05 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Justificación en la Enseñanza de San Pablo. De la Obras a la Fe.

05 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA JUSTIFICACIÓN EN LA ENSEÑANZA DE SAN PABLO. DE LAS OBRAS A LA FE

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE NOVIEMBRE DE 2008

LA JUSTIFICACIÓN EN LA ENSEÑANZA DE SAN PABLO. DE LAS OBRAS A LA FE

Queridos hermanos y hermanas:

En el camino que estamos recorriendo guiados por san Pablo, queremos reflexionar ahora sobre un tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser justo el hombre a los ojos de Dios? Cuando san Pablo se encontró con el Resucitado en el camino de Damasco era un hombre realizado: irreprensible en cuanto a la justicia que deriva de la Ley (cf. Flp 3, 6), superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y era celoso en sostener las tradiciones de sus padres (cf. Ga 1, 14). La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó a considerar todos sus méritos, logrados en una carrera religiosa integérrima, como “basura” frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cf. Flp 3, 8). La carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de san Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: comprendió que todo lo que hasta entonces le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios era una pérdida, y por ello decidió apostar toda su existencia por Jesucristo (cf. Flp 3, 7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa, por cuya adquisición invierte todo lo demás, ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo, su Señor.

La relación entre san Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que lo impulsó a afirmar que Cristo ya no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo, incluso el morir era una ganancia (cf. Flp 1, 21). No es que despreciara la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por tanto ya no albergaba otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición de atletismo, para estar siempre con él: el Resucitado se había convertido en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera.

Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cf. 2 Co 11, 28) lo impulsaban a ralentizar la carrera hacia su único Señor, para esperar a los discípulos de modo que pudieran correr con él hacia la meta. Aunque en la anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cf. 1 Co 4, 3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquel por el que había sido conquistado (cf. Flp 3, 12).

Precisamente por esta experiencia personal de la relación con Jesucristo, san Pablo pone ya en el centro de su Evangelio una irreductible oposición entre dos itinerarios alternativos hacia la justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas predominantes en sus cartas: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley nadie será justificado” (Ga 2, 15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 23-24). Y añade: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley” (Rm 3, 28). Lutero en este punto tradujo “justificado sólo por la fe”. Volveré sobre esto al final de la catequesis, pues antes debemos aclarar qué es esta “Ley” de la que hemos sido liberados y qué son esas “obras de la Ley” que no justifican.

Ya en la comunidad de Corinto existía la opinión, que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia, según la cual se trataba de la ley moral y que, por tanto, la libertad cristiana consistía en la liberación de la ética. Así, en Corinto circulaba la expresión “πάντα μοι έξεστιν” (todo me es lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no es libertinaje; la liberación de la que habla san Pablo no es liberación de hacer el bien.

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¿Pero qué significa, por consiguiente, la Ley de la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. En la interpretación de los fariseos, la que había estudiado y hecho suya san Pablo, la Torá implicaba un conjunto de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. De modo particular, la circuncisión, las observancias acerca del alimento puro y en general la pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Esos comportamientos también aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos.

Todas estas observancias, que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística, comenzando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura universal de entonces y era una cultura aparentemente racional, una cultura politeísta aparentemente tolerante, constituía una fuerte presión hacia la uniformidad cultural y así amenazaba la identidad de Israel, que se veía políticamente obligado a entrar en esa identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su propia identidad, que implicaba también la pérdida de la preciosa herencia de la fe de sus padres, de la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.

Contra esa presión cultural, que no sólo amenazaba la identidad israelita, sino también la fe en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de contención, un escudo de defensa que protegiera la preciosa herencia de la fe; ese muro consistía precisamente en las observancias y prescripciones judías. San Pablo, que había aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don de Dios, de la herencia de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos: por eso los perseguía.

En el momento de su encuentro con el Resucitado comprendió que con la resurrección de Cristo la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro entre Israel y los paganos —así lo dice la carta a los Efesios— ya no era necesario: es Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo quien nos une con Dios y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad de las culturas. El muro ya no es necesario. Cristo es nuestra identidad común en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión “sola fide” de Lutero es verdadera si no se opone la fe a la caridad, al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo, conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto, creer es conformarse a Cristo y entrar en su amor. Por eso, san Pablo en la carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6).

San Pablo sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente y se cumple toda la Ley. Así, en la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, se realiza toda la Ley. Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es el amor. Veremos lo mismo en el evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Sólo pide esto: ¿Me visitaste cuando estaba enfermo?, ¿cuando estaba en la cárcel? ¿Me diste de comer cuando tenía hambre?, ¿me vestiste cuando estaba desnudo? Así la justicia se decide en la caridad. Así, al final de este evangelio, podemos decir casi: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este evangelio y san Pablo. Es la misma visión según la cual la comunión con Cristo, la fe en Cristo, crea la caridad. Y la caridad es realización de la comunión con Cristo. Así, estando unidos a él, somos justos, y de ninguna otra forma.

Al final, sólo podemos orar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; así, creer llega a ser vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos de Dios.

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