le temen”, fieles a su palabra, “los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo”, es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son “pobres”, puros y sencillos de corazón. Se trata del “pequeño rebaño”, invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12, 32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios.

Magnificat Cantico de la Virgen Mari Maulbertsch krouillong comunion en la mano sacrilegio4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia:  “Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios… El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas” (Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27:  SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).

En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras:  “Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios”. Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.

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70 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Cátedra de San Pedro don de Cristo a su Iglesia

70 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO DON DE CRISTO A SU IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE FEBRERO DE 2006

La audiencia general del miércoles 22 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos:  el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI

En la Basílica de San Pedro

Queridos amigos, deseo dar una cordial bienvenida a todos los presentes en esta basílica, cuyo ábside hoy está adornado e iluminado con ocasión de la fiesta de la Cátedra del apóstol Pedro. En particular, os saludo a vosotros, queridos estudiantes y profesores del colegio San Francisco de Lodi, que conmemoráis el cuarto centenario de vuestra escuela, fundada por los padres barnabitas; así como a vosotros, queridos alumnos y profesores del instituto María Inmaculada de Roma.

La fiesta de hoy, que nos invita a mirar a la Cátedra de san Pedro, nos estimula a alimentar la vida personal y comunitaria con la fe fundada en el testimonio de san Pedro y de los demás Apóstoles. Si imitáis su ejemplo, también vosotros, queridos amigos, podréis ser testigos de Cristo en la Iglesia y en el mundo.

* * *

En la sala Pablo VI

La Cátedra de San Pedro don de Cristo a su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La “cátedra”, literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama “catedral”, y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su “magisterio”, es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la “cátedra” de san Pedro? Elegido por Cristo como “roca” sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera “sede” de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde “por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del “Orbis” —la “Urbs” que expresa el “Orbis”, la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la “cátedra” de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como “la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo”; y añade:  “Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes” (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma:  “¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina” (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la “Cátedra” de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la “cátedra” de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo:  “He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia” (Cartas I, 15, 1-2).

san pedro apostol krouillong comunion en la mano sacrilegio 2
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

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69 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Cuaresma, itinerario de reflexión y oración intensa

69 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA CUARESMA, ITINERARIO DE REFLEXIÓN Y ORACIÓN INTENSA

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE MARZO DE 2006

La Cuaresma, itinerario de reflexión y oración intensa

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la liturgia del miércoles de Ceniza, iniciamos el itinerario cuaresmal de cuarenta días, que nos llevará al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, centro del misterio de nuestra salvación. Este es un tiempo favorable, en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad su bautismo. En efecto, en este tiempo litúrgico el pueblo de Dios, desde los primeros tiempos, se alimenta con la abundancia de la palabra de Dios, para fortalecerse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.

Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma encierra una indudable fuerza evocadora. En efecto, alude a algunos de los acontecimientos que marcaron la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a proponer, también a nosotros, su valor paradigmático:  pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal, que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé, y así con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte Sinaí, tras los cuales tuvo lugar el don de las tablas de la Ley. El tiempo de Cuaresma quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, orando y ayunando, antes de emprender su misión pública.

También nosotros hoy iniciamos un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando los misterios centrales de la fe. Así nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.

En todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico:  la imposición de la ceniza; este rito va acompañado de dos fórmulas muy densas de significado, que constituyen una apremiante llamada a reconocerse pecadores y a volver a Dios.

La primera fórmula reza:  “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Jn 3, 19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana, marcada por la caducidad y el límite, y quieren impulsarnos a volver a poner nuestra esperanza únicamente en Dios.

La segunda fórmula remite a las palabras que pronunció Jesús al inicio de su ministerio itinerante:  “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Es una invitación a poner como fundamento de la renovación personal y comunitaria la adhesión firme y confiada al Evangelio. La vida del cristiano es una vida de fe, fundada en la palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en todas las tentaciones, el secreto de la victoria radica en escuchar la Palabra de verdad y rechazar con decisión la mentira y el mal.

Este es el programa verdadero, central, del tiempo de Cuaresma:  escuchar la Palabra de verdad; vivir, hablar y hacer la verdad; evitar la mentira, que envenena a la humanidad y es la puerta de todos los males.

Por tanto, urge volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la palabra del Señor, palabra de verdad, para que en todos los cristianos, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que nos ha sido concedida, para que la vivamos y demos testimonio de ella. La Cuaresma nos impulsa a dejar que la palabra de Dios penetre en nuestra vida para conocer así la verdad fundamental:  quiénes somos, de dónde venimos, a dónde debemos ir, cuál es el camino que hemos de seguir en la vida. De este modo, el tiempo de Cuaresma nos ofrece un itinerario ascético y litúrgico que, a la vez que nos ayuda a abrir los ojos a nuestra debilidad, nos estimula a abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.

cuaresma krouillong comunion en la mano sacrilegioEl camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar de un modo nuevo a nuestros hermanos y sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a ver el rostro de Cristo, ve de una forma diferente también a los hermanos, descubre a los hermanos, su bien, su mal, sus necesidades.
Por esto, la Cuaresma, como escucha de la verdad, es un tiempo favorable para convertirse al amor, porque la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Al convertirnos a la verdad de Dios, necesariamente debemos convertirnos al amor, un amor que sepa hacer propia la actitud de compasión y misericordia del Señor, como quise recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras evangélicas:  “Jesús, al ver a la multitud, se compadeció de ella” (Mt 9, 36).

La Iglesia, consciente de su misión en el mundo, no cesa de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo su mirada conmovida hacia los hombres y los pueblos de todos los tiempos.

“Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad —escribí en el citado Mensaje cuaresmal—, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo están en un contraste intolerable con la “mirada” de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para configurarnos con esa misma “mirada”” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 4), con la mirada de Cristo, y vernos a nosotros mismos, ver a la humanidad, a los demás, con esta misma mirada. Con este espíritu entremos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor a los hermanos.

Que sean días de reflexión e intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, convencidos de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de cada día, y la fragilidad y el engaño son experiencias de todos.

Por último, que la Cuaresma, a través de la limosna, haciendo el bien a los demás, sea ocasión de compartir sinceramente con los hermanos los dones recibidos y de mostrarnos solícitos a las necesidades de los más pobres y abandonados.

Que en este itinerario penitencial nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen santísima nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos, deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

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