DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN YAUNDÉ, CAMERÚN
VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A CAMERÚN Y ANGOLA
19 DE MARZO DE 2009
Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado:
Con profunda alegría os saludo a todos, en esta tierra de África. En 1994, mi amado predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, convocó para ella la Primera Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos, como muestra de solicitud pastoral por este Continente tan rico tanto en promesas como en urgentes necesidades humanas, culturales y espirituales. Esta mañana lo he llamado «el continente de la esperanza». Recuerdo con gratitud la firma de la Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, que tuvo lugar hace 14 años en la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre de 1995.
Expreso mi agradecimiento a Mons. Nikola Eterović, Secretario General del Sínodo de los Obispos, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al comienzo de este encuentro con vosotros en tierra africana, y estoy muy reconocido por cuanto me habéis dicho; eso me da una idea más realista de la situación sobre la que hemos de hablar y orar, sobre todo durante este Sínodo queridos miembros del Consejo Especial para África. Toda la Iglesia mira con atención a este encuentro con vistas a la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que, si Dios quiere, se celebrará el próximo octubre. El tema es: «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz. “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14)».
Agradezco vivamente a los Cardenales, a los Arzobispos y a los Obispos, miembros del Consejo Especial para África, por su colaboración cualificada en la redacción de los Lineamenta y del Instrumentum laboris. Os estoy muy reconocido, queridos Hermanos en el Episcopado, por haber presentado también en vuestras aportaciones aspectos importantes de la situación eclesial y social actual de vuestros países de origen y de la región. De este modo, habéis destacado el gran dinamismo de la Iglesia en África, pero también habéis evocado los desafíos, los grandes problemas de África que el Sínodo tendrá que examinar, para que el crecimiento de la Iglesia en África no sea solamente cuantitativo sino también cualitativo.
Queridos Hermanos, al comienzo de mi reflexión, me parece importante subrayar que vuestro Continente ha sido santificado por Jesús mismo, Nuestro Señor. En los albores de su vida terrestre, tristes circunstancias hicieron que pisara el suelo africano. Dios escogió vuestro Continente como morada de su Hijo. A través de Jesús, Dios ha salido ciertamente al encuentro de cada hombre, pero de una manera particular del hombre africano. África ofreció al Hijo de Dios una tierra que lo ha alimentado y una protección eficaz. Por Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su presencia es en el fondo de los corazones de este querido Continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra. África marcó una etapa importante en la Encarnación, el primer momento de la kénosis, porque acogió el abajamiento y el despojo del Hijo de Dios antes de volver a la Tierra Prometida. Gracias a la venida de Cristo, que la ha santificado con su presencia física, África recibió una llamada especial para conocer a Cristo. Que los africanos se sientan orgullosos. Meditando y ahondando espiritual y teológicamente en esta primera etapa, el africano podrá encontrar fuerzas suficientes para afrontar su diario caminar, a veces duro, y descubrir así inmensos espacios de fe y de esperanza que le ayuden a crecer en Dios.
Algunos momentos significativos de la historia cristiana de este Continente pueden recordarnos los lazos profundos que existen desde sus orígenes entre África y el cristianismo. Según una venerable tradición patrística, el evangelista san Marcos, que «transmitió por escrito lo que Pedro predicó» (Ireneo, Adversus Haereses III, I,1), vino a Alejandría a avivar la semilla plantada por el Señor. Este evangelista dio testimonio en África de la muerte en cruz del Hijo de Dios –último momento de la kénosis– y de su exaltación, para que «toda lengua proclame: “Jesucristo es el Señor” para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11). La Buena Nueva de la venida del Reino de Dios se extendió rápidamente por el norte de vuestro Continente, donde hubo ilustres mártires y santos, y engendró insignes teólogos.
Tras haber sido probado por vicisitudes históricas, el cristianismo sólo permaneció, durante casi un milenio, en la parte nororiental del Continente. Con la llegada de los europeos, que buscaban la ruta de las Indias, en los siglos XV y XVI, las poblaciones subsaharianas encontraron a Cristo. Fueron las poblaciones litorales las primeras que recibieron el bautismo. En los siglos XIX y XX, el África subsahariana vio llegar misioneros, hombres y mujeres que provenían de todo el Occidente, de Latinoamérica y también de Asia. Quiero rendirles un homenaje por la generosidad de su respuesta incondicional a la llamada del Señor y por su ardiente celo apostólico. Y siguiendo adelante, quisiera hablar de los catequistas africanos, compañeros inseparables de los misioneros en la evangelización. Dios había preparado el corazón de algunos laicos africanos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, para recibir sus dones y para llevar la luz de su Palabra a sus hermanos. Laicos con laicos, supieron encontrar en la lengua de sus padres las palabras de Dios que tocaron el corazón de sus hermanos. Supieron compartir el sabor de la sal de la Palabra y dar esplendor a la luz de los Sacramentos que anunciaban. Acompañaron a las familias en su crecimiento espiritual, alentaron las vocaciones sacerdotales y religiosas, y sirvieron de enlace entre sus comunidades y los sacerdotes y los obispos. Con toda naturalidad, llevaron a cabo una inculturación eficaz, que produjo excelentes frutos (cf. Mc 4,20). Fueron los catequistas quienes consiguieron que la «luz brille ante los hombres» (Mt 5,16), porque, viendo el bien que hacían, poblaciones enteras pudieron dar gloria a Nuestro Padre que está en los cielos. Africanos que evangelizaron a africanos. Evocando su gloriosa memoria, saludo y animo a sus dignos sucesores que trabajan hoy con la misma abnegación, el mismo ímpetu apostólico y la misma fe que sus predecesores. Que Dios les bendiga con abundancia. Durante este período, la tierra africana se ha ennoblecido con numerosos santos. Me limito a citar a los gloriosos mártires de Uganda, los grandes misioneros Anne-Marie Javouhey y Daniel Comboni, así como a Sor Anuarite Nengapeta y al catequista Isidoro Bakanja, sin olvidar a la humilde Josefina Bakhita.
Estamos actualmente en un momento histórico que, desde el punto de vista civil, coincide con la independencia reencontrada, y desde el punto de vista eclesial, con el Concilio Vaticano II. La Iglesia en África ha preparado y acompañado durante este período la construcción de nuevas identidades nacionales y, paralelamente, ha intentado traducir la identidad de Cristo siguiendo sus propios caminos. Desde que la Jerarquía se fue poco a poco africanizando, a partir de la ordenación por el Papa Pío XII de obispos de vuestro Continente, la reflexión teológica comenzó a desarrollarse. Sería bueno que vuestros teólogos siguieran hoy explorando la hondura del misterio trinitario y su significado para el día a día africano. Tal vez este siglo permita, con la gracia de Dios, un renacer en vuestro Continente, aunque ciertamente de una forma nueva, de la prestigiosa Escuela de Alejandría. ¿Por qué no esperar que, de este modo, se pueda ofrecer a los Africanos de hoy, y a la Iglesia universal, grandes teólogos y maestros espirituales que contribuyan a la santificación de los habitantes de este Continente y de toda la Iglesia? La Primera Asamblea Especial del Sínodo de Obispos permitió señalar las líneas a seguir y puso de relieve, entre otras, la necesidad de ahondar y encarnar el misterio de una Iglesia-Familia.
Quisiera sugerir ahora algunas reflexiones sobre el tema específico de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, sobre la reconciliación, la justicia y la paz.
Según el Concilio Ecuménico Vaticano II, «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Para llevar a cabo adecuadamente su misión, la Iglesia debe ser una comunidad de personas reconciliadas con Dios y entre ellas. Así, puede anunciar la Buena Nueva de la reconciliación a la sociedad actual, que lamentablemente padece en muchos sitios conflictos, violencias, guerras y odio. Vuestro Continente no se ha librado, y ha sido triste escenario de graves tragedias que reclaman una verdadera reconciliación entre los pueblos, las etnias y los hombres. Para nosotros los cristianos, esta reconciliación radica en el amor misericordioso de Dios Padre y se realiza a través de la persona de Jesucristo, que, en el Espíritu Santo, ha ofrecido a todos la gracia de la reconciliación. Las consecuencias se manifestarán a través de la justicia y la paz, indispensables para construir un mundo mejor.
En realidad, en el contexto sociopolítico y económico actual del continente africano, ¿qué puede haber más dramático que las luchas, frecuentemente sangrientas, entre grupos étnicos o pueblos hermanos? Y, puesto que el Sínodo de 1994 insistió en la Iglesia-Familia de Dios, ¿cuál puede ser la aportación del de este año para la construcción de África, sedienta de reconciliación y en busca de justicia y paz? Las guerras locales o regionales, las masacres y los genocidios que tienen lugar en el Continente han de interpelarnos de manera muy especial: si es verdad que en Jesucristo formamos parte de la misma familia y compartimos la misma vida, puesto que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos convierte en hijos de Dios, miembros de la Familia de Dios, no deberían existir más odios, injusticias y guerras entre hermanos.
Al constatar el aumento de la violencia y el auge del egoísmo en África, el Cardenal Bernardin Gantin, de venerada memoria, proponía en 1988 una teología de la Fraternidad, como respuesta al clamor apremiante de los pobres y de los más pequeños (L’Osservatore Romano, ed. francesa, 12 abril 1988, pp. 4-5). Quizá pensaba en lo que escribió el africano Lactancio a comienzos del siglo IV: «El primer deber de la justicia es reconocer al hombre como hermano. En efecto, si el mismo Dios nos ha hecho y nos ha engendrado a todos de la misma condición, con vistas a la justicia y a la vida eterna, estamos unidos ciertamente por vínculos de fraternidad: quien no los reconozca es injusto» (Epitome, 54,4-5). La Iglesia-Familia de Dios que vive en África, ha hecho una opción preferencial por los pobres desde la Primera Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos. Manifiesta así que la situación de deshumanización y de opresión que aflige a los pueblos africanos no es irreversible; por el contrario, pone a cada uno ante a un desafío, el de la conversión, la santidad y la integridad.
El Hijo, por el que Dios nos habla, es Él mismo Palabra encarnada. Esto ha sido objeto de las reflexiones de la reciente XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Hecha carne, esta Palabra está al origen de lo que somos y hacemos; es el fundamento de toda vida. Así pues, se han de valorar las tradiciones africanas a partir de esa Palabra, corrigiendo y perfeccionando su concepto de la vida, del hombre y de la familia. Jesucristo, Palabra de vida, es fuente y plenitud de todas nuestras vidas, porque el Señor Jesús es el único mediador y redentor.
Es urgente que las comunidades cristianas sean, cada vez más, lugares de escucha profunda de la Palabra de Dios y de lectura meditativa de la Sagrada Escritura. Por medio de esa lectura meditativa y comunitaria en la Iglesia, el cristiano encuentra a Cristo resucitado que le habla y le devuelve la esperanza en la plenitud de vida que Él da al mundo.
Por lo que se refiere a la Eucaristía, ésta hace realmente presente en la historia al Señor. Por su Cuerpo y su Sangre, Cristo entero se hace sustancialmente presente en nuestras vidas. Está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20) y nos envía de nuevo a las realidades cotidianas, para que podamos llenarlas con su presencia. En la Eucaristía se manifiesta claramente que la vida es una relación de comunión con Dios, con nuestros hermanos y nuestras hermanas, y con toda la creación. La Eucaristía es fuente de unidad reconciliada en la paz.
La Palabra y el Pan de vida ofrecen luz y alimento, como antídoto y viático en la fidelidad al Maestro y Pastor de nuestras almas, para que la Iglesia en África cumpla el servicio de reconciliación, de justicia y de paz, según el programa de vida dado por el Señor mismo: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Para serlo de verdad, los fieles han de convertirse y seguir a Jesucristo, ser sus discípulos, para ser testigos de su poder salvador. Durante su vida terrena, Jesús era «poderoso en obras y palabras» (Lc 24,19). Por su resurrección, ha sometido a principados y potestades (cf. Col 2,15), a todo poder del mal, para liberar a los que han sido bautizados en su nombre. «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado» (Ga 5,1). La vocación cristiana consiste en dejarse liberar por Jesucristo. Él ha vencido el pecado y la muerte y ofrece a todos la plenitud de la vida. En el Señor Jesús, ya no hay judíos ni gentiles, ni hombres y mujeres (cf. Ga 3,28). En su carne, ha reconciliado a todos los pueblos. Con la fuerza del Espíritu Santo, dirijo a todos este llamamiento: «Dejaos reconciliar» (2 Co 5,20). Ninguna diferencia étnica o cultural, de raza, sexo o religión, ha de ser para vosotros motivo de enfrentamiento. Todos sois hijos del único Dios, nuestro Padre, que está en los cielos. Con esta convicción será posible construir una África más justa y pacífica, a la altura de las esperanzas legítimas de todos sus hijos.
Finalmente, os invito a fomentar la preparación del Sínodo, recitando también con los fieles la oración conclusiva del Instrumentum laboris, que he entregado esta mañana, para el buen éxito de la Asamblea Sinodal. Oremos juntos ahora, queridos hermanos:
«Santa María, Madre de Dios, Protectora de África, tú has dado al mundo la luz verdadera, Jesucristo. Por tu obediencia al Padre y por la gracia del Espíritu Santo, nos has dado la fuente de nuestra reconciliación y nuestra justicia, Jesucristo, nuestra paz y nuestro gozo.
Madre de ternura y sabiduría, muéstranos a Jesús, tu Hijo e Hijo de Dios, ayúdanos en nuestro camino de conversión, para que Jesús haga brillar su Gloria sobre nosotros en todos los aspectos de nuestra vida personal, familiar y social.
Madre llena de misericordia y de justicia, por tu docilidad al Espíritu Consolador alcánzanos la gracia de ser testigos del Señor Resucitado, para que seamos cada vez más la sal de la tierra y la luz del mundo.
Madre del Perpetuo Socorro, confiamos a tu maternal intercesión la preparación y los frutos del Segundo Sínodo para África. Reina de la Paz, ruega por nosotros. Nuestra Señora de África, ruega por nosotros».
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