13 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo y los Apóstoles

13 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO Y LOS APÓSTOLES

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE SEPTIEMBRE DE 2008

SAN PABLO Y LOS APÓSTOLES

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre la relación entre san Pablo y los Apóstoles que lo habían precedido en el seguimiento de Jesús. Estas relaciones estuvieron siempre marcadas por un profundo respeto y por la franqueza que en san Pablo derivaba de la defensa de la verdad del Evangelio. Aunque era prácticamente contemporáneo de Jesús de Nazaret, nunca tuvo la oportunidad de encontrarse con él durante su vida pública. Por eso, tras quedar deslumbrado en el camino de Damasco, sintió la necesidad de consultar a los primeros discípulos del Maestro, que él había elegido para que llevaran su Evangelio hasta los confines del mundo.

san pablo predicando en atenas krouillong sacrilega comunion en la mano

En la carta a los Gálatas san Pablo elabora un importante informe sobre los contactos mantenidos con algunos de los Doce: ante todo con Pedro, que había sido elegido como Kephas, palabra aramea que significa roca, sobre la que se estaba edificando la Iglesia (cf. Ga 1, 18); con Santiago, “el hermano del Señor” (cf. Ga 1, 19); y con Juan (cf. Ga 2, 9): san Pablo no duda en reconocerlos como “las columnas” de la Iglesia. Particularmente significativo es el encuentro con Cefas (Pedro), que tuvo lugar en Jerusalén: san Pablo se quedó con él 15 días para “consultarlo” (cf. Ga 1, 19), es decir, para informarse sobre la vida terrena del Resucitado, que lo había “atrapado” en el camino de Damasco y le estaba cambiando la vida de modo radical: de perseguidor de la Iglesia de Dios se había transformado en evangelizador de la fe en el Mesías crucificado e Hijo de Dios que en el pasado había intentado destruir (cf. Ga 1, 23).

¿Qué tipo de información sobre Jesucristo obtuvo san Pablo en los tres años sucesivos al encuentro de Damasco? En la primera carta a los Corintios podemos encontrar dos pasajes que san Pablo había conocido en Jerusalén y que ya habían sido formulados como elementos centrales de la tradición cristiana, una tradición constitutiva. Él los transmite verbalmente tal como los había recibido, con una fórmula muy solemne: “Os transmito lo que a mi vez recibí”. Insiste, por tanto, en la fidelidad a cuanto él mismo había recibido y que transmite fielmente a los nuevos cristianos. Son elementos constitutivos y conciernen a la Eucaristía y a la Resurrección; se trata de textos ya formulados en los años treinta. Así llegamos a la muerte, sepultura en el seno de la tierra y a la resurrección de Jesús (cf. 1 Co 15, 3-4).

Tomemos ambos textos: las palabras de Jesús en la última Cena (cf. 1 Co 11, 23-25) son realmente para san Pablo centro de la vida de la Iglesia: la Iglesia se edifica a partir de este centro, llegando a ser así ella misma. Además de este centro eucarístico, del que vuelve a nacer siempre la Iglesia —también para toda la teología de san Pablo, para todo su pensamiento—, estas palabras tuvieron un notable impacto sobre la relación personal de san Pablo con Jesús. Por una parte, atestiguan que la Eucaristía ilumina la maldición de la cruz, convirtiéndola en bendición (cf. Ga 3, 13-14); y por otra, explican el alcance de la misma muerte y resurrección de Jesús. En sus cartas el “por vosotros” de la institución se convierte en “por mí” (Ga 2, 20) —personalizando, sabiendo que en ese “vosotros” él mismo era conocido y amado por Jesús— y, por otra parte, en “por todos” (2 Co 5, 14); este “por vosotros” se convierte en “por mí” y “por la Iglesia” (Ef 5, 25), es decir, también “por todos” del sacrificio expiatorio de la cruz (cf. Rm 3, 25). Por la Eucaristía y en la Eucaristía la Iglesia se edifica y se reconoce como “Cuerpo de Cristo” (1 Co 12, 27), alimentado cada día por la fuerza del Espíritu del Resucitado.

El otro texto, sobre la Resurrección, nos transmite de nuevo la misma fórmula de fidelidad. San Pablo escribe: “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Co 15, 3-5). También en esta tradición transmitida a san Pablo vuelve a aparecer la expresión “por nuestros pecados”, que subraya la entrega de Jesús al Padre para liberarnos del pecado y de la muerte. De esta entrega san Pablo saca las expresiones más conmovedoras y fascinantes de nuestra relación con Cristo: “A quien no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21); “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co 8, 9). Vale la pena recordar el comentario con el que Martín Lutero, entonces monje agustino, acompañaba estas expresiones paradójicas de san Pablo: “Este es el grandioso misterio de la gracia divina hacia los pecadores: por un admirable intercambio, nuestros pecados ya no son nuestros, sino de Cristo; y la justicia de Cristo ya no es de Cristo, sino nuestra” (Comentario a los Salmos, de 1513-1515). Y así somos salvados.

En el kerygma (anuncio) original, transmitido de boca a boca, merece señalarse el uso del verbo “ha resucitado”, en lugar de “fue resucitado”, que habría sido más lógico utilizar, en continuidad con el “murió” y “fue sepultado”. La forma verbal “ha resucitado” se eligió para subrayar que la resurrección de Cristo influye hasta el presente de la existencia de los creyentes: podemos traducirlo por “ha resucitado y sigue vivo” en la Eucaristía y en la Iglesia. Así todas las Escrituras dan testimonio de la muerte y la resurrección de Cristo, porque —como escribió Hugo de San Víctor— “toda la divina Escritura constituye un único libro, y este único libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y tiene en Cristo su cumplimiento” (De arca Noe, 2, 8). Si san Ambrosio de Milán pudo decir que “en la Escritura leemos a Cristo”, es porque la Iglesia de los orígenes leyó todas las Escrituras de Israel partiendo de Cristo y volviendo a él.

La enumeración de las apariciones del Resucitado a Cefas, a los Doce, a más de quinientos hermanos, y a Santiago se cierra con la referencia a la aparición personal que recibió san Pablo en el camino de Damasco: “Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo” (1 Co 15, 8). Dado que él había perseguido a la Iglesia de Dios, en esta confesión expresa su indignidad de ser considerado apóstol al mismo nivel que los que le han precedido: pero la gracia de Dios no fue estéril en él (cf. 1 Co 15, 10). Por tanto, la actuación prepotente de la gracia divina une a san Pablo con los primeros testigos de la resurrección de Cristo: “Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído” (1 Co 15, 11). Es importante la identidad y la unicidad del anuncio del Evangelio: tanto ellos como yo predicamos la misma fe, el mismo Evangelio de Jesucristo muerto y resucitado, que se entrega en la santísima Eucaristía.

La importancia que san Pablo confiere a la Tradición viva de la Iglesia, que transmite a sus comunidades, demuestra cuán equivocada es la idea de quienes afirman que fue san Pablo quien inventó el cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, su Señor, se encontró con él en el camino de Damasco y lo frecuentó en la Iglesia, observando su vida en los Doce y en aquellos que lo habían seguido por los caminos de Galilea. En las próximas catequesis tendremos la oportunidad de profundizar en las contribuciones que san Pablo dio a la Iglesia de los orígenes; pero la misión que recibió del Resucitado en orden a la evangelización de los gentiles necesita ser confirmada y garantizada por aquellos que le dieron a él y a Bernabé la mano derecha como señal de aprobación de su apostolado y de su evangelización, así como de acogida en la única comunión de la Iglesia de Cristo (cf. Ga 2, 9).

Se comprende entonces que la expresión: “Si conocimos a Cristo según la carne” (2 Co 5, 16) no significa que su existencia terrena tenga poca importancia para nuestra maduración en la fe, sino que desde el momento de la Resurrección cambia nuestra forma de relacionarnos con él. Él es, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, “nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos”, como recuerda san Pablo al principio de la carta a los Romanos (Rm 1, 3-4).

Cuanto más tratamos de seguir las huellas de Jesús de Nazaret por los caminos de Galilea, tanto más podemos comprender que él asumió nuestra humanidad, compartiéndola en todo, excepto en el pecado. Nuestra fe no nace de un mito ni de una idea, sino del encuentro con el Resucitado, en la vida de la Iglesia.

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