78 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A CAMERÚN Y A ANGOLA
AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE ABRIL DE 2009
VIAJE APOSTÓLICO A CAMERÚN Y A ANGOLA
Queridos hermanos y hermanas:
Como anuncié el domingo pasado en el Ángelus, hoy voy a hablar del reciente viaje apostólico a África, el primero de mi pontificado a ese continente. Se limitó a Camerún y Angola, pero idealmente con mi visita quise abrazar a todos los pueblos africanos y bendecirlos en el nombre del Señor. Experimenté la cordial acogida africana tradicional, que me dispensaron en todas partes, y aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar nuevamente mi viva gratitud a los Episcopados de ambos países, a los jefes de Estado, a todas las autoridades y a cuantos de diversos modos se han prodigado por el éxito de esta visita pastoral.
Mi estancia en tierra africana comenzó el 17 de marzo en Yaundé, capital de Camerún, donde me encontré inmediatamente en el corazón de África, y no sólo geográficamente. En efecto, este país reúne muchas características de ese gran continente, la primera de todas su alma profundamente religiosa, que poseen todos los numerosísimos grupos étnicos que lo pueblan. En Camerún, más de la cuarta parte de la población está constituida por católicos, que conviven pacíficamente con las demás comunidades religiosas. Por eso mi amado predecesor Juan Pablo II, en 1995, eligió precisamente la capital de esa nación para promulgar la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, tras la primera Asamblea sinodal dedicada al continente africano. Esta vez, el Papa ha vuelto para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea sinodal para África, que se celebrará el próximo mes de octubre en Roma y que tendrá por tema: “La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz: “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14)”.
En los encuentros que, con dos días de separación, mantuve con los Episcopados, respectivamente, de Camerún y de Angola y Santo Tomé y Príncipe, quise recordar —con mayor razón en este Año paulino— la urgencia de la evangelización, que compete en primer lugar precisamente a los obispos, subrayando la dimensión colegial, fundada en la comunión sacramental. Los exhorté a servir siempre de ejemplo para sus sacerdotes y para todos los fieles, y a seguir atentamente la formación de los seminaristas, que gracias a Dios son numerosos, y de los catequistas, que cada vez son más necesarios para la vida de la Iglesia en África. Animé a los obispos a promover la pastoral del matrimonio y de la familia, de la liturgia y de la cultura, también para ayudar a los laicos a resistir al ataque de las sectas y de los grupos esotéricos. Los quise confirmar con afecto en el ejercicio de la caridad y en la defensa de los derechos de los pobres.
Recuerdo también la solemne celebración de Vísperas que tuvo lugar en Yaundé, en la iglesia de María Reina de los Apóstoles, patrona de Camerún, un templo grande y moderno, que surge en el lugar donde trabajaron los primeros evangelizadores de Camerún, los Misioneros Espiritanos. En la vigilia de la solemnidad de san José, a cuya solícita custodia Dios confió sus más preciosos tesoros, María y Jesús, dimos gloria al único Padre que está en los cielos, junto con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Contemplando la figura espiritual de san José, que consagró su existencia a Cristo y a la Virgen María, invité a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los miembros de los movimientos eclesiales a permanecer siempre fieles a su vocación, viviendo en la presencia de Dios y en la obediencia gozosa a su Palabra.
En la nunciatura apostólica de Yaundé me reuní también con los representantes de la comunidad musulmana de Camerún, reafirmando la importancia del diálogo interreligioso y de la colaboración entre cristianos y musulmanes para ayudar al mundo a abrirse a Dios. Fue un encuentro realmente muy cordial.
Seguramente uno de los momentos culminantes del viaje fue la entrega del Instrumentum laboris de la II Asamblea sinodal para África, que tuvo lugar el 19 de marzo —día de san José y mi onomástico— en el estadio de Yaundé, al final de la solemne celebración eucarística en honor de san José. Esto sucedió en un ambiente festivo del pueblo de Dios, “entre cantos de júbilo y alabanza en el bullicio de la fiesta”, como dice el salmo (42, 5), que experimentamos de forma concreta. La Asamblea sinodal tendrá lugar en Roma, pero en cierto sentido ya ha empezado en el corazón del continente africano, en el corazón de la familia cristiana que vive, sufre y espera allí. Por eso me pareció feliz la coincidencia de la publicación del Instrumentum laboris con la fiesta de san José, modelo de fe y de esperanza como el primer patriarca Abraham. La fe en el “Dios cercano”, que en Jesús nos mostró su rostro de amor, es la garantía de una esperanza segura, para África y para el mundo entero, garantía de un futuro de reconciliación, justicia y paz.
Después de la solemne asamblea litúrgica y la presentación festiva del Instrumentum laboris, en la nunciatura apostólica me reuní con los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los obispos, y viví con ellos un momento de intensa comunión: reflexionamos juntos sobre la historia de África desde una perspectiva teológica y pastoral. Era casi como una primera reunión del Sínodo mismo, en un debate fraterno entre los distintos Episcopados y el Papa sobre las perspectivas del Sínodo de la reconciliación y de la paz en África. En efecto, el cristianismo —y esto se podía ver— echó desde el principio profundas raíces en tierra africana, como lo atestiguan los numerosos mártires y santos, pastores, doctores y catequistas que florecieron primero en el norte y luego, en épocas sucesivas, en el resto del continente: pensemos en san Cipriano, en san Agustín y en su madre santa Mónica, en san Atanasio; y después en los mártires de Uganda, en Josefina Bakhita y en tantos otros. En la época actual, en la que África se está esforzando por consolidar su independencia política y la construcción de las identidades nacionales en un contexto ya globalizado, la Iglesia acompaña a los africanos recordando el gran mensaje del concilio Vaticano ii, aplicado mediante la primera y, ahora, la segunda Asamblea sinodal especial. En medio de los conflictos, por desgracia numerosos y dramáticos, que aún afligen a diversas regiones de ese continente, la Iglesia sabe que debe ser signo e instrumento de unidad y de reconciliación, para que toda África pueda construir unida un futuro de justicia, solidaridad y paz, aplicando las enseñanzas del Evangelio.
Un signo fuerte de la acción humanizadora del mensaje de Cristo es sin duda el Centro Cardenal Léger de Yaundé, destinado a la rehabilitación de personas discapacitadas. Fue fundado por el cardenal canadiense Paul Émil Léger, que quiso retirarse allí tras el Concilio, en 1968, para trabajar entre los pobres. En ese Centro, posteriormente cedido al Estado, me encontré con numerosos hermanos y hermanas que viven en situación de sufrimiento, compartiendo con ellos —y también recibiendo de ellos— la esperanza que procede de la fe, incluso en situaciones de sufrimiento.
Segunda etapa —y segunda parte de mi viaje— fue Angola, país también emblemático en ciertos aspectos: tras salir de una larga guerra interna, ahora está comprometido en la obra de reconciliación y de reconstrucción nacional. Pero ¿cómo podrían ser auténticas esta reconciliación y esta reconstrucción si tuvieran lugar en detrimento de los más pobres, que, como todos, tienen derecho a participar en los recursos de su tierra? Precisamente por eso, con mi visita, cuyo primer objetivo era obviamente confirmar en la fe a la Iglesia, también quise estimular el actual proceso social. En Angola se toca realmente con la mano lo que han repetido en numerosas ocasiones mis venerados predecesores: todo se pierde con la guerra, todo puede renacer con la paz. Pero para reconstruir una nación hacen falta grandes energías morales. Y aquí, una vez más, es importante el papel de la Iglesia, llamada a desempeñar una función educativa, trabajando en profundidad para renovar y formar las conciencias.
El patrono de la ciudad de Luanda, capital de Angola, es san Pablo: por eso elegí celebrar la Eucaristía con los sacerdotes, los seminaristas, los religiosos, los catequistas y los demás agentes pastorales, el sábado 21 de marzo, en la iglesia dedicada al Apóstol. Una vez más la experiencia personal de san Pablo nos habló del encuentro con Cristo resucitado, capaz de transformar las personas y la sociedad. Cambian los contextos históricos —y es preciso tenerlo en cuenta—, pero Cristo sigue siendo la verdadera fuerza de renovación radical del hombre y de la comunidad humana. Por ello, volver a Dios, convertirse a Cristo, significa ir adelante, hacia la plenitud de la vida.
Para expresar la cercanía de la Iglesia a los esfuerzos de reconstrucción de Angola y de muchas regiones africanas, en Luanda quise dedicar dos encuentros especiales: uno a los jóvenes y otro a las mujeres. Con los jóvenes, en el estadio, fue una fiesta de alegría y esperanza, entristecida lamentablemente por la muerte de dos muchachas, aplastadas por la multitud en la aglomeración al entrar. África es un continente muy joven, pero demasiados de sus hijos, niños y adolescentes, ya han sufrido graves heridas, que sólo Jesucristo, crucificado y resucitado, puede sanar infundiendo en ellos, con su Espíritu, la fuerza para amar y comprometerse por la justicia y la paz.
A las mujeres les rendí homenaje por el servicio que muchas de ellas prestan a la fe, a la dignidad humana, a la vida, a la familia. Reafirmé su pleno derecho a comprometerse en la vida pública, sin que sufra menoscabo su papel en la familia, misión fundamental que han de cumplir siempre compartiendo responsablemente con los demás elementos de la sociedad y sobre todo con sus maridos y sus padres.
Ese fue, por tanto, el mensaje que dejé a las nuevas generaciones y al mundo femenino, extendiéndolo luego a todos en la granasamblea eucarística del domingo 22 de marzo, concelebrada con los obispos de los países del sur de África, en la que participó un millón de fieles. Si los pueblos africanos —les dije—, como el antiguo Israel, fundan su esperanza en la Palabra de Dios, con la riqueza de su patrimonio religioso y cultural pueden construir realmente un futuro de reconciliación y de pacificación estable para todos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡cuántas otras consideraciones tengo en el corazón y cuántos recuerdos me vienen a la mente al pensar en este viaje! Os pido que deis gracias al Señor por las maravillas que ha realizado y que sigue realizando en África gracias a la acción generosa de los misioneros, los religiosos y las religiosas, los voluntarios, los sacerdotes, los catequistas, en comunidades jóvenes llenas de entusiasmo y de fe. Os pido también que recéis por los pueblos de África, a los que quiero mucho, para que puedan afrontar con valentía los grandes desafíos sociales, económicos y espirituales del momento presente. Encomendemos todo y a todos a la intercesión maternal de María santísima, Reina de África, y de los santos y beatos africanos.
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