22 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)
AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE AGOSTO DE 2005
EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)
Queridos hermanos y hermanas:
1. En nuestro encuentro, que tiene lugar después de mis vacaciones, pasadas en el Valle de Aosta, reanudamos el itinerario que estamos recorriendo dentro de la liturgia de las Vísperas. Ahora la atención se centra en el salmo 124, que forma parte de la intensa y sugestiva colección llamada “Canción de las subidas”, libro ideal de oraciones para la peregrinación a Sión con vistas al encuentro con el Señor en el templo (cf. Sal 119-133).
Ahora meditaremos brevemente sobre un texto sapiencial, que suscita la confianza en el Señor y contiene una breve oración (cf.Sal 124, 4). La primera frase proclama la estabilidad de “los que confían en el Señor”, comparándola con la estabilidad “rocosa” y segura del “monte Sión”, la cual, evidentemente, se debe a la presencia de Dios, que es “roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de salvación” (cf. Sal 17, 3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe debe ser serena, porque el Señor está siempre con nosotros. Su fuerza nos rodea y nos protege.
También el profeta Isaías testimonia que escuchó de labios de Dios estas palabras destinadas a los fieles: “He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella, no vacilará” (Is 28, 16).
2. Sin embargo, continúa el salmista, la confianza del fiel tiene un apoyo ulterior: el Señor ha acampado para defender a su pueblo, precisamente como las montañas rodean a Jerusalén, haciendo de ella una ciudad fortificada con bastiones naturales (cf.Sal 124, 2). En una profecía de Zacarías, Dios dice de Jerusalén: “Yo seré para ella muralla de fuego en torno, y dentro de ella seré gloria” (Za 2, 9).
En este clima de confianza radical, que es el clima de la fe, el salmista tranquiliza “a los justos”, es decir, a los creyentes. Su situación puede ser preocupante a causa de la prepotencia de los malvados, que quieren imponer su dominio. Los justos tendrían incluso la tentación de transformarse en cómplices del mal para evitar graves inconvenientes, pero el Señor los protege de la opresión: “No pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos” (Sal 124, 3); al mismo tiempo, los libra de la tentación de que “extiendan su mano a la maldad” (Sal 124, 3).
Así pues, el Salmo infunde en el alma una profunda confianza. Es una gran ayuda para afrontar las situaciones difíciles, cuando a la crisis externa del aislamiento, de la ironía y del desprecio en relación con los creyentes se añade la crisis interna del desaliento, de la mediocridad y del cansancio. Conocemos esta situación, pero el Salmo nos dice que si tenemos confianza somos más fuertes que esos males.
3. El final del Salmo contiene una invocación dirigida al Señor en favor de los “buenos” y de los “sinceros de corazón” (v. 4), y un anuncio de desventura para “los que se desvían por sendas tortuosas” (v. 5). Por un lado, el salmista pide al Señor que se manifieste como padre amoroso con los justos y los fieles que mantienen encendida la llama de la rectitud de vida y de la buena conciencia. Por otro, espera que se revele como juez justo ante quienes se han desviado por las sendas tortuosas del mal, cuyo desenlace es la muerte.
El Salmo termina con el tradicional saludo shalom, “paz a Israel”, un saludo que tiene asonancia con Jerushalajim, Jerusalén (cf. v. 2), la ciudad símbolo de paz y de santidad. Es un saludo que se transforma en deseo de esperanza. Podemos explicitarlo con las palabras de san Pablo: “Para todos los que se sometan a esta regla, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios” (Ga6, 16).
4. En su comentario a este salmo, san Agustín contrapone “los que se desvían por sendas tortuosas” a “los que son sinceros de corazón y no se alejan de Dios”. Dado que los primeros correrán la “suerte de los malvados”, ¿cuál será la suerte de los “sinceros de corazón”? Con la esperanza de compartir él mismo, junto con sus oyentes, el destino feliz de estos últimos, el Obispo de Hipona se pregunta: “¿Qué poseeremos? ¿Cuál será nuestra herencia? ¿Cuál será nuestra patria? ¿Cómo se llama?”. Y él mismo responde, indicando su nombre -hago mías estas palabras-: “Paz. Con el deseo de paz os saludamos; la paz os anunciamos; los montes reciben la paz, mientras sobre los collados se propaga la justicia (cf. Sal 71, 3). Ahora nuestra paz es Cristo: “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14)” (Esposizioni sui Salmi, IV, Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 105).
San Agustín concluye con una exhortación que es, al mismo tiempo, también un deseo: “Seamos el Israel de Dios; abracemos con fuerza la paz, porque Jerusalén significa visión de paz, y nosotros somos Israel: el Israel sobre el cual reina la paz” (ib., p. 107), la paz de Cristo.
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