79 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bonifacio

79 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BONIFACIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE MARZO DE 2009

SAN BONIFACIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a reflexionar sobre un gran misionero del siglo VIII, que difundió el cristianismo en Europa central, precisamente también en mi patria: san Bonifacio, que ha pasado a la historia como “el apóstol de los germanos”. Poseemos muchas noticias sobre su vida gracias a la diligencia de sus biógrafos: nació en una familia anglosajona en Wessex alrededor del año 675 y fue bautizado con el nombre de Winfrido. Entró muy joven en un monasterio, atraído por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales, parecía encaminado a una tranquila y brillante carrera de estudioso: fue profesor de gramática latina, escribió algunos tratados y compuso también varias poesías en latín.

Ordenado sacerdote cuando tenía cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada apenas cien años antes por los benedictinos encabezados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para anunciar allí el Evangelio. En el año 716, Winfrido, con algunos compañeros, se dirigió a Frisia (la actual Holanda), pero se encontró con la oposición del jefe local y el intento de evangelización fracasó. Volvió a su patria, pero no se desalentó: dos años después vino a Roma para hablar con el Papa Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo, lo acogió “con el rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura”, y en los días siguientes mantuvo con él “coloquios importantes” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, pp. 13-14) y, al final, tras haberle impuesto el nuevo nombre de Bonifacio, con cartas oficiales le encomendó la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos de Alemania.

Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, san Bonifacio se dedicó a la predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos paganos y reforzando las bases de la moralidad humana y cristiana. Con gran sentido del deber escribió en una de sus cartas: “Estamos firmes en la lucha en el día del Señor, porque han llegado días de aflicción y miseria… No somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen ante los lobos. En cambio, somos pastores diligentes que velan por el rebaño de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a las comunes, a los ricos y a los pobres, la voluntad de Dios… a tiempo y a destiempo” (Epistulae, 3, 352. 354: mgh).

Con su actividad incansable, con sus dotes organizadoras y con su carácter dúctil y amable, a pesar de su firmeza, san Bonifacio obtuvo grandes resultados. El Papa entonces “declaró que quería imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiera corregir con mayor determinación y devolver al camino de la verdad a los equivocados, se sintiera apoyado por la mayor autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado por todos en el oficio de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido ordenado por el prelado apostólico” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).

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Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró “obispo regional” —es decir, para toda Alemania— a san Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los territorios que se le confiaron y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia: con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de los sagrados cánones y reforzó la necesaria comunión con el Romano Pontífice: esta era una de sus principales preocupaciones. También los sucesores del Papa Gregorio II lo tuvieron en gran aprecio: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas, le envió el palio y le dio facultad para organizar la jerarquía eclesiástica en aquellas regiones (cf. Epist.28: S. Bonifatii Epistulae, ed. Tangl, Berolini 1916); el Papa Zacarías lo confirmó en su cargo y alabó su labor (cf. Epist. 51, 57, 58, 60, 68, 77, 80, 86, 87, 89: op. cit.); el Papa Esteban III, recién elegido, recibió de él una carta en la que le expresaba su adhesión filial (cf. Epist.108: op. cit.).

El gran obispo, además de esta labor de evangelización y organización de la Iglesia mediante la fundación de diócesis y la celebración de sínodos, favoreció la fundación de varios monasterios, masculinos y femeninos, a fin de que fueran un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en el territorio. De los cenobios benedictinos de su patria había llamado a monjes y monjas, que le prestaron una ayuda eficacísima y valiosa en la tarea de anunciar el Evangelio y de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.

En efecto, con razón consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también trabajo en favor de una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda —fundado hacia el año 743— fue el corazón y el centro de irradiación de la espiritualidad y de la cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban en el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, y se preparaban para el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Así pues, por mérito de san Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas —también las mujeres desempeñaron un papel muy importante en esta obra de evangelización— floreció asimismo la cultura humana que es inseparable de la fe y que revela su belleza.

San Bonifacio mismo nos ha dejado obras intelectuales significativas. Ante todo, su abundante epistolario, donde las cartas pastorales se alternan con las cartas oficiales y las de carácter privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento humano y su profunda fe. También compuso un tratado de Ars grammatica, en el que explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del latín, pero que para él era también un instrumento para difundir la fe y la cultura. Además, le atribuyen una Ars metrica, es decir, una introducción a cómo hacer poesía, varias composiciones poéticas y, por último, una colección de 15 sermones.

Aunque ya era de edad avanzada —tenía alrededor de 80 años— se preparó para una nueva misión evangelizadora: con cerca de cincuenta monjes volvió a Frisia, donde había comenzado su obra. Casi como presagio de su muerte inminente, aludiendo al viaje de la vida, escribió al obispo Lullo, su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia: “Deseo llevar a término el propósito de este viaje; de ningún modo puedo renunciar al deseo de partir. Está cerca el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte; abandonando los despojos mortales, subiré al premio eterno. Pero tú, hijo queridísimo, exhorta sin cesar al pueblo a salir del laberinto del error, lleva a término la edificación de la basílica de Fulda, ya comenzada, y en ella sepulta mi cuerpo envejecido por largos años de vida” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. cit., p. 46).

El 5 de junio del año 754, al comenzar la celebración de la misa en Dokkum (actualmente, en el norte de Holanda), fue asaltado por una banda de paganos. Avanzando con frente serena, «prohibió a los suyos que combatieran diciendo: “Cesad, hijos, de combatir, abandonad la guerra, porque el testimonio de la Escritura nos advierte que no devolvamos mal por mal, sino bien por mal. Este es el día deseado hace tiempo; ha llegado el tiempo de nuestro fin. ¡Ánimo en el Señor!”» (ib., pp. 49-50). Fueron sus últimas palabras antes de caer bajo los golpes de sus agresores. Los restos mortales del obispo mártir fueron llevados al monasterio de Fulda, donde recibieron digna sepultura. Ya uno de sus primeros biógrafos dio este juicio sobre él: “El santo obispo Bonifacio puede llamarse padre de todos los habitantes de Alemania, porque fue el primero en engendrarlos para Cristo con la palabra de su santa predicación, los confirmó con el ejemplo y, por último, dio la vida por ellos, y no puede haber caridad mayor que esta” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. cit., lib. I, p. 158).

A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la prodigiosa actividad de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a san Bonifacio: la centralidad de la Palabra de Dios, vivida e interpretada en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó, testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Era tan ardiente su celo por la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal suyo. En ella apoyaba la fe a cuya difusión se había comprometido solemnemente en el momento de su consagración episcopal: “Profeso íntegramente la pureza de la santa fe católica y con la ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad de esta fe, en la que sin duda alguna está toda la salvación de los cristianos” (Epist. 12, en S. Bonifatii Epistolae, ed. cit., p. 29).

La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo misionero; siempre conservó esta comunión como norma de su misión y la dejó casi como su testamento. En una carta al Papa Zacarías afirma: “Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia de la Sede apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe católica y en la unidad de la Iglesia romana, y a todos aquellos que en esta misión Dios me da como oyentes y discípulos” (Epist. 50: en ib. p. 81). Fruto de este empeño fue el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que san Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo a Inglaterra, Alemania y Francia con Roma, y contribuyendo así de modo decisivo a poner las raíces cristianas de Europa que habrían de producir frutos fecundos en los siglos sucesivos.

San Bonifacio merece nuestra atención también por una tercera característica: promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica. En efecto, sabía que humanizar y evangelizar la cultura era parte integrante de su misión de obispo. Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos, implantó en las poblaciones germánicas un nuevo estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los derechos inalienables de la persona. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración y trabajo (manual e intelectual), pluma y arado.

El valiente testimonio de san Bonifacio es una invitación para todos a acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a amar apasionadamente a la Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la difusión de la cultura, promueve el progreso del hombre. A nosotros nos corresponde ahora estar a la altura de un patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las futuras generaciones.

Me impresiona siempre su celo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta años abandonó una vida monástica tranquila y fructífera, una vida de monje y profesor, para anunciar el Evangelio a los sencillos, a los bárbaros; a los ochenta años, una vez más, fue a una zona donde preveía su martirio. Comparando su fe ardiente, su celo por el Evangelio, con nuestra fe a menudo tan tibia y burocrática, vemos qué debemos hacer y cómo renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio.

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