23 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración Confrontación entre profetas y oraciones (1 R 18, 20-40)

23 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (6) – CONFRONTACIÓN ENTRE PROFETAS Y ORACIONES

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE JUNIO DE 2011

El hombre en oración (6) – Confrontación entre profetas y oraciones (1 R 18, 20-40)

Queridos hermanos y hermanas:

En la historia religiosa del antiguo Israel tuvieron gran relevancia los profetas con su enseñanza y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa «el Señor es mi Dios» y en consonancia con este nombre se desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Sirácida dice: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha» (Si 48, 1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que lo había hospedado (cf. 1 R 17, 17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1 R 19, 1-4), pero es sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra en todo su poder de intercesor cuando, ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detenemos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, creyendo poder «servir a dos señores» (cf. Mt 6, 24; Lc 16, 13), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por los hombres.

Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace que se reúna el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la necesidad de hacer una elección: «Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (1 R 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cf. Jr 10, 5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de orar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltando, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, «con cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre por sus cuerpos» (1 R 18, 28). Recurren a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y es tal el engaño que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan incluso a hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

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Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío que lanza él a los profetas de Baal era volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, siendo partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como reza el texto, «doce piedras, según el número de tribus de los hijos de Jacob, al que se había dirigido esta palabra del Señor: “Tu nombre será Israel”» (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de la que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene un alcance decisivo; el altar es lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en «altar», lugar de ofrenda y de sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: «Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios y que has convertido sus corazones» (vv. 36-37; cf. Gn 32, 36-37). Elías se dirige al Señor llamándolo Dios de los padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor con su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal que su Nombre ya está inseparablemente unido al de los patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías resulta de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», utiliza un apelativo menos común: «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel». La sustitución del nombre «Jacob» con «Israel» evoca la lucha de Jacob en el vado de Yaboc con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cf. Gn 32, 29) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un significado denso dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, oye que lo llaman por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: «Señor, Dios (…) de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel» (1 R 18, 36).

El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quién es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirlo sólo a él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el conocido texto del Shemá Israel: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). Al absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y precisamente para el corazón de su pueblo el profeta con su oración está implorando conversión: «Que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios, y que has convertido sus corazones» (1 R 18, 37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.

Y esto es lo que sucede: «Cayó el fuego del Señor, que devoró el holocausto y la leña, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: “¡El Señor es Dios. El Señor es Dios!”» (vv. 38-39). El fuego, este elemento a la vez necesario y terrible, vinculado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma inequívoca, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento: adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; lo esclavizan. Segundo. El objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios y así de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si —dicen— es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.

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26 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (4) – Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)

26 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (4) – LUCHA NOCTURNA Y ENCUENTRO CON DIOS (GN 32, 23-33)

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE MAYO DE 2011

El hombre en oración (4) – Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un texto del Libro del Génesis que narra un episodio bastante particular de la historia del patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboc, del que hemos escuchado un pasaje.

Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y después le había arrebatado con engaño la bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Tras huir de la ira de Esaú, se había refugiado en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y ahora volvía a su tierra natal, dispuesto a afrontar a su hermano después de haber tomado algunas medidas prudentes. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él atravesaran el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo y es agredido improvisamente por un desconocido con el que lucha durante toda la noche. Este combate cuerpo a cuerpo —que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis— se convierte para él en una singular experiencia de Dios.

La noche es el tiempo favorable para actuar a escondidas, por tanto, para Jacob es el tiempo mejor para entrar en el territorio de su hermano sin ser visto y quizás con el plan de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo, es él quien se ve sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para tratar de evitar una situación peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata, por tanto, de una definición vaga, indeterminada, que a propósito mantiene al asaltante en el misterio. Reina la oscuridad, Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; y también para el lector, para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al patriarca, y este es el único dato seguro que nos proporciona el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya haya terminado y ese «alguien» haya desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.

El episodio tiene lugar, por tanto, en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también cómo se desarrolla la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer cuál de los dos contrincantes logra vencer; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones se suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. De hecho, al inicio Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario —dice el texto— «no lograba vencerlo» (v. 26); con todo, golpea a Jacob en la articulación del muslo, provocándole una luxación. Se debería pensar entonces que Jacob va a sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide que lo deje ir; pero el patriarca se niega, poniendo una condición: «No te soltaré hasta que me bendigas» (v. 27). Aquel que con engaño le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido, de quien quizás comienza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin poderlo aún reconocer verdaderamente.

El rival, que parece detenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de acoger la petición del patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?». El patriarca le responde: «Jacob» (v. 28). Aquí la lucha da un viraje importante. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre la persona, porque en la mentalidad bíblica el nombre contiene la realidad más profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite poderlo dominar. Por tanto, cuando, a petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de rendición, de entrega total de sí mismo al otro.

Pero, paradójicamente, en este gesto de rendición también Jacob resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (v. 29). «Jacob» era un nombre que aludía al origen problemático del patriarca; de hecho, en hebreo recuerda el término «talón», y remite al lector al momento del nacimiento de Jacob cuando, al salir del seno materno, agarraba con la mano el talón de su hermano gemelo (cf. Gn 25, 26), casi presagiando la supremacía que alcanzaría en perjuicio de su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob remite también al verbo «engañar, suplantar». Pues bien, ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto de entrega y rendición, su propia realidad de engañador, de suplantador; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engañador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que implica una nueva identidad. Pero también aquí el relato mantiene su voluntaria duplicidad, porque el significado más probable del nombre Israel es «Dios es fuerte, Dios vence».

Así pues, Jacob ha prevalecido, ha vencido —es el propio adversario quien lo afirma—, pero su nueva identidad, recibida del contrincante mismo, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a su adversario, este no quiere decírselo, pero se le revelará en un gesto inequívoco, dándole la bendición. Aquella bendición que el patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendición obtenida con engaño, sino la gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por eso, al final de la lucha, recibida la bendición, el patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: «He visto a Dios cara a cara —dijo—, y he quedado vivo» (v. 31); y ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido» por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.

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Las explicaciones que la exégesis bíblica puede dar respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen en él finalidades y componentes literarios de varios tipos, así como referencias a algún relato popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboc se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los rasgos de una relación particular entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma también el Catecismo de la Iglesia católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia» (n. 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y de perdón.

La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de sí mismos a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Más aún: Jacob, que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y da también un nombre nuevo al lugar donde ha luchado con Dios y le ha rezado; le da el nombre de Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que ese lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a él, quien se deja transformar por él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm4, 7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve a la espera de ver su rostro. ¡Gracias!

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25 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (5) – La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)

25 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (5) – LA INTERCESIÓN DE MOISÉS POR SU PUEBLO (EX 32, 7-14)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE JUNIO DE 2011

El hombre en oración (5) – La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)

Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf.Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 delDeuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

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Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).

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24 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje apostólico a Croacia

24 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A CROACIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE JUNIO DE 2011

Viaje apostólico a Croacia

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de la visita pastoral a Croacia que realicé el sábado y el domingo pasados. Un viaje apostólico breve, que se desarrolló íntegramente en la capital Zagreb, pero a la vez rico en encuentros y sobre todo en un intenso espíritu de fe, pues los croatas son un pueblo profundamente católico. Renuevo mi más vivo agradecimiento al cardenal Bozanić, arzobispo de Zagreb, a monseñor Srakić, presidente de la Conferencia episcopal, y a los demás obispos de Croacia, así como al presidente de la República, por la cordial acogida que me brindaron. Mi reconocimiento va a todas las autoridades civiles y a todos los que colaboraron de distintas formas en este acontecimiento, especialmente a las personas que ofrecieron por esta intención oraciones y sacrificios.

«Juntos en Cristo», este fue el lema de mi visita, que expresa ante todo la experiencia de encontrarse todos unidos en el nombre de Cristo, la experiencia de ser Iglesia, manifestada en el reunirse del pueblo de Dios alrededor del Sucesor de Pedro. Pero «Juntos en Cristo», tenía, en este caso, una referencia particular a la familia: de hecho, el motivo principal de mi visita era la i Jornada nacional de las familias católicas croatas, que culminó en la concelebración eucarística del domingo por la mañana, en la que participó, en el área del hipódromo de Zagreb, una gran multitud de fieles. Para mí fue muy importante confirmar en la fe sobre todo a las familias, que el concilio Vaticano II llamó «iglesias domésticas» (cf. Lumen gentium, 11). El beato Juan Pablo II, que visitó tres veces Croacia, dio gran relieve al papel de la familia en la Iglesia; así, con este viaje, he querido dar continuidad a este aspecto de su magisterio. En la Europa de hoy, las naciones de sólida tradición cristiana tienen una especial responsabilidad en la defensa y promoción del valor de la familia fundada en el matrimonio, que por lo demás, es decisiva tanto en el ámbito educativo como en el social. Este mensaje tenía, por tanto, una particular relevancia para Croacia, que, con su rico patrimonio espiritual, ético y cultural, se prepara para entrar en la Unión Europea.

La santa misa se celebró en el peculiar clima espiritual de la novena de Pentecostés. Como en un gran «cenáculo» al aire libre, las familias croatas se reunieron en oración, invocando juntos el don del Espíritu Santo. Esto me permitió destacar el don y el compromiso de la comunión en la Iglesia, así como la oportunidad de animar a los cónyuges en su misión. En nuestros días, mientras por desgracia se constata la multiplicación de las separaciones y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha convertido por sí misma en un testimonio significativo del amor de Cristo, que permite vivir el matrimonio por lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer que, con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan durante toda la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. La primera educación en la fe consiste precisamente en el testimonio de esta fidelidad al pacto conyugal; de ella los hijos aprenden sin palabras que Dios es amor fiel, paciente, respetuoso y generoso. La fe en el Dios que es Amor se transmite ante todo con el testimonio de fidelidad al amor conyugal, que se traduce naturalmente en amor a los hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no es posible sin la gracia de Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo. Por eso la Virgen María no cesa de interceder ante su Hijo, para que —como en las bodas de Caná— renueve continuamente a los cónyuges el don del «vino bueno», es decir, de su Gracia, que permite vivir en «una sola carne» en las distintas edades y situaciones de la vida.

En este contexto de gran atención a la familia, se insertó muy bien la Vigilia con los jóvenes, que tuvo lugar la noche del sábado en la plaza Jelačić, corazón de la ciudad de Zagreb. Allí me encontré con la nueva generación croata y percibí toda la fuerza de su fe joven, animada por un gran impulso hacia la vida y su significado, hacia el bien, hacia la libertad, es decir, hacia Dios. Fue muy bello y conmovedor escuchar a estos jóvenes cantar con alegría y entusiasmo, y después, en el momento de escuchar y de orar, recogerse en profundo silencio. Les repetí la pregunta que Jesús hizo a sus primeros discípulos: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38), pero les dije que Dios los busca a ellos primero y más de lo que ellos lo buscan a él. Esta es la alegría de la fe: descubrir que Dios nos ama primero. Es un descubrimiento que nos mantiene siempre discípulos y, por tanto, siempre jóvenes en espíritu. Este misterio, durante la Vigilia, se vivió en la oración de adoración eucarística: en el silencio, en nuestro estar «juntos en Cristo», encontró su plenitud. Así mi invitación a seguir a Jesús fue un eco de la Palabra que él mismo dirigía al corazón de los jóvenes.

Otro momento que podemos definir de «cenáculo» fue la celebración de las Vísperas en la catedral, con los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los jóvenes que se están formando en los seminarios y en los noviciados. También aquí experimentamos de manera especial nuestro ser «familia» como comunidad eclesial. En la catedral de Zagreb se encuentra la monumental tumba del beato cardenal Alojzije Stepinac, obispo y mártir. En nombre de Cristo se opuso con valentía primero a los atropellos del nazismo y del fascismo y, después, a los del régimen comunista. Fue detenido y confinado en su pueblo natal. Creado cardenal por el Papa Pío XII, murió en 1960 a causa de una enfermedad contraída en la cárcel. A la luz de su testimonio, animé a los obispos y a los presbíteros en su ministerio, exhortándolos a la comunión y al celo apostólico; volví a proponer a los consagrados la belleza y la radicalidad de su forma de vida; invité a los seminaristas, a los novicios y las novicias, a seguir con alegría a Cristo que los ha llamado por su nombre. Este momento de oración, enriquecido con la presencia de tantos hermanos y hermanas que han dedicado su vida al Señor, fue para mí de gran consuelo, y rezo para que las familias croatas sean siempre tierra fértil para el nacimiento de numerosas y santas vocaciones al servicio del reino de Dios.

Muy significativo fue también el encuentro con exponentes de la sociedad civil, del mundo político, académico, cultural y empresarial, con el Cuerpo diplomático y con los líderes religiosos, reunidos en el teatro Nacional de Zagreb. En ese contexto tuve la gran alegría de rendir homenaje a la gran tradición cultural croata, inseparable de su historia de fe y de la presencia viva de la Iglesia, promotora, a lo largo de los siglos, de múltiples instituciones y sobre todo formadora de ilustres investigadores de la verdad y del bien común. Entre estos recordé en particular al padre jesuita Ruđer Bošković, gran científico de cuyo nacimiento este año se cumple el tercer centenario. Una vez más fue evidente para todos nosotros la más profunda vocación de Europa, que es la de custodiar y renovar un humanismo que tiene raíces cristianas y que se puede definir «católico», es decir universal e integral. Un humanismo que pone en el centro la conciencia del hombre, su apertura trascendente y al mismo tiempo su realidad histórica, capaz de inspirar proyectos políticos diversos pero que convergen en la construcción de una democracia sustancial, fundada en los valores éticos arraigados en la misma naturaleza humana. Mirar a Europa desde el punto de vista de una nación de antigua y sólida tradición cristiana, que es parte integrante de la civilización europea, mientras se prepara para entrar en la Unión política, ha hecho sentir nuevamente la urgencia del desafío que interpela hoy a todos los pueblos de este continente: el de no tener miedo de Dios, del Dios de Jesucristo, que es Amor y Verdad, y que no quita nada a la libertad, sino que la restituye a sí misma y le da el horizonte de una esperanza fiable.

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Virgen María, Reina de los Croatas

Queridos amigos, cada vez que el Sucesor de Pedro realiza un viaje apostólico, todo el cuerpo eclesial participa, de algún modo, del dinamismo de comunión y de misión propio de su ministerio. Expreso mi agradecimiento a todos los que me han acompañado y apoyado con la oración, obteniendo que mi visita pastoral se desarrollase óptimamente. Ahora, mientras damos gracias al Señor por este gran don, le pedimos, por intercesión de la Virgen María, Reina de los croatas, que cuanto haya podido sembrar dé fruto abundante para las familias croatas, para toda la nación y para toda Europa.

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22 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (7) El pueblo de Dios que reza: los Salmos

22 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (7) – EL UEBLO DE DIOS QUE REZA: LOS SALMOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE JUNIO DE 2011

El hombre en oración (7) El pueblo de Dios que reza: los Salmos

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis anteriores nos centramos en algunas figuras del Antiguo Testamento particularmente significativas para nuestra reflexión sobre la oración. Hablé de Abraham, que intercede por las ciudades extranjeras; de Jacob, que en la lucha nocturna recibe la bendición; de Moisés, que invoca el perdón para su pueblo; y de Elías, que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy quiero iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar episodios particulares de personajes en oración, entraremos en el «libro de oración» por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más arraigados en la tradición orante de la Iglesia. Hoy quiero introducirlos hablando del libro de los Salmos en su conjunto.

El Salterio se presenta como un «formulario» de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con él. En este libro encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada a su revelación en la historia. En cuanto oraciones, los Salmos son manifestaciones del espíritu y de la fe, en las que todos nos podemos reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercanía a Dios a la que están llamados todos los hombres. Y toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.

No obstante esta multiplicidad expresiva, se pueden identificar dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, vinculada a la lamentación, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la súplica.

En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y «amante de la vida» (cf. Sb 11, 26), dispuesto a ayudar, salvar y perdonar. Así, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo 31: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. (…) Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (vv. 2.5). Así pues, ya en la lamentación puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de la intervención divina y después se hace explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que está en la base de la súplica. Así se confiesa a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el Salmo 86: «Te alabaré de todo corazón, Dios mío; daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo profundo» (vv. 12-13). De ese modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

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Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración —y son las palabras del salmista inspirado— que se convierte también en palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y su función. Los Salmos se dan al creyente precisamente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien los asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a él con las palabras que él mismo nos da. Así, al rezar los Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración.

Algo análogo sucede cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en él, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres, por último, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cf. Is 55, 8-9), para crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que también podemos aprender quién es Dios y, aprendiendo cómo hablar con él, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos.

A este respecto, es significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Se llama tehillîm, un término hebreo que quiere decir «alabanzas», de la raíz verbal que encontramos en la expresión «Halleluyah», es decir, literalmente «alabad al Señor». Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con su articulación entre alabanza y súplica, es en definitiva un libro de alabanzas, que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre. Esta es la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que también en la desolación, también en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: «En ti está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10).

Pero, además de este título general del libro, la tradición judía ha puesto en muchos Salmos títulos específicos, atribuyéndolos, en su gran mayoría, al rey David. Figura de notable talla humana y teológica, David es un personaje complejo, que atravesó las más diversas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó su amor, y esto es característico: siempre buscó a Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de todas sus debilidades, «según el corazón de Dios» (cf. 1 S 13, 14), es decir, un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque él es una figura mesiánica, ungido del Señor, en el que de algún modo se vislumbra el misterio de Cristo.

Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena oró con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más pleno y profundo. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), que nos revela plenamente el rostro del Padre. El cristiano, por tanto, al rezar los Salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave de interpretación. Así el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas, todo Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.

Queridos hermanos y hermanas, tomemos, por tanto, en nuestras manos este libro santo; dejémonos que Dios nos enseñe a dirigirnos a él; hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe diariamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como los discípulos de Jesús, «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1), abriendo el corazón a acoger la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo «Padre nuestro». Gracias.

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21 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (8) – La lectura de la Biblia, alimento del espíritu

21 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (8) – LA LECTURA DE LA BIBLIA, ALIMENTO DEL ESPÍRITU

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE AGOSTO DE 2011

El hombre en oración (8) – La lectura de la Biblia, alimento del espíritu

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra veros aquí, en la plaza, en Castelgandolfo, y reanudar las audiencias interrumpidas en el mes de julio. Quiero continuar con el tema que hemos iniciado, es decir, una «escuela de oración», y también hoy, de un modo algo diferente, sin alejarme del tema, aludir a algunos aspectos de carácter espiritual y concreto, que me parecen útiles no sólo para quien vive —en alguna parte del mundo— el período de vacaciones de verano, sino también para todos los que están comprometidos en el trabajo diario.

Cuando tenemos un momento de pausa en nuestras actividades, de modo especial durante las vacaciones, a menudo tomamos en las manos un libro que deseamos leer. Este es precisamente el primer aspecto sobre el que quiero reflexionar. Cada uno de nosotros necesita tiempos y espacios de recogimiento, de meditación, de calma… ¡Gracias a Dios es así! De hecho, esta exigencia nos dice que no estamos hechos sólo para trabajar, sino también para pensar, reflexionar, o simplemente para seguir con la mente y con el corazón un relato, una historia en la cual sumergirnos, en cierto sentido «perdernos», para luego volvernos a encontrar enriquecidos.

Naturalmente, muchos de estos libros de lectura, que tomamos en las manos en las vacaciones, son por lo general de evasión, y esto es normal. Sin embargo, varias personas, especialmente si pueden tener espacios de pausa y de relajamiento más prolongados, se dedican a leer algo más comprometedor. Por eso, quiero haceros una propuesta: ¿por qué no descubrir algunos libros de la Biblia que normalmente no se conocen, o de los que hemos escuchado algún pasaje durante la liturgia, pero que nunca hemos leído por entero? En efecto, muchos cristianos no leen nunca la Biblia, y la conocen de un modo muy limitado y superficial. La Biblia —como lo dice su nombre— es una colección de libros, una pequeña «biblioteca», nacida a lo largo de un milenio. Algunos de estos «libritos» que la componen permanecen casi desconocidos para la mayor parte de las personas, incluso de los buenos cristianos. Algunos son muy breves, como el Libro de Tobías, un relato que contiene un sentido muy elevado de la familia y del matrimonio; o el Libro de Ester, en el que esa reina judía, con la fe y la oración, salva a su pueblo del exterminio; o, aún más breve, el Libro de Rut, una extranjera que conoce a Dios y experimenta su providencia. Estos libritos se pueden leer por entero en una hora. Más comprometedores, y auténticas obras maestras, son el Libro de Job, que afronta el gran problema del dolor inocente; el Qohélet, que impresiona por la desconcertante modernidad con que pone en tela de juicio el sentido de la vida y del mundo; el Cantar de los Cantares, estupendo poema simbólico del amor humano. Como veis, todos estos son libros del Antiguo Testamento. ¿Y el Nuevo? Ciertamente, el Nuevo Testamento es más conocido, y los géneros literarios son menos variados. Pero conviene descubrir la belleza de leer un Evangelio todo seguido, y recomiendo también los Hechos de los Apóstoles o una de las Cartas.

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En conclusión, queridos amigos, hoy quiero sugerir que tengáis a mano, durante el período estival o en los momentos de pausa, la sagrada Biblia, para gustarla de modo nuevo, leyendo de corrido algunos de sus libros, los menos conocidos y también los más conocidos, como los Evangelios, pero en una lectura continuada. Si se hace así, los momentos de distensión pueden convertirse no sólo en enriquecimiento cultural, sino también en alimento del espíritu, capaz de alimentar el conocimiento de Dios y el diálogo con él, la oración. Esta parece ser una hermosa ocupación para las vacaciones: tomar un libro de la Biblia, para encontrar así un poco de distensión y, al mismo tiempo, entrar en el gran espacio de la Palabra de Dios y profundizar nuestro contacto con el Eterno, precisamente como finalidad del tiempo libre que el Señor nos da.

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20 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (9) – El “oasis” del espíritu

20 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN (9) – EL “OASIS” DEL ESPÍRITU

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE AGOSTO DE 2011

El hombre en oración (9) – El “oasis” del espíritu

Queridos hermanos y hermanas:

En cada época, hombres y mujeres que consagraron su vida a Dios en la oración —como los monjes y las monjas— establecieron sus comunidades en lugares particularmente bellos, en el campo, sobre las colinas, en los valles de las montañas, a la orilla de lagos o del mar, o incluso en pequeñas islas. Estos lugares unen dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la belleza de la creación, que remite a la belleza del Creador, y el silencio, garantizado por la lejanía respecto a las ciudades y a las grandes vías de comunicación.

El silencio es la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios y la meditación. Ya el hecho mismo de gustar el silencio, de dejarse, por decirlo así, «llenar» del silencio, nos predispone a la oración. El gran profeta Elías, sobre el monte Horeb —es decir, el Sinaí— presencia un huracán, luego un terremoto, y, por último, relámpagos de fuego, pero no reconoce en ellos la voz de Dios; la reconoce, en cambio, en una brisa suave (cf. 1 R 19, 11-13). Dios habla en el silencio, pero es necesario saberlo escuchar. Por eso los monasterios son oasis en los que Dios habla a la humanidad; y en ellos se encuentra el claustro, lugar simbólico, porque es un espacio cerrado, pero abierto hacia el cielo.

Mañana, queridos amigos, haremos memoria de santa Clara de Asís. Por ello me complace recordar uno de estos «oasis» del espíritu apreciado de manera especial por la familia franciscana y por todos los cristianos: el pequeño convento de San Damián, situado un poco más abajo de la ciudad de Asís, en medio de los olivos que descienden hacia Santa María de los Ángeles. Junto a esta pequeña iglesia, que san Francisco restauró después de su conversión, Clara y las primeras compañeras establecieron su comunidad, viviendo de la oración y de pequeños trabajos. Se llamaban las «Hermanas pobres», y su «forma de vida» era la misma que llevaban los Frailes Menores: «Observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla de santa Clara, I, 2), conservando la unión de la caridad recíproca (cf. ib., X, 7) y observando en particular la pobreza y la humildad vividas por Jesús y por su santísima Madre (cf. ib., XII, 13).

El silencio y la belleza del lugar donde vive la comunidad monástica —belleza sencilla y austera— constituyen como un reflejo de la armonía espiritual que la comunidad misma intenta realizar. El mundo está lleno de estos oasis del espíritu, algunos muy antiguos, sobre todo en Europa, otros recientes, otros restaurados por nuevas comunidades. Mirando las cosas desde una perspectiva espiritual, estos lugares del espíritu son la estructura fundamental del mundo. Y no es casualidad que muchas personas, especialmente en los períodos de descanso, visiten estos lugares y se detengan en ellos durante algunos días: ¡también el alma, gracias a Dios, tiene sus exigencias!

Recordemos, por tanto, a santa Clara. Pero recordemos también a otras figuras de santos que nos hablan de la importancia de dirigir la mirada a las «cosas del cielo», como santa Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, carmelita, copatrona de Europa, que celebramos ayer.

Y hoy, 10 de agosto, no podemos olvidar a san Lorenzo, diácono y mártir, con una felicitación especial a los romanos, que desde siempre lo veneran como uno de sus patronos. Por último, dirijamos nuestra mirada a la santísima Virgen María, para que nos enseñe a amar el silencio y la oración.

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19 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Hombre en Oración (10) – La Meditación

19 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL HOMBRE EN ORACIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE AGOSTO DE 2011

El hombre en oración (10) – La meditación

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos aún en la luz de la fiesta de la Asunción de la Virgen, que, como he dicho, es una fiesta de esperanza. María ha llegado al Paraíso y este es nuestro destino: todos nosotros podemos llegar al Paraíso. La cuestión es cómo. María ya ha llegado. Ella —dice el Evangelio— es «la que creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor» (cf. Lc 1, 45). Por tanto, María creyó, se abandonó a Dios, entró con su voluntad en la voluntad del Señor y así estaba precisamente en el camino directísimo, en la senda hacia el Paraíso. Creer, abandonarse al Señor, entrar en su voluntad: esta es la dirección esencial.

Hoy no quiero hablar sobre la totalidad de este camino de la fe, sino sólo sobre un pequeño aspecto de la vida de oración, que es la vida de contacto con Dios, es decir, sobre la meditación. Y ¿qué es la meditación? Quiere decir: «hacer memoria» de lo que Dios hizo, no olvidar sus numerosos beneficios (cf. Sal 103, 2b). A menudo vemos sólo las cosas negativas; debemos retener en nuestra memoria también las cosas positivas, los dones que Dios nos ha hecho; estar atentos a los signos positivos que vienen de Dios y hacer memoria de ellos. Así pues, hablamos de un tipo de oración que en la tradición cristiana se llama «oración mental». Nosotros conocemos de ordinario la oración con palabras; naturalmente también la mente y el corazón deben estar presentes en esta oración, pero hoy hablamos de una meditación que no se hace con palabras, sino que es una toma de contacto de nuestra mente con el corazón de Dios. Y María aquí es un modelo muy real. El evangelista san Lucas repite varias veces que María, «por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (2, 19; cf. 2, 51b). Las custodia y no las olvida. Está atenta a todo lo que el Señor le ha dicho y hecho, y medita, es decir, toma contacto con diversas cosas, las profundiza en su corazón.

Así pues, la que «creyó» en el anuncio del ángel y se convirtió en instrumento para que la Palabra eterna del Altísimo pudiera encarnarse, también acogió en su corazón el admirable prodigio de aquel nacimiento humano-divino, lo meditó, se detuvo a reflexionar sobre lo que Dios estaba realizando en ella, para acoger la voluntad divina en su vida y corresponder a ella. El misterio de la encarnación del Hijo de Dios y de la maternidad de María es tan grande que requiere un proceso de interiorización, no es sólo algo físico que Dios obra en ella, sino algo que exige una interiorización por parte de María, que trata de profundizar su comprensión, interpretar su sentido, entender sus consecuencias e implicaciones. Así, día tras día, en el silencio de la vida ordinaria, María siguió conservando en su corazón los sucesivos acontecimientos admirables de los que había sido testigo, hasta la prueba extrema de la cruz y la gloria de la Resurrección. María vivió plenamente su existencia, sus deberes diarios, su misión de madre, pero supo mantener en sí misma un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y sobre la voluntad de Dios, sobre lo que acontecía en ella, sobre los misterios de la vida de su Hijo.

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En nuestro tiempo estamos absorbidos por numerosas actividades y compromisos, preocupaciones y problemas; a menudo se tiende a llenar todos los espacios del día, sin tener un momento para detenerse a reflexionar y alimentar la vida espiritual, el contacto con Dios. María nos enseña que es necesario encontrar en nuestras jornadas, con todas las actividades, momentos para recogernos en silencio y meditar sobre lo que el Señor nos quiere enseñar, sobre cómo está presente y actúa en nuestra vida: ser capaces de detenernos un momento y de meditar. San Agustín compara la meditación sobre los misterios de Dios a la asimilación del alimento y usa un verbo recurrente en toda la tradición cristiana: «rumiar»; los misterios de Dios deben resonar continuamente en nosotros mismos para que nos resulten familiares, guíen nuestra vida, nos nutran como sucede con el alimento necesario para sostenernos. Y san Buenaventura, refiriéndose a las palabras de la Sagrada Escritura dice que «es necesario rumiarlas para que podamos fijarlas con ardiente aplicación del alma» (Coll. In Hex, ed. Quaracchi 1934, p. 218). Así pues, meditar quiere decir crear en nosotros una actitud de recogimiento, de silencio interior, para reflexionar, asimilar los misterios de nuestra fe y lo que Dios obra en nosotros; y no sólo las cosas que van y vienen. Podemos hacer esta «rumia» de varias maneras, por ejemplo tomando un breve pasaje de la Sagrada Escritura, sobre todo los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de los apóstoles, o una página de un autor de espiritualidad que nos acerca y hace más presentes las realidades de Dios en nuestra actualidad; o tal vez, siguiendo el consejo del confesor o del director espiritual, leer y reflexionar sobre lo que se ha leído, deteniéndose en ello, tratando de comprenderlo, de entender qué me dice a mí, qué me dice hoy, de abrir nuestra alma a lo que el Señor quiere decirnos y enseñarnos. También el santo Rosario es una oración de meditación: repitiendo el Avemaría se nos invita a volver a pensar y reflexionar sobre el Misterio que hemos proclamado. Pero podemos detenernos también en alguna experiencia espiritual intensa, en palabras que nos han quedado grabadas al participar en la Eucaristía dominical. Por lo tanto, como veis, hay muchos modos de meditar y así tomar contacto con Dios y de acercarnos a Dios y, de esta manera, estar en camino hacia el Paraíso.

Queridos amigos, la constancia en dar tiempo a Dios es un elemento fundamental para el crecimiento espiritual; será el Señor quien nos dará el gusto de sus misterios, de sus palabras, de su presencia y su acción; sentir cuán hermoso es cuando Dios habla con nosotros nos hará comprender de modo más profundo lo que quiere de nosotros. En definitiva, este es precisamente el objetivo de la meditación: abandonarnos cada vez más en las manos de Dios, con confianza y amor, seguros de que sólo haciendo su voluntad al final somos verdaderamente felices.

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18 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Madrid

18 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A MADRID

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE AGOSTO DE 2011

Viaje apostólico a Madrid

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero volver brevemente con el pensamiento y con el corazón a los extraordinarios días pasados en Madrid para la XXVI Jornada mundial de la juventud. Ha sido, como sabéis, un acontecimiento eclesial emocionante; cerca de dos millones de jóvenes de todos los continentes vivieron con alegría una formidable experiencia de fraternidad, de encuentro con el Señor, de compartir y de crecimiento en la fe: una verdadera cascada de luz. Doy gracias a Dios por este valioso don, que da esperanza al futuro de la Iglesia: jóvenes con el deseo firme y sincero de arraigar su vida en Cristo, permanecer firmes en la fe y caminar juntos en la Iglesia. Expreso mi agradecimiento a cuantos han trabajado generosamente por esta Jornada: al cardenal arzobispo de Madrid, a sus auxiliares, a los demás obispos de España y de otras partes del mundo, al Consejo pontificio para los laicos, a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, a los laicos. Renuevo mi agradecimiento a las autoridades españolas, a las instituciones y asociaciones, a los voluntarios y a cuantos ofrecieron su apoyo con la oración. No puedo olvidar la cordial acogida que recibí de sus majestades los reyes de España, así como de todo el país.

En pocas palabras, naturalmente no puedo describir los momentos tan intensos que vivimos. Conservo en la mente el entusiasmo incontenible con el que me recibieron los jóvenes, el primer día, en la plaza de Cibeles, sus palabras ricas de expectativas, su fuerte deseo de orientarse hacia la verdad más profunda y de arraigarse en ella, esa verdad que Dios nos dio a conocer en Cristo. En el imponente monasterio de El Escorial, rico de historia, de espiritualidad y de cultura, me encontré con las jóvenes religiosas y los jóvenes docentes universitarios. A las primeras, a las jóvenes religiosas, les recordé la belleza de su vocación vivida con fidelidad, y la importancia de su servicio apostólico y de su testimonio profético. Y permanece en mí la imagen de su entusiasmo, de una fe joven y llena de valentía con vistas al futuro, de voluntad de servir de este modo a la humanidad. A los profesores les recordé que son verdaderos formadores de las nuevas generaciones, guiándolas en la búsqueda de la verdad no sólo con palabras, sino también con la vida, conscientes de que la Verdad es Cristo mismo. Al encontrar a Cristo encontramos la verdad. Por la tarde, en la celebración del vía crucis, una variada multitud de jóvenes revivió con una participación intensa las escenas de la pasión y muerte de Cristo: la cruz de Cristo da mucho más de lo que exige, da todo, porque nos conduce a Dios.

Al día siguiente, la santa misa en la catedral de la Almudena, en Madrid, con los seminaristas: jóvenes que quieren arraigarse en Cristo para hacerlo presente el día de mañana, como sus ministros. Deseo que aumenten las vocaciones al sacerdocio. Entre los presentes se encontraba más de uno que había escuchado la llamada del Señor precisamente en las anteriores Jornadas de la juventud; tengo la certeza de que también en Madrid el Señor ha llamado a la puerta del corazón de muchos jóvenes para que lo sigan con generosidad en el ministerio sacerdotal o en la vida religiosa. La visita a un Centro para jóvenes discapacitados me hizo ver el gran respeto y amor que se nutre hacia cada persona y me presentó la ocasión de dar las gracias a los miles de voluntarios que testimonian silenciosamente el evangelio de la caridad y de la vida. La Vigilia de oración de la noche y la gran celebración eucarística conclusiva del día siguiente fueron dos momentos muy intensos: por la noche, una multitud de jóvenes en fiesta, para nada atemorizados por la lluvia y por el viento, permaneció en adoración silenciosa de Cristo presente en la Eucaristía, para alabarlo, agradecerle, pedirle ayuda y luz; y luego, el domingo, los jóvenes manifestaron su exuberancia y su alegría de celebrar al Señor en la Palabra y en la Eucaristía, para insertarse cada vez más en él y reforzar su fe y su vida cristiana. Por último, en un clima de entusiasmo me encontré con los voluntarios, a los que agradecí su generosidad; y con la ceremonia de despedida dejé el país llevando como un gran don estos días en el corazón.

Queridos amigos, el encuentro de Madrid fue una estupenda manifestación de fe para España y, ante todo, para el mundo. Para la multitud de jóvenes, procedentes de todos los rincones de la tierra, fue una ocasión especial para reflexionar, dialogar, intercambiar experiencias positivas y, sobre todo, rezar juntos y renovar el compromiso de arraigar la propia vida en Cristo, amigo fiel. Estoy seguro de que al regresar a sus casas tienen el firme propósito de ser levadura en la masa, llevando la esperanza que nace de la fe. Por mi parte sigo acompañándolos con la oración, para que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. Confío los frutos de esta Jornada a la intercesión maternal de María.

Y ahora deseo anunciar los temas de las próximas Jornadas mundiales de la juventud. La del próximo año, que se celebrará en las diversas diócesis, tendrá como lema: «Alegraos siempre en el Señor», tomado de la carta a los Filipenses (4, 4); mientras que en la Jornada mundial de la juventud de 2013 en Río de Janeiro, el lema será el mandato de Jesús: «Id y haced discípulos a todos los pueblos» (cf. Mt 28, 19). Desde ahora confío a la oración de todos la preparación de estas citas muy importantes. Gracias.

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17 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Arte y oración

17 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ARTE Y ORACIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 31 DE AGOSTO DE 2011

Arte y oración

Queridos hermanos y hermanas:

Durante este período, más de una vez he llamado la atención sobre la necesidad que tiene todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, para la oración, en medio de las numerosas ocupaciones de nuestras jornadas. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de él. Hoy quiero reflexionar brevemente sobre uno de estos canales que pueden llevarnos a Dios y ser también una ayuda en el encuentro con él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de la «via pulchritudinis» —«la vía de la belleza»— de la cual he hablado en otras ocasiones y que el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo.

Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no había sólo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que «habla», capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.

Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe. Podemos encontrar un ejemplo cuando visitamos una catedral gótica: quedamos arrebatados por las líneas verticales que se recortan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras al mismo tiempo nos sentimos pequeños, pero con deseos de plenitud… O cuando entramos en una iglesia románica: se nos invita de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios está de algún modo encerrada la fe de generaciones. O también, cuando escuchamos un fragmento de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro espíritu se ve como dilatado y ayudado para dirigirse a Dios. Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el último fragmento, en una de las Cantatas, sentí, no por razonamiento, sino en lo más profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios. Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: «Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan fuerte, y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios». ¡Cuántas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en su luz, nos impulsan a dirigir el pensamiento a Dios y aumentan en nosotros el deseo de beber en la fuente de toda belleza! Es profundamente verdadero lo que escribió un gran artista, Marc Chagall: que durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido de la Biblia. ¡Cuántas veces entonces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para que nos acordemos de Dios, para ayudar a nuestra oración o también a la conversión del corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en la basílica de «Notre Dame» de París, en 1886, precisamente escuchando el canto del Magníficat durante la Misa de Navidad, percibió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe; había entrado precisamente para buscar argumentos contra los cristianos, y, en cambio, la gracia de Dios obró en su corazón.

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Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los pueblos en todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos remiten a la relación con Dios. Por eso, la visita a los lugares de arte no ha de ser sólo ocasión de enriquecimiento cultural —también esto—, sino sobre todo un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestra relación y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar —en el paso de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que significa— el rayo de belleza que nos toca, que casi nos «hiere» en lo profundo y nos invita a elevarnos hacia Dios. Termino con la oración de un Salmo, el Salmo 27: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo» (v. 4). Esperamos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, tanto en la naturaleza como en las obras de arte, a fin de ser tocados por la luz de su rostro, para que también nosotros podamos ser luz para nuestro prójimo. Gracias.

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16 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 7 de septiembre de 2011

16 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE SEPTIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE SEPTIEMBRE DE 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, come dije el pasado mes de junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y, a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a David al huir de su ciudad.

El Salmo comienza con una invocación al Señor:

«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).

La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.

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El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la certeza de la respuesta divina:

«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).

Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.

La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una profunda tranquilidad interior:

«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).

El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo, en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.

A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien, después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su oración: «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). Los agresores «se levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (v. 9).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.

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15 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 14 de septiembre de 2011

15 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE SEPTIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE SEPTIEMBRE DE 2011

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.

Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).

Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.

Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.

A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:

«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).

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Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.

Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados […] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar […] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).

He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme […] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.

Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.

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14 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Alemania

14 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE SEPTIEMBRE DE 2011

Viaje Apostólico a Alemania

Queridos hermanos y hermanas:

Como sabéis, del jueves al domingo pasados realicé una visita pastoral a Alemania; por eso, me alegra, como de costumbre, aprovechar la ocasión de esta audiencia para repasar juntamente con vosotros las intensas y estupendas jornadas transcurridas en mi país de origen. Recorrí Alemania de norte a sur, de este a oeste: desde la capital Berlín hasta Erfurt y Eichsfeld, y por último Friburgo, ciudad cercana al confín con Francia y Suiza. Doy gracias ante todo al Señor por la posibilidad que me dio de encontrarme con la gente y hablar de Dios, de orar juntos y confirmar a los hermanos y hermanas en la fe, según el mandato particular que el Señor ha encomendado a Pedro y a sus sucesores. Esta visita, que se llevó a cabo bajo el lema «Donde está Dios, allí hay futuro», ha sido realmente una gran fiesta de la fe: en los diversos encuentros y conversaciones, en las celebraciones, especialmente en las misas solemnes con el pueblo de Dios. Estos momentos han sido un don valioso que nos ha hecho percibir de nuevo que Dios es quien da a nuestra vida el sentido más profundo, la verdadera plenitud, más aún, que sólo él nos da a nosotros, nos da a todos un futuro.

Con profunda gratitud recuerdo la cordial y entusiasta acogida, así como la atención y el afecto que me han demostrado en los distintos lugares que he visitado. Doy gracias de corazón a los obispos alemanes, especialmente a los de las diócesis que me han acogido, por la invitación y todo lo que han hecho, juntamente con tantos colaboradores, para preparar este viaje. Expreso asimismo mi agradecimiento al presidente federal y a todas las autoridades políticas y civiles a nivel federal y regional. Estoy profundamente agradecido a todos los que han contribuido de diversas maneras al éxito de la visita, sobre todo a los numerosos voluntarios. Así esta visita ha sido un gran don para mí y para todos nosotros, y ha suscitado alegría, esperanza y un nuevo impulso de fe y de compromiso para el futuro.

En la capital federal, Berlín, el presidente federal me acogió en su residencia y me dio la bienvenida en su nombre y en el de mis compatriotas, expresando la estima y el afecto hacia un Papa nativo de la tierra alemana. Por mi parte, desarrollé una breve reflexión sobre la relación recíproca entre religión y libertad, recordando una frase del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler: «Como la religión necesita de la libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión».

De buen grado acepté la invitación a dirigirme al Bundestag, que fue ciertamente uno de los momentos más importantes de mi viaje. Por primera vez un Papa pronunció un discurso ante los miembros del Parlamento alemán. En esa ocasión expuse el fundamento del derecho y del libre Estado de derecho, es decir, la medida de todo derecho, inscrito por el Creador en el ser mismo de su creación. Es necesario, por tanto, ampliar nuestro concepto de naturaleza, comprendiéndola no sólo como un conjunto de funciones, sino más allá de esto como lenguaje del Creador para ayudarnos a discernir el bien del mal. Sucesivamente tuvo lugar también un encuentro con algunos representantes de la comunidad judía en Alemania. Recordando nuestras raíces comunes en la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, pusimos de relieve los frutos obtenidos hasta ahora en el diálogo entre la Iglesia católica y el judaísmo en Alemania. Asimismo me encontré con algunos miembros de la comunidad musulmana, coincidiendo con ellos en la importancia de la libertad religiosa para un desarrollo pacífico de la humanidad.

La santa misa en el estadio olímpico en Berlín, al concluir el primer día de la visita, fue una de las grandes celebraciones litúrgicas que me dieron la posibilidad de orar juntamente con los fieles y de animarlos en la fe. Me alegró mucho la numerosa participación de la gente. En ese momento festivo e impresionante meditamos en la imagen evangélica de la vid y los sarmientos, es decir, en la importancia de estar unidos a Cristo para nuestra vida personal de creyentes y para nuestro ser Iglesia, su cuerpo místico.

La segunda etapa de mi visita fue en Turingia. Alemania, y Turingia de modo especial, es la tierra de la reforma protestante. Por eso, desde el inicio quise ardientemente dar un relieve particular al ecumenismo en el marco de este viaje, y tuve el fuerte deseo de vivir un momento ecuménico en Erfurt, porque precisamente en esa ciudad Martín Lutero entró en la comunidad de los Agustinos y allí fue ordenado sacerdote. Por tanto, me alegró mucho el encuentro con los miembros del Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania y el acto ecuménico en el ex convento de los Agustinos: un encuentro cordial que, en el diálogo y en la oración, nos llevó de modo más profundo a Cristo. Comprobamos de nuevo cuán importante es nuestro testimonio común de la fe en Jesucristo en el mundo de hoy, que a menudo ignora a Dios o no se interesa de él. Es necesario nuestro esfuerzo común en el camino hacia la plena unidad, pero siempre somos muy consientes de que no podemos «hacer» ni la fe ni la unidad tan deseada. Una fe creada por nosotros mismos no tiene ningún valor, y la verdadera unidad es más bien un don del Señor, el cual oró y ora siempre por la unidad de sus discípulos. Sólo Cristo puede darnos esta unidad, y estaremos cada vez más unidos en la medida en que volvamos a él y nos dejemos transformar por él.

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Un momento particularmente emocionante fue para mí la celebración de las Vísperas marianas ante el santuario de Etzelsbach, donde me acogió una multitud de peregrinos. Ya desde mi juventud escuché hablar de la región de Eichsfeld —franja de tierra que permaneció siempre católica en las diversas vicisitudes de la historia— y de sus habitantes que se opusieron con valentía a las dictaduras del nazismo y del comunismo. Así me alegró mucho visitar Eichsfeld y a sus habitantes en una peregrinación a la imagen milagrosa de la Virgen de los Dolores de Etzelsbach, donde durante siglos los fieles han encomendado a María sus peticiones, preocupaciones y sufrimientos, recibiendo consuelo, gracias y bendiciones. Igualmente conmovedora fue la misa celebrada en la magnífica plaza de la Catedral en Erfurt. Recordando a los santos patronos de Turingia —santa Isabel, san Bonifacio y san Kilian— y el ejemplo luminoso de los fieles que han testimoniado el Evangelio durante los sistemas totalitarios, invité a los fieles a ser los santos de hoy, buenos testigos de Cristo, y a contribuir a construir nuestra sociedad. De hecho, han sido siempre los santos y las personas penetradas del amor de Cristo quienes han transformado verdaderamente el mundo. También fue conmovedor el breve encuentro con monseñor Hermann Scheipers, el último sacerdote vivo que sobrevivió al campo de concentración de Dachau. En Erfurt me encontré también con algunas víctimas de abusos sexuales por parte de religiosos, a las que aseguré mi pesar y mi cercanía a su sufrimiento.

La última etapa de mi viaje me llevó al suroeste de Alemania, a la archidiócesis de Friburgo. Los habitantes de esta hermosa ciudad, los fieles de la archidiócesis y los numerosos peregrinos llegados de las cercanas Suiza y Francia y de otros países me dispensaron una acogida particularmente festiva. Pude experimentarlo también en la vigilia de oración con miles de jóvenes. Me sentí feliz al ver que la fe en mi patria alemana tiene un rostro joven, que está viva y tiene futuro. En el sugestivo rito de la luz transmití a los jóvenes la llama del cirio pascual, símbolo de la luz que es Cristo, exhortándolos: «Vosotros sois la luz del mundo». Les repetí que el Papa confía en la colaboración activa de los jóvenes: con la gracia de Cristo, pueden llevar al mundo el fuego del amor de Dios.

Un momento singular fue el encuentro con los seminaristas en el seminario de Friburgo. Respondiendo en cierto sentido a la emotiva carta que me habían enviado algunas semanas antes, mostré a esos jóvenes la belleza y la grandeza de su llamada por parte del Señor y les ofrecí alguna ayuda para proseguir el camino del seguimiento con alegría y en profunda comunión con Cristo. También en el seminario me encontré en un clima fraterno con algunos representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales, a las que los católicos nos sentimos muy cercanos. Precisamente de esta amplia comunión deriva también la tarea común de ser levadura para la renovación de nuestra sociedad. Un encuentro amistoso con representantes del laicado católico alemán concluyó la serie de citas en el seminario.

La gran celebración eucarística dominical en el aeropuerto turístico de Friburgo fue otro momento culminante de la visita pastoral, y la ocasión para dar gracias a todos los que están comprometidos en los distintos ámbitos de la vida eclesial, sobre todo a los numerosos voluntarios y a los colaboradores de las iniciativas de caridad. Son ellos quienes hacen posibles las múltiples ayudas que la Iglesia alemana ofrece a la Iglesia universal, especialmente en las tierras de misión. Recordé también que su valioso servicio será siempre fecundo, cuando deriva de una fe auténtica y viva, en unión con los obispos y el Papa, en unión con la Iglesia. Por último, antes de mi regreso, hablé a un millar de católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad, sugiriendo algunas reflexiones sobre la acción de la Iglesia en una sociedad secularizada, sobre la invitación a liberarse de cargas materiales y políticas para ser más transparente a Dios.

Queridos hermanos y hermanas, este viaje apostólico a Alemania me ha brindado una ocasión propicia para encontrarme con los fieles de mi patria alemana, para confirmarlos en la fe, en la esperanza y en el amor, y compartir con ellos la alegría de ser católicos. Pero mi mensaje estaba dirigido a todo el pueblo alemán, para invitar a todos a contemplar con confianza el futuro. Es verdad, «Donde está Dios, allí hay futuro». Doy gracias una vez más a todos los que han hecho posible esta visita y a los que me han acompañado con la oración. El Señor bendiga al pueblo de Dios en Alemania y os bendiga a todos vosotros. Gracias.

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13 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Salmo 23

13 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALMO 23

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE OCTUBRE DE 2011

Salmo 23

Queridos hermanos y hermanas:

Dirigirse al Señor en la oración implica un acto radical de confianza, con la conciencia de fiarse de Dios, que es bueno, «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6-7; Sal 86, 15; cf. Jl 2, 13; Gn 4, 2; Sal 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). Por ello hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado totalmente de confianza, donde el salmista expresa su serena certeza de ser guiado y protegido, puesto al seguro de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 —según la datación grecolatina, 22—, un texto familiar a todos y amado por todos.

«El Señor es mi pastor, nada me falta»: así empieza esta bella oración, evocando el ambiente nómada de los pastores y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen remite a un clima de confianza, intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cf. Jn 10, 2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitirles vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar si el pastor está con ellas. A esta experiencia hace referencia el salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por él hacia praderas seguras: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre» (vv. 2-3).

La visión que se abre ante nuestros ojos es la de praderas verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia los cuales el pastor acompaña al rebaño, símbolos de los lugares de vida hacia los cuales el Señor conduce al salmista, quien se siente como las ovejas recostadas sobre la hierba junto a una fuente, en un momento de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca, y el pastor vigila sobre ellas. Y no olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, azotada por el sol ardiente, donde el pastor seminómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas calcinadas que se extienden en torno a los poblados. Pero el pastor sabe dónde encontrar hierba y agua fresca, esenciales para la vida, sabe conducir al oasis donde el alma «repara sus fuerzas» y es posible recuperar las fuerzas y nuevas energías para volver a ponerse en camino.

Como dice el salmista, Dios lo guía hacia «verdes praderas» y «fuentes tranquilas», donde todo es sobreabundante, todo es donado en abundancia. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de ausencia y de muerte, no disminuye la certeza de una presencia radical de vida, hasta llegar a decir: «nada me falta». El pastor, en efecto, se preocupa por el bienestar de su rebaño, acomoda sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos «justos», es decir aptos para ellas, atendiendo a sus necesidades y no a las propias. Su prioridad es la seguridad de su rebaño, y es lo que busca al guiarlo.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 2Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el salmista, si caminamos detrás del «Pastor bueno», aunque los caminos de nuestra vida resulten difíciles, tortuosos o largos, con frecuencia incluso por zonas espiritualmente desérticas, sin agua y con un sol de racionalismo ardiente, bajo la guía del pastor bueno, Cristo, debemos estar seguros de ir por los senderos «justos», y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y no nos faltará nada.

Por ello el salmista puede declarar una tranquilidad y una seguridad sin incertidumbres ni temores:

«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4).

Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tu vas conmigo» es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo, acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e indica la presencia tranquilizadora del pastor.

Esta imagen confortante cierra la primera parte del Salmo, y da paso a una escena diversa. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora somos transportados bajo su tienda, que se abre para dar hospitalidad:

«Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa» (v. 5).

Ahora se presenta al Señor como Aquel que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El huésped divino prepara la comida sobre la «mesa», un término que en hebreo indica, en su sentido primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y sobre la cual se ponían las viandas para la comida en común. Se trata de un gesto de compartir no sólo el alimento sino también la vida, en un ofrecimiento de comunión y de amistad que crea vínculos y expresa solidaridad. Luego viene el don generoso del aceite perfumado sobre la cabeza, que mitiga de la canícula del sol del desierto, refresca y alivia la piel, y alegra el espíritu con su fragrancia. Por último, el cáliz rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con generosidad sobreabundante. Alimento, aceite, vino: son los dones que dan vida y alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. El Salmo 104, celebrando la bondad providente del Señor, proclama: «Haces brotar hierba para los ganados, y forraje para los que sirven al hombre. Él saca pan de los campos, y vino que alegra el corazón; aceite que da brillo a su rostro y el pan que le da fuerzas» (vv. 14-15). El salmista se convierte en objeto de numerosas atenciones, por ello se ve como un viandante que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras que sus enemigos deben detenerse a observar, sin poder intervenir, porque aquel que consideraban su presa se encuentra en un lugar seguro, se ha convertido en un huésped sagrado, intocable. Y el salmista somos nosotros si somos realmente creyentes en comunión con Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada puede hacernos mal.

Luego, cuando el viandante parte nuevamente, la protección divina se prolonga y lo acompaña en su viaje:

«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (v. 6).

La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al salmista que sale de la tienda y se pone nuevamente en camino. Pero es un camino que adquiere un nuevo sentido, y se convierte en peregrinación hacia el templo del Señor, el lugar santo donde el orante quiere «habitar» para siempre y al cual quiere «regresar». El verbo hebreo utilizado aquí tiene el sentido de «volver», pero, con una pequeña modificación vocálica, se puede entender como «habitar», y así lo recogen las antiguas versiones y la mayor parte de las traducciones modernas. Se pueden mantener los dos sentidos: volver al templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad, es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Dios. El seguimiento del Pastor conduce a su casa, es la meta de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio al huir de los enemigos, lugar de paz donde se experimenta la bondad y el amor fiel de Dios, día tras día, en la alegría serena de un tiempo sin fin.

Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, acompañaron toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel, y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo originario del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cf. Is 63, 11-14; Sal 77, 20-21; 78, 52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey quien tenía la tarea de apacentar el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cf. 2 Sam 5, 1-2; 7, 8; Sal 78, 70-72). Luego, después del exilio de Babilonia, casi en un nuevo Éxodo (cf. Is 40, 3-5.9-11; 43, 16-21), Israel es conducido a la patria como oveja perdida y reencontrada, reconducida por Dios a verdes praderas y lugares de reposo (cf. Ez 34, 11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús en quien toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo alcanza su plenitud, encuentra su significado pleno: Jesús es el «Buen Pastor» que va en busca de la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas (cf. Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7; Jn 10, 2-4.11-18), él es el camino, el justo camino que nos conduce a la vida (cf. Jn 14, 6), la luz que ilumina el valle oscuro y vence todos nuestros miedos (cf. Jn 1, 9; 8, 12; 9, 5; 12, 46). Él es el huésped generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cf. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) y la mesa definitiva del banquete mesiánico en el cielo (cf. Lc 14, 15 ss; Ap 3, 20; 19, 9). Él es el Pastor regio, rey en la mansedumbre y en el perdón, entronizado sobre el madero glorioso de la cruz (cf. Jn 3, 13-15; 12, 32; 17, 4-5).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Por lo tanto, pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, a su mesa, y nos conduzca hacia «fuentes tranquilas», para que, en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus manantiales, fuentes de aquella agua viva «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14; cf. 7, 37-39). Gracias.

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12 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Salmo 126

12 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALMO 126

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE OCTUBRE DE 2011

Salmo 126

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 —según la numeración greco-latina, 125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación:

«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a).

El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia. Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30, 18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).

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Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf. Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:

«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).

Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a la espera de la realización plena. Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y muerte, alegría soñada y lágrimas de pena. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa superficie de hierba verde y de flores.

La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha. Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja, prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser espiga (cf. Mt 13, 3-9; Mc 4, 2-9; Lc 8, 4-8). Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso, año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla. Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias «maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los hombres ignoran el secreto. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.

A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24); o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una nueva vida (cf. Jn 16, 21).

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.

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11 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El «Gran Hallel» – Salmo 136 (135)

11 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL “GRAN HALLEL” – SALMO 136 (135)

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE OCTUBRE DE 2011

El «Gran Hallel» Salmo 136 (135)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de la salvación testimoniada en el Antiguo Testamento. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples y repetidas manifestaciones de su bondad a lo largo de la historia de los hombres; es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.

Este Salmo, solemne oración de acción de gracias, conocido como el «Gran Hallel», se canta tradicionalmente al final de la cena pascual judía y probablemente también Jesús lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a ello, en efecto, parece aludir la anotación de los evangelistas: «Después de cantar el himno salieron para el monte de los Olivos» (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26). El horizonte de la alabanza ilumina el difícil camino del Calvario. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía, ritmado por la repetición antifonal «porque es eterna su misericordia». A lo largo de la composición, se enumeran los numerosos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Este es el motivo unificador de todo el Salmo, repetido siempre de la misma forma, mientras cambian sus manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providente y constante del Señor a su pueblo y a toda criatura.

Después de una triple invitación a la acción de gracias al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como Aquel que realiza «grandes maravillas» (v. 4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la acción salvífica de Dios, sino que es el comienzo mismo de esa acción maravillosa. Con la creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que brota cada una de las demás acciones de salvación. Y en nuestro Salmo, aludiendo al primer capítulo del Génesis, el mundo creado está sintetizado en sus elementos principales, insistiendo en especial sobre los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. Aquí no se habla de la creación del ser humano, pero él está siempre presente; el sol y la luna son para él —para el hombre—, para regular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.

A continuación se menciona precisamente la fiesta de la Pascua, cuando, pasando a la manifestación de Dios en la historia, comienza el gran acontecimiento de la liberación de la esclavitud de Egipto, del éxodo, trazado en sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del mar Rojo, el camino por el desierto hasta la entrada en la tierra prometida (vv. 10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios intervino poderosamente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se impuso al faraón revelándose en toda su grandeza y, al final, venció la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel pudo dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12, 35-36), «triunfantes» (Ex 14, 8), con el signo exultante de la victoria. También en el mar Rojo el Señor obra con poder misericordioso. Ante un Israel asustado al verse perseguido por los egipcios, hasta el punto de lamentarse por haber abandonado Egipto (cf. Ex 14, 10-12), Dios, como dice nuestro Salmo, «dividió en dos partes el mar Rojo […] y condujo por en medio a Israel […]. Arrojó al faraón y a su ejército» (vv. 13-15). La imagen del mar Rojo «dividido» en dos parece evocar la idea del mar como un gran monstruo al que se corta en dos partes y de esta forma se vuelve inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las fuerzas militares puestas en acción por los hombres: el mar, que parecía obstruir el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a la zona seca y luego se cierra sobre los egipcios, arrollándolos. «La mano fuerte y el brazo extendido» del Señor (cf. Dt 5, 15; 7, 19; 26, 8) se muestran de este modo con toda su fuerza salvífica: el opresor injusto queda vencido, tragado por las aguas, mientras que el pueblo de Dios «pasa en medio» para seguir su camino hacia la libertad.

A este camino hace referencia ahora nuestro Salmo recordando con una frase brevísima el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: «Guió por el desierto a su pueblo, porque es eterna su misericordia» (v. 16). Estas pocas palabras encierran una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir de fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, pero también años felices, de familiaridad con el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la «juventud», como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia, cuando ibas tras de mí por el desierto, por tierra que nadie siembra» (Jr 2, 2). El Señor, como el pastor delSalmo 23 que contemplamos en una catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, conduciéndolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y la hostilidad de pueblos enemigos que querían obstaculizar su camino de salvación (cf. vv. 17-20).

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En la enumeración que hace nuestro Salmo de las «grandes maravillas» se llega así al momento del don conclusivo, a la realización de la promesa divina hecha a los Padres: «Les dio su tierra en heredad, porque es eterna su misericordia; en heredad a Israel su siervo, porque es eterna su misericordia» (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, ahora se hace memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir sin posesionarse nunca de ella, viviendo continuamente en una actitud de acogida agradecida y grata. Israel recibe el territorio donde habitar como «herencia», un término que designa de modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de modo específico, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de «donar»; y ahora, al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Se acabó el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir las casas, de plantar los viñedos, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8, 7-13). Pero también es el tiempo de la tentación idolátrica, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace olvidar el Origen del don. Por ello el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, una vez más, se revela como Salvador: «En nuestra humillación, se acordó de nosotros: porque es eterna su misericordia. Y nos libró de nuestros opresores: porque es eterna su misericordia» (vv. 23-24).

Aquí surge la pregunta: ¿cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración?, ¿cómo podemos apropiarnos de este Salmo para nuestra oración? Es importante el marco del Salmo, el comienzo y el final: es la creación. Volveremos sobre este punto: la creación como el gran don de Dios del cual vivimos, en el cual él se revela en su bondad y grandeza. Por lo tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Luego sigue la historia de la salvación. Naturalmente nosotros podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y luego los demás problemas, están muy distantes de nosotros, no son nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, hay muchos momentos de dificultad y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte, porque se acuerda. Tiene la memoria de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y también para nosotros es importante acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. La memoria nos dice: Dios existe, Dios es bueno, su misericordia es eterna. De este modo, incluso en la oscuridad de un día, de un tiempo, la memoria abre el camino hacia el futuro: es luz y estrella que nos guía. También nosotros recordamos el bien, el amor misericordioso y eterno de Dios. La historia de Israel ya es una memoria también para nosotros: cómo se manifestó Dios, cómo se creó su pueblo. Luego Dios se hizo hombre, uno de nosotros: vivió con nosotros, sufrió con nosotros, murió por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, una memoria de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su misericordia es eterna. Luego también en estos dos mil años de la historia de la Iglesia está siempre, de nuevo, la bondad del Señor. Después del período oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia es eterna. Y, del mismo modo que en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda y se convierte en estrella de la esperanza, así también cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos considerar realmente esta historia, tener siempre presente la memoria de las grandes maravillas que ha hecho también en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy me encuentro en la noche oscura, mañana él me libra porque su misericordia es eterna.

Volvamos al Salmo porque, al final, se refiere de nuevo a la creación. El Señor —dice así— «da alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» (v. 25). La oración del Salmo concluye con una invitación a la alabanza: «Dad gracias al Dios del cielo, porque es eterna su misericordia» (v. 26). El Señor es Padre bueno y providente, que da la herencia a sus hijos y proporciona a todos el alimento para vivir. El Dios que creó los cielos y la tierra y las grandes luces celestiales, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que colma el universo con su presencia de bien cuidando de la vida y donando pan. El poder invisible del Creador y Señor, cantado en el Salmo, se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el cual nos hace vivir. Así, este pan de cada día simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre a la plenitud neotestamentaria, a aquel «pan de vida», la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra vida de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el cielo.

Hermanos y hermanas, la alabanza y bendición del Salmo 136 nos ha hecho recorrer la etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta llegar al misterio pascual, donde la acción salvífica de Dios alcanza su culmen. Con gozo agradecido celebremos, por lo tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar la vida, para la salvación de cada uno de nosotros, y se dona como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos hace hijos. A tanto llega la bondad misericordiosa de Dios y la sublimidad de su «amor para siempre».

Por ello, quiero concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que san Juan escribe en su Primera Carta y que deberíamos tener presentes siempre en nuestra oración: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Gracias.

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Adoración Eucarística de San Juan Pablo II

ADORACIÓN EUCARÍSTICA DE JUAN PABLO II

Nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos.

«Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Hijo de Dios» (Jn. 6,69).

Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la última cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres.

Aumenta nuestra FE.
Por medio de ti y en el Espíritu Santo que nos comunicas, queremos llegar al Padre para decirle nuestro SÍ unido al tuyo.

Contigo ya podemos decir: Padre nuestro.

Siguiéndote a ti, «camino, verdad y vida», queremos penetrar en el aparente «silencio» y «ausencia» de Dios, rasgando la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre que nos dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: Escuchadlo» (Mt. 17,5).

Con esta Fe, hecha de escucha contemplativa, sabremos iluminar nuestras situaciones personales, así como los diversos sectores de la vida familiar y social.

Tú eres nuestra Esperanza, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo.

Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives «siempre intercediendo por nosotros» (Heb. 7,25).

Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.

Queremos sentir como tú y valorar las cosas como las valoras tú. Porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo.

Apoyados en esta Esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.

Queremos amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres.

Quisiéramos decir como San Pablo: «Mi vida es Cristo» (Flp. 1,21).

Nuestra vida no tiene sentido sin ti.

Queremos aprender a «estar con quien sabemos nos ama», porque «con tan buen amigo presente todo se puede sufrir». En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque en la oración «el amor es el que habla» (Sta. Teresa).

Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana.

Creyendo, esperando y amando, te adoramos con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt. 26,38).

Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por eso queremos aprender a adorar admirando el misterio, amándolo tal como es, y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación.

El Espíritu Santo que has infundido en nuestros corazones nos ayuda a decir esos «gemidos inenarrables» (Rom. 8,26) que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con sola tu presencia, tu amor y tu palabra.

En nuestras noches físicas y morales, si tú estás presente, y nos amas, y nos hablas, ya nos basta, aunque muchas veces no sentiremos la consolación.

Aprendiendo este más allá de la adoración, estaremos en tu intimidad o «misterio». Entonces nuestra oración se convertirá en respeto hacia el «misterio» de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación.

Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de amar y de servir.

Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre.

Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera, que sabe meditar adorando y amando tu Palabra, para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos. Amén.

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LO QUE DEBES SABER:

Nos han quitado los reclinatorios y no hemos hecho nada.

Nos imponen la sacrílega comunión en la mano y no hacemos nada.

La comunión en la mano se regula por una excepción dada por la diócesis, según el juicio del obispo respectivo. La comunión en la boca siempre ha sido y sigue siendo ley de la Iglesia y por tanto no debe ser considerada desechada por los católicos como forma válida de recibir la comunión.

La Santa Iglesia -en su sabiduría- ha dejado indicado en la excepción que regula la comunión en la mano que es “solo para el fiel que lo desea”, lo que significa que nadie, ni sacerdote, ni párroco, nadie puede obligarte a recibir la comunión en la mano.

La obediencia se debe siempre y cuando lo que se mande no sea pecado.

Si cedes a las presiones, estiras las manos y recibes la comunión en la mano es porque tú lo quieres así y, por tanto, tu responsabilidad, tu pecado, tus consecuencias.

Cuando veas al sacerdote negarte la comunión en la boca y querer que la recibas en la mano pregúntate si por ese sacerdote vale la pena ofender a Dios y cometer sacrilegio.

Toma la decisión correcta, no vaya a ser que estés siendo probado por Dios. Recuerda que todo te es lícito, pero no todo te edifica.

La comunión en la mano es el trabajo sacrílego perfecto de Satanás. Los católicos hoy en día blasfeman contra la Sagrada Eucaristía cuando dicen y consienten la idea de que “les da asco que les contagien una enfermedad con la saliva de otro fiel por comulgar en la boca” y luego cometen sacrilegio contra la Sagrada Eucaristía al recibirla en las manos, y con estos pecados se comen su propia condenación.

Por favor, por amor a Jesús, no se queden callados y luchen contra la sacrílega comunión en la mano… es Jesús ahí presente y no, no está dichoso de ser flagelado otra vez por ti recibiéndolo en las manos… ¡NO RECIBAS A JESÚS EN LA MANO!

Y recuerda que si en tu parroquia no cambian las cosas, siempre puedes cambiar tú de parroquia.

Que Dios bendiga a todos los que luchan contra la sacrílega comunión en la mano.

Karla Rouillon Gallangos

Sobre la COMUNIÓN EN LA MANO

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10 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Plegaria en preparación del Encuentro de Asís

10 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PLEGARIA EN PREPARACIÓN DEL ENCUENTRO DE ASÍS

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE OCTUBRE DE 2011

Plegaria en preparación del Encuentro de Asís
Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz

Queridos hermanos y hermanas:

La acostumbrada cita de la audiencia general hoy adquiere un carácter especial, porque estamos en la víspera de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, a los veinticinco años del primer histórico encuentro convocado por el beato Juan Pablo II. Quise dar a esta jornada el título: «Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz», para significar el compromiso que queremos renovar solemnemente, junto con los miembros de las distintas religiones, y también con hombres no creyentes pero en búsqueda sincera de la verdad, en la promoción del verdadero bien de la humanidad y en la construcción de la paz. Como ya he recordado, «quien está en camino hacia Dios no puede menos de transmitir paz; quien construye paz no puede menos de acercarse a Dios» (Ángelus, 1 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de enero de 2011, p. 7).

Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más valiosa que podemos dar a la causa de la paz es la oración. Por este motivo nos encontramos hoy, como Iglesia de Roma, junto con los peregrinos presentes en la Urbe, a la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestro corazón y guiarnos a ser constructores de justicia y de reconciliación en nuestras realidades cotidianas y en el mundo.

En el pasaje del profeta Zacarías que acabamos de escuchar resonó un anuncio lleno de esperanza y de luz (cf. Zac 9, 10). Dios promete la salvación, invita a «saltar de gozo» porque esta salvación está a punto de realizarse. Se habla de un rey: «Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (v. 9), pero lo que se anuncia no es un rey que se presenta con el poder humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los hombres, un rey distinto respecto a los grandes soberanos del mundo: «montado en un borrico, en un pollino de asna», dice el profeta (ib.). Él se manifiesta montando el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Más aún, es un rey que hará desaparecer estos carros, romperá los arcos guerreros, proclamará la paz a los pueblos (cf. v. 10).

¿Pero quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos por un momento a Belén y volvamos a escuchar lo que dice el ángel a los pastores que velaban de noche cuidando su rebaño. El ángel anuncia una alegría que será de todo el pueblo, vinculada a un signo pobre: un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). El ejército celestial canta: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que él ama» (cf. v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero vayamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió de modo especial a la mente de los discípulos de Jesús después de los sucesos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron con los ojos de la fe al ingreso gozoso del Maestro en la ciudad santa. Él monta un asno, que tomó prestado (cf. Mt 21, 2-7): no va en una suntuosa carroza, ni en un caballo, como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado por un poderoso ejército de carros y caballeros. Él es un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término praeîs, que significa los mansos, los apacibles; Jesús es el rey de los anawim, de aquellos que tienen el corazón libre del afán de poder y de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre los demás. Jesús es el rey de cuantos tienen esa libertad interior que hace capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es rey pobre entre los pobres, manso entre aquellos que quieren ser mansos. De este modo él es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla, que quebrará los arcos de guerra; un rey que realiza la paz en la cruz, uniendo la tierra y el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres. La cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión; signo de que el amor es más fuerte que todo tipo de violencia y opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.

Este es el nuevo reino de paz donde Cristo es el rey; y es un reino que se extiende por toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará «de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país» (Zac 9, 10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre, manso, no es el de un territorio, de un Estado, sino que son los confines del mundo. Él crea comunión, crea unidad, más allá de toda barrera de raza, lengua o cultura. ¿Dónde vemos hoy la realización de este anuncio? La profecía de Zacarías reaparece luminosa en la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende en toda la tierra. Es un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el «Reino de paz» de Jesús de mar a mar hasta los confines del mundo; es una multitud de «islas de paz», que irradian paz. Por todos lados, en todo lugar, en toda cultura, desde las grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños poblados con las humildes moradas, desde las grandes catedrales hasta las pequeñas capillas, él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con él también los hombres están unidos entre ellos en un único cuerpo, superando la división, la rivalidad, los rencores. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que excluyen a los demás, para hacer de nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.

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¿Pero cómo podemos construir este reino de paz del que Cristo es el rey? El mandamiento que él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos… Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 19.21). Como Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Señor de la mies que no falten nunca obreros a su mies (cf. Lc 10, 1-3); pero no los envía con medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: «Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la ayuda del pastor» (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada realidad: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).

Delante de la basílica de San Pedro hay dos grandes estatuas de san Pedro y san Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en la mano las llaves, san Pablo en cambio sostiene una espada. Quien no conoce la historia de este último podría pensar que se trata de un gran caudillo que guió grandes ejércitos y con la espada sometió pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. En cambio, es exactamente lo contrario: la espada que tiene entre las manos es el instrumento con el que mataron a Pablo, con el que sufrió el martirio y derramó su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio de «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Su predicación no se basó en «persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» (v. 4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías para hacerlo resonar hasta los confines de la tierra. Esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, alejada de las dificultades, de las contrariedades, sino que se gastó por el Evangelio, se entregó sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san Pablo tiene en sus manos remite también al poder de la verdad, que a menudo puede herir, puede hacer mal. El Apóstol fue fiel a esta verdad hasta el final, fue su servidor, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta misma lógica es válida también para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de quien sabe donar la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo todavía desgarrado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras; queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas de distintas pertenencias religiosas y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor ceda el paso al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.

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09 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Conmemoración de todos los fieles difuntos

09 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE NOVIEMBRE DE 2011

Conmemoración de todos los fieles difuntos

Queridos hermanos y hermanas:

Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.

Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.

El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.

También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.

Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.

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Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).

Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.

Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.

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Aprende a rezar la devoción de los CIEN RÉQUIEM en sufragio de las Benditas Almas del Purgatorio, y haz con otros como algún día quisieras que hagan contigo.

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08 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Salmo 119 (118)

08 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALMO 119 (118)

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE NOVIEMBRE DE 2011

Salmo 119 (118)

Queridos hermanos y hermanas

En las catequesis pasadas meditamos sobre algunos Salmos que son ejemplos de los géneros típicos de oración: lamentación, confianza, alabanza. En la catequesis de hoy quiero detenerme sobre el Salmo 119 según la tradición judía, 118 según la tradición greco-latina: un Salmo muy especial, único en su género. Lo es ante todo por su extensión: está compuesto por 176 versículos divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada una. Luego tiene la peculiaridad de que es un «acróstico alfabético»: es decir, está construido según el alfabeto hebreo, que se compone de 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con dicha letra comienza la primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y muy laboriosa, donde el autor del Salmo tuvo que desplegar toda su habilidad.

Pero lo más importante para nosotros es la temática central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir, sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se ha de entender como enseñanza, instrucción, directriz de vida; la Torá es revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre y provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios está impregnado todo este Salmo, que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que libera y conduce a la felicidad. «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras», afirma el salmista (v. 16); y luego: «Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (v. 35); y también: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día la estoy meditando» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra consuelo, la hace objeto de meditación, la conserva en su corazón: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (v. 11); este es el secreto de la felicidad del salmista; y añade: «Los insolentes urden engaños contra mí, pero yo custodio tus mandatos de todo corazón» (v. 69).

La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). Y si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra.

El Salmo 119 está, por tanto, totalmente tejido en torno a esta Palabra de vida y de bienaventuranza. Si su tema central es la «Palabra» y la «Ley» del Señor, junto a estos términos se encuentran en casi todos los versículos sinónimos como «preceptos», «decretos», «mandamientos», «enseñanzas», «promesa», «juicios»; y luego numerosos verbos relacionados con ellos, como observar, guardar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir. Todo el alfabeto se articula a través de las 22 estrofas de este Salmo, y también todo el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; en él encontramos la alabanza, la acción de gracias, la confianza, pero también la súplica y la lamentación, siempre impregnadas por la certeza de la gracia divina y del poder de la Palabra de Dios. También los versículos marcados en mayor medida por el dolor y por la sensación de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y están impregnados de fe. «Mi alma está pegada al polvo: reanímame con tus palabras» (v. 25), reza confiado el salmista; «Estoy como un odre puesto al humo, pero no olvido tus decretos» (v. 83), es su grito de creyente. Su fidelidad, incluso puesta a prueba, encuentra fuerza en la Palabra del Señor: «Así responderé a los que me injurian, que confío en tu palabra» (v. 42), afirma con firmeza; e incluso ante la perspectiva angustiosa de la muerte, los mandamientos del Señor son su punto de referencia y su esperanza de victoria: «Casi dieron conmigo en la tumba, pero yo no abandoné tus mandatos» (v. 87).

La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo su ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2); es una ley, la ley de Dios, para llevar «en el corazón», come dice el conocido texto del Shema en el Deuteronomio:

«Escucha, Israel… Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (6, 4.6-7).

La Ley de Dios, centro de la vida, exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que se debe traducir en decisiones concretas y convertirse en camino y seguimiento. Cuando preguntan a Jesús qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, él señala el camino de la observancia de la Ley, pero indicando cómo hacer para cumplirla totalmente: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme» (Mc 10, 21 y par.). El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús.

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El Salmo 119 nos conduce, por tanto, al encuentro con el Señor y nos orienta hacia el Evangelio. Hay en él un versículo sobre el que quiero detenerme ahora; es el v. 57: «Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras». También en otros Salmos el orante afirma que el Señor es su «lote», su herencia: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa», reza el Salmo 16 (v. 5a), «Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» es la proclamación del fiel en el Salmo 73 (v. 26 b), y también, en el Salmo 142, el salmista grita al Señor: «Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida» (v. 6b).

Este término «lote» evoca el hecho de la repartición de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los Levitas no se les asignó ninguna porción del territorio, porque su «lote» era el Señor mismo. Dos textos del Pentateuco son explícitos al respecto, utilizando el término en cuestión: «El Señor dijo a Aarón: “Tu no tendrás heredad ninguna en su tierra; no habrá para ti porciónentre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad en medio de los hijos de Israel”», así declara el Libro de los Números (18, 20), y el Deuteronomio reafirma: «Por eso, Leví no recibió parte en la heredad de sus hermanos, sino que el Señor es su heredad, como le dijo el Señor, tu Dios» (Dt 10, 9; cf. Dt 18, 2; Jos 13, 33; Ez 44, 28).

Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden ser propietarios de tierras en el país que Dios donaba en herencia a su pueblo cumpliendo la promesa hecha a Abraham (cf. Gn 12, 1-7). La posesión de la tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia, era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa, criar a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos de la tierra. Pues bien, los levitas, mediadores de lo sagrado y de la bendición divina, no pueden poseer, como los demás israelitas, este signo exterior de la bendición y esta fuente de subsistencia. Entregados totalmente al Señor, deben vivir sólo de él, abandonados a su amor providente y a la generosidad de los hermanos, sin tener heredad porque Dios es su parte de heredad, Dios es su tierra, que los hace vivir en plenitud.

Y ahora el orante del Salmo 119 se aplica a sí mismo esta realidad: «Mi lote es el Señor». Su amor a Dios y a su Palabra lo lleva a la elección radical de tener al Señor como único bien y también de custodiar sus palabras como don valioso, más preciado que toda heredad y toda posesión terrena. Nuestro versículo, en efecto, se puede traducir de dos maneras, incluso de la siguiente forma: «Mi lote, Señor, he dicho, es custodiar tus palabras». Las dos traducciones no se contradicen, más aún, se complementan recíprocamente: el salmista está afirmando que su lote es el Señor, pero que también custodiar las palabras divinas es su heredad, como dirá luego en el v. 111: «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón». Esta es la felicidad del salmista: a él, como a los Levitas, se le dió como porción de heredad la Palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, estos versículos son de gran importancia también hoy para todos nosotros. En primer lugar para los sacerdotes, llamados a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndolo a él como único bien y única fuente de vida verdadera. A esta luz se comprende la libre elección del celibato por el Reino de los cielos que se ha de redescubrir en su belleza y fuerza. Pero estos versículos son importantes también para todos los fieles, pueblo de Dios que pertenece sólo a él, «reino de sacerdotes» para el Señor (cf. 1 P 2, 9; Ap 1, 6; 5, 10), llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida traída por Cristo, nuevo y definitivo «Sumo Sacerdote» que se entregó en sacrificio por la salvación del mundo (cf. Hb 2, 17; 4, 14-16; 5, 5-10; 9, 11ss). El Señor y su Palabra son nuestra «tierra», en la que podemos vivir en la comunión y en la alegría.

Por lo tanto, dejemos al Señor que nos ponga en el corazón este amor a su Palabra, y nos done tenerlo siempre a él y su santa voluntad en el centro de nuestra vida. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino, como dice el Salmo 119 (cf. v. 105), de modo que nuestro andar sea seguro, en la tierra de los hombres. Y María, que acogió y engendró la Palabra, sea nuestra guía y consuelo, estrella polar que indica la senda de la felicidad.

Entonces también nosotros podremos gozar en nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los dones inesperados del Señor y de la inmerecida heredad que nos tocó en suerte: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa… Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16, 5.6).

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