45 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA
AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE SEPTIEMBRE DE 2006
VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera volver con el pensamiento a los diversos momentos del viaje pastoral que el Señor me permitió realizar la semana pasada a Baviera. Al compartir con vosotros las emociones y los sentimientos que experimenté al volver a ver esos lugares tan queridos, ante todo siento la necesidad de dar gracias a Dios por haber hecho posible esta segunda visita a Alemania y, por primera vez, a Baviera, mi tierra de origen.
También doy sinceramente las gracias a todos los que han trabajado con entrega y paciencia para que cada uno de los acontecimientos se desarrollara de la mejor manera posible: pastores, sacerdotes, agentes pastorales, autoridades públicas, organizadores, fuerzas de seguridad y voluntarios.
Como dije a la llegada al aeropuerto de Munich, el sábado 9 de septiembre, mi viaje tenía por finalidad, en recuerdo de todos los que contribuyeron a formar mi personalidad, reafirmar y confirmar, como Sucesor del apóstol Pedro, los estrechos vínculos que unen a la Sede de Roma con la Iglesia en Alemania. Por consiguiente, el viaje no fue una simple “vuelta” al pasado, sino también una ocasión providencial para mirar con esperanza al futuro. El lema de la visita -“El que cree nunca está solo”- quería ser una invitación a reflexionar en la pertenencia de todo bautizado a la única Iglesia de Cristo, dentro de la cual nunca estamos solos, sino en constante comunión con Dios y con todos los hermanos.
La primera etapa fue la ciudad de Munich, conocida como “la metrópoli con corazón” (“Weltstadt mit Herz”). En su centro histórico se encuentra la Marienplatz, plaza de María, en la que surge la Mariensäule, Columna de la Virgen, coronada por la estatua de la Virgen María, en bronce dorado. Quise comenzar mi estancia bávara con el homenaje a la Patrona de Baviera, que tiene para mí un valor muy significativo: en esa plaza y ante esa imagen de María, hace cerca de treinta años fui acogido como arzobispo y comencé mi misión episcopal con una oración a María; allí regresé al final de mi mandato, antes de partir para Roma. Esta vez quise detenerme de nuevo al pie de la Mariensäule para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios no sólo para la ciudad de Munich y para Baviera, sino para toda la Iglesia y para el mundo entero.
Al día siguiente, el domingo, celebré la Eucaristía en la explanada de la Nueva Feria (“Neue Messe”) de Munich, entre los fieles que acudieron en gran número desde diferentes partes: comentando el pasaje evangélico del día, recordé a todos que especialmente en la actualidad se padece un “defecto de oído” con respecto a Dios. Los cristianos tenemos la tarea de proclamar y testimoniar a todos, en un mundo secularizado, el mensaje de esperanza que nos ofrece la fe: en Jesús crucificado, Dios, Padre misericordioso, nos llama a ser sus hijos y a superar toda forma de odio y de violencia para contribuir al triunfo definitivo del amor.
“Haznos fuertes en la fe”, fue el lema de la cita de la tarde del domingo con los niños de primera Comunión y con sus jóvenes familias, con los catequistas, con los demás agentes pastorales y con todos los que colaboran en la evangelización en la diócesis de Munich. Juntos celebramos las Vísperas en la histórica catedral, conocida como “Catedral de Nuestra Señora”, donde se conservan las reliquias de san Benno, patrono de la ciudad, y donde fui ordenado obispo en 1977.
los niños y a los adultos les recordé que Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar inalcanzable del universo; al contrario, en Jesús, se nos acercó para entablar con cada uno una relación de amistad. Cada comunidad cristiana, y en particular la parroquia, gracias al compromiso constante de cada uno de sus miembros, está llamada a convertirse en una gran familia, capaz de avanzar unida por el sendero de la vida verdadera.
La jornada del lunes, 11 de septiembre, estuvo dedicada en buena parte a la visita a Altötting, en la diócesis de Passau. Esta localidad es conocida como el “corazón de Baviera” (Herz Bayerns); en ella se encuentra la “Virgen negra”, venerada en la Capilla de las Gracias (Gnadenkapelle), meta de numerosos peregrinos provenientes de Alemania y de las naciones de Europa central.
Cerca de allí se halla el convento capuchino de Santa Ana, donde vivió san Konrad Birndorfer, canonizado por mi venerado predecesor el Papa Pío XI en el año 1934. Con los numerosos fieles presentes en la santa misa, celebrada en la plaza ante el santuario, reflexionamos juntos sobre el papel de María en la obra de la salvación, para aprender de ella la bondad servicial, la humildad y la generosa aceptación de la voluntad divina. María nos conduce a Jesús: esta verdad se hizo aún más visible, al final del divino sacrificio, por la devota procesión en la que, con la estatua de la Virgen, nos dirigimos a la nueva capilla de la adoración eucarística (Anbetungskapelle), inaugurada en esta ocasión. La jornada terminó con las solemnes Vísperas marianas en la basílica de Santa Ana de Altötting, con la presencia de los religiosos y los seminaristas de Baviera, así como de los miembros de la Obra para las vocaciones.
Al día siguiente, el martes, en Ratisbona, diócesis erigida por san Bonifacio en el año 739 y cuyo patrono es el obispo san Wolfgang, tuvieron lugar tres citas importantes. Por la mañana, la santa misa en la explanada de Isling (Islinger Feld), en la que, retomando el tema de la visita pastoral —”El que cree nunca está solo”—, reflexionamos sobre el contenido del Símbolo de la fe. Dios, que es Padre, quiere reunir mediante Jesucristo a toda la humanidad en una sola familia, la Iglesia. Por eso, el que cree nunca está solo; el que cree no debe tener miedo de acabar en un callejón sin salida.
Luego, por la tarde, visité la catedral de Ratisbona, conocida también por su coro de voces blancas, los “Domspatzen” (pajarillos de la catedral), que lleva mil años de actividad y que durante treinta años fue dirigido por mi hermano Georg. Allí tuvo lugar la celebración ecuménica de las Vísperas, en las que participaron numerosos representantes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales en Baviera y los miembros de la comisión ecuménica de la Conferencia episcopal alemana. Fue una ocasión providencial para orar juntos a fin de que se apresure la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo y para reafirmar el deber de proclamar nuestra fe en Jesucristo sin atenuaciones, sino de modo integral y claro, sobre todo con nuestro comportamiento de amor sincero.
Para mí fue una experiencia particularmente bella en ese día pronunciar una conferencia ante un gran auditorio de profesores y estudiantes en la Universidad de Ratisbona, en la que durante muchos años fui profesor. Con alegría me encontré una vez más con el mundo universitario que, durante un largo período de mi vida, fue mi patria espiritual. Había elegido como tema la cuestión de la relación entre fe y razón. Para introducir al auditorio en el carácter dramático y actual del tema, cité algunas palabras de un diálogo cristiano-islámico del siglo XIV, con las que el interlocutor cristiano —el emperador bizantino Manuel II Paleólogo— de forma incomprensiblemente brusca para nosotros, presentó al interlocutor islámico el problema de la relación entre religión y violencia.
Por desgracia, esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Sin embargo, a quien lea atentamente mi texto le resultará claro que de ningún modo quería hacer mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en ese diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal. Mi intención era muy diferente: partiendo de lo que Manuel II afirma a continuación de modo positivo, con palabras muy hermosas, acerca de la racionalidad que debe guiar en la transmisión de la fe, quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón.
Por consiguiente, el tema de mi conferencia —respondiendo a la misión de la universidad— fue la relación entre fe y razón: quería invitar al diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y al diálogo de todas las culturas y religiones. Espero que en diferentes ocasiones de mi visita —como por ejemplo en Munich, cuando subrayé la importancia de respetar lo que para otros es sagrado— haya quedado claro mi profundo respeto por las grandes religiones, y en particular por los musulmanes, que “adoran al único Dios” y junto con los cuales estamos comprometidos a “defender y promover la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (Nostra aetate, 3).
Así pues, confío en que, tras las reacciones del primer momento, mis palabras en la universidad de Ratisbona constituyan un impulso y un estímulo a un diálogo positivo, incluso autocrítico, tanto entre las religiones como entre la razón moderna y la fe de los cristianos.
Al día siguiente, 13 de septiembre, por la mañana, en la Antigua Capilla (Alte Kapelle) de Ratisbona, en la que se custodia una imagen milagrosa de María, pintada según la tradición local por el evangelista san Lucas, presidí una breve liturgia para la bendición del nuevo órgano.
Tomando pie de la estructura de este instrumento musical, formado por muchos tubos de diferentes dimensiones, pero todos bien armonizados entre sí, recordé a los presentes la necesidad de que los distintos ministerios, dones y carismas que actúan en la comunidad eclesial contribuyan todos, bajo la guía del Espíritu Santo, a formar la única armonía de la alabanza a Dios y del amor a los hermanos.
La última etapa, el jueves 14 de septiembre, fue la ciudad de Freising. Me siento particularmente vinculado a ella, pues fui ordenado sacerdote precisamente en su catedral, dedicada a María santísima y a san Corbiniano, el evangelizador de Baviera. Y precisamente en la catedral se celebró el último acto programado, el encuentro con los sacerdotes y los diáconos permanentes. Reviviendo las emociones de mi ordenación sacerdotal, recordé a los presentes el deber de colaborar con el Señor para suscitar nuevas vocaciones para el servicio de la “mies”, que también hoy es “mucha”, y los exhorté a cultivar la vida interior como prioridad pastoral para no perder el contacto con Cristo, fuente de alegría en el esfuerzo diario del ministerio.
En la ceremonia de despedida, al dar las gracias una vez más a cuantos habían colaborado en la realización de la visita, reafirmé nuevamente su finalidad principal: volver a proponer a mis compatriotas las verdades eternas del Evangelio y confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a abrir el corazón y la mente a Aquel que es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 16).
Por esto he orado y por esto os invito a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a seguir orando, a la vez que os agradezco cordialmente el afecto con el que me acompañáis en mi ministerio pastoral cotidiano. Gracias a todos vosotros.
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