75 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AMBROSIO AUPERTO
AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE ABRIL DE 2009
AMBROSIO AUPERTO
Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio. Por ello, desde hace mucho tiempo, en las catequesis de los miércoles hablo de personas de las que podemos aprender lo que es la Iglesia. Comenzamos con los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, y poco a poco hemos llegado hasta el siglo VIII, el período de Carlomagno. Hoy voy a hablar de Ambrosio Auperto, un autor más bien desconocido; en efecto, sus obras fueron atribuidas, en gran parte, a otros personajes más conocidos, desde san Ambrosio de Milán hasta san Ildefonso, para no hablar de las que los monjes de Montecassino creyeron que debían atribuir a la pluma de un abad suyo del mismo nombre, que vivió casi un siglo más tarde. Prescindiendo de alguna breve alusión autobiográfica insertada en su gran comentario al Apocalipsis, tenemos pocas noticias ciertas sobre su vida. Sin embargo, la atenta lectura de las obras cuya paternidad la crítica ha ido reconociendo poco a poco, permite descubrir en su enseñanza un tesoro teológico y espiritual valioso también para nuestro tiempo.
Ambrosio Auperto, nacido en Provenza de una familia distinguida, según su tardío biógrafo Juan fue a la corte del rey franco Pipino el Breve donde, además del cargo de oficial, desarrolló de alguna forma también el de preceptor del futuro emperador Carlomagno. Probablemente en el séquito del Papa Esteban ii, que entre los años 753-754 acudió a la corte franca, Auperto llegó a Italia y visitó la famosa abadía benedictina de San Vicente, en las fuentes del Volturno, en el ducado de Benevento. Esa abadía, fundada a inicios de aquel siglo por los tres hermanos beneventanos Paldón, Tatón y Tasón, era conocida como oasis de cultura clásica y cristiana. Poco después de su visita, Ambrosio Auperto decidió abrazar la vida religiosa y entró en aquel monasterio, donde pudo formarse de modo adecuado, sobre todo en el campo de la teología y la espiritualidad, según la tradición de los Padres.
Hacia el año 761 fue ordenado sacerdote y el 4 de octubre del año 777 fue elegido abad con el apoyo de los monjes francos, mientras que le eran contrarios los longobardos, favorables al longobardo Potón. La tensión, de trasfondo nacionalista, no se calmó en los meses sucesivos, con la consecuencia de que al año siguiente, el 778, Auperto pensó en dimitir y marcharse con algunos monjes francos a Spoleto, donde podía contar con la protección de Carlomagno. A pesar de ello, las disensiones en el monasterio de San Vicente no cesaron, y algunos años después, cuando a la muerte del abad que sucedió a Auperto fue elegido precisamente Potón (año 782), el conflicto volvió a encenderse y se llegó a la denuncia del nuevo abad ante Carlomagno. Este remitió a los contendientes al tribunal del Pontífice, el cual los convocó a Roma. Llamó también como testigo a Auperto que, sin embargo, durante el viaje murió repentinamente, quizá asesinado, el 30 de enero del año 784.
Ambrosio Auperto fue monje y abad en una época marcada por fuertes tensiones políticas, que repercutían también en la vida interna de los monasterios. De ello se hace eco frecuentemente y con preocupación en sus escritos. Por ejemplo, denuncia la contradicción entre la espléndida apariencia externa de los monasterios y la tibieza de los monjes: seguramente esta crítica se dirigía también a su propia abadía. Para ella escribió la Vida de los tres fundadores, con la clara intención de ofrecer a la nueva generación de monjes un punto de referencia con el cual confrontarse.
Una finalidad semejante tenía también el pequeño tratado ascético Conflictus vitiorum et virtutum (“Conflicto entre los vicios y las virtudes”), que obtuvo gran éxito en la Edad Media y se publicó en 1473 en Utrecht bajo el nombre de san Gregorio Magno y un año después en Estrasburgo bajo el nombre de san Agustín. En él Ambrosio Auperto pretendía enseñar a los monjes de modo concreto cómo afrontar el combate espiritual día a día. De modo significativo, no aplica la afirmación de 2 Tm 3,12: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones”, a la persecución externa, sino al asalto que el cristiano debe sufrir en su interior por parte de las fuerzas del mal. Se presentan en una especie de disputa 24 parejas de combatientes: cada vicio trata de embaucar al alma con razonamientos sutiles, mientras que la virtud respectiva rebate esas insinuaciones utilizando sobre todo palabras de la Escritura.
En este tratado sobre el conflicto entre vicios y virtudes, Auperto contrapone a la cupiditas (la codicia) el contemptus mundi (el desprecio del mundo), que se convierte en una figura importante en la espiritualidad de los monjes. Este desprecio del mundo no es un desprecio de la creación, de la belleza y de la bondad de la creación y del Creador, sino un desprecio de la falsa visión del mundo que nos presenta e insinúa precisamente la codicia. Esta nos insinúa que el “tener” sería el sumo valor de nuestro ser, de nuestro vivir en el mundo, para parecer importantes. Así falsifica la creación del mundo y destruye el mundo.
Auperto observa también que el afán de ganancias de los ricos y los poderosos de la sociedad de su tiempo existe también en el interior de las almas de los monjes; por ello, escribió un tratado titulado De cupiditate, en el que, con el apóstol san Pablo, denuncia desde el inicio la codicia como la raíz de todos los males. Escribe: “Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia” (De cupiditate 1: CCCM 27 b, p. 963). Este relieve revela toda su actualidad a la luz de la presente crisis económica mundial. Vemos que precisamente de esta raíz de la codicia ha nacido esta crisis. Ambrosio imagina la objeción que los ricos y los poderosos podrían aducir diciendo: nosotros no somos monjes; para nosotros no valen ciertas exigencias ascéticas. Y responde: “Es verdad lo que decís, pero también para vosotros vale el camino angosto y estrecho, según la manera de vuestro estado de vida y en la medida de vuestras fuerzas, porque el Señor sólo propuso dos puertas y dos caminos (es decir, la puerta estrecha y la ancha, el camino angosto y el cómodo); no indicó una tercera puerta o un tercer camino” (l.c., p. 978).
Ve claramente que los estilos de vida son muy distintos. Pero también para el hombre de este mundo, también para el rico vale el deber de combatir contra la codicia, contra el afán de poseer, de aparecer, contra el falso concepto de libertad como facultad de disponer de todo según el propio arbitrio. También el rico debe encontrar el auténtico camino de la verdad, del amor y, así, de la vida recta. Por eso, Auperto, como prudente pastor de almas, al final de su predicación penitencial, sabe decir una palabra de consuelo: “No he hablado contra los codiciosos, sino contra la codicia, no contra la naturaleza, sino contra el vicio” (l.c., p. 981).
La obra más importante de Ambrosio Auperto es seguramente su comentario en diez libros al Apocalipsis, que constituye, después de siglos, el primer comentario amplio en el mundo latino al último libro de la Sagrada Escritura. Esta obra fue fruto de un trabajo de muchos años, llevado a cabo en dos etapas entre los años 758 y 767, por tanto antes de su elección como abad. En el prólogo indica con precisión sus fuentes, lo cual no era normal en absoluto en la Edad Media. A través de su fuente quizás más significativa, el comentario del obispo Primasio Adrumetano, redactado hacia la mitad del siglo VI, Auperto entra en contacto con la interpretación del Apocalipsis que había dejado el africano Ticonio, el cual vivió una generación antes de san Agustín. No era católico: pertenecía a la Iglesia cismática donatista; sin embargo, era un gran teólogo. En este comentario vio reflejado, sobre todo en el Apocalipsis, el misterio de la Iglesia.
Ticonio había llegado a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo compuesto de dos partes: una, dice él, pertenece a Cristo; pero la otra parte de la Iglesia pertenece al diablo. San Agustín leyó este comentario y lo aprovechó, pero subrayó fuertemente que la Iglesia está en las manos de Cristo, sigue siendo su Cuerpo, formando con él un solo sujeto, partícipe de la mediación de la gracia. Por eso, subraya que la Iglesia nunca puede separarse de Jesucristo.
En su lectura del Apocalipsis, semejante a la de Ticonio, Auperto no se interesa tanto de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, cuanto de las consecuencias que se derivan para la Iglesia del presente de su primera venida, la encarnación en el seno de la Virgen María. Y nos dice unas palabras muy importantes: en realidad Cristo “debe nacer, morir y resucitar cada día en nosotros, que somos su Cuerpo” (In Apoc. III: CCCM 27, p. 205). En el contexto de la dimensión mística propia de todo cristiano, él contempla a María como modelo de la Iglesia, modelo para todos nosotros, porque también en nosotros y entre nosotros debe nacer Cristo. Siguiendo a los Padres que veían en la “mujer vestida de sol” deAp 12,1 la imagen de la Iglesia, Auperto argumenta: “La bienaventurada y piadosa Virgen…. diariamente da a luz nuevos pueblos, con los cuales se forma el Cuerpo general del Mediador. Por tanto, no debe sorprender que ella, en cuyo bendito seno la Iglesia misma mereció ser unida a su Cabeza, represente la imagen de la Iglesia”.
En este sentido Auperto considera que la Virgen María desempeña un papel decisivo en la obra de la Redención (cf. también sus homilías In purificatione s. Mariae e In adsumptione s. Mariae). Su gran veneración y su profundo amor a la Madre de Dios le inspiran a veces formulaciones que de alguna forma anticipan las de san Bernardo y de la mística franciscana, pero sin desviarse hacia formas discutibles de sentimentalismo, porque él no separa nunca a María del misterio de la Iglesia. Por eso, con razón, Ambrosio Auperto es considerado el primer gran mariólogo de Occidente.
Él cree que la piedad -que, según él, debe liberar al alma del apego a los placeres terrenos y transitorios- debe ir unida al profundo estudio de las ciencias sagradas, sobre todo la meditación de las Sagradas Escrituras, que define “cielo profundo, abismo insondable” (In Apoc. IX). En la hermosa oración con la que concluye su comentario al Apocalipsis, subrayando la prioridad que en toda búsqueda teológica de la verdad corresponde al amor, se dirige a Dios con estas palabras: “Cuando te escrutamos intelectualmente, no te descubrimos como eres verdaderamente; en cambio, cuando te amamos, te alcanzamos”.
Hoy podemos constatar que Ambrosio Auperto vivió en un tiempo de fuerte manipulación política de la Iglesia, en la que el nacionalismo y el tribalismo habían desfigurado el rostro de la Iglesia. Pero él, en medio de todas esas dificultades, que experimentamos también nosotros, supo descubrir el verdadero rostro de la Iglesia en María, en los santos. De este modo, supo entender lo que significa ser católico, ser cristiano, vivir de la Palabra de Dios, entrar en este abismo y así vivir el misterio de la Madre de Dios: dar vida de nuevo a la Palabra de Dios, ofrecer a la Palabra de Dios la propia carne en el tiempo presente. Y con todo su conocimiento teológico, con toda la profundidad de su ciencia, Auperto supo comprender que con la simple investigación teológica no se puede conocer a Dios tal como es en realidad. Sólo el amor lo alcanza. Escuchemos este mensaje y oremos al Señor para que nos ayude a vivir el misterio de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo.