Archivo de la categoría: Santo Padre Benedicto XVI: 131 Catequesis (Años 2008, 2009 y 2010)

131 Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI, Papa Emérito, de las Audiencias Generales realizadas durante los años 2008, 2009 y 2010.

130 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

130 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE ENERO DE 2010

SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos a mitad de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, una iniciativa ecuménica, que se ha ido estructurando desde hace más de un siglo, y que cada año llama la atención sobre un tema, el de la unidad visible entre los cristianos, que implica la conciencia y estimula el compromiso de quienes creen en Cristo. Y lo hace, ante todo, con la invitación a la oración, como imitación de Jesús mismo, que pide al Padre para sus discípulos: “Que sean uno, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). La exhortación perseverante a la oración por la comunión plena entre los seguidores del Señor manifiesta la orientación más auténtica y profunda de toda la búsqueda ecuménica, porque la unidad es ante todo don de Dios. En efecto, como afirma el concilio Vaticano II: “El santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas humanas” (Unitatis redintegratio, 24). Por lo tanto, además de nuestro esfuerzo por desarrollar relaciones fraternas y promover el diálogo para aclarar y resolver las divergencias que separan a las Iglesias y las comunidades eclesiales, es necesaria la confiada y concorde invocación al Señor.

El tema de este año está tomado del Evangelio de san Lucas, de las últimas palabras de Cristo Resucitado a sus discípulos: “Vosotros sois testigos de todo esto” (Lc 24, 48). La propuesta del tema la pidió el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, de acuerdo con la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias, a un grupo ecuménico de Escocia. Hace un siglo la Conferencia mundial para la consideración de los problemas relativos al mundo no cristiano tuvo lugar precisamente en Edimburgo, Escocia, del 13 al 24 de junio de 1910. Entre los problemas que se discutieron entonces estaba el de la dificultad objetiva de proponer con credibilidad el anuncio evangélico al mundo no cristiano por parte de los cristianos divididos entre sí. Si a un mundo que no conoce a Cristo, que se ha alejado de él o que se muestra indiferente al Evangelio, los cristianos se presentan desunidos, más aún, con frecuencia contrapuestos, ¿será creíble el anuncio de Cristo como único Salvador del mundo y nuestra paz? La relación entre unidad y misión ha representado desde ese momento una dimensión esencial de toda la acción ecuménica y su punto de partida. Y por esta aportación específica esa Conferencia de Edimburgo es uno de los puntales del ecumenismo moderno. La Iglesia católica, en el concilio Vaticano II, retomó y confirmó con vigor esta perspectiva, afirmando que la división entre los discípulos de Jesús no sólo “contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, sino que además es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura” (Unitatis redintegratio, 1).

En ese contexto teológico y espiritual se sitúa el tema propuesto para esta Semana dedicada a la meditación y la oración: la exigencia de un testimonio común de Cristo. El breve texto propuesto como tema, “Vosotros sois testigos de todo esto”, hay que leerlo en el contexto de todo el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas. Recordemos brevemente el contenido de este capítulo. Primero las mujeres van al sepulcro, ven los signos de la resurrección de Jesús y anuncian lo que han visto a los Apóstoles y a los demás discípulos (v. 8); después el mismo Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús en el camino, luego a Simón Pedro y, sucesivamente, “a los Once y a los que estaban con ellos” (v. 33). Les abre la mente para que comprendan las Escrituras acerca de su muerte redentora y su resurrección, afirmando que “se predicará en su nombre a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (v. 47). A los discípulos que se encuentran “reunidos” y que han sido testigos de su misión, el Señor resucitado les promete el don del Espíritu Santo (cf. v. 49), a fin de que juntos lo testimonien a todas las naciones. De ese imperativo -“de todo esto”, de esto vosotros sois testigos (cf. Lc 24, 48)-, que es el tema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, brotan para nosotros dos preguntas. La primera: ¿qué es “todo esto”? La segunda: ¿cómo podemos nosotros ser testigos de “todo esto”?

Si nos fijamos en el contexto del capítulo, “todo esto” significa ante todo la cruz y la resurrección: los discípulos han visto la crucifixión del Señor, ven al Resucitado y así comienzan a entender todas las Escrituras que hablan del misterio de la pasión y del don de la resurrección. “Todo esto”, por lo tanto, es el misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, que murió por nosotros y resucitó, que vive para siempre y, de ese modo, es garantía de nuestra vida eterna.

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Pero conociendo a Cristo —este es el punto esencial— conocemos el rostro de Dios. Cristo es sobre todo la revelación de Dios. En todos los tiempos, los hombres perciben la existencia de Dios, un Dios único, pero que está lejos y no se manifiesta. En Cristo este Dios se muestra, el Dios lejano se convierte en cercano. Por lo tanto, “todo esto” es, principalmente el misterio de Cristo, Dios que se ha hecho cercano a nosotros. Esto implica otra dimensión: Cristo nunca está solo; él vino entre nosotros, murió solo, pero resucitó para atraer a todos hacia sí. Cristo, como dice la Escritura, se crea un cuerpo, reúne a toda la humanidad en su realidad de la vida inmortal. Y así, en Cristo, que reúne a la humanidad, conocemos el futuro de la humanidad: la vida eterna. De manera que todo esto es muy sencillo, en definitiva: conocemos a Dios conociendo a Cristo, su cuerpo, el misterio de la Iglesia y la promesa de la vida eterna.

Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Cómo podemos nosotros ser testigos de “todo esto”? Sólo podemos ser testigos conociendo a Cristo y, conociendo a Cristo, conociendo también a Dios. Pero conocer a Cristo implica ciertamente una dimensión intelectual —aprender cuanto conocemos de Cristo— pero siempre es mucho más que un proceso intelectual: es un proceso existencial, es un proceso de la apertura de mi yo, de mi transformación por la presencia y la fuerza de Cristo, y así también es un proceso de apertura a todos los demás que deben ser cuerpo de Cristo. De este modo, es evidente que conocer a Cristo, como proceso intelectual y sobre todo existencial, es un proceso que nos hace testigos. En otras palabras, sólo podemos ser testigos si a Cristo lo conocemos de primera mano y no solamente por otros, en nuestra propia vida, por nuestro encuentro personal con Cristo. Encontrándonos con él realmente en nuestra vida de fe nos convertimos en testigos y así podemos contribuir a la novedad del mundo, a la vida eterna. El Catecismo de la Iglesia católica nos da una indicación también para entender el contenido de “todo esto”. La Iglesia ha reunido y resumido lo esencial de cuanto el Señor nos ha dado en la Revelación, en el “Símbolo llamado niceno-constantinopolitano, que debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381)” (n. 195). El Catecismo precisa que este Símbolo “sigue siendo todavía hoy común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente” (ib.). En este Símbolo, por lo tanto, se encuentran las verdades de fe que los cristianos pueden profesar y testimoniar juntos, para que el mundo crea, manifestando, con el deseo y el compromiso de superar las divergencias existentes, la voluntad de caminar hacia la comunión plena, la unidad del Cuerpo de Cristo.

La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos lleva a considerar otros aspectos importantes para el ecumenismo. Ante todo, el gran avance logrado en las relaciones entre Iglesias y comunidades eclesiales después de la Conferencia de Edimburgo de hace un siglo. El movimiento ecuménico moderno se ha desarrollado de modo tan significativo que en el último siglo se convirtió en un elemento importante en la vida de la Iglesia, recordando el problema de la unidad entre todos los cristianos y sosteniendo también el crecimiento de la comunión entre ellos. No sólo favorece las relaciones fraternas entre las Iglesias y las comunidades eclesiales en respuesta al mandamiento del amor, sino que también estimula la investigación teológica. Además, implica la vida concreta de las Iglesias y las comunidades eclesiales con temáticas que tocan la pastoral y la vida sacramental, como, por ejemplo, el reconocimiento mutuo del Bautismo, las cuestiones relativas a los matrimonios mixtos, los casos parciales de comunicatio in sacris en situaciones particulares bien definidas. En la estela de este espíritu ecuménico, los contactos se han ido ampliando también a movimientos pentecostales, evangélicos y carismáticos, para un mayor conocimiento recíproco, si bien no faltan problemas graves en este sector.

La Iglesia católica, desde el concilio Vaticano II, ha entablado relaciones fraternas con todas las Iglesias de Oriente y las comunidades eclesiales de Occidente, especialmente organizando con la mayor parte de ellas diálogos teológicos bilaterales, que han llevado a encontrar convergencias o también consensos en varios puntos, profundizando así los vínculos de comunión. En el año que acaba de concluir los distintos diálogos han dado pasos positivos. Con las Iglesias ortodoxas, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico, en la XI Sesión plenaria que tuvo lugar en Paphos, Chipre, en octubre de 2009, comenzó el estudio de un tema crucial en el diálogo entre católicos y ortodoxos: El papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio, es decir, en el tiempo en que los cristianos de Oriente y de Occidente vivían en la comunión plena. Este estudio se extenderá sucesivamente al segundo milenio. Otras veces ya he solicitado la oración de los católicos por este diálogo delicado y esencial para todo el movimiento ecuménico. También con las antiguas Iglesias ortodoxas de Oriente (copta, etiópica, siria, armenia), la análoga Comisión mixta se reunió del 26 al 30 de enero del año pasado. Estas importantes iniciativas demuestran que se está llevando a cabo un diálogo profundo y rico de esperanzas con todas las Iglesias de Oriente que no están en comunión plena con Roma, en su propia especificidad.
Durante el año pasado, con las comunidades eclesiales de Occidente se han examinado los resultados alcanzados en los distintos diálogos de estos cuarenta años, deteniéndose especialmente en los diálogos con la Comunión anglicana, con la Federación luterana mundial, con la Alianza reformada mundial y con el Consejo mundial metodista. Al respecto, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos ha realizado un estudio para dilucidar los puntos de convergencia a los que se ha llegado en los relativos diálogos bilaterales, y señalar, al mismo tiempo, los problemas abiertos sobre los que será preciso comenzar una fase nueva de confrontación.

Entre los eventos recientes, quiero mencionar la conmemoración del décimo aniversario de la Declaración común sobre la doctrina de la justificación, celebrado conjuntamente por católicos y luteranos el 31 de octubre de 2009, para estimular la continuación del diálogo, como también la visita a Roma del arzobispo de Canterbury, doctor Rowan Williams, quien mantuvo también conversaciones sobre la situación particular en que se encuentra la Comunión anglicana. El compromiso común de continuar las relaciones y el diálogo son un signo positivo, que manifiesta cuán intenso es el deseo de la unidad, pese a todos los problemas que la obstaculizan. Así vemos que existe una dimensión de nuestra responsabilidad en hacer todo lo posible para llegar realmente a la unidad, pero también existe la otra dimensión, la de la acción divina, porque sólo Dios puede dar la unidad a la Iglesia. Una unidad “auto-confeccionada” sería humana, pero nosotros deseamos la Iglesia de Dios, hecha por Dios, el cual creará la unidad cuando quiera y cuando nosotros estemos preparados. Debemos tener presentes también los avances reales que se han alcanzado en la colaboración y en la fraternidad en todos estos años, en estos últimos cincuenta años. Al mismo tiempo, debemos saber que la labor ecuménica no es un proceso lineal. En efecto, problemas viejos, nacidos en el contexto de otra época, pierden su peso, mientras que en el contexto actual surgen nuevos problemas y nuevas dificultades. Por lo tanto, debemos estar siempre dispuestos para un proceso de purificación, en el que el Señor nos haga capaces de estar unidos.

Queridos hermanos y hermanas, pido la oración de todos por la compleja realidad ecuménica, por la promoción del diálogo, como también para que los cristianos de nuestro tiempo den un nuevo testimonio común de fidelidad a Cristo ante nuestro mundo. Que el Señor escuche nuestra invocación y la de todos los cristianos, que en esta semana se eleva a él con especial intensidad.

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126 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

126 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MIÉRCOLES DE CENIZA

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE FEBRERO DE 2010

MIÉRCOLES DE CENIZA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, comenzamos el camino cuaresmal: un camino que dura cuarenta días y que nos lleva a la alegría de la Pascua del Señor. En este itinerario espiritual no estamos solos, porque la Iglesia nos acompaña y nos sostiene desde el principio con la Palabra de Dios, que encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y con la gracia de los Sacramentos.

Las palabras del Apóstol san Pablo nos dan una consigna precisa: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios… Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2 Co 6, 1-2). De hecho, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de Cuaresma. Que los cuarenta días de preparación de la Pascua son tiempo favorable y de gracia lo podemos entender precisamente en la llamada que el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en la liturgia, con dos fórmulas: “Convertíos y creed en el Evangelio”, “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”.

La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del “Evangelio de Dios”: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

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El “convertíos y creed en el Evangelio” no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que “hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “mayor”, que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).

El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra su significado espiritual mediante la antigua fórmula: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”, que el sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de la culpa original: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema. Frente al miedo innato del fin, y más aún en el contexto de una cultura que de muchas maneras tiende a censurar la realidad y la experiencia humana de la muerte, la liturgia cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte invitándonos al realismo y a la sabiduría; pero, por otro, nos impulsa sobre todo a captar y a vivir la novedad inesperada que la fe cristiana irradia en la realidad de la muerte misma.

El hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad. Así la fórmula litúrgica “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” encuentra la plenitud de su significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente con todo hombre la situación de fragilidad, especialmente mediante su muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al Padre y a la humanidad, fue el camino para la gloriosa resurrección, mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a quienes creen en él y de este modo participan de la misma vida divina. Esta vida que no tendrá fin comienza ya en la fase terrena de nuestra existencia, pero alcanzará su plenitud después de “la resurrección de la carne”. El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y encuentra en ella su cumplimiento. Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro “hombre viejo” vinculado al pecado y hacer que nazca el “hombre nuevo” transformado por la gracia de Dios.

Queridos amigos, mientras nos disponemos a emprender el austero camino cuaresmal, invoquemos con particular confianza la protección y la ayuda de la Virgen María. Que ella, la primera creyente en Cristo, nos acompañe en estos cuarenta días de intensa oración y de sincera penitencia, para llegar a celebrar, purificados y completamente renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.

¡Feliz Cuaresma a todos!

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124 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Buenaventura (2)

124 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BUENAVENTURA (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE MARZO DE 2010

SAN BUENAVENTURA (2)

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir su presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.

Como ya dije, uno de los varios méritos de san Buenaventura fue interpretar de forma auténtica y fiel la figura de san Francisco de Asís, a quien veneró y estudió con gran amor. En tiempos de san Buenaventura una corriente de Frailes Menores, llamados “espirituales”, sostenía en particular que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, en la que aparecería el “Evangelio eterno”, del que habla el Apocalipsis, sustituyendo al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ya había agotado su papel histórico, y una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu —es decir, los “Franciscanos espirituales”— pasaba a ocupar su lugar. Las ideas de este grupo se basaban en los escritos de un abad cisterciense, Gioacchino da Fiore, fallecido en 1202. En sus obras, afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Había que esperar aún la tercera edad, la del Espíritu Santo. Así, toda la historia se debía interpretar como una historia de progreso: desde la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que iba a ser, por fin, el tiempo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Gioacchino da Fiore había suscitado la esperanza de que el comienzo del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Por eso, es comprensible que un grupo de franciscanos creyera reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del periodo nuevo: la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba atrás a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, desvinculada ya de las viejas estructuras.

Por consiguiente, se corría el riesgo de una gravísima tergiversación del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y ese equívoco conllevaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.

San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en ministro general de la Orden franciscana, se encontró ante una grave tensión dentro de su misma Orden precisamente a causa de quienes sostenían la mencionada corriente de los “Franciscanos espirituales”, que se remontaba a Gioacchino da Fiore. Para responder a este grupo y restablecer la unidad en la Orden, san Buenaventura estudió atentamente los escritos auténticos de Gioacchino da Fiore y los que se le atribuían y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar fielmente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del Estudio parisino, que quedó incompleta y nos ha llegado a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo se entraba en el último, es decir, el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la narración de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Según él, dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:

El primero es la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.

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El segundo es la posición de Gioacchino da Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo; y un período totalmente nuevo de la historia, que iba más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.

Como ministro general de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura vio en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Gioacchino da Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. A su parecer, las consecuencias eran dos:

La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, requería un fundamento teológico, entre otras razones porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.

La segunda: aun teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.

¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? Aquí sólo puedo hacer un resumen esquemático e incompleto de su respuesta en algunos puntos:

1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. Por consiguiente, la historia es una, aunque es un camino y —según san Buenaventura— un camino de progreso.

2. Jesucristo es la última Palabra de Dios; en él Dios ha dicho todo, donándose y diciéndose a sí mismo. Dios no puede decir, ni dar más que a sí mismo. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “Él os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26), “recibirá de lo mío y os lo anunciará” (Jn 16, 15). Así pues, no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.

3. Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, que esté anclada en el pasado y no pueda haber novedad en ella. “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, no desaparecen, sino que avanzan, dice el santo en la carta De tribus quaestionibus. Así formula explícitamente san Buenaventura la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es el fin de la historia, como para los Padres de la Iglesia, sino su centro; con Cristo la historia no acaba, sino que comienza un período nuevo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta ese momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran la cima absoluta de la teología, todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la Palabra de Cristo es inagotable y de que incluso en las nuevas generaciones pueden aparecer luces nuevas. La unicidad de Cristo garantiza asimismo la novedad y la renovación en todos los períodos de la historia.

Ciertamente, la Orden Franciscana —subraya— pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esa Orden respecto al monaquismo clásico, y san Buenaventura —como dije en la catequesis anterior— defendió esta novedad contra los ataques del clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, en favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.

Llegados a este punto, quizá es útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio ha sido una decadencia permanente; algunos ya ven la decadencia inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, sino que avanzan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y de los dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etcétera? También hoy vale esta afirmación: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”,avanzan. San Buenaventura nos enseña el conjunto del discernimiento necesario, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas que Cristo da, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea de la decadencia, existe también otra idea, este “utopismo espiritualista”, que se repite. De hecho, sabemos que después del concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, de que había otra Iglesia, de que la Iglesia pre-conciliar había acabado e iba a surgir otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y, gracias a Dios, los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo vi y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y, por otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que siempre es Iglesia de pecadores y siempre es lugar de gracia.

4.En este sentido, san Buenaventura, como ministro general de los franciscanos, adoptó una línea de gobierno en la que era clarísimo que la nueva Orden, como comunidad, no podía vivir a la misma “altura escatológica” de san Francisco, en el cual él ve anticipado el mundo futuro, sino que —guiada, al mismo tiempo, por un sano realismo y por la valentía espiritual— debía acercarse tanto como fuera posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para san Francisco fue la regla, si bien teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.

Vemos así que para san Buenaventura gobernar no coincidía simplemente con hacer algo, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno siempre encontramos la oración y el pensamiento; todas sus decisiones eran fruto de la reflexión, del pensamiento iluminado de la oración. Su íntima relación con Cristo acompañó siempre su labor de ministro general y, por esto, compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el alma de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando hacia Cristo.

De estos escritos, que son el alma de su gobierno y que muestran tanto a la persona como a la comunidad el camino a recorrer, quiero mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito: “Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, el acontecimiento admirable que sucedió en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre ello, en seguida me percaté de que esa visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y a la vez el camino que lleva hasta él” (Itinerario della mente inDio,Prólogo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).

Las seis alas del serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que llevan progresivamente al hombre desde el conocimiento de Dios, mediante la observación del mundo y de las criaturas y mediante la exploración del alma misma con sus facultades, a la unión íntima con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Habría que dejar que las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, llegaran hasta el fondo de nuestro corazón: “Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la neblina, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y trasporta en Dios con las fuertes unciones y los afectos vehementes… Entremos, por tanto, en la neblina, acallemos los afanes, las pasiones y los fantasmas; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, para decir con Felipe después de haberlo visto: esto me basta” (ib., VII, 6).

Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el doctor seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, a fin de que él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos escuchar su voz divina, que nos atrae hacia la felicidad verdadera.

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123 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Buenaventura (3)

123 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BUENAVENTURA (3)

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE MARZO DE 2010

SAN BUENAVENTURA (3)

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana, continuando con la reflexión del miércoles pasado, quiero profundizar junto con vosotros en otros aspectos de la doctrina de san Buenaventura de Bagnoregio. Se trata de un eminente teólogo, que merece ser puesto al lado de otro grandísimo pensador contemporáneo suyo, santo Tomás de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorizando los recursos de la razón humana, en el diálogo fecundo entre fe y razón que caracteriza al Medioevo cristiano, haciendo de este una época de gran viveza intelectual, como también de fe y de renovación eclesial, aunque con frecuencia no se ha subrayado suficientemente. Tienen en común otras analogías: tanto san Buenaventura, franciscano, como santo Tomás, dominico, pertenecían a las Órdenes Mendicantes que, con su lozanía espiritual, como recordé en catequesis anteriores, en el siglo XIII renovaron toda la Iglesia y atrajeron a numerosos seguidores. Ambos sirvieron a la Iglesia con diligencia, con pasión y con amor, hasta tal punto que fueron invitados a participar en el concilio ecuménico de Lyon en 1274, el mismo año en que murieron: santo Tomás mientras viajaba hacia Lyon, y san Buenaventura durante los trabajos de ese concilio. También en la plaza de San Pedro las estatuas de los dos santos ocupan una posición paralela, situadas precisamente al inicio de la Columnata partiendo de la fachada de la basílica vaticana: una en el brazo de la izquierda y la otra en el brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, en estos dos grandes santos podemos observar dos enfoques distintos ante la investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la profundidad de pensamiento de uno y otro. Quiero comentar brevemente algunas de estas diferencias.

Una primera diferencia concierne al concepto de teología. Ambos doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles respuestas opuestas. La primera dice: la teología es reflexión sobre la fe, y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, que viva según la voluntad de Dios. Por lo tanto, el objetivo de la teología debería ser guiar por el camino recto, bueno; por consiguiente, en el fondo es una ciencia práctica. La otra posición dice: la teología intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por encima de nuestro obrar. Dios realiza en nosotros el obrar justo. Por tanto, substancialmente ya no se trata de nuestro obrar, sino de conocer a Dios y no de nuestro actuar. La conclusión de santo Tomás es: la teología implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer cada vez más a Dios, y es práctica: intenta orientar nuestra vida hacia el bien. Pero la primacía corresponde al conocimiento: sobre todo debemos conocer a Dios, después sigue obrar según Dios (Summa Theologiae I q. 1, art. 4). Esta primacía del conocimiento respecto de la praxis es significativo para la orientación fundamental de santo Tomás.

La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los matices son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta de si la teología es una ciencia práctica o teórica, hace tres distinciones: amplía la alternativa entre teórico (primacía del conocimiento) y práctico (primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama “sapiencial” y afirmando que la sabiduría abarca ambos aspectos. Y prosigue: la sabiduría busca la contemplación (como la forma más alta del conocimiento) y tiene como intención “ut boni fiamus“, que lleguemos a ser buenos, sobre todo esto: ser buenos (cf. Breviloquium, Prólogo, 5). Después añade: “La fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto “por nosotros” no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor” (Proemium in I Sent., q. 3).

En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura enumera algunos argumentos contra el hacer teología, quizá generalizados entre una parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo: la razón vacía la fe, es una actitud violenta respecto a la Palabra de Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cf. Carta de san Francisco de Asís a san Antonio de Padua). A estos argumentos contra la teología, que muestran los peligros existentes en la teología misma, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encima de la Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la razón. Quien ama quiere conocer cada vez más y mejor a la persona amada; la verdadera teología no compromete la razón y su búsqueda motivada por la soberbia, “sed propter amorem eius cui assentit” —”motivada por amor a Aquel al cual ha dado su consentimiento” (Proemium in I Sent., q. 2)—, y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental de la teología. Por tanto, para san Buenaventura, al fin, es determinante la primacía del amor.

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En consecuencia, santo Tomás y san Buenaventura definen de manera diferente el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, al cual se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En este acto sencillo de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no es necesario nada más.

Para san Buenaventura, en cambio, el destino último del hombre es amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Para él esta es la definición más adecuada de nuestra felicidad.
En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es la verdad, mientras que para san Buenaventura es el bien. Sería un error ver una contradicción entre estas dos respuestas. Para ambos la verdad es también el bien, y el bien es también la verdad; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata, por tanto, de matices distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos matices han formado tradiciones diversas y espiritualidades distintas, y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.

Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el matiz específico de su teología, del cual he puesto sólo un ejemplo, se explica a partir del carisma franciscano: el “Poverello” de Asís, más allá de los debates intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía del amor; era un icono vivo y enamorado de Cristo, y así hizo presente, en su tiempo, la figura del Señor: convenció a sus contemporáneos no con palabras, sino con su vida. En todas las obras de san Buenaventura, incluidas las obras científicas, de escuela, se ve y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que piensa partiendo del encuentro con el “Poverello” de Asís. Pero para entender la elaboración concreta del tema de la “primacía del amor” debemos tener presente otra fuente: los escritos del llamado Pseudo-Dionisio, un teólogo siríaco del siglo VI, que se ocultó bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, haciendo referencia, con este nombre, a una figura de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 34). Este teólogo había creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado ampliamente de los distintos órdenes de los ángeles. Sus escritos se tradujeron al latín en el siglo ix; en el tiempo de san Buenaventura —estamos en el siglo XIII— parecía una nueva tradición, que despertó el interés del santo y de los demás teólogos de su siglo. Dos cosas atraían especialmente la atención de san Buenaventura:

1 .El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de ángeles, cuyos nombres había encontrado en la Escritura y después había ordenado a su manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura interpreta estos órdenes de los ángeles como escalones en el acercamiento de la criatura a Dios. Así pueden representar el camino humano, la subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna duda: san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y así debían ser los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía bien que este último grado de acercamiento a Dios no se puede insertar en un ordenamiento jurídico, sino que siempre es un don particular de Dios. Por eso la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más realista, pero debe ayudar a sus miembros a acercarse cada vez más a una existencia seráfica de puro amor. El miércoles pasado hablé sobre esta síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el pensamiento y en la acción de san Buenaventura.

  1. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos de Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras que para san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, es la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da otro paso más: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón deja de ver. Pero en la noche del intelecto el amor sigue viendo, ve lo que es inaccesible a la razón. El amor se extiende más allá de la razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que coincidía con su espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la cruz se muestra toda la grandeza del amor divino; donde la razón deja de ver, el amor ve. Las palabras conclusivas del “Itinerario de la mente hacia Dios”, en una lectura superficial, pueden parecer una expresión exagerada de una devoción sin contenido; en cambio, leídas a la luz de la teología de la cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y realista de la espiritualidad franciscana: “Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la subida hacia Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; … no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y transporta en Dios” (VII, 6). Todo esto no es anti-intelectual y no es anti-racional: supone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado. Con esta trasformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san Buenaventura se sitúa en los inicios de una gran corriente mística, que elevó y purificó mucho la mente humana: es una cima en la historia del espíritu humano.

Esta teología de la cruz, nacida del encuentro entre la teología del Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar que san Buenaventura también comparte con san Francisco de Asís el amor a la creación, la alegría por la belleza de la creación de Dios. Sobre este punto cito una frase del primer capítulo del “Itinerario”: “Quien… no ve los innumerables esplendores de las criaturas, está ciego; quien con tantas voces no se despierta, está sordo; quien no alaba a Dios por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se eleva hasta el primer principio, es necio” (I, 15). Toda la creación habla en voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.

Por tanto, para san Buenaventura toda nuestra vida es un “itinerario”, una peregrinación, una subida hacia Dios. Pero sólo con nuestras fuerzas no podemos subir hasta la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe “tirar de nosotros” hacia arriba. Por eso es necesaria la oración. La oración —así dice el santo— es la madre y el origen de la elevación, “sursum actio“, acción que nos eleva, dice san Buenaventura. Concluyo, por tanto, con la oración con la que comienza su “Itinerario”: “Oremos, pues, y digamos al Señor, nuestro Dios: “Guíame, Señor, por tus sendas y caminaré en tu verdad. Alégrese mi corazón en el temor de tu nombre” (I, 1).

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121 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Triduo Pascual

121 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL TRIDUO PASCUAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 31 DE MARZO DE 2010

EL TRIDUO PASCUAL

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los acontecimientos centrales de nuestra redención, el núcleo esencial de nuestra fe. Mañana comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico, en el cual estamos llamados al silencio y a la oración para contemplar el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor.

En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como explica san Atanasio en una de sus Cartas pascuales, nos introducen “en el tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la santa Pascua, en la que el Señor se inmoló” (Carta 5, 1-2: pg 26, 1379).

Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se reunirán mañana por la mañana los presbíteros con su obispo. Durante una significativa celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar en las catedrales diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los catecúmenos, y el crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovarán las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su ordenación. Este año, ese gesto asume un relieve muy especial, porque se sitúa en el ámbito del Año sacerdotal, que convoqué para conmemorar el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Quiero repetir a todos los sacerdotes el deseo que formulé en la conclusión de la carta de convocatoria: “A ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz”.

Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la Eucaristía. El apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, confirmaba a los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico, comunicándoles él mismo lo que había aprendido: “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía”” (1 Co 11, 23-25). Estas palabras manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, él se hace presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre derramada como sacrificio de la Nueva Alianza. Al mismo tiempo, constituye a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento, que entrega a su Iglesia como prueba suprema de su amor.

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Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13, 1-25). Este acto se convierte para el evangelista en la representación de toda la vida de Jesús y revela su amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al hombre para la comunión con Dios y hacerlo libre. Al final de la liturgia del Jueves santo, la Iglesia reserva el Santísimo Sacramento en un lugar adecuadamente preparado, que representa la soledad de Getsemaní y la angustia mortal de Jesús. Ante la Eucaristía, los fieles contemplan a Jesús en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las soledades del mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a buscar el encuentro íntimo con el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre los que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar luz de la propia vida.

El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor. Jesús quiso ofrecer su vida como sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y humillante: la crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última Cena y la muerte de Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su muerte y transformándola en acto de amor. Así, la muerte que, por naturaleza, es el fin, la destrucción de toda relación, queda transformada por él en acto de comunicación de sí, instrumento de salvación y proclamación de la victoria del amor. De ese modo, Jesús se convierte en la clave para comprender la última Cena que es anticipación de la transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario, en acto de amor que redime y salva al mundo.

El Sábado santo se caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están desnudas y no se celebran liturgias particulares. En este tiempo de espera y de esperanza, los creyentes son invitados a la oración, a la reflexión, a la conversión, también a través del sacramento de la reconciliación, para poder participar, íntimamente renovados, en la celebración de la Pascua.

En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, “madre de todas las vigilias”, ese silencio se rompe con el canto del Aleluya, que anuncia la resurrección de Cristo y proclama la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el encuentro con su Señor, entrando en el día de la Pascua que el Señor inaugura al resucitar de entre los muertos.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente este Triduo sacro ya inminente, para estar cada vez más profundamente insertados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella, que siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos introduzca en el misterio pascual, para que experimentemos la alegría y la paz de Cristo resucitado.

Con estos sentimientos, desde ahora os deseo de corazón una santa Pascua a todos, felicitación que extiendo a vuestras comunidades y a todos vuestros seres queridos.

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120 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

120 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE ABRIL DE 2010

LA OCTAVA DE PASCUA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, la habitual audiencia general de los miércoles se ve inundada por la alegría luminosa de la Pascua. En estos días la Iglesia celebra el misterio de la Resurrección y vive el gran gozo que deriva de la buena nueva del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Una alegría que no sólo se prolonga durante la Octava de Pascua, sino que se extiende durante cincuenta días hasta Pentecostés. Después del llanto y la consternación del Viernes santo, y después del silencio cargado de espera del Sábado santo, he aquí el anuncio estupendo: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34). En toda la historia del mundo, esta es la “buena nueva” por excelencia, es el “Evangelio” anunciado y transmitido a lo largo de los siglos, de generación en generación.

La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más hermoso y maduro del “misterio de Dios”. Es tan extraordinario, que resulta inenarrable en aquellas dimensiones que escapan a nuestra capacidad humana de conocimiento e investigación. Y, aun así, también es un hecho “histórico”, real, testimoniado y documentado. Es el acontecimiento en el que se funda toda nuestra fe. Es el contenido central en el que creemos y el motivo principal por el que creemos.

El Nuevo Testamento no describe cómo tuvo lugar la Resurrección de Jesús. Refiere solamente los testimonios de aquellos a los que Jesús en persona se apareció después de haber resucitado. Los tres Evangelios sinópticos nos narran que ese anuncio —¡Ha resucitado!”— lo proclamaron inicialmente algunos ángeles. Es, por tanto, un anuncio que tiene su origen en Dios; pero Dios lo confía en seguida a sus “mensajeros”, para que lo transmitan a todos. De modo que son esos mismos ángeles quienes invitan a las mujeres —que habían ido al sepulcro al amanecer— a que vayan en seguida a decir a los discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis” (Mt 28, 7). De este modo, mediante las mujeres del Evangelio, ese mandato divino llega a todos y cada uno, para que a su vez transmitan a otros, con fidelidad y con valentía, esa misma noticia: una noticia hermosa, alegre y fuente de gozo.

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Sí, queridos amigos, toda nuestra fe se basa en la transmisión constante y fiel de esta “buena nueva”. Y nosotros, hoy, queremos expresar a Dios nuestra profunda gratitud por las innumerables generaciones de creyentes en Cristo que nos han precedido a lo largo de los siglos, porque cumplieron el mandato fundamental de anunciar el Evangelio que habían recibido. La buena nueva de la Pascua, por tanto, requiere la labor de testigos entusiastas y valientes. Todo discípulo de Cristo, también cada uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Este es el mandato preciso, comprometedor y apasionante del Señor resucitado. La “noticia” de la vida nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe estar viva y activa en quien la comunica, y ha de ser realmente capaz de cambiar el corazón, toda la existencia. Esta noticia está viva, ante todo, porque Cristo mismo es su alma viva y vivificante. Nos lo recuerda san Marcos al final de su Evangelio, donde escribe que los Apóstoles “salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16, 20).

La experiencia de los Apóstoles es también la nuestra y la de todo creyente, de todo discípulo que se hace “anunciador”. De hecho, también nosotros estamos seguros de que el Señor, hoy como ayer, actúa junto con sus testigos. Este es un hecho que podemos reconocer cada vez que vemos despuntar los brotes de una paz verdadera y duradera, donde el compromiso y el ejemplo de los cristianos y de los hombres de buena voluntad está animado por el respeto de la justicia, el diálogo paciente, la estima convencida de los demás, el desinterés y el sacrificio personal y comunitario. Lamentablemente, también vemos en el mundo mucho sufrimiento, mucha violencia, muchas incomprensiones. La celebración del Misterio pascual, la contemplación gozosa de la Resurrección de Cristo, que vence al pecado y la muerte con la fuerza del amor de Dios es ocasión propicia para redescubrir y profesar con más convicción nuestra confianza en el Señor resucitado, que acompaña a los testigos de su palabra obrando prodigios junto con ellos. Seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado cuando dejemos que se transparente en nosotros el prodigio de su amor; cuando en nuestras palabras y, más aún, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se pueda reconocer la voz y la mano de Jesús.

El Señor nos manda, por tanto, a todas partes como testigos suyos. Pero sólo lo seremos a partir y en referencia continua a la experiencia pascual, la que María Magdalena expresa anunciando a los demás discípulos: “He visto al Señor” (cf. Jn 20, 18). En este encuentro personal con Cristo resucitado están el fundamento indestructible y el contenido central de nuestra fe, la fuente fresca e inagotable de nuestra esperanza y el dinamismo ardiente de nuestra caridad. Así nuestra vida cristiana coincidirá completamente con el anuncio: “Es verdad. Cristo Señor ha resucitado”. Por tanto, dejémonos conquistar por el atractivo de la Resurrección de Cristo. Que la Virgen María nos sostenga con su protección y nos ayude a gustar plenamente el gozo pascual, para que sepamos llevarlo a nuestra vez a todos nuestros hermanos.

Una vez más, ¡Feliz Pascua a todos!

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119 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Munus Docendi (El Rol de la Docencia)

119 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MUNUS DOCENDI

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE ABRIL DE 2010

MUNUS DOCENDI (EL ROL DE LA DOCENCIA)

Queridos amigos:

En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.

Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.

Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.

El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, elmunus docendi de la Iglesia, ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque, entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión, interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna».

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Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como vosotros» (Discurso 229/e, 4).

La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).

La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.

En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera especial, a través del libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por eso no puede menos de anunciarla. De hecho, el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es una forma de alcanzar seguridad en la vida, de conquistar una posición social: nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad.

Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar el encuentro con Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino de fe y la salvación de los hombres. «Ordenación sacerdotal significa: ser sumergidos (…) en la Verdad» (Homilía en la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así, necesariamente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo justifica el mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). Sólo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido creado.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cf. 1 Co 6, 12). Que san Juan María Vianney sea ejemplo para todos los sacerdotes. Era hombre de gran sabiduría y fortaleza heroica para resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo a fin de llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su predicación, transparencia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano quedaba edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.

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118 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Malta

118 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A MALTA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE ABRIL DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO A MALTA

Queridos hermanos y hermanas:

Como sabéis, el sábado y el domingo pasados realicé un viaje apostólico a Malta, sobre el que hoy quiero hablar brevemente. La ocasión de mi visita pastoral fue el 1950° aniversario del naufragio del apóstol san Pablo en las costas del archipiélago maltés y de su permanencia en aquellas islas durante casi tres meses. El acontecimiento se sitúa alrededor del año 60 y el libro de los Hechos de los Apóstoles lo narra con numerosos detalles (cc. 27-28). Como le sucedió a san Pablo, también yo he experimentado la calurosa acogida de los malteses —verdaderamente extraordinaria— y por esto expreso de nuevo mi reconocimiento más vivo y cordial al presidente de la República, al Gobierno y a las demás autoridades del Estado, y doy fraternalmente las gracias a los obispos del país y a todos los que han colaborado para preparar este encuentro festivo entre el Sucesor de Pedro y la población maltesa. La historia de este pueblo de casi dos mil años es inseparable de la fe católica, que caracteriza su cultura y sus tradiciones: se dice que en Malta hay nada menos que 365 iglesias, «una para cada día del año», una señal visible de esta profunda fe.

Todo comenzó con aquel naufragio: después de ir a la deriva durante catorce días, empujada por los vientos, la nave que transportaba a Roma al apóstol san Pablo y a muchas otras personas encalló en un banco de la isla de Malta. Por eso, después de mantener un encuentro muy cordial con el presidente de la República, en la capital La Valeta —que tuvo el hermoso marco del jovial saludo de numerosos chicos y chicas—, en seguida me dirigí en peregrinación a la llamada «Gruta de San Pablo», en Rabat, para un momento intenso de oración. Asimismo, allí pude saludar a un grupo numeroso de misioneros malteses. Pensar en ese pequeño archipiélago en el centro del Mediterráneo, y en cómo llegó allí la semilla del Evangelio, suscita un sentimiento de gran asombro por los misteriosos designios de la Providencia divina: viene espontáneo dar gracias al Señor y también a san Pablo que, en medio de aquella violenta tempestad, mantuvo la confianza y la esperanza, y las transmitió a su vez a sus compañeros de viaje. De ese naufragio, o mejor, de la sucesiva permanencia de san Pablo en Malta, nació una comunidad cristiana fervorosa y sólida, que dos mil años después sigue siendo fiel al Evangelio y se esfuerza por conjugarlo con las complejas cuestiones de la época contemporánea. Naturalmente, esto no siempre es fácil, ni se puede dar por descontado, pero los habitantes de Malta saben encontrar en la visión cristiana de la vida las respuestas a los nuevos desafíos. Un signo de ello, por ejemplo, es el hecho de que haya mantenido firme el profundo respeto de la vida por nacer y de la sacralidad del matrimonio, optando por no introducir el aborto y el divorcio en el ordenamiento jurídico del país.

Por tanto, mi viaje tenía el objetivo de confirmar en la fe a la Iglesia que está en Malta, una realidad muy viva, bien compaginada y presente en el territorio de Malta y Gozo. Toda esta comunidad se había dado cita en Floriana, en Granary Square, la plaza situada delante de la iglesia de San Publio, donde celebré la santa misa participada con gran fervor. Para mí fue motivo de alegría, y también de consuelo, sentir el calor especial de ese pueblo que da la impresión de ser una gran familia, unida por la fe y la visión cristiana de la vida. Después de la celebración, quise encontrarme con algunas personas víctimas de abusos por parte de miembros del clero. Compartí con ellos el sufrimiento y, con conmoción, recé con ellos, asegurando la acción de la Iglesia.

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Malta da la impresión de ser una gran familia; no hay que pensar que, a causa de su conformación geográfica, sea una sociedad «aislada» del mundo. No es así, y se ve, por ejemplo, por los contactos que Malta mantiene con varios países y por el hecho de que en numerosas naciones se encuentran sacerdotes malteses. En efecto, las familias y las parroquias de Malta han sabido educar a numerosos jóvenes en el sentido de Dios y de la Iglesia, de modo que muchos de ellos han respondido generosamente a la llamada de Jesús y se han hecho presbíteros. Entre estos, un gran número ha abrazado el compromiso misionero ad gentes, en tierras lejanas, heredando el espíritu apostólico que impulsó a san Pablo a llevar el Evangelio a donde todavía no había llegado. Este es un aspecto que reafirmé de buen grado, es decir, que «la fe se fortalece dándola» (Redemptoris missio, 2). Desde la cepa de esta fe, Malta se ha desarrollado y ahora se abre a varias realidades económicas, sociales y culturales, a las cuales ofrece una valiosa aportación.

Está claro que a lo largo de los siglos Malta a menudo ha tenido que defenderse, como se ve por sus fortificaciones. La posición estratégica del pequeño archipiélago obviamente llamaba la atención de las distintas potencias políticas y militares. Y, aun así, la vocación más profunda de Malta es la cristiana, es decir, la vocación universal de la paz. La célebre cruz de Malta, que todos asocian a esa nación, ha ondeado muchas veces en medio de conflictos y contiendas; pero, gracias a Dios, nunca ha perdido su significado auténtico y perenne: es el signo del amor y de la reconciliación, y esta es la verdadera vocación de los pueblos que acogen y abrazan el mensaje cristiano.

Malta, encrucijada natural, está en el centro de rutas de migración: hombres y mujeres, como san Pablo un tiempo, arriban a las costas maltesas, a veces impulsados por condiciones de vida bastante arduas, por violencias y persecuciones, y naturalmente esto conlleva complejos problemas en el plano humanitario, político y jurídico, problemas que no tienen soluciones fáciles, sino que hay que buscarlas con perseverancia y tenacidad, concertando las intervenciones a nivel internacional. Así conviene que se actúe en todas las naciones en las que los valores cristianos son la raíz de sus Cartas constitucionales y culturas.

El desafío de conjugar en la complejidad de hoy la perenne validez del Evangelio es fascinante para todos, pero especialmente para los jóvenes. Las nuevas generaciones, en efecto, lo sienten de modo mucho más fuerte; por eso, pese a que mi visita fue breve, quise que tampoco en Malta faltara el encuentro con los jóvenes. Fue un momento de diálogo profundo e intenso, y el ambiente en el que tuvo lugar —el puerto de La Valeta— y el entusiasmo de los jóvenes lo hicieron todavía más hermoso. No podía menos de recordarles la experiencia juvenil de san Pablo: una experiencia extraordinaria, única y, sin embargo, capaz de hablar a las nuevas generaciones de toda época, por la transformación radical que conllevó el encuentro con Cristo resucitado. Por lo tanto, miré a los jóvenes de Malta como a herederos potenciales de la aventura espiritual de san Pablo, llamados como él a descubrir la belleza del amor de Dios que se nos ha dado en Jesucristo; a abrazar el misterio de su cruz; a salir vencedores en las pruebas y las tribulaciones; a no tener miedo de las «tempestades» de la vida, ni tampoco de los naufragios, porque el designio de amor de Dios también es más grande que las tempestades y los naufragios.

Queridos amigos, en síntesis, este ha sido el mensaje que llevé a Malta. Pero, como apuntaba, ha sido mucho lo que yo mismo he recibido de esa Iglesia, de ese pueblo bendecido por Dios, que ha sabido colaborar válidamente con su gracia. Que por intercesión del apóstol san Pablo, de san Jorge Preca, sacerdote, primer santo maltés, y de la Virgen María, a quien los fieles de Malta y Gozo veneran con tanta devoción, progrese en la paz y en la prosperidad.

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117 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Leonardo Murialdo y San José Benito Cottolengo

117 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN LEONARDO MURIALDO Y SAN JOSÉ BENITO COTTOLENGO

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE ABRIL DE 2010

SAN LEONARDO MURIALDO Y SAN JOSÉ BENITO COTTOLENGO

Queridos hermanos y hermanas:

Nos estamos acercando a la conclusión del Año sacerdotal y, en este último miércoles de abril, quiero hablar de dos santos sacerdotes ejemplares en su entrega a Dios y en su testimonio de caridad, vivida en la Iglesia y para la Iglesia, hacia los hermanos más necesitados: san Leonardo Murialdo y san José Benito Cottolengo. Del primero recordamos los 110 años de la muerte y los 40 años de la canonización; del segundo, han comenzado las celebraciones para el segundo centenario de su ordenación sacerdotal.

Leonardo Murialdo nació en Turín el 26 de octubre de 1828: es la Turín de san Juan Bosco y de san José Cottolengo, tierra fecundada por numerosos ejemplos de santidad de fieles laicos y de sacerdotes. Leonardo era el octavo hijo de una familia sencilla. De niño, junto con su hermano, entró en el colegio de los padres escolapios de Savona para cursar la enseñanza primaria, secundaria y superior; allí encontró a educadores preparados, en un clima de religiosidad basado en una catequesis seria, con prácticas de piedad regulares. Sin embargo, durante la adolescencia atravesó una profunda crisis existencial y espiritual que lo llevó a anticipar el regreso a su familia y a concluir los estudios en Turín, donde se matriculó en el bienio de filosofía. La «vuelta a la luz» aconteció —como cuenta— después de algunos meses, con la gracia de una confesión general, en la cual volvió a descubrir la inmensa misericordia de Dios; entonces, con 17 años, maduró la decisión de hacerse sacerdote, como respuesta de amor a Dios que lo había aferrado con su amor. Fue ordenado el 20 de septiembre de 1851. Precisamente en aquel período, como catequista del Oratorio del Ángel Custodio, don Bosco lo conoció, lo apreció y lo convenció a aceptar la dirección del nuevo Oratorio de San Luis en «Porta Nuova», que dirigió hasta 1865. Allí también entró en contacto con los graves problemas de las clases más pobres, visitó sus casas, madurando una profunda sensibilidad social, educativa y apostólica que lo llevó a dedicarse después, de forma autónoma, a múltiples iniciativas en favor de la juventud. Catequesis, escuela, actividades recreativas fueron los fundamentos de su método educativo en el Oratorio. Don Bosco quiso que lo acompañara también con ocasión de la audiencia que le concedió el beato Pío IX en 1858.

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San Leonardo Murialdo

En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue, desde el principio, la formación de la juventud, especialmente la más pobre y abandonada. El ambiente turinés de ese tiempo estaba marcado por un intenso florecimiento de obras y actividades caritativas promovidas por Leonardo Murialdo hasta su muerte, que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900.

Me complace subrayar que el núcleo central de la espiritualidad de Murialdo es la convicción del amor misericordioso de Dios: un Padre siempre bueno, paciente y generoso, que revela la grandeza y la inmensidad de su misericordia con el perdón. San Leonardo experimentó esta realidad no a nivel intelectual sino existencial, mediante el encuentro vivo con el Señor. Siempre se consideró un hombre favorecido por Dios misericordioso: por esto vivió el sentimiento gozoso de la gratitud al Señor, la serena conciencia de sus propias limitaciones, el deseo ardiente de penitencia, el compromiso constante y generoso de conversión. Veía toda su existencia no sólo iluminada, guiada, sostenida por este amor, sino continuamente inmersa en la infinita misericordia de Dios. En su testamento espiritual escribió: «Tu misericordia me rodea, oh Señor… Como Dios está siempre y en todas partes, así es siempre y en todas partes amor, es siempre y en todas partes misericordia». Recordando el momento de crisis que tuvo en su juventud, anotó: «El buen Dios quería que resplandeciera de nuevo su bondad y generosidad de modo completamente singular. No sólo me admitió de nuevo en su amistad, sino que me llamó a una elección de predilección: me llamó al sacerdocio, y esto apenas algunos meses después de que yo volviera a él». Por eso, san Leonardo vivió la vocación sacerdotal como un don gratuito de la misericordia de Dios con sentido de reconocimiento, alegría y amor. Escribió también: «¡Dios me ha elegido a mí! Me ha llamado, incluso me ha forzado al honor, a la gloria, a la felicidad inefable de ser su ministro, de ser “otro Cristo”  … Y ¿dónde estaba yo cuando me has buscado, Dios mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba allí, y allí fue Dios a buscarme; allí me hizo escuchar su voz…».

Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote, que debe «continuar la obra de la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salvador del mundo», es decir, la de «salvar las almas», san Leonardo se recordaba siempre a sí mismo y recordaba a sus hermanos la responsabilidad de una vida coherente con el sacramento recibido. Amor de Dios y amor a Dios: esta fue la fuerza de su camino de santidad, la ley de su sacerdocio, el significado más profundo de su apostolado entre los jóvenes pobres y la fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se abandonó con confianza a la Providencia, cumpliendo generosamente la voluntad divina, en contacto con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo unió el silencio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las dificultades con la serenidad de espíritu. Este es su camino de santidad para vivir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de caridad vivió san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mismo denominó «Pequeña Casa de la Divina Providencia» y que hoy se llama también «Cottolengo». El próximo domingo, en mi visita pastoral a Turín, tendré ocasión de venerar los restos de este santo y de encontrarme con los huéspedes de la «Pequeña Casa».

José Benito Cottolengo nació en Bra, una pequeña localidad de la provincia de Cúneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de doce hijos, seis de  los cuales murieron en tierna edad, mostró desde niño una gran sensibilidad hacia los pobres. Abrazó el camino del sacerdocio, imitado también por dos hermanos. Los años de su juventud fueron los de la aventura napoleónica y de las consiguientes dificultades en campo religioso y social. Cottolengo llegó a ser un buen sacerdote, al que buscaban numerosos penitentes y, en la Turín de aquel tiempo, predicador de ejercicios espirituales y conferencias para los estudiantes universitarios, que lograban siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónigo de la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea de oficiar en la Iglesia del Corpus Domini y de dar solemnidad a las ceremonias religiosas de la ciudad, pero en ese puesto se sentía inquieto. Dios lo estaba preparando para una misión especial y, precisamente con un encuentro inesperado y decisivo, le dio a entender cuál iba a ser su destino futuro en el ejercicio del ministerio.

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San José Benito Cottolengo

El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nuestro verdadero bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de modo dramático, el domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Proveniente de Milán llegó a Turín la diligencia, llena de gente como nunca, en la que viajaba apretujada toda una familia francesa; la mujer, con cinco hijos, estaba embarazada y tenía fiebre alta. Después de haber vagado por varios hospitales, esa familia encontró alojamiento en un dormitorio público, pero la situación de la mujer iba agravándose y algunos se pusieron a buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se cruzaron con José Benito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón abrumado y oprimido, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio de la congoja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa tarea, con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto? ¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las campanas, encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo: «¡Ha acontecido la gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momento Cottolengo se transformó: utilizó todas sus capacidades, especialmente su habilidad económica y organizativa, para poner en marcha iniciativas a fin de sostener a los más necesitados.

Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y voluntarios. Se desplazó a la periferia de Turín para extender su obra, creó una especie de aldea, en la que asignó un nombre significativo a cada edificio que logró construir: «casa de la fe», «casa de la esperanza», «casa de la caridad». Puso en práctica el estilo de las «familias», constituyendo verdaderas comunidades de personas, voluntarios y voluntarias, hombres y mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las dificultades que se presentaban. En aquella «Pequeña Casa de la Divina Providencia» cada uno tenía una tarea precisa: unos trabajaban, otros rezaban, otros servían, otros educaban, otros administraban. Todos, sanos o enfermos, compartían el mismo peso de la vida diaria. Con el tiempo, también la vida religiosa se especificó según las necesidades y las exigencias particulares. Asimismo, pensó  en un seminario propio, para una formación específica de los sacerdotes de la Obra. Siempre estuvo dispuesto a seguir y a servir a la Divina Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: «Yo no valgo para nada y ni siquiera sé lo qué hago. Pero seguro que la Divina Providencia sabe lo que quiere. A mí me corresponde sólo secundarla. Adelante in Domino». Para sus pobres y los más necesitados siempre se definió «el obrero de la Divina Providencia».

Junto a las pequeñas aldeas fundó también cinco monasterios de monjas contemplativas y uno de eremitas, y los consideró como una de sus realizaciones más importantes: una especie de «corazón» que debía latir para toda la Obra. Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas palabras: «Misericordia, Domine; Misericordia, Domine. Buena y santa Providencia… Virgen santa, ahora os toca a Vos». Su vida, como escribió un periódico de la época, fue «una intensa jornada de amor».

Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado algunos rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los más pobres, a los más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la raíz profunda, la fuente inagotable de su acción en la relación con Dios, bebiendo de su amor, en la convicción profunda de que no es posible practicar la caridad sin vivir en Cristo y en la Iglesia. Que su intercesión y su ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos sacerdotes que se donan con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido encomendado, y que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a Dios y al prójimo.

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116 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Munus Sanctificandi (La Tarea de Santificarse)

116 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MUNUS SANCTIFICANDI

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE MAYO DE 2010

MUNUS SANCTIFICANDI (LA TAREA DE SANTIFICARSE)

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado, en mi visita pastoral a Turín, tuve la alegría de estar en oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que han podido contemplarla durante la solemne ostensión de estos días. Ese lienzo sagrado puede nutrir y alimentar la fe, y reavivar la piedad cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cf. Rm 12, 5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno según la propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos. Hoy, en esta catequesis, quiero volver a recordar las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis anteriores hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o —con otras palabras— la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de ayudarlo a conocer lo esencial de su vida, de la realidad misma.

Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Aquí, ante todo, debemos preguntarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es: «Santo» es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que esta relación transforma a la persona. En la antigüedad existía esta firme convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La fuerza de verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente absoluta, no sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que sin un mínimo contacto con Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bondad, amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.

Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo particularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32). Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de su mismo sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, «puentes» del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre los hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pastoral sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado «primado del anuncio»? Como narran los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un «discurso», sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo, como hemos escuchado hoy en la liturgia del Evangelio. Y lo mismo vale para el ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento», en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Hagan, por tanto, los servidores de Cristo, los ministros de la palabra y del sacramento de él, lo que él mandó o permitió» (Epist. 228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe misma en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el obrar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.

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Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y ¿dónde se actualiza el Misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental de santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero asimismo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser generosos, estar disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos «dueños», sino custodios y administradores. Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad, es preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anuncio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al pueblo de Dios y ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de salvación.

Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. (…) Dios nos toca por medio de realidades materiales (…) que él toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo» (Misa crismal, 1 de abril de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 2010, p. 2). La verdad según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que hacemos algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal: cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). San Juan María Vianney también es ejemplar acerca del primado del munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental: Un día, frente a un hombre que decía que no tenía fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal encaminado, yo no sé razonar…, pero si necesitas consolación, ponte allí… (indicaba con su dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se han arrodillado allí antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A., Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Turín 1870, pp. 163-164).

Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto: es acción que Cristo resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quiero renovar la invitación que hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11 de marzo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de 2010, p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles», eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf. Discurso a la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).

Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.

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115 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Portugal

115 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE MAYO DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy deseo recorrer junto con vosotros las varias etapas del viaje apostólico a Portugal que realicé en los días pasados, movido especialmente por un sentimiento de agradecimiento hacia la Virgen María, que en Fátima ha transmitido a sus videntes y a los peregrinos un intenso amor al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios que me ha dado la posibilidad de rendir homenaje a ese pueblo, a su larga y gloriosa historia de fe y de testimonio cristiano. Por tanto, como os había pedido que acompañarais con la oración mi visita pastoral, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su feliz desarrollo y su conclusión. A él confío los frutos que ha dado y dará a la comunidad eclesial portuguesa y a toda la población. Renuevo la expresión de mi vivo agradecimiento al presidente de la República, Aníbal Cavaco Silva, y a las demás autoridades del Estado, que me acogieron con tanta amabilidad y predispusieron cada detalle para que todo pudiera realizarse del mejor modo posible. Con intenso afecto recuerdo a los hermanos obispos de las diócesis portuguesas, que tuve la alegría de abrazar en su tierra y les agradezco fraternalmente todo lo que hicieron para la preparación espiritual y organizativa de mi visita, y por el notable compromiso que supuso su realización. Dirijo un saludo especial al patriarca de Lisboa, el cardenal José da Cruz Policarpo, a los obispos de Leiría-Fátima, monseñor Antonio Augusto dos Santos Marto, y de Oporto, monseñor Manuel Macario do Nascimento Clemente, y a los respectivos colaboradores, así como a los diversos organismos de la Conferencia episcopal encabezada por el obispo monseñor Jorge Ortiga.

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A lo largo de todo el viaje, realizado con ocasión del décimo aniversario de la beatificación de los pastorcillos Jacinta y Francisco, me sentí espiritualmente sostenido por mi amado predecesor, el venerable Juan Pablo II, que visitó Fátima tres veces, agradeciendo la «mano invisible» que lo libró de la muerte en el atentado del 13 de mayo, aquí en esta plaza de San Pedro. La noche de mi llegada celebré la santa misa en Lisboa, en el escenario encantador del Terreiro do Paço, ante el río Tajo. Fue una asamblea litúrgica de fiesta y de esperanza, animada por la participación jovial de numerosísimos fieles. En la capital, desde donde partieron tantos misioneros a lo largo de los siglos para llevar el Evangelio a varios continentes, alenté a los distintos componentes de la Iglesia local a una vigorosa acción evangelizadora en los diferentes ámbitos de la sociedad, para ser sembradores de esperanza en un mundo marcado con frecuencia por la desconfianza. En particular, exhorté a los creyentes a hacerse anunciadores de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, eje y soporte de nuestra fe y motivo de nuestra alegría. También manifesté estos sentimientos durante el encuentro con los representantes del mundo de la cultura, que tuvo lugar en el Centro cultural de Belém. En esa circunstancia puse de relieve el patrimonio de valores con los que el cristianismo ha enriquecido la cultura, el arte y la tradición del pueblo portugués. En esta noble tierra, como en cualquier otro país marcado profundamente por el cristianismo, es posible construir un futuro de entendimiento fraterno y de colaboración con las demás instancias culturales, abriéndose recíprocamente a un diálogo sincero y respetuoso.

Después me dirigí a Fátima, pequeña ciudad caracterizada por un clima de real misticismo, en la que se nota de manera casi palpable la presencia de la Virgen. Me hice peregrino con los peregrinos en aquel admirable santuario, corazón espiritual de Portugal y meta de una multitud de personas procedentes de los lugares más diversos de la tierra. Después de haberme detenido en orante y conmovido recogimiento en la pequeña capilla de las Apariciones en la Cova da Iria, presentando al Corazón de la Virgen santísima las alegrías y los anhelos, así como los problemas y los sufrimientos del mundo entero, en la iglesia de la Santísima Trinidad tuve la alegría de presidir la celebración de las Vísperas de la Bienaventurada Virgen María. Dentro de este templo, grande y moderno, manifesté mi vivo aprecio a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los diáconos y a los seminaristas que acudieron de todas las partes de Portugal, agradeciéndoles su testimonio a menudo silencioso y no siempre fácil, y su fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En este Año sacerdotal, que se acerca a su fin, he alentado a los sacerdotes a dar prioridad a la escucha religiosa de la Palabra de Dios, al conocimiento íntimo de Cristo, a la intensa celebración de la Eucaristía, mirando el luminoso ejemplo del santo cura de Ars. Encomendé y consagré a los sacerdotes de todo el mundo al Corazón Inmaculado de María, verdadero modelo de discípula del Señor.

Por la noche, con miles de personas que se dieron cita en la gran explanada delante del santuario, participé en la sugestivaprocesión de las antorchas. Fue una estupenda manifestación de fe en Dios y de devoción a su Madre, nuestra Madre, expresadas con el rezo del santo rosario. Esta oración, tan arraigada en el pueblo cristiano, encontró en Fátima un centro propulsor para toda la Iglesia y el mundo. La «Blanca Señora», en la aparición del 13 de junio, dijo a los tres pastorcillos: «Quiero que recéis el rosario todos los días». Podríamos decir que Fátima y el rosario son casi un sinónimo.

Mi visita a ese lugar tan especial alcanzó su culmen en la celebración eucarística del 13 de mayo, aniversario de la primera aparición de la Virgen a Francisco, Jacinta y Lucía. Evocando las palabras del profeta Isaías, invité a esa inmensa asamblea reunida con gran amor y devoción a los pies de la Virgen a alegrarse plenamente en el Señor (cf. Is 61, 10) porque su amor misericordioso, que acompaña nuestra peregrinación en esta tierra, es la fuente de nuestra gran esperanza. Y precisamente de esperanza está cargado el mensaje comprometedor y al mismo tiempo consolador que la Virgen dejó en Fátima. Es un mensaje centrado en la oración, en la penitencia y en la conversión, que se proyecta más allá de las amenazas, los peligros y los horrores de la historia, para invitar al hombre a tener confianza en la acción de Dios, a cultivar la gran Esperanza, a experimentar la gracia del Señor para enamorarse de él, fuente del amor y de la paz.

En esta perspectiva, fue significativa la importante cita con las organizaciones de la pastoral social, a las que indiqué el estilo del buen samaritano para salir al encuentro de las necesidades de los hermanos más necesitados y para servir a Cristo, promoviendo el bien común. Muchos jóvenes aprenden la importancia de la gratuidad precisamente en Fátima, que es una escuela de fe y de esperanza, porque es también escuela de caridad y de servicio a los hermanos. En este contexto de fe y de oración tuvo lugar el importante y fraterno encuentro con el Episcopado portugués, como conclusión de mi visita a Fátima: fue un momento de intensa comunión espiritual, en el que juntos agradecimos al Señor la fidelidad de la Iglesia que está en Portugal y encomendamos a la Virgen los anhelos y las preocupaciones pastorales comunes. De esas esperanzas y perspectivas pastorales hice mención también durante la santa misa celebrada en la histórica y simbólica ciudad de Oporto, la «Ciudad de la Virgen», última etapa de mi peregrinación a la tierra lusitana. A la gran multitud de fieles reunida en la Avenida dos Aliados recordé el compromiso de testimoniar el Evangelio en todos los ambientes, ofreciendo al mundo a Cristo resucitado, a fin de que cada situación de dificultad, de sufrimiento o de miedo se transforme, mediante el Espíritu Santo, en ocasión de crecimiento y de vida.

Queridos hermanos y hermanas, la peregrinación a Portugal fue para mí una experiencia conmovedora y llena de numerosos dones espirituales. En mi mente y en mi corazón han quedado grabadas las imágenes de este viaje inolvidable, la acogida calurosa y espontánea, el entusiasmo de la gente; y alabo al Señor porque María, al aparecerse a los tres pastorcillos, abrió en el mundo un espacio privilegiado para encontrar la misericordia divina que cura y salva. En Fátima, la Virgen santísima invita a todos a considerar la tierra como lugar de nuestra peregrinación hacia la patria definitiva, que es el cielo. En realidad, todos somos peregrinos, necesitamos a la Madre que nos guía. «Contigo caminamos en la esperanza. Sabiduría y misión» es el lema de mi viaje apostólico a Portugal, y en Fátima la santísima Virgen María nos invita a caminar con gran esperanza, dejándonos guiar por la «sabiduría de lo alto», que se manifestó en Jesús, la sabiduría del amor, para llevar al mundo la luz y la alegría de Cristo. Por tanto, os invito a uniros a mi oración, pidiendo al Señor que bendiga los esfuerzos de cuantos, en esa amada nación, se dedican al servicio del Evangelio y a la búsqueda del verdadero bien del hombre, de todo hombre. Roguemos también para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.

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114 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Munus Regendi (El Rol del Gobernante)

114 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MUNUS REGENDI

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE MAYO DE 2010

MUNUS REGENDI (EL ROL DEL GOBERNANTE)

Queridos hermanos y hermanas:

El Año sacerdotal está llegando a su término; por este motivo en las últimas catequesis había comenzado a hablar sobre las tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y gobernar. Ya he dedicado dos catequesis a este tema, una al ministerio de la santificación —los sacramentos, sobre todo—, y una al de la enseñanza. Por tanto, me queda hablar hoy sobre la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, a la porción del pueblo que Dios le ha encomendado.

¿Cómo comprender en la cultura contemporánea esta dimensión, que implica el concepto de autoridad y tiene origen en el mandato mismo del Señor de apacentar su rebaño? ¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del oeste en el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a este concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario el abandono de toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida a ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el siglo pasado sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es importante, por tanto, reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio, y que necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador, en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero bien de las personas y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda preciosa en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.

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La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autoridad, que es servicio, y no la ejerce a título personal, sino en el nombre de Jesucristo, que recibió del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18). A través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo apacienta su rebaño: es él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus colaboradores más valiosos, participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana o, como dice el Concilio, «procurando personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó» (Presbyterorum ordinis, 6). Todo pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante nuestro ministerio —queridos sacerdotes—, a través de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: «Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor» (123, 5); esta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y solícito por los lejanos (cf. san Agustín, Sermón 340, 1; Sermón 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios con las tranquilizadoras palabras de la esperanza (cf.id., Carta 95, 1).

Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, su eficacia no es independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser pastor según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al rebaño encomendado al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, ante todo, la continua y progresiva disponibilidad a dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie es realmente capaz de apacentar el rebaño de Cristo, si no vive una obediencia profunda y real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por esto, en la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.

En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo «pastoral» casi en oposición al concepto de «jerárquico», al igual que, en la misma contraposición, se ha interpretado también la idea de «comunión». Quizá este es el punto en el que puede ser útil una breve observación sobre la palabra «jerarquía», que es la designación tradicional de la estructura de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado. En la opinión pública prevalece, para esta realidad «jerarquía», el elemento de subordinación y el elemento jurídico; por eso, a muchos les parece que la idea de jerarquía está en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pastoral y que también es contraria a la humildad del Evangelio. Pero esto es un sentido mal entendido de la jerarquía, históricamente causado también por abusos de autoridad y por un afán de hacer carrera, que son precisamente eso, abusos, y no derivan del ser mismo de la realidad «jerarquía». La opinión común es que «jerarquía» es siempre algo vinculado al dominio y que, de ese modo, no corresponde al verdadero sentido de la Iglesia, de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, esta es una interpretación errónea, que tiene su origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo que es la jerarquía. Comencemos con la palabra. Generalmente se dice que el significado de la palabra jerarquía sería «dominio sagrado», pero el verdadero significado no es este, es «origen sagrado», es decir: esta autoridad no viene del hombre, sino que tiene origen en lo sagrado, en el Sacramento; por tanto, somete la persona a la vocación, al misterio de Cristo; convierte al individuo en un servidor de Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo este puede gobernar, guiar por Cristo y con Cristo. Por esto, quien entra en el Orden sagrado del Sacramento, en la «jerarquía», no es un autócrata, sino que entra en un vínculo nuevo de obediencia a Cristo: está vinculado a él en comunión con los demás miembros del Orden sagrado, del sacerdocio. Tampoco el Papa —punto de referencia de todos los demás pastores y de la comunión de la Iglesia— puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es el custodio de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica, por tanto, un triple vínculo: ante todo, el vínculo con Cristo y el orden que el Señor dio a su Iglesia; en segundo lugar, el vínculo con los demás pastores en la única comunión de la Iglesia; y, por último, el vínculo con los fieles encomendados a la persona, en el orden de la Iglesia.

Por consiguiente, se comprende que comunión y jerarquía no son contrarias entre sí, sino que se condicionan. Son una cosa sola (comunión jerárquica). El pastor, por tanto, es pastor guiando y custodiando la grey, y a veces impidiendo que se disperse. Fuera de una visión clara y explícitamente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los sacerdotes. En cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada fiel, es especialmente valiosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es transmitir el anuncio de Cristo y llevar a los hombres al encuentro salvífico con él para que tengan vida, la tarea de guiar se configura como un servicio vivido en una entrega total para la edificación de la grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo contracorriente y recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lumen gentium,27).

¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo hay una respuesta: en Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad que sea expresión verdadera de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han ejercido con amor y entrega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha encomendado, mostrando también que eran hombres fuertes y determinados, con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en persona, hasta el martirio, por permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio.

Queridos sacerdotes, «apacentad la grey de Dios que os está encomendada (…); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo modelos de la grey» (1 P 5, 2-3). Por tanto, no tengáis miedo de llevar a Cristo a cada uno de los hermanos que él os ha encomendado, seguros de que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la voluntad de Dios, darán fruto; vivid apreciando las cualidades y reconociendo los límites de la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. En efecto, en esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a los hombres a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor nos ha encomendado. Se trata de formar a Cristo en los creyentes, mediante ese proceso de santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4, 19).

Queridos hermanos y hermanas, quiero invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro, que tengo una tarea específica de gobernar la Iglesia de Cristo, así como por todos vuestros obispos y sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las ovejas, también de las perdidas, del rebaño que se nos ha confiado. A vosotros, queridos sacerdotes, os dirijo mi cordial invitación a las celebraciones conclusivas del Año sacerdotal, los días 9, 10 y 11 del próximo mes de junio, aquí en Roma: meditaremos sobre la conversión y sobre la misión, sobre el don del Espíritu Santo y sobre la relación con María santísima, y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, sostenidos por todo el pueblo de Dios. Gracias.

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112 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Chipre

112 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A CHIPRE

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE JUNIO DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO A CHIPRE

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy deseo hablar de mi viaje apostólico a Chipre, que en muchos aspectos representa una continuidad con los anteriores a Tierra Santa y a Malta. Gracias a Dios, esta visita pastoral ha ido muy bien, puesto que ha logrado felizmente sus objetivos. Ya de por sí constituía un acontecimiento histórico; en efecto, hasta ahora el Obispo de Roma nunca había ido a esa tierra bendecida por el trabajo apostólico de san Pablo y san Bernabé y tradicionalmente considerada parte de Tierra Santa. Tras las huellas del Apóstol de los gentiles me hice peregrino del Evangelio, ante todo para confirmar en la fe a las comunidades católicas, una minoría pequeña pero activa en la isla, alentándolas también a proseguir el camino hacia la plena unidad entre los cristianos, especialmente con los hermanos ortodoxos. Al mismo tiempo, quise abrazar idealmente a todas las poblaciones de Oriente Medio y bendecirlas en el nombre del Señor, invocando de Dios el don de la paz. En todas partes me reservaron una acogida cordial, y aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar de nuevo mi viva gratitud en primer lugar al arzobispo de Chipre de los maronitas, monseñor Joseph Soueif, y a Su Beatitud monseñor Fouad Twal, así como a sus colaboradores, renovando a cada uno mi aprecio por su acción apostólica. También expreso mi sentido agradecimiento al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Chipre, y de modo particular a Su Beatitud Crisóstomos II, arzobispo de Nueva Justiniana y de todo Chipre, a quien tuve la alegría de abrazar con afecto fraterno, como también al presidente de la República, a todas las autoridades civiles y a cuantos de varias maneras han trabajado de modo encomiable para el éxito de mi visita pastoral.

El viaje comenzó el 4 de junio en la antigua ciudad de Pafos, donde me sentí envuelto en un clima que parecía casi la síntesis perceptible de dos mil años de historia cristiana. Los restos arqueológicos allí presentes son el signo de una antigua y gloriosa herencia espiritual, que todavía hoy sigue teniendo un fuerte impacto en la vida del país. En la iglesia de Santa Ciríaca Crisopolitisa, lugar de culto ortodoxo abierto también a los católicos y a los anglicanos ubicado dentro del sitio arqueológico, se llevó a cabo una conmovedora celebración ecuménica. Con el arzobispo ortodoxo Crisóstomos II y los representantes de las comunidades armenia, luterana y anglicana, renovamos fraternalmente el recíproco e irreversible compromiso ecuménico. Esos mismos sentimientos los manifesté sucesivamente a Su Beatitud Crisóstomos II en el cordial encuentro en su residencia, durante el cual también constaté cuán vinculada está la Iglesia ortodoxa de Chipre al destino de ese pueblo, conservando un devoto y grato recuerdo del arzobispo Macario III, popularmente considerado padre y benefactor de la nación, a quien también yo quise rendir homenaje deteniéndome brevemente ante el monumento que lo representa. Este arraigo en la tradición no impide a la comunidad ortodoxa estar comprometida con decisión en el diálogo ecuménico junto con la comunidad católica, ambas animadas por el sincero deseo de recomponer la comunión plena y visible entre las Iglesias de Oriente y Occidente.

El 5 de junio, en Nicosia, capital de la isla, inicié la segunda etapa del viaje visitando al presidente de la República, que me acogió con gran amabilidad. En el encuentro con las autoridades civiles y con el Cuerpo diplomático subrayé de nuevo la importancia de fundar la ley positiva en los principios éticos de la ley natural, con el fin de promover la verdad moral en la vida pública. Fue un llamamiento a la razón, basado en los principios éticos y cargado de implicaciones exigentes para la sociedad actual, que a menudo ya no reconoce la tradición cultural en la que está fundada.

La liturgia de la Palabra, celebrada en la escuela primaria San Marón, representó uno de los momentos más sugestivos del encuentro con la comunidad católica de Chipre, en sus componentes maronita y latino, y me permitió conocer de cerca el fervor apostólico de los católicos chipriotas, fervor que se expresa también mediante la actividad educativa y asistencial con decenas de instituciones, que se ponen al servicio de la colectividad y cuentan con el aprecio de las autoridades gubernativas y de toda la población. Fue un momento alegre y de fiesta, animado por el entusiasmo de numerosos niños, muchachos y jóvenes. No faltó el aspecto de la memoria, que hizo percibir de modo conmovedor el alma de la Iglesia maronita, que precisamente este año celebra los 1600 años de la muerte de su fundador, san Marón. Al respecto, fue especialmente significativa la presencia de algunos católicos maronitas originarios de cuatro aldeas de la isla donde los cristianos son pueblo que sufre y espera; les manifesté mi paterna comprensión por sus aspiraciones y dificultades.

En esa misma celebración pude admirar el compromiso apostólico de la comunidad latina, guiada por la solicitud del Patriarca latino de Jerusalén y por el celo pastoral de los Frailes Menores de Tierra Santa, que se ponen al servicio de la gente con perseverante generosidad. Los católicos de rito latino, muy activos en el ámbito caritativo, reservan una atención especial a los trabajadores y a los más necesitados. A todos, latinos y maronitas aseguré mi recuerdo en la oración, alentándolos a dar testimonio del Evangelio también mediante un paciente trabajo de confianza recíproca entre cristianos y no cristianos, para construir una paz duradera y una armonía entre los pueblos.

Quise repetir la invitación a la confianza y a la esperanza durante la misa, celebrada en la parroquia de la Santa Cruz en presencia de los sacerdotes, las personas consagradas, los diáconos, los catequistas y los exponentes de asociaciones y movimientos de la isla. Partiendo de la reflexión sobre el misterio de la cruz, dirigí luego un apremiante llamamiento a todos los católicos de Oriente Medio a fin de que, a pesar de las grandes pruebas y las conocidas dificultades, no cedan al desaliento y a la tentación de emigrar, puesto que su presencia en la región constituye un insustituible signo de esperanza. Les garanticé, especialmente a los sacerdotes y a los religiosos, la afectuosa e intensa solidaridad de toda la Iglesia, así como la incesante oración para que el Señor los ayude a ser siempre presencia viva y pacificadora.

Sin duda el momento culminante del viaje apostólico fue la entrega del Instrumentum laboris de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Este acto tuvo lugar el domingo 6 de junio en el palacio de deportes de Nicosia, al término de la solemne celebración eucarística, en la que participaron los patriarcas y los obispos de las distintas comunidades eclesiales de Oriente Medio. Fue coral la participación del pueblo de Dios, «entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta», como dice el Salmo (42, 5). Lo experimentamos de modo concreto también gracias a la presencia de muchos inmigrantes, que forman un significativo grupo en la población católica de la isla, donde se han integrado sin dificultades. Rezamos juntos por el alma del difunto obispo monseñor Luigi Padovese, presidente de la Conferencia episcopal turca, cuya imprevista y trágica muerte nos dejó afligidos y consternados.

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El tema de la Asamblea sinodal para Oriente Medio, que tendrá lugar en Roma durante el próximo mes de octubre, habla de comunión y de apertura a la esperanza: «La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio». En efecto, este importante acontecimiento se configura como un encuentro de la cristiandad católica de esa región, en sus diversos ritos, pero al mismo tiempo como búsqueda renovada de diálogo y de valentía para el futuro. Por tanto, lo acompañará el afecto orante de toda la Iglesia, en cuyo corazón Oriente Medio ocupa un lugar especial, pues fue precisamente allí donde Dios se dio a conocer a nuestros padres en la fe. No faltará, sin embargo, la atención de otros sujetos de la sociedad mundial, especialmente de los protagonistas de la vida pública, llamados a actuar con constante empeño a fin de que esa región pueda superar las situaciones de sufrimiento y de conflicto que todavía la afligen y recuperar finalmente la paz en la justicia.

Antes de despedirme de Chipre quise visitar la catedral maronita de Nicosia, donde también estaba presente el cardenal Pierre Nasrallah Sfeir, Patriarca de Antioquía de los maronitas. Renové mi sincera cercanía y mi viva comprensión a todas las comunidades de la antigua Iglesia maronita esparcidas por la isla, a cuyas costas los maronitas llegaron en varios períodos y donde a menudo pasaron por duras pruebas para permanecer fieles a su herencia cristiana específica, cuyos recuerdos históricos y artísticos constituyen un patrimonio cultural para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, he regresado al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de Chipre, por los cuales me he sentido acogido y comprendido. En la noble tierra chipriota pude ver la obra apostólica de las distintas tradiciones de la única Iglesia de Cristo y pude casi sentir cómo numerosos corazones latían al unísono. Precisamente como afirmaba el tema del viaje: «Un solo corazón, una sola alma». La comunidad católica chipriota, en sus articulaciones maronita, armenia y latina, se esfuerza incesantemente por ser un solo corazón y una sola alma, tanto en su seno como en las relaciones cordiales y constructivas con los hermanos ortodoxos y con las demás expresiones cristianas. Que el pueblo chipriota y las demás naciones de Oriente Medio, con sus gobernantes y los representantes de las distintas religiones, construyan juntos un futuro de paz, de amistad y de colaboración fraterna. Recemos para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, del amor y de la paz.

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109 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San José Cafasso

109 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JOSÉ CAFASSO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE JUNIO DE 2010

SAN JOSÉ CAFASSO

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos concluido hace poco el Año sacerdotal: un tiempo de gracia que ha dado y dará frutos preciosos a la Iglesia; una oportunidad para recordar en la oración a todos los que han respondido a esta vocación particular. En este camino nos acompañaron como modelos e intercesores el santo cura de Ars y otras figuras de santos sacerdotes, verdaderas luces en la historia de la Iglesia. Como anuncié el pasado miércoles, hoy quiero recordar otra, que destaca en el grupo de los «santos sociales» del siglo XIX en Turín: se trata de san José Cafasso.

Merece un recuerdo especial porque precisamente hace una semana se celebraba el 150° aniversario de su muerte, que tuvo lugar en la capital piamontesa el 23 de junio de 1860, a la edad de 49 años. Además, quiero recordar que el Papa Pío XI, el 1 de noviembre de 1924, al aprobar los milagros para la canonización de san Juan María Vianney y publicar el decreto de autorización para la beatificación de José Cafasso, unió estas dos figuras de sacerdotes con las siguientes palabras: «No sin una especial y benéfica disposición de la divina Bondad, hemos asistido a la aparición de nuevos astros en la Iglesia católica: el párroco de Ars y el venerable siervo de Dios José Cafasso. Precisamente estas dos hermosas, queridas, providencialmente oportunas figuras se nos debían presentar hoy; pequeña y humilde, pobre y sencilla, pero también gloriosa, la figura del párroco de Ars; y la otra bella, grande, compleja, rica figura de sacerdote, maestro y formador de sacerdotes, el venerable José Cafasso». Se trata de circunstancias que nos brindan la ocasión para conocer mejor el mensaje, vivo y actual que surge de la vida de este santo. No fue párroco como el cura de Ars, sino que fue sobre todo formador de párrocos y de sacerdotes diocesanos, más aún, de sacerdotes santos, entre ellos san Juan Bosco. No fundó institutos religiosos, como otros santos sacerdotes piamonteses del siglo XIX, porque su «fundación» fue la «escuela de vida y de santidad sacerdotal» que realizó, con el ejemplo y la enseñanza, en el Internado eclesiástico de San Francisco de Asís, en Turín.

José Cafasso nació en Castelnuovo d’Asti, el mismo pueblo de san Juan Bosco, el 15 de enero de 1811. Fue el tercero de cuatro hijos. La última, su hermana Marianna, será la madre del beato José Allamano, fundador de los Misioneros y las Misioneras de la Consolata. Nació en el Piamonte del siglo XIX, caracterizado por graves problemas sociales, pero también por numerosos santos que se empeñaron en buscarles solución. Esos santos estaban unidos entre sí por un amor total a Cristo y por una profunda caridad hacia los más pobres: la gracia del Señor sabe difundir y multiplicar las semillas de santidad. José Cafasso realizó los estudios de secundaria y el bienio de filosofía en el colegio de Chieri y en 1830 pasó al seminario teológico, donde, en 1833, fue ordenado sacerdote. Cuatro meses más tarde hizo su ingreso en el lugar que para él sería la única y fundamental «etapa» de su vida sacerdotal: el Internado eclesiástico de San Francisco de Asís, en Turín. Entró para perfeccionarse en la pastoral y allí hizo fructificar sus dotes de director espiritual y su gran espíritu de caridad. El Internado, de hecho, no era sólo una escuela de teología moral, donde los jóvenes sacerdotes, procedentes sobre todo de zonas rurales, aprendían a confesar y a predicar; también era una verdadera escuela de vida sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de san Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran obispo san Alfonso María de Ligorio. El tipo de sacerdote que José Cafasso encontró en el Internado y que él mismo contribuyó a reforzar —sobre todo como rector— era el del verdadero pastor con una rica vida interior y un profundo celo en el trabajo pastoral: fiel a la oración, comprometido en la predicación y en la catequesis, dedicado a la celebración de la Eucaristía y al ministerio de la Confesión, según el modelo encarnado por san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales y promovido por el concilio de Trento. Una feliz expresión de san Juan Bosco sintetiza el sentido del trabajo educativo en aquella comunidad: «En el Internado se aprendía a ser sacerdotes».

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San José Cafasso intentó realizar este modelo en la formación de los jóvenes sacerdotes, para que ellos, a su vez, se convirtieran en formadores de otros sacerdotes, religiosos y laicos, en una especial y eficaz cadena. Desde su cátedra de teología moral educaba a ser buenos confesores y directores espirituales, solícitos por el verdadero bien espiritual de la persona, animados por un gran equilibrio en hacer sentir la misericordia de Dios y, al mismo tiempo, un agudo y vivo sentido del pecado. Tres eran las virtudes principales de José Cafasso profesor, como recuerda san Juan Bosco: calma, agudeza y prudencia. Estaba convencido de que donde se verificaba la enseñanza transmitida era en el ministerio de la Confesión, a la cual él mismo dedicaba muchas horas de la jornada; a él acudían obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla: a todos sabía dedicar el tiempo necesario. Fue sabio consejero espiritual de muchos que llegaron a ser santos y fundadores de institutos religiosos. Su enseñanza nunca era abstracta, basada sólo en los libros que se utilizaban en ese tiempo, sino que nacía de la experiencia viva de la misericordia de Dios y del profundo conocimiento del alma humana adquirido en el largo tiempo que pasaba en el confesonario y en la dirección espiritual: la suya era una verdadera escuela de vida sacerdotal.

Su secreto era sencillo: ser un hombre de Dios; hacer, en las pequeñas acciones cotidianas, «lo que pueda contribuir a mayor gloria de Dios y provecho de las almas». Amaba de forma total al Señor, estaba animado por una fe bien arraigada, sostenido por una oración profunda y prolongada, vivía una sincera caridad hacia todos. Conocía la teología moral, pero conocía también las situaciones y el corazón de la gente, cuyo bien procuraba, como el buen pastor. Cuantos tenían la gracia de estar cerca de él se transformaban también en buenos pastores y confesores válidos. Indicaba con claridad a todos los sacerdotes la santidad que se puede alcanzar precisamente en el ministerio pastoral. El beato don Clemente Marchisio, fundador de las Hijas de San José, afirmaba: «Cuando entré en el Internado era un muchacho travieso y alocado, no sabía lo que significaba ser sacerdote, y salí de él totalmente cambiado, plenamente imbuido de la dignidad del sacerdote». ¡A cuántos sacerdotes formó en el Internado y después los siguió espiritualmente! Entre ellos —como ya he dicho— destaca san Juan Bosco, que lo tuvo como director espiritual durante 25 años, desde 1835 hasta 1860: primero como clérigo, después como sacerdote y por último como fundador. Todas las decisiones fundamentales de la vida de san Juan Bosco tuvieron como consejero y guía a san José Cafasso, pero de un modo bien preciso: Cafasso no trató nunca de formar en don Bosco un discípulo «a su imagen y semejanza», y don Bosco no copió a Cafasso; ciertamente, lo imitó en las virtudes humanas y sacerdotales —definiéndolo «modelo de vida sacerdotal»—, pero según sus aptitudes personales y su vocación peculiar; un signo de la sabiduría del maestro espiritual y de la inteligencia del discípulo: el primero no se impuso sobre el segundo, sino que lo respetó en su personalidad y le ayudó a leer cuál era la voluntad de Dios para él. Queridos amigos, esta es una enseñanza valiosa para todos los que están comprometidos en la formación y educación de las generaciones jóvenes, y también es una fuerte llamada a valorar la importancia de tener un guía espiritual en la propia vida, que ayude a entender lo que Dios quiere de nosotros. Con sencillez y profundidad, nuestro santo afirmaba: «Toda la santidad, la perfección y el provecho de una persona está en hacer perfectamente la voluntad de Dios (…). Dichosos seríamos si consiguiéramos introducir así nuestro corazón dentro del de Dios, unir de tal forma nuestros deseos, nuestra voluntad a la suya, de modo que formen un solo corazón y una sola voluntad: querer lo que Dios quiere, quererlo en el modo, en el tiempo y en las circunstancias que él quiere, y querer todo eso únicamente porque Dios así lo quiere».

Pero otro elemento caracteriza el ministerio de nuestro santo: la atención a los últimos, en particular a los presos, que en Turín durante el siglo XIX vivían en en lugares inhumanos e inhumanizadores. También en este delicado servicio, llevado a cabo durante más de veinte años, Cafasso fue siempre el buen pastor, comprensivo y compasivo: cualidad percibida por los reclusos, que acababan por ser conquistados por ese amor sincero, cuyo origen era Dios mismo. La simple presencia de Cafasso hacía el bien: serenaba, tocaba los corazones endurecidos por las circunstancias de la vida y sobre todo iluminaba y sacudía las conciencias indiferentes. En los primeros tiempos de su ministerio entre los encarcelados, a menudo recurría a las grandes predicaciones, a las que asistían casi todos los reclusos. Con el paso del tiempo, privilegió la catequesis menuda, impartida en los coloquios y en los encuentros personales: respetuoso de las circunstancias de cada uno, afrontaba los grandes temas de la vida cristiana, hablando de la confianza en Dios, de la adhesión a su voluntad, de la utilidad de la oración y de los sacramentos, cuyo punto de llegada es la Confesión, el encuentro con Dios hecho para nosotros misericordia infinita. Los condenados a muerte fueron objeto de cuidados humanos y espirituales especialísimos. Acompañó al patíbulo, tras haberlos confesado y administrado la Eucaristía, a 57 condenados a muerte. Los acompañaba con profundo amor hasta el última aliento de su existencia terrena.

Murió el 23 de junio de 1860, tras una vida ofrecida totalmente al Señor y consumada por el prójimo. Mi predecesor, el venerable siervo de Dios Papa Pío XII, el 9 de abril de 1948, lo proclamó patrono de las cárceles italianas y, con la exhortación apostólicaMenti nostrae, el 23 de septiembre de 1950, lo propuso como modelo a los sacerdotes comprometidos en la confesión y en la dirección espiritual.

Queridos hermanos y hermanas, que san José Cafasso sea una llamada para todos a intensificar el camino hacia la perfección de la vida cristiana, la santidad; que recuerde en particular a los sacerdotes la importancia de dedicar tiempo al sacramento de la Reconciliación y a la dirección espiritual, y a todos la atención que debemos prestar a los más necesitados. Que nos ayude la intercesión de la santísima Virgen María, de quien san José Cafasso era devotísimo y a quien llamaba «nuestra querida Madre, nuestro consuelo, nuestra esperanza».

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107 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Tarcisio

107 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN TARSICIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE AGOSTO DE 2010

SAN TARSICIO

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo manifestar mi alegría por estar aquí hoy en medio de vosotros, en esta plaza, donde os habéis reunido en fiesta para esta audiencia general, que cuenta con la presencia tan significativa de la gran Peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos, muchachas y jóvenes, ¡sed bienvenidos! Dado que la gran mayoría de los monaguillos presentes en la plaza son de lengua alemana, me dirigiré ante todo a ellos en mi lengua materna.

Queridos monaguillos y amigos; queridos peregrinos de lengua alemana, ¡bienvenidos a Roma! Os saludo cordialmente a todos. Junto con vosotros saludo al cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone; se llama Tarsicio, como vuestro patrono. Habéis tenido la amabilidad de invitarlo y él, que lleva el nombre de san Tarsicio, se alegra de poder estar aquí, entre los monaguillos del mundo y entre los monaguillos alemanes. Saludo a los queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y a los diáconos, que han querido participar en esta audiencia. Agradezco de corazón al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, presidente del Coetus internationalis ministrantium, las palabras de saludo que me ha dirigido, así como el gran don de la estatua de san Tarsicio y el fular que me ha entregado. Todo ello me recuerda el tiempo en que también yo era monaguillo. Le doy las gracias en vuestro nombre, también por la gran labor que lleva a cabo entre vosotros, junto con sus colaboradores y todos los que han hecho posible este alegre encuentro. Mi agradecimiento va también a los promotores suizos y a todos aquellos que han trabajado de varias maneras para la realización de la estatua de san Tarsicio.

Sois numerosos. Ya he sobrevolado la plaza de San Pedro en helicóptero y he visto todos los colores y la alegría que reina en esta plaza. Así no sólo creáis un ambiente de fiesta en la plaza, sino que además hacéis aún más alegre mi corazón. ¡Gracias! La estatua de san Tarsicio ha llegado hasta nosotros después de una larga peregrinación. En septiembre de 2008 fue presentada en Suiza, en presencia de ocho mil monaguillos: ciertamente algunos de vosotros os hallabais presentes. Desde Suiza pasó por Luxemburgo hasta Hungría. Hoy nosotros la acogemos con gozo, alegrándonos de poder conocer mejor esa figura de los primeros siglos de la Iglesia. Luego la estatua —como ya ha explicado monseñor Gächter— será colocada en las catacumbas de san Calixto, donde san Tarsicio fue sepultado. El deseo que expreso a todos es que ese lugar, es decir, las catacumbas de san Calixto, y esta estatua se conviertan en un punto de referencia para los monaguillos y para quienes desean seguir a Jesús más de cerca a través de la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Todos podemos contemplar a este joven valiente y fuerte, y renovar el compromiso de amistad con el Señor mismo para aprender a vivir siempre con él, siguiendo el camino que nos señala con su Palabra y el testimonio de tantos santos y mártires, de los cuales, por medio del Bautismo, hemos llegado a ser hermanos y hermanas.

San Tarsicio krouillong comunion en la mano sacrilegio

¿Quién era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de san Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y celebrar la santa misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa. Un día, cuando el sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio— será la mejor protección para la Eucaristía». El sacerdote, convencido, le confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus débiles cuidados se encomienda un tesoro celestial. Evita los caminos frecuentados y no olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los perros ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?». «Moriré —respondió decidido Tarsicio— antes que cederlos». A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron, dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo. Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue llevado al sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la tumba de san Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos. Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.

Queridas y queridos monaguillos, el testimonio de san Tarsicio y esta hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que debemos tener hacia la Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo valor no se puede medir; es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se convierte en alimento, apoyo y fuerza para nuestro peregrinar de cada día, y en camino abierto hacia la vida eterna; es el mayor don que Jesús nos ha dejado.

Me dirijo a vosotros, aquí presentes, y por medio de vosotros a todos los monaguillos del mundo. Servid con generosidad a Jesús presente en la Eucaristía. Es una tarea importante, que os permite estar muy cerca del Señor y crecer en una amistad verdadera y profunda con él. Custodiad celosamente esta amistad en vuestro corazón como san Tarsicio, dispuestos a comprometeros, a luchar y a dar la vida para que Jesús llegue a todos los hombres. También vosotros comunicad a vuestros coetáneos el don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin miedo, para que puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es verdad y que lo amáis. Cada vez que os acercáis al altar, tenéis la suerte de asistir al gran gesto de amor de Dios, que sigue queriéndose entregar a cada uno de nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos, darnos fuerza para vivir bien. Como sabéis, con la consagración, ese pedacito de pan se convierte en Cuerpo de Cristo, ese vino se convierte en Sangre de Cristo. Sois afortunados por poder vivir de cerca este inefable misterio. Realizad con amor, con devoción y con fidelidad vuestra tarea de monaguillos. No entréis en la iglesia para la celebración con superficialidad; antes bien, preparaos interiormente para la santa misa. Ayudando a vuestros sacerdotes en el servicio del altar contribuís a hacer que Jesús esté más cerca, de modo que las personas puedan sentir y darse cuenta con más claridad de que él está aquí; vosotros colaboráis para que él pueda estar más presente en el mundo, en la vida de cada día, en la Iglesia y en todo lugar. Queridos amigos, vosotros prestáis a Jesús vuestras manos, vuestros pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de recompensaros, dándoos la verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está la felicidad más plena. San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede llevar incluso hasta la entrega de la vida por un bien auténtico, por el verdadero bien, por el Señor.

Probablemente a nosotros no se nos pedirá el martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la participación interior, nuestra fe y el esfuerzo de mantener presente este tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción interior y por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a nuestros amigos que Jesús vive. Que en este compromiso nos ayude la intercesión de san Juan María Vianney —cuya memoria litúrgica se celebra hoy—, de este humilde párroco de Francia que cambió una pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo de san Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el final. Gracias, una vez más, a todos. Que Dios os bendiga en estos días. Os deseo un feliz regreso a vuestros países.

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106 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Martirio

106 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL MARTIRIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE AGOSTO DE 2010

EL MARTIRIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy en la liturgia recordamos a santa Clara de Asís, fundadora de las clarisas, luminosa figura de la cual hablaré en una de las próximas catequesis. Pero esta semana —como ya anticipé en el Ángelus del domingo pasado— recordamos también a algunos santos mártires de los primeros siglos de la Iglesia, como san Lorenzo, diácono; san Ponciano, Papa; y san Hipólito, sacerdote; y a santos mártires de un tiempo más cercano a nosotros, como santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, patrona de Europa; y san Maximiliano María Kolbe. Quiero ahora detenerme brevemente a hablar sobre el martirio, forma de amor total a Dios.

¿En qué se funda el martirio? La respuesta es sencilla: en la muerte de Jesús, en su sacrificio supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que pudiéramos tener la vida (cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de quien habla el profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el camino del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su cruz y me sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt10, 38-39). Es la lógica del grano de trigo que muere para germinar y dar vida (cf. Jn 12, 24). Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo» (Benedicto XVI, Visita a la Iglesia luterana de Roma, 14 de marzo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando libremente morir por la salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).

El Martirio de los Santos krouillong comunion en la mano sacrilegio

Una vez más, ¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? De la profunda e íntima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Si leemos la vida de los mártires quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9). Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios.

El Martirio de los Santos krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Queridos hermanos y hermanas, como dije el miércoles pasado, probablemente nosotros no estamos llamados al martirio, pero ninguno de nosotros queda excluido de la llamada divina a la santidad, a vivir en medida alta la existencia cristiana, y esto conlleva tomar sobre sí la cruz cada día. Todos, sobre todo en nuestro tiempo, en el que parece que prevalecen el egoísmo y el individualismo, debemos asumir como primer y fundamental compromiso crecer día a día en un amor mayor a Dios y a los hermanos para transformar nuestra vida y transformar así también nuestro mundo. Por intercesión de los santos y de los mártires pidamos al Señor que inflame nuestro corazón para ser capaces de amar como él nos ha amado a cada uno de nosotros.

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105 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pío X

105 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PÍO X

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE AGOSTO DE 2010

 

SAN PÍO X

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero detenerme a hablar de la figura de mi predecesor san Pío X, de quien el próximo sábado se celebra la memoria litúrgica, subrayando algunos rasgos que pueden resultar útiles también para los pastores y los fieles de nuestra época.

Giuseppe Sarto (este era su nombre), nació en Riese (Treviso) en 1835 de familia campesina. Después de los estudios en el seminario de Padua fue ordenado sacerdote a los 23 años. Primero fue vicario parroquial en Tombolo, luego párroco en Salzano, después canónigo de la catedral de Treviso con el cargo de canciller episcopal y director espiritual del seminario diocesano. En esos años de rica y generosa experiencia pastoral, el futuro Romano Pontífice mostró el profundo amor a Cristo y a la Iglesia, la humildad, la sencillez y la gran caridad hacia los más necesitados, que fueron características de toda su vida. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y en 1893 patriarca de Venecia. El 4 de agosto de 1903 fue elegido Papa, ministerio que aceptó con titubeos, porque consideraba que no estaba a la altura de una tarea tan elevada.

El pontificado de san Pío X dejó una huella indeleble en la historia de la Iglesia y se caracterizó por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada en el lema Instaurare omnia in Christo: «Renovarlo todo en Cristo». En efecto, sus intervenciones abarcaron los distintos ámbitos eclesiales. Desde los comienzos se dedicó a la reorganización de la Curia romana; después puso en marcha los trabajos de redacción del Código de derecho canónico, promulgado por su sucesor Benedicto XV. Promovió también la revisión de los estudios y del itinerario de formación de los futuros sacerdotes, fundando asimismo varios seminarios regionales, dotados de buenas bibliotecas y profesores preparados. Otro ámbito importante fue el de la formación doctrinal del pueblo de Dios. Ya en sus años de párroco él mismo había redactado un catecismo y durante el episcopado en Mantua había trabajado a fin de que se llegara a un catecismo único, si no universal, por lo menos italiano. Como auténtico pastor había comprendido que la situación de la época, entre otras cosas por el fenómeno de la emigración, hacía necesario un catecismo al que cada fiel pudiera referirse independientemente del lugar y de las circunstancias de la vida. Como Romano Pontífice preparó un texto de doctrina cristiana para la diócesis de Roma, que se difundió en toda Italia y en el mundo. Este catecismo, llamado «de Pío X», fue para muchos una guía segura a la hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y preciso, y por la eficacia expositiva.

Dedicó notable atención a la reforma de la liturgia, en particular de la música sagrada, para llevar a los fieles a una vida de oración más profunda y a una participación más plena en los sacramentos. En el motu proprio Tra le sollecitudini, de 1903, primer año de su Pontificado, afirma que el verdadero espíritu cristiano tiene su primera e indispensable fuente en la participación activa en los sagrados misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia (cf. ASS 36 [1903] 531). Por eso recomendó acercarse a menudo a los sacramentos, favoreciendo la recepción diaria de la sagrada comunión, bien preparados, y anticipando oportunamente la primera comunión de los niños hacia los siete años de edad, «cuando el niño comienza a tener uso de razón» (cf. S. Congr. de Sacramentis, decreto Quam singulari: AAS 2 [1910] 582).

Fiel a la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, san Pío X, ante algunas tendencias que se manifestaron en ámbito teológico al final del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, intervino con decisión, condenando el «modernismo», para defender a los fieles de concepciones erróneas y promover una profundización científica de la Revelación en consonancia con la tradición de la Iglesia. El 7 de mayo de 1909, con la carta apostólica Vinea electa, fundó el Pontificio Instituto Bíblico. La guerra ensombreció los últimos meses de su vida. El llamamiento a los católicos del mundo, lanzado el 2 de agosto de 1914, para expresar «el profundo dolor» de la hora presente, fue el grito de sufrimiento del padre que ve a sus hijos enfrentarse unos contra otros. Murió poco después, el 20 de agosto, y su fama de santidad comenzó a difundirse enseguida entre el pueblo cristiano.

San Pio X krouillong comunion en la mano sacrilegio

Queridos hermanos y hermanas, san Pío x nos enseña a todos que en la base de nuestra acción apostólica, en los distintos campos en los que actuamos, siempre debe haber una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Este es el núcleo de toda su enseñanza, de todo su compromiso pastoral. Sólo si estamos enamorados del Señor seremos capaces de llevar a los hombres a Dios y abrirles a su amor misericordioso, y de este modo abrir el mundo a la misericordia de Dios.

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104 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 25 de agosto de 2010

104 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE AGOSTO DE 2010

 AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE AGOSTO DE 2010

Queridos hermanos y hermanas:

En la vida de cada uno de nosotros hay personas muy queridas, que sentimos particularmente cercanas; algunas están ya en los brazos de Dios, otras comparten aún con nosotros el camino de la vida: son nuestros padres, los familiares, los educadores; son personas a las que hemos hecho el bien o de las que hemos recibido el bien; son personas con las que sabemos que podemos contar. Es importante, sin embargo, tener también «compañeros de viaje» en el camino de nuestra vida cristiana: pienso en el director espiritual, en el confesor, en las personas con las que se puede compartir la propia experiencia de fe, pero pienso también en la Virgen María y en los santos. Cada uno debería tener algún santo que le sea familiar, para sentirlo cerca con la oración y la intercesión, pero también para imitarlo. Quiero invitaros, por tanto, a conocer más a los santos, empezando por aquel cuyo nombre lleváis, leyendo su vida, sus escritos. Estad seguros de que se convertirán en buenos guías para amar cada vez más al Señor y en ayudas válidas para vuestro crecimiento humano y cristiano.

Como sabéis, yo también estoy unido de modo especial a algunas figuras de santos: entre estas, además de san José y san Benito, de quienes llevo el nombre, y de otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de conocer de cerca, por decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se ha convertido en un buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi ministerio. Quiero subrayar una vez más un aspecto importante de su experiencia humana y cristiana, actual también en nuestra época, en la que parece que el relativismo es, paradójicamente, la «verdad» que debe guiar el pensamiento, las decisiones y los comportamientos.

San Agustín fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la sed, la búsqueda inquieta y constante de la Verdad es una de las características de fondo de su existencia; pero no la de las «pseudo-verdades» incapaces de dar paz duradera al corazón, sino de aquella Verdad que da sentido a la existencia y es la «morada» en la que el corazón encuentra serenidad y alegría. Su camino, como sabemos, no fue fácil: creyó encontrar la Verdad en el prestigio, en la carrera, en la posesión de las cosas, en las voces que le prometían la felicidad inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó fracasos, pero nunca se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un hilo de luz; supo mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las Confesiones, se dio cuenta de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus fuerzas, era más íntimo a él que él mismo, había estado siempre a su lado, nunca lo había abandonado y estaba a la espera de poder entrar de forma definitiva en su vida (cf. III, 6, 11; X, 27, 38). Como dije comentando la reciente película sobre su vida, san Agustín comprendió, en su inquieta búsqueda, que no era él quien había encontrado la Verdad, sino que la Verdad misma, que es Dios, lo persiguió y lo encontró (cf. L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2009, p. 3). Romano Guardini, comentando un pasaje del capítulo III de lasConfesiones, afirma: san Agustín comprendió que Dios es «gloria que nos pone de rodillas, bebida que apaga la sed, tesoro que hace felices, […él tuvo] la tranquilizadora certeza de quien por fin comprendió, pero también la bienaventuranza del amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori religiosi, Brescia 2001, p. 177).

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También en las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una conversación con su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el próximo viernes, pasado mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su madre están en Ostia, en un albergue, y desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y mar, y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad: las criaturas deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede hablar. Esto es verdad siempre, también en nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de miedo al silencio, al recogimiento, a pensar en los propios actos, en el sentido profundo de la propia vida; a menudo se prefiere vivir sólo el momento fugaz, esperando ilusoriamente que traiga felicidad duradera; se prefiere vivir, porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo de buscar la Verdad, o quizás se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín.

Queridos hermanos y hermanas, quiero decir a todos, también a quienes atraviesan un momento de dificultad en su camino de fe, a quienes participan poco en la vida de la Iglesia o a quienes viven «como si Dios no existiese», que no tengan miedo de la Verdad, que no interrumpan nunca el camino hacia ella, que no cesen nunca de buscar la verdad profunda sobre sí mismos y sobre las cosas con el ojo interior del corazón. Dios no dejará de dar luz para hacer ver y calor para hacer sentir al corazón que nos ama y que desea ser amado.

Que la intercesión de la Virgen María, de san Agustín y de santa Mónica nos acompañe en este camino.

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100 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico al Reino Unido

100 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO AL REINO UNIDO

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE SEPTIEMBRE DE 2010

VIAJE APOSTÓLICO AL REINO UNIDO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero detenerme a hablar del viaje apostólico al Reino Unido, que Dios me concedió realizar en los días pasados. Fue una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y de la actualidad de un pueblo rico en cultura y en fe, como es el pueblo británico. Se trata de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en el largo y complejo camino de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal de la visita era proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento más destacado del viaje apostólico, cuyo tema se inspiraba en el lema del escudo cardenalicio del beato Newman: «El corazón habla al corazón». Y en los cuatro intensos y bellísimos días transcurridos en aquella noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos hablaron al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. En efecto, pude constatar cuán fuerte y activa sigue siendo la herencia cristiana en todos los niveles de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y son numerosas las expresiones de religiosidad que mi visita ha puesto aún más de relieve.

Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el período de mi estancia, en todas partes recibí una cordial acogida de las autoridades, de los exponentes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las distintas confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso en particular en los fieles de la comunidad católica y en sus pastores, que, aunque son una minoría en el país, gozan de gran aprecio y consideración, comprometidos en el gozoso anuncio de Jesucristo, haciendo que el Señor resplandezca y siendo su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud por el entusiasmo demostrado y por el encomiable celo con el que han trabajado para que mi visita —cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón— fuera un éxito.

La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la reina Isabel II, que, junto con su consorte, el duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, en el que compartimos algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. A ello hice referencia en el discurso a Su Majestad y a las autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas islas. También hablé del papel que Gran Bretaña ha desempeñado y desempeña en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos que se han dado para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.

El clima de fiesta y alegría que crearon los muchachos y los niños alegró la etapa de Edimburgo. Después me trasladé a Glasgow, una ciudad que cuenta con parques encantadores, donde presidí la primera santa misa del viaje precisamente en Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que ese día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninián, primer evangelizador de Escocia. A esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y partícipe, que las melodías tradicionales y los hermosos cantos hacían todavía más solemne, le recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época, en la que un penetrante relativismo amenaza con ensombrecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.

El segundo día comencé la visita a Londres. Allí me encontré primero con el mundo de la educación católica, que reviste un papel relevante en el sistema de instrucción de aquel país. En un auténtico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con simpatía y entusiasmo, les propuse que no persiguieran objetivos limitados, contentándose con opciones cómodas, sino que aspiraran a algo más grande, es decir, a la búsqueda de la verdadera felicidad, que se encuentra sólo en Dios. En la cita sucesiva, con los responsables de las otras religiones más representadas en el Reino Unido, recordé la necesidad ineludible de un diálogo sincero, que para ser plenamente provechoso debe respetar el principio de reciprocidad. Al mismo tiempo, puse de relieve la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el cual afianzar la amistad, la confianza y la colaboración.

La visita fraterna al arzobispo de Canterbury fue la ocasión para subrayar el compromiso común de testimoniar el mensaje cristiano que vincula a católicos y anglicanos. Siguió uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, exponentes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que, para los legisladores, la religión no debe representar un problema a resolver, sino un factor que contribuye de modo vital al camino histórico y al debate público de la nación, especialmente porque recuerda la importancia esencial del fundamento ético para las opciones en los distintos sectores de la vida social.

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En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro entró en ese lugar de culto, símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el Confesor, mientras el coro cantaba: «Congregavit nos in unum Christi amor», todos alabamos a Dios, que nos lleva por el camino de la plena unidad.

En la mañana del sábado, la cita con el primer ministro marcó el inicio de la serie de encuentros con los mayores exponentes del mundo político británico. Siguió la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un momento extraordinario de fe y de oración —que puso también de relieve la rica y preciosa tradición de música litúrgica «romana» e «inglesa»— en el que tomaron parte los distintos componentes eclesiales, espiritualmente unidos a los numerosos creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Fue una gran alegría encontrarme con gran número de jóvenesque participaban en la santa misa desde fuera de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y respetuosa, demostraron que quieren ser los protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de solidaridad activa y de compromiso generoso al servicio del Evangelio.

En la nunciatura apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de exponentes del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de muchachos y jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y los alenté a seguir adelante con su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de esmero por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. También en Londres, visité la residencia de ancianos dirigida por las Hermanitas de los Pobres con la valiosa aportación de numerosos enfermeros y voluntarios. Esa casa de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia siempre ha tenido por los ancianos, y a la vez expresión del compromiso de los católicos británicos por el respeto de la vida, sin tener en cuenta la edad o las condiciones.

Como dije antes, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, hijo ilustre de Inglaterra. Estuvo precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en Hyde Park, en un clima de profundo recogimiento. A la multitud de fieles, especialmente jóvenes, señalé de nuevo la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede sintetizar en el testimonio de que el camino de la conciencia no es encerrarse en el propio «yo», sino apertura, conversión y obediencia a Aquel que es camino, verdad y vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne celebración eucarística dominical, en presencia de una vasta multitud proveniente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representantes de muchos otros países. Este acontecimiento conmovedor volvió a poner de actualidad a un estudioso de talla excepcional, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento ha iluminado muchas conciencias y ejerce todavía hoy un atractivo extraordinario. En él han de inspirarse, en particular, los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga dando frutos abundantes de vida evangélica.

El encuentro con la Conferencia episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia, concluyó una jornada de fiesta grande y de comunión intensa de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.

Queridos hermanos y hermanas, en mi visita al Reino Unido, como siempre, quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, alentándola a trabajar incansablemente por defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están en la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. Quise asimismo hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas y de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la imperecedera novedad del Evangelio, del cual está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una profunda convicción: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una sola cosa con el «genio» y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no cesa de trabajar por mantener continuamente despierta esta tradición espiritual y cultural.

El beato John Henry Newman, cuya figura y cuyos escritos todavía conservan una extraordinaria actualidad, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos por «esparcir dondequiera que vayan el perfume de Cristo, a fin de que toda su vida sea solamente una irradiación de la del Señor», como escribió sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.

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99 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Matilde de Hackeborn

99 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA MATILDE DE HACKEBORN

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE SEPTIEMBRE DE 2010

SANTA MATILDE DE HACKEBORN

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana, santa Gertrudis la Grande, en el libro VI de la obra Liber specialis gratiae (Libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios concedió a santa Matilde, afirma: «Lo que hemos escrito es muy poco respecto a lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto guardar silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios, no tanto para ella misma, según nuestra opinión, sino para nosotros y para aquellos que vendrán después de nosotros» (Matilde de Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra monja de Helfta, y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual acompañada de sufrimientos físicos. En estas condiciones, confió a dos religiosas amigas las gracias singulares con que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que ellas tomaban nota de todo. Cuando lo supo, se angustió y se turbó profundamente. Pero el Señor la tranquilizó, haciéndole comprender que cuanto se escribía era para gloria de Dios y el bien del prójimo (cf. ib., II, 25; V, 20). Así, esta obra es la fuente principal para obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra santa.

Con ella entramos en la familia del barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y potentes de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos también en el monasterio de Helfta, en el período más glorioso de su historia. El barón ya había dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231-1232/1291-1292), dotada de una notable personalidad, abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis les dio a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, la liturgia, la tradición patrística, la Regla y la espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en el radicalismo evangélico y en el celo apostólico. Matilde, desde la infancia, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, dando luego su impronta personal.

Matilde nació en 1241 o 1242, en el castillo de Helfta; era la tercera hija del barón. A los siete años, con la madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Se sintió tan fascinada por ese ambiente, que deseó ardientemente formar parte de él. Ingresó como educanda, y en 1258 se convirtió en monja en el convento que, mientras tanto, se había mudado a Helfta, en la finca de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, el fervor, la amabilidad, la limpidez y la inocencia de su vida, la familiaridad y la intensidad con que vive su relación con Dios, la Virgen y los santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos» (ib., Proemio). Así, «el ruiseñor de Dios» —como se la llama—, siendo muy joven todavía, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro y maestra de novicias, servicios que desempeñó con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas sino también de todo aquel que deseaba recurrir a su sabiduría y bondad.

Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas plegarias. Fue maestra de doctrina fiel y de gran humildad, consejera, consoladora y guía en el discernimiento: «Ella enseñaba —se lee— la doctrina con tanta abundancia como jamás se había visto en el monasterio, y ¡ay!, tenemos gran temor de que no se verá nunca más algo semejante. Las monjas se reunían en torno a ella para escuchar la Palabra de Dios como alrededor de un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, por don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio sino también extraños, religiosos y seglares, llegados desde lejos, testimoniaban que esta santa virgen los había liberado de sus penas y que jamás habían experimentado tanto consuelo como cuando estaban junto a ella. Además, compuso y enseñó tantas plegarias que, si se recopilaran, excederían el volumen de un salterio» (ib., VI, 1).

En 1261 llegó al convento una niña de cinco años, de nombre Gertrudis; se la encomendaron a Matilde, apenas veinteañera, que la educó y la guió en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo una discípula excelente sino también su confidente. En 1271 ó 1272 también ingresó en el monasterio Matilde de Magdeburgo. Así, el lugar acogía a cuatro grandes mujeres —dos Gertrudis y dos Matilde—, gloria del monaquismo germánico. Durante su larga vida pasada en el monasterio, Matilde soportó continuos e intensos sufrimientos, a los que sumaba las durísimas penitencias elegidas por la conversión de los pecadores. De este modo, participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cf. ib., vi, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo y su camino en la fe y en el amor tienen aquí sus raíces y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde articuladas a lo largo de las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la bienaventurada Virgen. Es impresionante la capacidad que tiene esta santa de vivir la liturgia en sus varios componentes, incluso en los más simples, llevándola a la vida cotidiana monástica. Algunas imágenes, expresiones y aplicaciones a veces resultan ajenas a nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora del coro, se capta su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas de comunidad a vivir intensamente, partiendo de la liturgia, cada momento de la vida monástica.

Santa Matilde de Hackeborn krouillong comunion en la mano sacrilegio

En la oración litúrgica, Matilde da particular relieve a las horas canónicas y a la celebración de la santa misa, sobre todo a la santa Comunión. Aquí se extasiaba a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedía la iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas» (ib., I, 40). En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ella, el cielo y la tierra se unen.

Sus visiones, sus enseñanzas y las vicisitudes de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Así se capta su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, que era su pan diario. A ella recurría constantemente, ya sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, ya sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes y personajes. Tenía predilección por el Evangelio: «Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tanta dulzura, que muchas veces por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente, que suscitaba devoción en todos. De igual modo, cuando cantaba en el coro estaba totalmente absorta en Dios, embargada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos mediante gestos… Otra veces, como en éxtasis, no oía a quienes la llamaban o la movían, y de mal grado retomaba el sentido de las cosas exteriores» (ib., VI, 1). En una de sus visiones, es Jesús mismo quien le recomienda el Evangelio; abriéndole la llaga de su dulcísimo Corazón, le dice: «Considera qué inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha oído jamás expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Joan. XV, 9)» (ib., I, 22).

Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la liturgia de las Horas y la santa misa son el fundamento de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y alimentada con el Pan eucarístico, recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en plena fidelidad a la Iglesia. Esta es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración diaria y la participación atenta, fiel y activa en la santa misa. La liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

Su discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la santísima Trinidad, del Señor, de la Virgen María y de todos los santos, incluso de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llamarla a sí, ella le pidió poder vivir todavía en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació con este ulterior signo de amor.

Matilde tenía 58 años. Recorrió el último tramo de camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Al llegar su hora, «el Dios de majestad…, única suavidad del alma que lo ama…, le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei… Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino…, y la asoció a su gloria» (ib., VI, 8).

Santa Matilde de Hackeborn nos encomienda al sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Nos invita a alabar al Hijo con el corazón de la Madre y a alabar a María con el corazón del Hijo: «Te saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío que desde el corazón de la santísima Trinidad se difundió en ti; te saludo en la gloria y el gozo con que ahora te alegras eternamente, tú que preferida entre todas las criaturas de la tierra y del cielo fuiste elegida incluso antes de la creación del mundo. Amén» (ib., i, 45).

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